El jinete del silencio (68 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Iba a confiar en él.

Suspiró. Todavía tardó unos minutos más en hablar, tiempo que a Fabián le resultó inquietante, pero por fin lo hizo.

—Mirad todo el correo que ha traído el barco. En él hay una carta que contiene la información que Luis necesita. Pero se ha de saber leer, claro…

—¿Qué significa eso? —Fabián se mostró impaciente; no podía aceptar más circunloquios.

—El mensaje está cifrado.

—¿Y cómo he de resolverlo?

Bernardo tuvo que superar su propio repudio a revelar los detalles, pero terminó explicándose.

—En el primer renglón leed la primera y la última palabra. Y repetid lo mismo con la quinta y la cuadragésima línea. Allí encontraréis los datos sobre la partida desde las islas y los lugares donde fondearán, estos últimos de forma abreviada. Como veis, la elección de las líneas coincide con las cifras del año en curso. Sencillo, ¿verdad?

—¿Y qué garantía me dais de que no avisaréis a Luis por otros medios? —le preguntó Fabián.

Bernardo no supo darle más que su palabra y Fabián la tuvo que aceptar.

Horas después, a media noche, fue a buscar la carta que debía aparecer en una saca marcada en rojo con una equis. En cuanto la tuviera en sus manos y descifrara la información, su plan continuaría. Luego la volvería a escribir y se la enviaría a Luis Espinosa a la misma dirección del sobre, añadiendo, en idénticas posiciones a la original, otras coordenadas y fechas para que no sospechara nada y continuara con sus preparativos.

Si su idea funcionaba, a su peor enemigo le esperaba la mayor sorpresa de su vida.

SEXTO ESCENARIO

Entornos de superación

Nápoles

Año 1542

I

Los cantores calentaban sus gargantas y el público empezaba a llenar el salón principal del Castel Capuano, espléndido edificio restaurado por expreso deseo del virrey don Pedro Álvarez de Toledo para albergar al Tribunal de Justicia de la ciudad. Dado que su acústica era excepcional, se solía emplear como sala de conciertos, como iba a suceder con la esperada actuación del ilustre músico Jacob Arcadelt.

Jacob, de origen flamenco, había sido nombrado
magister puerorum
de la Capilla Sixtina y su fama se extendía por los reinos italianos con tanta velocidad como calidad nacía de su cabeza cuando se ponía a componer motetes y madrigales. Por eso, aquella noche, la afluencia al concierto estaba garantizada. La temperatura era elevada para ser la primera noche del mes de marzo, como también eran altas las ganas de escuchar sus nuevas composiciones. Por eso, la mayor parte de la nobleza napolitana y de la española no iba a perderse la cita.

La disposición de las sillas dentro de la enorme sala, de hermosos frescos en sus paredes y techo, en ningún caso era casual. Las filas más cercanas al estrado se reservaban para los continuos del virrey, para su familia y persona. A ambos lados, y separadas por unas ligeras vallas de madera, se sentaban las seis familias promotoras del concierto, e inmediatamente después el resto de las casas de mayor abolengo. En las más alejadas y con un poco menos de espacio entre silla y silla, se podía encontrar a la baja nobleza, burgueses o importantes comerciantes.

Un ujier vestido con librea se inclinó al paso de la esposa de Domenico Bartelli cuando esta hizo entrada en la sala del brazo de su marido.

—¿Señores de Bartelli? Síganme, por favor. Sus asientos se encuentran a la derecha del virrey, como siempre los mejores.

Carmen los seguía poco entusiasmada. Su extraordinaria belleza atraía el interés de la mayoría de los varones, que se volvían a su paso, aunque ella ni lo advertía, tan solo buscaba a Volker entre ellos, sin saber si iba a poder verlo.

El cerco familiar resultaba tan eficaz que no había conseguido hacerle llegar ni un mensaje. Pero lo que menos se podía esperar, la gran sorpresa que le habían preparado sus padres se encontraba muy cerca, a tan solo unas sillas de ella.

—Ha venido lo mejor de Nápoles, y casi diría que también de los estados vecinos —susurró Domenico al oído de su esposa—. Allí veo al príncipe de Piamonte, junto al de Bisignano y Ascoli, pero también me ha parecido reconocer al de Salerno, a quien es difícil encontrar en estos eventos. —Recorrieron la primera fila saludando a otros notables. El duque de Sessa, al verlos llegar a su altura, se levantó presto y besó con cortesía la mano de doña Carmen. Le siguieron en saludos los marqueses del Gastó y, cómo no, los condes de Golisano y Potenza, estos últimos de origen napolitano como ellos.

—Si te fijas, cuando está el príncipe de Salerno, los Golisano nunca faltan. No son más que unos advenedizos —comentó la mujer a Domenico en voz baja, una vez se habían despedido de los dos últimos.

El presentador del concierto alzó la voz una y otra vez, cada vez con más intensidad, animando a todos a sentarse. Entre un murmullo de saludos y risas, dada su insistencia y la firmeza de su tono de voz, consiguió hacerse oír y captar por fin su atención.

Mientra explicaba quién era Jacob y la partitura que iban a escuchar, apareció Volker por un extremo de la sala vestido con uniforme de gala. Como responsable de la seguridad de los asistentes, daba órdenes a sus soldados para que no descuidaran ningún detalle. Era consciente de la gran concentración de hombres ilustres que se habían reunido en ese auditorio, y su responsabilidad tenía que estar a la altura del evento.

Carmen se volvió una vez más para buscarlo. Había tanta gente que no pudo verlo, pero intuyó su presencia.

Volvió a enderezarse, y vio que un hombre se acababa de sentar en la silla de al lado, no entendió por qué lo hacía dada la privacidad de esos asientos. En un primer momento le extrañó y se sintió turbada. A pesar de echarle varias miradas de reojo, no supo quién era hasta que su madre se dio media vuelta, y desde su silla le resolvió la duda.

—Querida, ¿no recuerdas a Tomasso?

Ella le devolvió la pregunta con una mirada de reproche. Recordaba a Tomasso de cuando ella tenía dieciséis años, dos antes de su viaje a Jamaica. De sus escasas relaciones con hombres por entonces, la de Tomasso había sido la más interesante.

—¿No me recuerdas, Carmen?

Ella lo miró desconcertada, imaginando las intenciones de su madre.

—Claro, sí —contestó seca.

Los aplausos de los presentes desviaron su atención hacia el genial músico que acababa de entrar por la puerta principal del magno salón. En el estrado lo esperaba un coro mixto para darle cuerpo a la partitura, un total de diez piezas previstas para esa noche.

Jacob se inclinó ante un público entregado que no paraba de aplaudir, saludó a sus cantores y alzó los brazos con elegancia para conseguir un completo silencio y la atención del coro.

Una vez marcó el tono de inicio a cada voz, en un suave susurro, les hizo una señal y la sala se llenó de los primeros cantos. El timbre de sus gargantas quebró la atonía del auditorio y empezó a despertar la curiosidad de los asistentes, ansiosos por descubrir las novedosas evoluciones de ese primer motete. Tan solo Tomasso fijaba su atención en otro destino, en Carmen, a quien miraba sin dejar de perdonarse el olvido de su hermosura. Su cercanía le llenaba de recuerdos, y aunque no terminaba de entender la insistencia de sus padres para que acudiera a ese concierto, se sentía feliz de haberlo hecho.

—Estás preciosa. —Se acercó a su oído.

Ella lo amonestó, pero se sintió atenazada al pensar las dificultades que iba a tener para deshacerse de él durante el descanso si quería encontrarse con Volker, en el caso de que estuviera.

El madrigal siguiente fue muy aplaudido. Creció en intensidad a partir de un impetuoso arranque de melodías encadenadas. Las seis voces se cruzaban hasta fundirse en una sola, cerca del final, como era la norma para aquel tipo de composiciones.

Volker, desde el otro lado de la sala, ajeno a la música que los demás disfrutaban y bastante atormentado, pensaba en la conversación que había mantenido con su virrey pocas horas antes del concierto. El origen de la misma había tenido a Domenico como protagonista, y el resultado había sido doloroso. Don Pedro tenía la confianza suficiente con él para expresarse con total transparencia, como así hizo al compartir la grave denuncia que le había hecho llegar el padre de Carmen. Sus palabras resonaron una vez más en su cabeza.

—Mi estimado Volker… Tu comportamiento no me abre demasiadas alternativas. Yo confío en ti, eres uno de mis mejores hombres, pero Domenico es un noble nacido en esta tierra, y como bien sabes, los tenemos en nuestra contra desde hace años. No puedo permitirme una excusa como la tuya, para que aumente la tensión con la nobleza local. ¿Lo entiendes?

—Decidme qué he de hacer y lo cumpliré sin dudarlo —contestó Volker, imaginándoselo.

—Primero deberás dimitir del puesto de capitán, y segundo desaparecer de Nápoles durante un tiempo —resolvió, sin poner cuidado en que sus palabras pudieran sonar duras.

—Mi señor, os haré caso, pero no iré solo.

El virrey suspiró contrariado al imaginar su compañía.

—Eso complicará aún más las cosas.

—Lo sé.

—De acuerdo —aceptó don Pedro—, yo trataré de rebajar las consecuencias de la más que previsible reacción de Domenico, pero no puedo garantizarte que no vaya en tu busca u organice tu captura. Si lo consiguiese, entenderás que tampoco podría ayudarte demasiado. Mi posición no es fácil…

—Asumo mis decisiones. Huiré con ella, dadle mi puesto a otro y no me defendáis. Os agradezco lo que habéis hecho hasta ahora por mí, y creedme cuando os digo que el solo hecho de saberos tan cercano me llena de orgullo, y que comprendo las dificultades que os causo. El concierto de esta noche será mi última misión; al terminar haré pública mi dimisión.

El coro de voces seguía maravillando a los asistentes, pero el alemán se encontraba ajeno a su virtuosismo. Tenía que asegurarse de que su equipo estuviese en sus puestos para atender cualquier contratiempo. Comprobó que estaban al tanto de él, y a la espera de sus instrucciones.

Las voces más agudas de la coral coloreaban la melodía principal, mientras las graves la enmarcaban con un bajo sostenido que Volker no llegó a apreciar al comprobar la presencia de Carmen. Suspiró aliviado. Había decidido ir en su busca después del concierto con dos caballos para escapar juntos, y no sabía cómo iba a conseguir burlar a la familia para entrar en su palacio, pero todo sería más fácil teniéndola allí.

Tenían que hablar, y solo podría conseguirlo durante el descanso. Cambió su posición para hacerse ver por ella.

Carmen notó el roce de la mano de Tomasso sobre su pierna.

—¡Ni se te ocurra! —Lo amenazó con un dedo volviéndose hacia él. Su expresión era seria y firme, pero de repente vio por el rabillo del ojo a Volker y se cruzaron sus miradas. Él sonrió y le hizo un significativo gesto para verse más tarde. Tomasso se percató de ello.

—¿Quién es ese?

Carmen le hizo callar, pero él insistió.

—No te importa…

Tomasso entendió la reserva que Carmen quería dar a esa relación y trató de sacar provecho.

—¿Y a tus padres?

Ella lo miró con odio. Como no dejaban de hablar, desde otras sillas los recriminaron. Carmen pidió disculpas y devolvió su atención al coro, pero sin la menor concentración. Pensaba que no iba a tener otra oportunidad para hablar con Volker, y Tomasso empezó a convertirse en una grave complicación. Se acercó a su oído y le rogó discreción.

—¿A cambio de qué?

Ella sabía lo que él deseaba.

—De que podáis visitarme mañana en mi casa.

—¿Solo un día?

—Quizá más…

El hombre se sintió satisfecho y accedió a guardar silencio, pero decidió no separarse de ella durante todo el concierto.

Cuando se produjo el tan deseado descanso, Carmen se levantó con prisa y anunció que necesitaba ir a los servicios. Su madre se apuntó a acompañarla y Tomasso también para no perder su compañía.

Carmen miraba de reojo a Volker mientras caminaba y lo seguía entre la gente, ocultándose entre unos y otros. El alemán estudió qué posibilidades tenía y se le ocurrió una idea. Buscó a uno de sus ayudantes y con una mirada le señaló a Tomasso para que lo interceptara. Obedeció sin preguntar sus motivos y fue hacia el veneciano. En pocos segundos estaba frente a él pidiéndole que se identificara. Tomasso, desconcertado, perdió de vista a Carmen y a su madre mientras le pedía explicaciones a quien se había presentado como agente del virrey.

Volker vio en parte despejado su objetivo. Ahora solo necesitaba separar a Carmen unos segundos de su madre para trasladarle el mensaje que acababa de escribir, al imaginar las dificultades que tendrían para conseguir unos instantes de intimidad.

Calculó el espacio que separaba a Carmen de los servicios a los que con seguridad iba, y aceleró el paso. Ella lo vio venir, pero también su madre.

—No quiero ninguna escena —le advirtió.

El corazón de Carmen palpitaba con fuerza sin saber qué hacer. Volker iba a pasar a su lado y su madre no iba a dejarle ni saludar. Y cuando lo tuvo encima su mano rozó la suya y sintió que le pasaba un pequeño papel. Lo distrajo entre su manga, sin que su madre advirtiera nada, y fue a los baños. Una vez dentro, se separaron, consiguió abrir el papel, y al leer su contenido se le iluminó la cara.

Al terminar el concierto la esperaría con dos caballos para huir juntos.

II

En la isla de Tabarca, a escasa distancia de Alicante, los corsarios berberiscos disponían de una discreta delegación que oficialmente no existía, pero que todos sabían encontrar cuando se necesitaba. A lo largo de su historia, la isla había pasado por distintas manos, unas veces ondeaba la enseña corsaria y otras permanecía en poder cristiano, pero para las funciones que se esperaba de ella les venía bien a unos y a otros.

Allí, en esa isla, al igual que sucedía en algunos otros discretos lugares de la costa, era donde se solían pagar los rescates, aunque también existían algunas oficinas en ciudades como Londres o París, donde se realizaban las negociaciones de más alto nivel cuando el sujeto y objeto del canje era de renombre.

Entre todos los turbios negocios que caracterizaban a los corsarios, este era el que les daba mayores ingresos. Por ese motivo, durante una buena parte del año, se dedicaban a saquear poblaciones costeras, llevándose una parte de su población, a capturar las tripulaciones de otros barcos, o a realizar secuestros selectivos, para luego vender los prisioneros como esclavos o canjearlos por dinero.

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