El jinete del silencio (70 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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—¡Yago! Ten cuidado. ¿Se puede saber qué pretendes hacer ahí? —gritó Francesca.

Su pregunta tuvo rápida respuesta al verlo tapar una de las claraboyas con una tela. De ese modo impidió el paso de la luz, una luz que penetraba con fuerza a esa hora del día, precisamente por ese punto, y que se dirigía en línea recta hasta la arena, a tan solo veinte codos de donde se había detenido el caballo de Pignatelli. Con su comportamiento, el animal solo pretendía escapar del molesto rayo que desde hacía días le infundía un gran temor. En cuanto desapareció el peligro, el caballo se puso a dar los pasos que su amo le pedía sin otra preocupación que hacerlo bien. Relinchó feliz cuando recibió una palmada de gratitud en su cuello.

—Vaya con este hombre… —Pignatelli miró a Yago. El joven los saludaba desde el techo orgulloso al haber conseguido resolver un problema que al resto les parecía imposible.

—¡Baja y coge un caballo! —le pidió el director de la escuela.

Pocos minutos después Yago apareció en pista montado sobre un hermoso corcel negro que arqueaba el cuello como ninguno, con unas crines rizadas y larguísimas, que caían como si fuesen de seda; uno de los ejemplares de más bella estampa que poseía Pignatelli.

Yago se acercó en un corto galope hasta él y lo detuvo a su lado.

—Me pregunto cómo haces para meterte en sus mentes y llegar a adivinar qué les pasa, qué sienten o a qué le temen, tal y como acabas de demostrarnos ahora…

—Tan solo los miro y me lo dicen.

Pignatelli suspiró decepcionado. Él se pasaba horas y horas observándolos, pero no conseguía ver lo que Yago veía, ni sabía cómo establecer esa comunicación entre animal y hombre.

Se separaron para recorrer la pista en direcciones contrarias. Pignatelli lo observaba. La confianza en el muchacho iba creciendo día a día.

Desde que lo había visto montar con Francesca al son de las melodías musicales de Camilo, y cómo surgía de él, casi de una forma natural, la técnica para dominar a los caballos, habilidad que otros tardaban muchos años en conseguir, decidió que tanto el muchacho, la chica, como el antiguo cartujo, tenían que trabajar en su escuela. Necesitaba a Yago para perfeccionar la raza de sus cuadras, y a Camilo para trabajar el espíritu y la sensibilidad de los caballos.

Antes de marcharse Volker había aprobado su idea de inmediato, orgulloso de que Yago fuese contratado por sus propios méritos, y Camilo también aceptó el reto. Poner música a un lugar poco habituado a disfrutar de ella, en una pista de entrenamiento y con un público de caballos, le pareció una idea fascinante.

Con Francesca no tuvo el mismo éxito por impedimento de su padre, que la quería más cerca, pero sí obtuvo a cambio la promesa de poder tenerla con ellos un día a la semana.

En solo un mes los tendría en su escuela, donde había mucho trabajo que hacer; además de domar a los caballos y enseñar a montar a los jóvenes hijos de las casas nobles de Nápoles que acudían a diario a recibir clase, ahora tenía la tarea más ambiciosa de todas; hacer realidad sus sueños con ese animal nuevo, creado para emocionar, hijo del arte.

Ajeno a sus pensamientos, Yago se acercó a él para explicar sus sensaciones.

—El caballo nos entiende…

—Estoy seguro, pero me sorprende que no se den a todos por igual. Son sumisos cuando se les trata con respeto, pero no despliegan todos sus encantos a cualquiera.

Las palabras de Pignatelli contenían mucha verdad.

Más de un día Yago había visto a los chicos durante las clases, y casi todos demostraban la misma torpeza para relacionarse con el animal. Siempre que el caballo no obedecía a sus deseos, al instante le clavaban sus afiladas botas sobre los costillares, cuando no los estribos, a falta de espuelas. Él sufría viéndolos, sentía en su propia piel el dolor de los animales y compartía el pánico de su mirada.

—Un caballo necesita… sentir seguro… —concluyó Yago, a la vez que ensayaba un nuevo paso que consistía en que el caballo cruzara las patas bajo su cuerpo para conseguir un desplazamiento lateral, aunque no estaba teniendo demasiado acierto—. Siempre está alerta, siempre… para huir…

—¿Y cómo sabes todo eso?

—No lo sé, pero lo sé…

Desde la esquina opuesta a la que estaban vieron entrar a Francesca montando a un hermano del caballo de Yago, de igual capa y casi idéntico.

Al llegar hasta ellos la chica les pidió que observaran algo que había aprendido a hacer. A Pignatelli le agradó su iniciativa, y a Yago su presencia. Llevaba un tiempo fijándose en ella de una manera diferente; ya no solo desde la admiración. Había empezado a disfrutar de tenerla cerca. Él lo disimulaba para no ponerse en evidencia, imaginándose el poco interés que una chica tan hermosa podría tener por él como hombre. Pero desde lo más profundo de su interior, en realidad empezó a desear que algún día eso cambiara.

Había pasado mucho tiempo desde la ausencia de Hiasy y el dolor por su falta aún estaba vivo. Pero Francesca era muy diferente. Siempre estaba alegre y se reía por todo, era generosa, medía poco sus reacciones y se daba hasta el final en cualquier cosa que emprendía. Ponía ternura y pasión cuando se entregaba a sus obligaciones, terminaba bien y a tiempo cualquier asunto que se propusiese, y odiaba que se tuvieran diferencias con ella por el hecho de ser mujer.

—¡Mírame, Yago! —Francesca reclamó su atención al notarlo despistado.

La chica echó su cuerpo hacia atrás y empujó ligeramente las rodillas hacia abajo, a continuación apoyó las manos en el cuello del animal y le susurró al oído.

Para asombro de Yago y de Pignatelli, el caballo dobló las rodillas apoyándolas en el suelo mientras mantenía su tercio posterior en alto. Arqueó la cabeza hasta tocarse el pecho, y en ese instante ella soltó las riendas con una sonrisa tan hermosa como feliz.

—¡Tú los haces bailar, pero mis caballos rezan!

III

El cambio de vida y de residencia, de Castel Nuovo al palacio donde estaba la escuela de equitación, constituyó un hecho muy positivo para Yago, pero no tanto para Camilo.

La cercanía con el muchacho, el reto creativo que se le proponía, o la seguridad de tener trabajo y lecho no fueron razones suficientes para tranquilizar su alma. Cada una de aquellas circunstancias eran estupendas por sí mismas, pero a pesar de ello, sin haber pasado demasiados días de su llegada, empezó a sentir los primeros remordimientos, lo que le hizo pensar.

Camilo no había profesado el sacerdocio nunca. Como cartujo converso su condición había sido la de un laico que ha hecho una promesa de fidelidad a la orden, vinculación que ahora daba por finalizada. Además, dadas sus funciones como procurador, no había vivido con tanto rigor las normas y usos como hacían los padres cartujos. Pero a pesar de todo, desde que había dejado de practicar su anterior e intensa vida ascética, su alma era lo más parecido a un torbellino, lo que le hacía sentirse bastante perdido. Inmerso en esa difícil realidad, había pocas cosas que viera con claridad porque la mayoría ni las veía. Aunque tenía lo que tantas veces había deseado: gente querida a su lado, su música y una interesante misión para llevar a cabo, le faltaba algo más, un enorme hueco que no sabía cómo llenar, y sospechó que Dios tenía algo que ver en ello.

Se había separado de Él más de lo esperado, mucho más de lo que en realidad había imaginado.

Ese enorme vacío no era sino la falta de Dios. A la vez que había cerrado la puerta de su celda para siempre, con ella borró la íntima relación que había mantenido con Él durante tantos y tantos años, lo que le dejó una ausencia enorme.

No lo habló con Yago ni con nadie.

El único recurso que se le ocurrió usar para alivio de su malestar interior fue rezar y pensar. Mientras tocaba el clave y veía a los alumnos entrenar en la pista, o a Yago ejercitar sus habilidades con los caballos, él rezaba. Cuando se quedaba solo en la habitación que le habían asignado, rezaba. Y en los paseos que empezó a dar por los alrededores de la escuela cuando se sentía demasiado aprisionado, también rezaba.

Y fue así como el destino se cruzó en su caminar, un destino con nombre de desheredados.

Las calles de Nápoles eran bulliciosas, luminosas, ricas en hermosos carruajes y engalanadas mujeres, la poblaban vendedoras y vendedores de todo tipo, soldados y gente venida de los lugares más recónditos del mundo, era un pueblo con ansias de vida pero también estaba llena de niños abandonados, de huérfanos sucios y solos, almas desheredadas que desgarraban el corazón.

Y aquel hecho le movió a ayudar.

Supo que cerca de la escuela, a menos de cuatro cuadras, acababa de abrir sus puertas un nuevo orfanato gracias a la generosidad de un grupo de damas que regalaban su tiempo, dineros y sobre todo mucho trabajo. Se enteró de que el palacete, a pesar de su deteriorado estado de conservación, ya había recogido a una numerosa cantidad de niños y jóvenes desamparados, para evitarles la dureza de aquel frío invierno, darles alojo y prometerles una vida un poco más digna que andar corriendo la calle como hacían.

El mismo día que Camilo preguntó a su responsable lo que allí se hacía y cuáles eran sus mayores problemas y necesidades, en sus mismas puertas, vio con claridad lo que tenía que hacer. La imagen de los chicos, su abandono, y lo mucho que las mujeres necesitaban para que todo funcionara allí dentro, le removió por completo. Allí estaba su misión, entre muros desconchados y niños depauperados. Solo allí podría levantar unos nuevos cimientos morales, fortalecer su frágil conciencia, y llenar de caridad y trabajo el profundo hueco que no había dejado de crecer desde su salida de la cartuja.

El edificio se encontraba casi en ruinas, pero tenía muchas posibilidades. Durante las dos primeras semanas Camilo se dedicó a habilitar la galería que se empleaba como dormitorio. Tardó bastante en adecentarla, al estar casi más sucia que las oscuras callejuelas de donde venían los pobres inocentes. A esta la siguieron el comedor, unas improvisadas aulas y el resto de las dependencias con la ayuda de otros tres hombres, que como él invertían su tiempo y empeño en la empresa. Después, cuando los arreglos dejaron de ser tan urgentes, se dedicó a conocer el drama individual de cada chiquillo, a jugar con ellos, a enseñarles a leer y a escribir. Con su comprensión y cariño, como la que ponían todas las generosas almas que colaboraban en el mismo empeño, se trataba de que aquellos muchachos superasen en parte sus frustrantes vidas.

La tarea era dura pero hermosa.

Cada entrada de un nuevo chiquillo en el orfanato se convertía en una preciosa experiencia para Camilo al saber que, además de rescatar del infortunio a una nueva alma, tenía el apasionante reto de conseguir hacer una persona de él.

La vida de Camilo se enriquecía como nunca, el trabajo le ocupaba la cabeza y una buena parte de su día. Las dudas existenciales que tanto le habían hecho sufrir empezaban a verse despejadas. Encontró a Dios en la cara de cada uno de los niños cuando reían por primera vez, en sus destinos, o cuando descubría su generosidad al dar lo poco que tenían a quien llegaba con menos.

Seguía rezando, mucho, pero de otra manera. Sus oraciones ahora se hilvanaban con trabajo y dedicación a los demás. De haber estado pidiendo a su Señor durante tanto tiempo luz y ayuda, pasó a darle gracias al sentir cómo su alma crecía de nuevo.

Acudía al orfanato a primera hora de la mañana y lo abandonaba a media tarde para trabajar en la escuela. Su presencia se advertía al escuchar sus piezas musicales, mientras se daba el último entrenamiento a los caballos hasta bien entrado el anochecer. Aprovechaba esos momentos de soledad interior para descansar del sacrificado trabajo, relajar su espíritu y pensar.

En compañía de su música y con el alivio de saberse implicado de lleno en su nueva vocación, empezó a rezar jaculatorias, glorias y salves, pero también a abrirle su corazón de nuevo a Dios, y hablaba con él horas y horas.

Yago empezó a verlo menos y a sentir sus ausencias, pero notó que el orfanato le estaba haciendo un gran bien a su alma. Cuando lo veía volver, aunque viniese agotado, la felicidad que desprendía era evidente.

En su caso, el trabajo en la escuela le ocupaba casi todo el día.

Desde que había empezado a trabajar para Pignatelli, este le había hecho dos encargos. Uno tenía que ver con su aportación a la creación de la raza, y el otro al normal quehacer de la escuela.

En el primer caso, su tarea era probar todos los animales de sus cuadras, pero sobre todo a aquellas hembras y sementales que Volker antes de marcharse ya había seleccionado para construir ese nuevo caballo. De momento no habían nacido apenas hijos o hijas de ellos, por lo que solo valoraba a los padres. Algunos habían sido recientemente comprados en lugares tan remotos como Arabia o Egipto, otros en Sicilia o Hungría, pero la mayor parte habían sido traídos de las vecinas regiones de Calabria y Apulia.

Pignatelli le recordaba con frecuencia que su misión era la más importante entre todas, de nada servía elegir un animal estéticamente perfecto si luego no poseía la capacidad de expresar lo que llevaba dentro, y Yago lo sabía ver. Él los montaba durante horas y horas. Exploraba a cada animal en toda su profundidad, con la intención de trabajar su temperamento y descubrir las cualidades de su espíritu. Sin embargo, en muy pocos hallaba esa virtud que pudiese transmitirse a sus herederos, carecían de calidad, y en la mayoría no veía nada, solo tozudez, mentes rígidas, y en general un gran vacío de emociones.

Pignatelli, cada día que los probaba, se interesaba en saber cuál de ellos veía adecuado para que criara futuros hijos e hijas en los que quedaran fijados sus mejores caracteres, y conseguir así ese animal perfecto para sus cuadras, pero Yago siempre contestaba lo mismo:

—No son todavía buenos, su alma no vale…

A lo que el director de la escuela, desesperado por la falta de resultados y la desaparición de Volker, contestaba.

—Sigue buscando. Sé que lo conseguiremos…

Sin haber pasado ni dos meses desde que Volker y Carmen habían abandonado Nápoles, su falta empezaba a pesar demasiado, tanto en Yago, que los echaba mucho de menos, como en la ausencia de avances en la consecución del ensoñado caballo.

Se sabía poco de ellos, solo que se habían casado y que vivían en las cercanías de Caserta, una población al este de Nápoles y a menos de un día de camino, donde las influencias de Domenico no llegaban.

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