El jinete del silencio (72 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Pignatelli y Francesca corrieron en ayuda del caballo y comprobaron la gravedad de la lesión. El hueso se había quebrado a la altura del corvejón y asomaba por fuera de la piel. El director de la escuela exploró la extremidad ante la sospecha de que también tuviera roto un ligamento.

—Francesca, di al menescal Ferrari que venga, por suerte, le tenemos en la escuela sangrando caballos. Esto tiene muy mal aspecto… —Se dirigió a Yago—: Por tu bien, espero que tenga arreglo, porque si no…

La imagen del animal sudando, con la lengua caída, los ojos desorbitados, bramando de dolor, hizo que Yago fuera consciente del desastre que acababa de provocar. Sintió pánico, se sentó en el suelo y se quedó acurrucado, incapaz de mover un solo músculo.

Los alumnos formaron un corro alrededor del animal herido, mientras Francesca iba en busca del sanador de caballos. A los pocos minutos, volvió en compañía de un hombre de mediana estatura que llevaba un bolsón de cuero de grandes proporciones. Su curtido rostro tal vez reflejaba más edad de la que seguramente tenía. Los ojos, de tan claros que eran, conferían paz.

Pignatelli le estrechó la mano antes de que empezara la inspección del animal. Con un solo golpe de vista el recién llegado fue consciente de la gravedad del problema, chasqueó la lengua y su gesto se oscureció.

Mandó que lo ayudaran a atar las tres extremidades sanas con una cuerda para trabajar sin riesgos, y a continuación buscó en su bolsa hasta dar con un bote de vidrio azul que contenía alcohol. Destapó otro frasquito más pequeño de un ácido con una base de azufre y lo mezcló con el alcohol sobre una pequeña palangana. De inmediato surgió un gas que acercó hasta los ollares del caballo. De ese modo pretendía adormilarlo para manejarse con más comodidad. Indicó a Pignatelli cómo debía hacer para inmovilizar los cascos, y observó a Yago, sin entender qué hacía allí en tan extraña postura.

—¿Qué le pasa?

Pignatelli no le respondió. Estaba concentrado en su tarea y en las consecuencias que sufriría con la segura pérdida del animal.

El menescal olvidó su pregunta, se armó con un par de pinzas, y empezó a levantar la piel que cubría la herida y el hueso astillado. La rotura tenía tres puntos abiertos a diferente altura y además le faltaba un buen fragmento que se habría perdido por la arena.

—Vaya, vaya… —masculló en voz baja.

Francesca se tapó los ojos incapaz de ver lo que hacía y se acercó a Yago.

—¿Cómo estás? —le acarició el pelo.

—Déjame.

—Ha sido un accidente, puede sucederle a cualquiera.

—No, no es verdad… —Se volvió hacia ella. Su rostro reflejaba una profunda angustia, y además tenía los ojos enrojecidos—. Nunca me perdonaré esto.

—¡Silencio! —los amonestó el sanador, quien aprovechó para pedir que le apartaran a los alumnos. Algunos casi se le echaban encima sin dejarlo trabajar. Pignatelli ordenó que abandonaran la pista, aunque tuvo que escuchar sus protestas.

El menescal estudió el ligamento que más había sufrido, uno lateral a la rodilla; estaba completamente fragmentado. Sabía coserlo, pero pensó que un caballo del que se esperaban ejercicios tan extremos, con aquella lesión nunca recuperaría la normalidad. Mientras decidía cómo les iba a exponer tan mala noticia, se tomó un tiempo con el resto de la exploración. Descubrió otro ligamento dañado, el necesario para extender el pie, lo que terminó por decidirle a hablar.

—Siento informaros de que sus daños son irreversibles, y lo único que se debería hacer, bajo mi criterio, es sacrificarlo. Ahora está adormecido y parece no encontrarse mal, pero en cuanto recupere la sensibilidad los dolores lo matarán.

Miró a Pignatelli.

El director de la escuela cerró los puños lleno de rabia, una vez habían sido confirmados sus temores, y Yago se sintió ahogar al saber que por su culpa iba a morir un caballo.

Miró a Pignatelli y vio en su expresión un cambio, un gesto que no pudo reconocer, aunque imaginó que reflejaba un profundo sentimiento de decepción. Yago se hundió internamente. Se había creído capaz de todo, pero lo que acababa de demostrar era una falta de madurez imperdonable. Le había fallado a Pignatelli y se había fallado a sí mismo. No merecía su confianza, había sido un irresponsable y con su poca cabeza había conseguido un terrible resultado.

—Hacedlo cuanto antes… —Pignatelli observó al caballo con pena.

—Me voy. —Yago se levantó del suelo y se separó del grupo con intención de abandonar la pista y la escuela. Aquel ya no era su sitio.

Francesca, espantada por lo sucedido, corrió a su encuentro.

—¿Qué vas a hacer?

Él no le hizo caso y siguió caminando.

—¡Yago! —Pignatelli levantó la voz con un tono autoritario—. ¿A dónde vas?

La muerte del caballo era un duro golpe y la imprudencia del muchacho no tenía perdón, pero a pesar de ello no lo quería perder y menos aún arriesgar la continuidad de sus proyectos, que ya estaban bastante debilitados.

Yago se detuvo y escuchó sin volver la cara.

—No me has obedecido cuando te advertí, y las consecuencias ahí están. —Señaló al caballo. El menescal le estaba seccionando la yugular para desangrarlo con rapidez y detener su corazón para siempre—. Pero no quiero que abandones esta casa.

—Todo da igual… he de irme…

Yago respondió con frialdad y siguió caminando. Lo había estropeado todo. En su interior no había más sensaciones que la de su fracaso. Una lágrima se le escurrió por la mejilla, y le siguió otra, y luego varias. Se las quitó con rabia y empezó a correr para evitar sus miradas, la imagen del animal, y sus voces.

Cuando pisó la calle, siguió corriendo sin saber a dónde, ni qué iba a hacer. Lo único que tenía claro era que la escuela de equitación de Pignatelli había terminado para él.

V

Las galeras corsarias navegaban con poco calado al ir vacías de carga para llenar sus bodegas con el oro español. Sin embargo, el mar al que habían sido dirigidas por indicación de Luis Espinosa, donde debían encontrar y atacar a la flota de Indias, presentaba una profundidad en sus aguas tan escasa que las cinco embarrancaron sin poder evitarlo.

A sus capitanes les pareció absurdo, pues aquel estrecho de mar limitado por la isla Grande y la costa de Sicilia resultaba ser un emplazamiento idóneo para coger desprevenida a la flota imperial y vencer con facilidad su resistencia. Pero no habían contado con el poco fondo que tenía, y por su culpa habían quedado demasiado expuestos.

Lo que sucedió poco después fue demasiado rápido y sobre todo funesto. En menos de un credo vieron salir de detrás de unos islotes no menos de seis carracas y cuatro naos, todas armadas con brillantes cañones y banderas desplegadas; la del Emperador, un águila bicéfala sobre fondo amarillo, la de la marina española con la cruz de San Andrés en rojo, y otra con un estandarte en el que se apreciaban dos columnas y el Non Plus Ultra entre ellas.

Desde la galera que comandaba Harbid, como máximo responsable corsario, pidió un catalejo para comprobar la identidad de su enemigo. En cuanto reconoció las enseñas se alarmó de inmediato.

—¡Por las barbas del profeta! No es la flota de Indias, se trata de la Armada Real… —Sopesó en pocos segundos sus fuerzas, y no le quedó duda alguna sobre lo que iba a pasar. Lamentó haber acudido con menos embarcaciones de las veinte inicialmente previstas, pues hubieran tenido alguna oportunidad, ahora estaban perdidos. Atascados en medio de la nada y sin capacidad de maniobra, los cañones los harían trizas sin poder ni responder.

—Honra y muerte —dijo para sus adentros.

Era lo único que les quedaba por hacer. Eso, y conseguir que alguien escapara para que el reis supiera la traición de quien les había llevado hasta aquella ratonera.

Se escuchó la primera ráfaga de cañonazos desde el galeón más próximo. El ataque sin aviso previo dejaba bien claras sus intenciones. Por fallo de cálculo, la mortífera carga cayó a bastante distancia de las cuadernas de sus naves.

—¡Corsarios, escuchadme! —Un centenar de turcos, argelinos y nativos de otros lugares de la costa africana se reunieron bajo el puente de mando para recibir sus órdenes. Como ninguno era nuevo en aquellas campañas, fueron conscientes de la gravedad de su situación—. Hemos sido vilmente engañados, estamos atrapados en un arenal y nuestro enemigo es más numeroso y está mejor armado. —Un rumor plagado de improperios ahogó sus palabras. Cuando pudo hacerse oír, Harbid siguió hablando—. Pronto seremos pasto de sus balas y solo disponemos de cinco barcas donde podríais escapar veinticinco de vosotros, nada más. Lo echaremos a suertes. Considero que es lo más justo.

Mientras arriaban los botes al agua se rifaron quiénes iban a intentar una huida que tampoco parecía sencilla. Una primera bala alcanzó la proa de la galera más avanzada y se llevó por los aires a cinco de sus hombres.

El comandante Harbid se secó el sudor de la frente con un pañuelo y ordenó que izaran las banderas de combate. Si eran hundidos, al menos lo harían con dignidad. Mandó armar los cañones, preparar la munición, y dio instrucciones secretas a su segundo para que colocaran suficiente pólvora en las bodegas de los cinco barcos con el fin de hacerlos volar antes de que cayeran en manos del enemigo.

Todo se hizo a su voluntad.

A continuación y antes de que estuvieran a distancia de fuego, eligió a cinco emisarios y les mandó huir por separado en cada una de las barcas para asegurarse de que Dragut, o cualquiera de los máximos responsables corsarios, supiera que Luis Espinosa los había traicionado.

Gracias a un golpe de suerte la galera de Harbid recibió un cambio en la dirección del viento que hinchó de tal manera sus velas que por efecto del empujón desembarrancó y recuperó la capacidad de navegación. Viraron a estribor y sin perder un minuto su comandante dirigió la nave en línea recta contra la flota enemiga. De frente, su exposición al fuego enemigo era reducida. Harbid pensó que con un poco de suerte la Armada no tendría ya tiempo de alcanzarlos por estribor. Dispondrían de una sola oportunidad, pequeña, pero al menos una.

Su tripulación se creció arrancándose a cantar una canción que ensalzaba el valor en combate, el espíritu de victoria y la fe en sus propias capacidades. La embarcación, que fue ganando velocidad, corrigió ligeramente su dirección y enfiló la proa contra el grueso de la flota real. Sus hombres iban armados con sables, garfios, algunos con ballestas y otros con hachas. Llevaban los ojos inflamados de ira y estaban deseosos de acción, de lucha, con los aceros prestos para atravesar carne cristiana. Eran conscientes de que se iba a librar una desigual batalla, sí, pero en su muerte tratarían de arrastrar el mayor número de cristianos posible.

La nave corsaria de Harbid cortaba las olas en compañía de una estela de disparos que le lanzaba el enemigo. Comprobó a sus espaldas cómo los cañones de la Armada habían hecho blanco en tres de sus galeras; una hacía aguas y las otras dos medían sus daños sin dejar de recibir un continuo fuego cristiano. Tan solo una de sus embarcaciones se mantenía intacta, la más alejada de la línea de tiro cristiana. Armado de un catalejo, fue localizando uno a uno los cinco botes donde trataban de escapar sus emisarios. Comprobó con alivio que el más alejado de todos parecía estar próximo a la costa, porque instantes antes acababa de ver cómo otros dos eran alcanzados de lleno.

Viró el timón para embestir a la nao cristiana de donde habían partido los últimos disparos y atraerse su tiro. Su derrota estaba cantada, pero Harbid quiso dirigir a sus hombres unas últimas palabras. A voz en grito les pidió que derramaran su sangre con orgullo, que demostraran en qué consistía la furia corsaria, y proclamó, a viento y marea, su voluntad de arrasar al enemigo y todo lo que se les pusiera de por medio. La tripulación, como un solo hombre y contagiada de su arrebato, empezó a disparar sus armas formando una masa hambrienta de combate y de sangre cristiana.

Una fuerte explosión quebró en dos la última galera corsaria que quedaba íntegra. Al ver el fatal destino de las cuatro galeras, todas ya afectadas por el fuego enemigo, desde la que comandaba Harbid izaron una bandera roja que daba la señal concertada. En menos de un minuto los explosivos que habían sido colocados siguiendo sus órdenes empezaron a hacer saltar por los aires las cuatro embarcaciones llenando el mar de madera, restos de mercancía y muertos.

Desde dos naos de la Armada Real habían sido botadas cinco embarcaciones en persecución de los botes corsarios para cortarles el paso. A todas luces, eran más rápidas las cristianas, lo que hizo temer la peor suerte para los pocos que trataban de huir. Al tanto de ello, Harbid rogó la protección de Alá porque nada más se podía hacer por ellas.

Cuando su galera se encontraba a menos de media milla del grueso de la Armada española, mandó a dos de sus hombres que tuvieran las mechas preparadas para explotar la nave en cuanto estuvieran en medio de la flota enemiga para infligir el mayor daño posible. Desde el buque enseña de los cristianos su capitán mandó abrir la formación y que sus naves dispararan contra ella.

La respuesta atravesó el cielo y dos de las balas impactaron en la cubierta sin consecuencias para la navegación. Harbid evaluó los daños y mandó virar a estribor para esquivar los siguientes disparos. Entre su proa y un grupo de cuatro naos cristianas tan solo había ya un centenar de cuerdas de separación.

Los primeros disparos de fusil partieron de la Armada y provocaron las primeras bajas corsarias.

A dos millas de ellos, al sur, se estaba librando una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo entre los que pretendían huir y las barcas de la Armada que habían conseguido darles alcance. Salvo una que pudo llegar a la costa y huir. Sus ocupantes desde tierra observaron el terrible escenario que acababan de superar, y vieron cómo la única de sus galeras que quedaba entera conseguía alcanzar, en esos momentos, a un grupo de cuatro naos enemigas. Llevaba el palo mayor roto por una bala de cañón y el alcázar casi desaparecido por otra. A pesar de la distancia vieron a su capitán levantar el sable al viento, y frente a su enemigo, que lo apuntaba desde los cuatro costados, antes de estallar la galera por los aires, lo oyeron gritar.

—Malditos seáis, vais a probar en vuestras carnes la furia corsaria…

* * *

Barcelona recibió al Emperador con salvas y honores a su llegada desde Monzón, donde había pasado los tres últimos meses. Lo esperaban el duque de Alba, el de Cardona y los obispos de Barcelona, Vich y Gerona. Estaban a dieciséis de octubre y era lunes. El emperador Carlos dedicó el resto del mes a visitar la ciudad, a estudiar sus fortificaciones y a despachar los asuntos más importantes.

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