Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—Ahora iré a buscarla al monasterio y tomaremos el primer barco que salga de puerto, me da igual a dónde nos lleve.
Volker se subió a su caballo y quiso despedirse agradecido, pero Camilo no le dejó abrir la boca.
—¡Ni hablar! No lo haréis, todavía no.
A Volker le molestó el tono autoritario de sus palabras, pero no quiso responder hasta recibir alguna explicación. Camilo continuó hablando:
—Os he pagado el caballo, pero os lo he de cobrar con un favor. Dado que la mujer está a salvo, y creedme que es así, pues me aseguré en persona de ello cuando la dejé al cuidado del máximo responsable del monasterio, antes de que vayáis a por ella ayudadme a encontrar a Yago. Solo vos sabéis por dónde se ha de empezar.
Volker dudó su respuesta hasta que las tripas le pudieron. Se apoyó sobre la silla, hinchó sus pulmones y le habló en tono grave.
—Soy militar, eso es lo primero que debéis saber. Por tanto, las órdenes las recibo de mis superiores. ¿Me explico? —Su expresión era seria—. Pensároslo bien. No dudo de vuestras buenas intenciones, pero no conseguiréis nada de mí si mantenéis esa actitud… O moderáis vuestras exigencias, o terminaré mandándoos al infierno.
Camilo no se amilanó.
—Tenéis que ayudarme a encontrar a Yago. ¡Permitidme hablar!
Volker tuvo la tentación de darse media vuelta y dejarlo con la palabra en la boca, pero le dio una última oportunidad.
—Si habéis conocido al chico, no os he de explicar cómo de frágil es. Sin culpa alguna, su vida ha reunido una interminable suma de infortunios. Es diferente a los demás, lo habréis notado. Requiere ayuda de forma casi permanente, y suele temer a la gente de su entorno. He venido desde Jerez en su busca, y no os explico lo que hemos tenido que pasar para conseguir llegar hasta aquí. Estaba dispuesto a recorrer la isla por completo hasta dar con él, pero ahora que vos sabéis donde encontrarlo… —Su tono de voz se transformó en una auténtica súplica—: Por Dios bendito. ¡Miradlo de esta manera! Es un inocente que os necesita, y yo a él, y hasta el mismo Dios os lo pide. —Juntó las manos suplicándole su ayuda.
Volker suspiró anonadado por el peso de la responsabilidad. Aquel hombre le hablaba con el corazón y recordó con lástima al muchacho. Calculó que, de no retrasarse mucho en esa búsqueda, podría estar de vuelta en poco más de un día.
—De acuerdo, no lo discutamos más, pero si os ayudo ha de ser ya.
Una hora después tomaban dirección este hacia la falda de la montaña azul.
* * *
Después de su desesperada huida, Yago y Hiasy consiguieron llegar hasta el corazón del bosque que habitaban los taínos. Encontraron las primeras cabañas entre la espesura de sus centenarios árboles, cuyas copas se perdían en el cielo. Algunas de sus modestas viviendas habían sido levantadas sobre las ramas de los gruesos troncos, y por encima de ellas se alcanzaba a ver el último repecho de la montaña, libre ya de vegetación. Su particular color azul justificaba el nombre de todo el monte.
La presencia de Yago provocó cierta inquietud en sus habitantes, pues allí nadie compartía su color de piel, y su raza coincidía con la de su peor enemigo. Pero no tardaron mucho en ver en sus ojos azules y en la amistad con Hiasy dos señales que les inspiraron confianza.
En la montaña no había diferencias, no sabían de orígenes ni jerarquías. Se vivía de acuerdo a las reglas de la naturaleza y se comía lo que ella les daba.
A aquella tierra de brumas y permanente lluvia solo le faltaba un poco más de sol para ser el paraíso.
Indios y esclavos formaban una gran familia. La desnudez les hacía semejantes y después de haber sido comprados, vendidos y vejados recuperaban la grandeza de sentirse seres humanos. Lo tenían todo y no tenían nada. Hombres y mujeres volvían a ejercer algunas prácticas ancestrales. Ellas recolectaban frutas, agua y esperaban a sus hombres en las cabañas para dar felicidad a sus almas y placer a sus cuerpos. Ellos cazaban, buscaban el alimento y peleaban por defender su territorio de las frecuentes incursiones que sufrían por parte de algunos cazadores de esclavos, o de las tropas del gobernador, resueltas a impedir como fuera la existencia de aquel reducto de libertad que alimentaba la esperanza del resto de los esclavos de la isla.
Antes de la presencia española, los anteriores pobladores habían sido conquistados por una horda indígena procedente de tierra firme; una tribu caníbal que devoraba a sus víctimas.
La montaña significó, ya por entonces, refugio de los perseguidos. La nueva familia de Yago e Hiasy eran en realidad los últimos taínos, los supervivientes de una larga tradición, gente orgullosa a la que nadie había conseguido robar su libertad.
Durante una de aquellas estrelladas noches, cuando el más anciano de la tribu invocaba frente al fuego a sus dioses pidiéndoles protección, Yago se sentó pegado a Hiasy y la cogió de la mano.
En aquel vergel esmeralda, de cielos azulados y brisa limpia, entre árboles extraños y pájaros que nunca dejaban de cantar, Hiasy sintió la necesidad de besar a Yago y lo hizo. Y por primera vez él sintió calor y no miedo, felicidad y no prevención. Frente a aquel fuego que según se decía era el destino de todos los malos recuerdos del pasado, de sus demonios y pesares, Yago descubrió qué significaba el cariño de una mujer. En sus llamas se esfumaron aprensiones, las humillaciones y crueldad de tantos, y sintió algo hermoso que guardaría para siempre en su corazón. Hiasy acababa de abrir una puerta que nunca hubiera imaginado tener; algo que debía de ser lo que los demás llamaban amor.
Una mujer de nariz aplastada y piel cobriza apareció al día siguiente. Les dijeron que era la gran sacerdotisa de los taínos.
Su saber era antiguo y su mirada, profunda y limpia.
No tardó mucho en estudiar a Yago, en buscar en su ojos esquivos.
Desde el primer día lo invitó a vivir con ella el momento del amanecer, pues era en aquel trance, mientras el sol rasgaba la oscuridad, cuando aprovechaba para hurgar en su alma y así pudo ver lo que había sufrido; mucho, demasiado.
A ella le bastaba una mirada para entender el pensamiento. Aquella mujer podía leer el pasado pero también el futuro. Por eso vio que Yago no iba a vivir mucho tiempo con ellos. Como en una visión reconoció al soldado que había encontrado casi ahogado, el que iba a venir a buscarlo, y se alegró. Sabía que el corazón de aquel hombre, por duro que pareciera y por frío que se mostrase, era tan noble como el del chico.
Luis Espinosa había cabalgado sin descanso hacia el oeste de la isla con Fabián pisándole los talones. Al llegar a la franja costera pudo darse cierta ventaja, pues su caballo corría con menos dificultad por la arena de la playa. Espinosa conocía bien la isla, y supo que si seguía aquella línea de mar pronto llegaría a la altura de una población costera, Santiago de la Vega, que se proyectaba al mar a través de una bahía donde fondeaban los barcos; la de Caguaya.
Cuando Fabián alcanzó la bahía, estaba a punto de anochecer.
Hacía tiempo que había perdido de vista a Luis y el mar se encargaba de lamer cualquier señal de su paso. Dejó la orilla atrás y probó suerte en las dunas, pero terminó vencido ante la falta de resultados y decidió descansar. Comprobó la herida de su pierna y vio que no sangraba; la puñalada de Luis no había sido muy profunda y había conseguido cortar la hemorragia atándose con fuerza un pañuelo en plena cabalgada. Miró el mar. Una docena de embarcaciones estaban fondeadas a lo largo de la bahía, y el reflejo de sus luces bailaba sobre las aguas tranquilas.
La noche era fresca, pero acogedora para pasear.
Se descalzó, bajó hasta la orilla y hundió con alivio sus pies en el agua sintiendo un inmediato placer, a continuación acercó a su caballo para que también él viera rebajada la sobrecarga de sus cascos. Aunque no había abandonado las esperanzas, su frustración era enorme; había perdido a Luis una vez más y todavía no disponía de una prueba sólida que lo inculpara del robo de los caballos cartujanos. Maldijo su mala suerte y se puso a pensar.
Pasado un rato, se despertó un fuerte viento rico en aromas profundos e intensos procedentes del lejano océano, pero Fabián siguió caminando ajeno a su entorno. Su mente estaba ocupada con una sola idea: recobrar la pista de Luis Espinosa y capturarlo.
Cuando había dado la segunda vuelta a la playa, acusó el agotamiento del largo día y decidió descansar. A la mañana siguiente, una vez se sintiera más despejado, decidiría qué hacer. Se tumbó en la arena y lo último que vio antes de cerrar los ojos fue el hermoso arco de estrellas que salpicaba por completo el firmamento.
Pero en pleno amanecer sus sueños se quebraron. Abrió los ojos de golpe, lleno de agitación miró a su alrededor y en un instante vio a un hombre que venía corriendo hacia él con un arco en la mano. Medio adormilado, trató de levantarse a toda prisa al comprobar que se trataba de Luis Espinosa, que lo apuntaba con una flecha. Fabián buscó la orilla sin encontrar mejor salida para huir de Luis que correr por la arena más dura.
La primera flecha le alcanzó en el hombro y lo atravesó. Fabián escuchó su silbido antes de recibir el impacto y caer rodando. Al volverse vio cómo Luis tenía preparada una segunda y que estaba a menos de diez cuerdas de él. Como no tenía posibilidad alguna de fallar, consciente de su fatal destino, se le congeló hasta la voluntad, cerró los ojos y esperó resignado la llegada del acero. Pero fue entonces cuando, desde su interior, surgió una respuesta movilizada por el odio infinito que sentía por aquel hombre, y decidió luchar, no dejarse vencer todavía. Se levantó deprisa, pudo darse media vuelta y corrió hacia su perseguidor gritando con todas sus ganas, sin más armas que su ira y la profunda sed de venganza que saturaba su alma.
La rapidez de sus piernas o la voluntad de sobrevivir hicieron que pudiera evitar la nueva flecha, que solo le rozó un brazo, pero no la siguiente, que se le clavó en el pecho. A pesar de ello, mantuvo su carrera para buscar el encuentro.
Don Luis Espinosa se vio sin tiempo de disparar de nuevo, tiró el arco y sacó un puñal.
Se lo clavó en un muslo y rodaron por la arena. Del forcejeo, la flecha que atravesaba el pecho de Fabián se quebró y la sangre empezó a brotar en exceso por la herida. Don Luis buscó la madera que aún asomaba y se la clavó hasta donde pudo, mientras con la otra mano le asestaba una nueva puñalada, esta vez en el vientre.
Fabián perdía fuerza y se desangraba.
Miró a su verdugo y después dirigió su vista hacia el horizonte marino, a su añorado mar. Pensó que iba a conocer la muerte frente a esas aguas, incapaz ya de poner la menor resistencia. Sus brazos se relajaron y sus dedos acariciaron la arena mientras su pensamiento viajaba lejos de allí. Sonrió a las puertas de la muerte, antes de recibir un nuevo acero en el pecho y de escuchar los gritos de otro individuo que corría en su ayuda.
Se le nubló la vista, perdió el conocimiento y dejó de sentir.
* * *
La montaña azul recibió a dos nuevos visitantes.
Cuando Camilo y Volker aparecieron por las inmediaciones del bosque, tuvieron que esconderse bajo sus grandes arbustos al ser recibidos por una nube de flechas envenenadas que los taínos tenían preparadas para los intrusos. Advirtieron a gritos que venían en son de paz buscando a un chico blanco, a Yago, del que eran amigos.
Los indios, desconfiados de sus verdaderas intenciones y teniéndolos como posibles enemigos, afinaron su puntería y en una segunda andanada de flechas clavaron no menos de diez en la corteza del árbol donde se habían protegido los recién llegados. Volker, en voz alta, les pidió una tregua para explicarse, pero recibió como respuesta una nueva oleada de acero sobre los arbustos inmediatos a su derecha. Entendió que para detenerlos debía mostrarse indefenso, desarmado y de frente a ellos. Tomó aire y salió de detrás del árbol con las manos en alto pidiendo ver a su jefe. Los defensores de la aldea se interrogaron con la mirada a la espera de lo que decidiera el cabecilla, quien ordenó que dejaran de disparar y optó por dar aviso a sus mayores para saber qué debían hacer.
Camilo, superando los miedos, dejó atrás el abrigo del árbol y quedó también expuesto a los indios, al lado de Volker. Trataron de localizar a quienes los habían disparado entre la espesura del bosque, pero no consiguieron nada. Tan solo pudieron identificar algunas plumas asomándose entre las hojas, o el fugaz movimiento de una rama. Escucharon, eso sí, un asombroso coro de alaridos que recorría la arboleda, saltando de árbol en árbol, hasta perderse entre el abigarrado corazón verde. Primero creyeron que se trataba de algún animal, pero de inmediato entendieron que era su particular manera de comunicarse, porque antes de escuchar a uno de los indios decirles en su lengua que entregaran sus armas, habían oído una nueva sucesión de aullidos encadenados proveniente de la profundidad del follaje hasta casi donde estaban ellos. Sin entenderlo, les acababan de permitir entrar en el poblado.
La sacerdotisa y los ancianos así lo habían dispuesto.
Cuando minutos después, Yago supo que dos hombres preguntaban por él, corrió lleno de curiosidad hacia la explanada de los dos fuegos. Y allí vio a Camilo.
Primero se cruzaron sus miradas, llenas de sorpresa, frente a frente.
Una oleada de emoción los recorrió de arriba abajo, luego fue una sonrisa, y finalmente se fundieron en un abrazo que sabía a pasado, a inmenso afecto, y a infinitos recuerdos.
El fraile había recorrido medio mundo deseando vivir ese momento, ansioso de poder olvidar de una vez por todas los miedos que arrastraba desde su despedida, habiéndolo imaginado tantas veces desprotegido, herido o maltratado. Pero ahora, allí, al mirarlo a los ojos, se sintió por fin reconfortado y muy feliz.
Yago no hacía otra cosa que repetir el nombre de su amigo una y otra vez, riéndose a carcajadas. De inmediato se vieron rodeados por algunos indios y también por varios esclavos, unos llevados por la curiosidad y otros contagiados por las emocionantes sensaciones que los dos transmitían.
—Yo, yo no lo hice… —se pronunció Yago, trasladándose en su recuerdo a la dolorosa escena en las cuadras de Humeruelos, con la hija de los guardeses—. Yo no…
—Lo sé —le cortó Camilo—. Perdona mis dudas de entonces.
A escasa distancia, sin dejar verse, Hiasy los observaba entre lágrimas.