Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Sin embargo, Yago no había conseguido superar su ausencia.
Necesitaba a Carmen, su conversación y ternura; poder entender con ella qué significaba lo que Francesca le producía siempre que estaban cerca, o a Volker para que lo ayudara a superar sus miedos con la segunda tarea que Pignatelli le había encargado: ejercer como profesor en la escuela. Una actividad que, a pesar del reconocimiento que conllevaba, Yago temía que se le escapara de las manos y se convirtiera en la peor de sus pesadillas. Ser maestro suponía tener que hablarles, darse a entender, captar sus intenciones y dirigir sus pasos hacia unos precisos objetivos. Y lo trató de hacer, a pesar de su complejidad y consciente de sus dificultades, se enfrentó al reto con plena determinación.
Los alumnos que Pignatelli le asignó eran seis jóvenes en la complicada edad de los catorce años. Nada más conocerlo se rieron de él, y desde entonces lo hicieron sin apenas una tregua, siempre, y además de un modo cruel…
Los efectos de tal proceder no se hicieron esperar en Yago.
Empezó mal desde el primer día, cuando les enseñó a familiarizarse con los animales, lo que incluía un buen cepillado, compartir el espacio en su cajón y tratarlos con naturalidad. Asignó un caballo a cada uno para que desde ese momento se convirtiera no solo en su particular manual de aprendizaje, sino también en su principal responsabilidad en la escuela. Yago empleó toda su capacidad de intuición en emparejarlos, y aunque le costó un tiempo, al final creyó que el resultado había merecido la pena.
Por eso pudo superar las burlas de los primeros días, convencido de que la meta de su formación era algo grande y una nueva posibilidad para demostrarse a sí mismo sus capacidades; se esforzó en hacerse entender, vocalizaba con más cuidado y se volcó en ellos. Pero el tercer día se vio superado por sus risas y comentarios cuando las mofas no se limitaron a su habla, sino que empezaron a abarcar su forma de mirar, de andar, o hasta el tiempo que tardaba en responder a las preguntas que le hacían.
Aquel tercer día no fue uno más en su mortificada carrera de desesperación, fue el peor.
—Cepilla a tu caballo, y hasta… —se le trabó un poco la lengua— que…, que no lo termines no, no…, no salgas.
El joven al que hablaba, de pelo rizado, negro como el carbón y unos ojos tan vivos como su carácter, era primogénito de una de las más nobles casas nobiliarias napolitanas. A su lado, otro de los muchachos trataba de colocar el bocado a su caballo sin poder contenerse la risa. Uno y otro rompieron a reír imitando sus errores de dicción y sus gestos en cuanto Yago se dio la vuelta, aunque los escuchó. Pero aquello solo iba a ser una parte de lo que le iba a tocar soportar, pues la situación empeoró más cuando tuvo a todos los alumnos reunidos en la pista un poco después.
Una vez montados sobre sus caballos, les mandó ponerse en fila y seguirlo.
El ejercicio iba a consistir en que mantuvieran el mismo paso que les marcase, aprendiendo con riendas y rodillas a dar las señales necesarias a sus caballos para que estos respondieran del modo adecuado.
Pero ninguno obedeció.
Algunos empezaron a lanzarse a la carrera sin su permiso para ver quién llegaba antes al final de la pista, forzaban a sus caballos a chocarse a toda velocidad y apostaban por adivinar cuál de ellos se caería antes al suelo.
Yago, horrorizado, asistía al castigo de los caballos hasta que no pudo aguantar más y les gritó enfadado. En un primer momento respetaron su orden, siguiéndolo de nuevo por la pista, pero pronto se cansaron y desde ese momento sus consiguientes advertencias se convirtieron en un nuevo motivo para mofarse de él.
Y Yago se puso muy nervioso, tanto que empezó a sentir ciertos síntomas que recordaban alguna de las épocas más oscuras de su vida. Los comportamientos alocados e irresponsables de los chicos, la falta de respeto que demostraban, y su incapacidad para resolver la situación, le llevaron a sentir una inquietud y una angustia que apenas recordaba. Pero lo peor es que no sabía a quién comentar sus problemas, ni cómo frenar la vuelta de los primeros temblores.
La única que supo ayudarlo cuando llegó su derrumbe fue Francesca.
Desde que Yago trabajaba en la escuela, ella acudía un día a la semana para entrenar a alguno de los caballos por los que tenía predilección. Les daba un rato de cuerda para calentar sus músculos, los montaba después, y trataba de repetir los nuevos aires que veía realizar a Yago.
Coincidió con Yago cuando este llevaba tres días como maestro, y de inmediato le notó más alterado de lo normal. Al interesarse por sus motivos escuchó la causa de sus problemas.
—Lo mejor es que lo hables con Pignatelli. Quizá haya pensado que te estaba haciendo un favor y en realidad es todo lo contrario. —Sujetó las riendas del caballo que montaba Yago para detenerlo, se apiadó de su tristeza y lo besó con ternura en una mejilla. Yago, al sentir su contacto reaccionó con un escalofrío.
—No valgo para ese trabajo.
—Tampoco yo para conseguir lo que tú haces con los caballos —respondió ella buscando su consuelo.
—¿Por qué no me respetan?
—Solo son jóvenes…, quizá es lo normal. Olvídate, y piensa que somos más los que te queremos… —Francesca repitió su beso sin imaginar las consecuencias sobre Yago, que sintió en su actitud un brote de esperanza. Vio a Francesca más guapa que nunca y decidió que le gustaba. Llevaba tiempo dudándolo, analizando sus sentimientos cada vez que la veía, pero ella misma acababa de actuar como el mejor bálsamo de sus incertidumbres. Su gesto cambió, se le olvidaron los problemas con los muchachos, y decidió luchar por ganarse su interés, incluso sin esperar de ella nada. Esos dos besos le hicieron revivir sensaciones tan especiales como las que había sentido con Hiasy.
Siguió mirándola mientras ella trotaba por la pista, atontado, hasta que el sonido de las campanadas despertaron la prisa de Francesca, que se vio agobiada por lo tarde que era y se despidió de Yago.
—¿Cuándo volverás?
—Uhmmm, espera que recuerde… —Bajó de su caballo y repasó las tareas que tenía pendientes—. Esta semana vendré también, pasado mañana, sí, a primera hora... Pignatelli me ha pedido que enjaece las crines de tres caballos para llevarlos a una exhibición a la que acudirá, o eso creo. —Estaba a punto de alcanzar la salida—. Cuídate mucho, por favor, y no olvides contarle lo de ese trabajo que tanto te preocupa.
Yago se lo prometió, pero durante los siguientes dos días no hizo otra cosa que pensar en ella. Francesca ocupó sus sueños, sus despertares, mientras entrenaba o comía, y hasta las clases se le hicieron más llevaderas, quizá por la poca atención que puso en ello y en lo que pudieran hacer los alumnos.
Vio en ella un refugio de esperanza en un momento difícil, mientras atravesaba la dura experiencia de una humillación más en una larga carrera de incomprensiones. En Francesca había algo hermoso a lo que agarrarse para salir de su hundimiento. Y como eran tan altos sus sentimientos hacia ella, sin saber si sería lo prudente, sin tener idea de cómo se debía actuar en esos casos, y sin posibilidades de preguntarlo a nadie conocido, decidió que en cuanto la viera le haría partícipe de lo que su corazón sentía.
Pero cuando Francesca apareció el día convenido, no lo hizo sola.
Vino de la mano de un militar del que Yago nunca había oído hablar. La inesperada compañía le desagradó, pero todavía fue peor cuando presenció su despedida con un beso en los labios que le pareció que duraba una eternidad. Pocos minutos después se lo explicaba todo desbordada de alegría, con un brillo tan especial en su mirada que, además de hacerle estar desesperantemente más hermosa, cegaba cualquier aspiración que tuviera Yago por ella.
La noticia no pudo ser más lacerante para su amor propio.
Escuchó con resignación los detalles que le contó sobre el joven militar, que vivía en el barrio que llamaban
de los españoles
al igual que los otros seis mil que constituían el ejército del Emperador en Nápoles a las órdenes de su virrey, y cómo se había enamorado de ella con locura.
Yago no podía hablar. La garganta se le había secado y un nudo no le permitía ni tragar. Por eso calló.
Bajó su rostro, ocultó su mirada y se excusó para buscar la soledad, herido en el corazón y con el alma confusa. Aunque sus ilusiones hacia ella se habían quebrado muy pronto, apenas recién nacidas, la profunda decepción sufrida venía a sumarse a la sensación de fracaso que tenía al incumplir su último encargo. La verdad sobre Francesca le había llegado en un momento bajo de espíritu y teniendo a sus seres queridos lejos de la escuela o casi siempre ausentes, como era el caso de Camilo.
Todos esos descalabros fueron demasiado duros para él y terminaron arrasando su moral hasta alcanzar lo más profundo de sí mismo. Desde ese momento Yago se vio incapaz de asumir ni una sola responsabilidad más, y a partir de ese día tanto su carácter como su comportamiento, y hasta la forma de entrenar a los caballos, lo pagaron.
La escuela dejó de interesarle, como también hurgar en el interior de los animales o cualquier otra cosa de su quehacer diario. Cada vez que veía aparecer a Francesca, padecía un auténtico suplicio, y más duro aún era tener que soportar a los alumnos a diario, aunque por suerte Pignatelli le dispensó de esa última tarea después de que lo hablaran un día.
Su ofuscación creció a tal velocidad que muy pronto se sintió anulado y perdido.
Pignatelli se dio cuenta pronto y se preocupó. Desconocía qué lo causaba, pero se inquietó de verdad cuando un buen día lo encontró trabajando con un caballo al que forzaba a realizar ejercicios para los que no estaba preparado, y eso no era normal en él. No lo amonestó entonces, pero cuando unos días después vio que lo repetía, cambió de parecer.
—Ese caballo no está entrenado y lo sabes. ¿Qué te pasa? —Pignatelli esperó muy serio su contestación.
—No me pasa nada… —Tiró del freno en exceso y el animal respondió incómodo.
A Pignatelli le molestó ver lo que hacía. Sabía que Yago podía conseguir de un caballo lo que se le antojase sin necesidad de forzarlo para nada.
—Te he estado observando, y desde hace unos días no estás actuando como siempre. Desconozco qué te pasa, pero me gustaría saberlo, por favor.
Yago descabalgó de un salto, se dio media vuelta y a punto de abandonar la pista se dirigió a un desconcertado Pignatelli.
—Yago no bueno… ¡Yago no vale!
Pocos días después de la extraña reacción de Yago, Pignatelli volvió a enojarse nada más verlo aparecer en la pista con gesto adusto y sobre un caballo que apenas había sido montado.
Le había pedido que practicara junto con Francesca algunos de los movimientos que los alumnos estaban ensayando para que los chicos tomaran ejemplo.
Yago empezó a dar cuerda al suyo y a soportar a la vez las primeras risas de los muchachos. Luego las siguieron una serie de humillantes imitaciones que tenían como objeto su forma de caminar ladeando la cabeza. Yago miraba de reojo, profundamente ofendido hasta que no pudo soportarlo más y se enfureció. Montó a su caballo y empezó a trotar.
Advertido del feo comportamiento de los alumnos, Pignatelli los amonestó, pero llegó demasiado tarde.
—¡Corre! —ordenó Yago a su caballo en voz alta.
Pignatelli le pidió que cambiara de caballo por otro más preparado, pero Yago contestó con un gruñido.
Entraba en ese momento Francesca montando uno de los mejores ejemplares de la escuela, quizá el mejor de todos. Era un animal de perfiles rectos y formas proporcionadas, de llamativa elegancia en sus movimientos.
Saludó a Yago y a Pignatelli, lo hizo trotar por la pista hasta agotar dos vueltas completas, empezó a dirigirlo en círculo, y provocó varias frenadas y rápidos arranques hasta que decidió que había llegado el momento de hacer algo que había visto hacer a Yago; un levado. No lo había hecho antes, y la postura exigía un nivel de concentración absoluto por parte del animal, unas condiciones físicas excelentes y el silencio más absoluto.
Forzó sus primeros pasos más bien cortos, casi a saltitos, y cuando lo vio oportuno echó hacia atrás su cuerpo, apretó las rodillas con fuerza, y tiró de las riendas para que el animal alzara los miembros delanteros. El caballo entendió lo que se esperaba de él, arremetió las patas traseras y en tan solo dos intentos más consiguió levantarse y permanecer en tan increíble postura durante varios segundos sin moverse. Los alumnos la aplaudieron a rabiar cuando ella devolvió su caballo a la postura normal, se rio feliz por su logro y levantó los brazos en un gesto triunfante.
—¡Fantástico! —la felicitó Pignatelli. Se dirigió a los chicos para repetirles los pasos que había seguido para conseguir la compleja postura, y les pidió otro aplauso.
Yago la admiró como uno más.
Llevaba días entrenando con ella, sin hablar pero sufriendo cada vez que la imaginaba en brazos del militar. Entendía que tenía muy difícil cambiar eso, pero un impulso interior le empujaba a llamar siempre su atención. Por eso había probado a hacer ejercicios cada vez más difíciles y hermosos, con el solo objetivo de ganarse su admiración, su mirada, o simplemente su sonrisa. Quizá un día fuera también su corazón, soñaba.
Con ese mismo espíritu sobrevolando por su cabeza, aunque era consciente de que el caballo que montaba no era el más adecuado, se lanzó a la pista haciéndole volverse sobre sí mismo a una velocidad excesiva. Pretendía excitar su ánimo lo suficiente para repetir el mismo ejercicio que Francesca pero mejorándolo, así se ganaría su admiración y la de sus alumnos, a quienes veía muy pendientes de sus evoluciones.
Al adivinar sus intenciones Pignatelli le mandó parar, pero Yago no hizo caso. En su cabeza solo había una idea: impresionar a Francesca.
—¡Yago! —insistió el director en voz más alta—. ¡No lo hagas!
Él siguió en su idea y consiguió que el animal, cada vez más nervioso, levantara algo pero no lo suficiente. Sin entender qué se le pedía, el caballo dejó caer las patas al suelo y a partir de entonces se negó a repetirlo.
—¡Déjalo ya! —Francesca salió a la pista y corrió hacia él para evitar que siguiera obligando al animal.
Yago le hizo correr hasta el otro extremo de la pista, frenó en seco y volvió a repetir el procedimiento para que se levantara de manos. Al tercer intento lo consiguió, se puso a botar sobre él, tiró de las riendas con pequeños golpes, y el animal empezó a saltar sobre sus patas traseras en una postura demasiado forzada. El caballo relinchó, cabeceó dolorido incapaz de soportar más tiempo aquella postura, pero la insistencia de su jinete hizo que la mantuviera. Saltó algunos pasos más hasta que le fallaron los apoyos y se escuchó un chasquido. Con un agudo bramido se derrumbó, y en la fatal caída se fracturó un hueso. Yago pudo saltar antes de verse atrapado bajo su cuerpo, y se quedó de pie asustado.