El jinete del silencio (79 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Al hilo de sus últimas palabras apareció Camilo, caminando con extrema dificultad, apoyado en Pignatelli. Habían sido advertidos por el portero, a quien había extrañado el aspecto de aquel hombre y su insistencia en ver a Yago. Al escuchar su nombre, Camilo quiso bajar de inmediato.

Yago hablaba en tono serio.

—No, no, tú no eres mi padre… Ese es mi padre… —Su dedo se dirigió hacia la débil figura de Camilo, quien pidió a Pignatelli que lo ayudara a caminar hasta Yago, y dejó que el chico se abrazara a él sin apenas poder sostenerse.

—Sois una sabandija, un asesino y un traidor… —proclamó con autoridad—. ¿Cómo os atrevéis a venir hasta aquí, y qué motivos os traen?

—Dice… que es mi padre… —apuntó Yago.

La expresión de Camilo se endureció. En esos momentos parecía haberse olvidado de su enfermedad, enderezó la espalda y se dirigió a Luis con voz severa.

—¿Cómo podéis decir eso?

—El joven dice bien. Mantuve una relación con una dama de compañía de mi mujer y la dejé embarazada. Lo supe el mismo día que nació, aunque no he podido verlo hasta hoy. Esa es la única verdad.

Yago lo miró con desazón.

Camilo tenía demasiadas referencias negativas sobre su persona, a quien recordaba de Jamaica.

—No sé si lo que decís es verdad o no, pero no se es padre por el solo hecho de haber concebido a un niño; se ha de ejercer como tal, estar, protegerlo. Y si lo sois, no habéis estado nunca a su lado.

—No sois mi padre, aunque... lo juréis… no, no… ¡No lo sois!

Luis escuchó hablar a Yago con una fría resignación. Sus palabras no le afectaban, en realidad ni las escuchaba. Había padecido demasiadas humillaciones y tormentos, y su único objetivo era recuperar su identidad y hacer que sus apellidos perduraran a través de aquel hijo.

—Ahora debes venir conmigo.

Yago no levantó la cabeza.

La ofuscación que la noticia le había producido en un primer momento dejó de ser tal, y empezó a ver la situación con más claridad. Le había costado mucho tiempo saber quién era, a quién se lo debía y cómo quería que fuera su futuro. Y ese hombre no le importaba nada, fuera o no su padre.

Suspiró, sopesó las palabras que deseaba decir, y cuando vio llegado el momento, lo hizo en voz alta y clara.

—Mi familia es esta… —Miró a Camilo y a Pignatelli—. Jamás os veré como… como a un padre. ¡Largaos!

—Disponéis de un minuto para abandonar esta escuela o seré yo quien os haga salir con mis propias manos —lo amenazó Pignatelli. Os ofrezco esa oportunidad, si no la aprovecháis avisaré a las autoridades. Quizá estén deseando daros captura; se han escuchado muchas cosas sobre vos.

Pignatelli hizo una señal al portero para que lo acompañara hasta la puerta.

Desesperado por la falta de resultados, Luis Espinosa se abalanzó sobre Yago con intención de arrastrarlo con él, pero le frenó una mano que le impidió dar continuidad a sus intenciones, junto a una gélida mirada, la de su propio hijo.

Yago se dio media vuelta, lo miró por última vez, y antes de regresar al interior de la escuela, le despidió para siempre.

—¡Idos al infierno! Luis Espinosa deambuló por las calles vecinas, con la mirada perdida y las esperanzas rotas, sin ningún futuro, y con las últimas palabras de su hijo todavía resonando por su cabeza. En su vida nada había salido tal y como esperaba, se veía solo, hundido y sin ganas de luchar.

Para su infortunio, o quizá para su bien, el infierno que le había deseado su hijo llegó muy pronto. Una patrulla de soldados del virrey, alertados por el mal aspecto que tenía, le dio el alto a dos cuadras de la escuela. Luis no dudó lo que debía hacer al entender que para él todo había acabado. Agotada toda esperanza de empezar de nuevo, tomó una decisión.

—Soy el mayor enemigo de vuestro Rey. Soy Luis Espinosa.

III

Una veintena de hombres hicieron girar al mismo tiempo unas grandes mamparas con las que podían tapar o reflejar la luz de unas linternas que estaban repartidas a lo largo del perímetro de la pista principal, según de qué lado quedaran expuestas. Con la luz atenuada, la curiosidad del numeroso público congregado se dirigió al centro de la arena, donde se encendieron cuatro enormes velones.

Era diecinueve de junio de mil quinientos cincuenta, y todos los grandes de Nápoles habían acudido a la escuela de equitación de Pignatelli llenos de curiosidad por entender qué podía significar el sugerente nombre que encabezaba la invitación: «El jinete del silencio».

Empezó a sonar un órgano de potente fuelle.

Las cansadas manos de Camilo ofrecieron una entrada rotunda, fuerte, la señal para que se abriera un portón y aparecieran dos caballos sin jinete, al paso. Iban tapados casi por completo con dos gualdrapas y unas caperuzas que apenas permitían reconocerlos. Iniciaron un trote en perfecta sincronía hasta quedar quietos entre los cuatro velones. Su fisonomía no quedaba a la vista, pero se mostraban elegantes; bajaban y subían los cuellos batiendo sus cabezas, demostrando un gran orgullo de sí mismos.

La música se detuvo y el silencio dominó una breve pero tensa expectación. El público concentró toda su atención sobre los dos animales cuando empezaron a relinchar al mismo tiempo que las primeras notas recuperaban su presencia. Pero explotaron en aplausos al coincidir una escalada de notas ascendentes con la postración de los dos caballos, que doblaron sus rodillas en un saludo formal.

En la oscuridad del recinto solo se veía a los dos corceles inclinados y el suave reflejo titilante de las cuatro velas sobre las telas negras que cubrían sus cuerpos. Durante unos minutos, ellos fueron los únicos protagonistas, hasta que de la penumbra surgió un hombre que buscó su cercanía y reclamó la atención de los presentes.

Giovanni Battista Pignatelli agradeció a todos haber aceptado su invitación y explicó qué objetivos lo habían llevado a fundar aquella escuela, para luego anunciar con solemnidad el nacimiento de una nueva raza de caballos que sería vista por primera vez, la más hermosa entre todas, una estirpe nacida para el arte.

—Hubo un tiempo en que los caballos solo se quisieron para guerras y contiendas. Hubo otro tiempo en que nadie los valoró más que para el trabajo, o por su carne. Pero hoy, aquí, vais a presenciar algo exclusivo; van a mostrarnos algo grande que desde siempre han llevado dentro; su alma, su espíritu… —Hizo una pausa y cuando recorrió algunas caras de los presentes, disfrutó al sentir el ciego interés que demostraban. A continuación moduló su voz para que sonara todavía más potente—. Esta noche, os proponemos vivir una experiencia nueva. Descubriréis que, además de muchas otras virtudes, los caballos son capaces de emocionaros, de transmitir belleza, arte, y hasta de volar…

Pignatelli hizo una señal para que sus colaboradores les retiraran las telas y todos vieran a los dos primeros ejemplares de la nueva raza.

—¡Damas y caballeros; bienvenidos a esta escuela!, espero que disfrutéis con los nuevos caballos, y ahora os presento al jinete del silencio…

Se apagaron los cuatro velones y la pista quedó en completa oscuridad. Tan solo se podía escuchar el trote de un caballo y un relincho. Durante unos segundos el público contuvo la respiración a la espera de ver con qué les sorprenderían ahora, después de tan prometedor arranque.

El órgano sonó a dos tiempos y con escalas inversas. Las mamparas giraron, y el reflejo de las lámparas iluminó la pista. En medio, montando un caballo castaño, apareció Yago. Llevaba la cara pintada, imitando las mismas manchas de la cabeza de su animal preferido, Sigiloso; la mitad izquierda marrón y la derecha blanca. Jinete y caballo parecían uno solo, en un llamativo y sorprendente efecto.

Yago miró a Camilo y se emocionó.

Era consciente del tremendo esfuerzo que estaba haciendo para estar presente aquella noche. Su amigo le devolvió la mirada, sentado frente al órgano, con las manos listas para correr por el doble teclado. Camilo estaba decidido a darse por completo en el acto más importante de la carrera de Yago. Su extrema debilidad no le había impedido acudir, casi desde el lecho, y esperaba aguantar hasta el final.

Yago acarició el cuello de Sigiloso, con quien su compenetración era perfecta. Le habló al oído, se colocó en el punto idóneo de su montura, tiró suavemente de las riendas y el animal empezó a caracolear alrededor de una mujer que acababa de aparecer. Francesca vestía de blanco, con una reluciente túnica de lino. Levantó los brazos y se dirigió hacia el caballo en línea recta. El jinete esperó a que estuviera a menos de un codo de distancia para recibirla con un movimiento circular que terminó recuperando el cara a cara con Francesca. Ella se inclinó y esperó a que el corcel hiciera lo mismo. Taconeó a continuación la arena y con los brazos en jarra volvió a encararse a él. La expresividad de su cuerpo reflejaba su invitación para bailar. El caballo, que pareció entenderlo, aceptó el reto repitiendo con un suave trote cada uno de sus pasos. Francesca, creciéndose en su movimiento, giró sobre sí misma, incitándolo a repetirlo. Y así se mantuvieron un buen rato, hasta sentir que la arena recibía los cascos del animal y los tacones de la chica, al mismo ritmo que marcaba la melodía surgida de las manos de Camilo.

La gente admiró la precisión con que se movían y aplaudió cuando mujer y caballo se pegaron, espalda con espalda, para poco después ver cómo el animal se detenía frente a ella, con el cuello arqueado y la cola en alto.

Los ojos de los presentes no podían creer lo que allí estaba sucediendo. Nunca se había visto que un caballo pudiera seguir el ritmo de una música, respondiera a una danza como si se tratara de un ser humano, y obedeciera a las indicaciones de su jinete como ese lo hacía.

El animal empezó a taconear con manos y pies, sin apenas moverse, copiando la cadencia de los pasos de Francesca hasta terminar alzándose sobre su tercio posterior con poderoso brío y con ella arrodillada bajo su cuerpo, en un peligroso equilibrio que todos supieron valorar en respetuoso silencio primero y, una vez que cesó el peligro y el caballo volvió a su postura, vitoreándolos, completamente entregados a su exhibición.

Francesca levantó las manos por encima de su cabeza y miró al caballo a los ojos, recogió un volante de su falda con una mano y dio un rápido volteo sobre sí misma, lo que formó una ola de color y provocó idéntico giro en el caballo. Cuando no fue uno, sino una larga serie de remolinos cada vez más rápidos, repetidos por el animal con similar arte, consiguieron una increíble explosión de aplausos al verlos casi rozándose, las crines y los cabellos de la chica entrecruzados, en suaves caricias al aire, flotando con la música.

Las luces volvieron a rebajar su intensidad cuando Francesca desapareció de la pista. Yago iba a realizar uno de los ejercicios más complejos que exigía una máxima concentración. Lo haría en compañía de otros dos caballos que entraron de mano de un par de mozos de cuadras. Después dejarlos a cada lado de Sigiloso, le pasaron dos varas cortas a Yago, que soltó las riendas del suyo.

Camilo miró de reojo su evolución a la espera de la señal, pero en ese instante sintió un agudo dolor en el pecho de tanta intensidad que, incapaz de disimularlo, le obligó a apoyarse sobre el órgano, surgiendo de este una extraña suma de sonidos, lo que atrajo la atención de todos. Pignatelli corrió hacia él, pero Camilo consiguió recuperarse antes de que llegara, y lo detuvo con una mano para tranquilizarle. Se había propuesto tocar durante todo el acto y así lo haría. Levantó con esfuerzo la cabeza para fijarse en el gesto de Yago, y entendió que podía empezar.

Arrancó una serie de triadas para crear un fondo melódico que sirvió a Yago para mover a los tres caballos en un desplazamiento lateral sincronizado. Al llegar al extremo vallado de la pista lo repitió en la otra dirección. Con un cambio en el ritmo de la música, inició un paso más lento en el que cada animal estiraba los brazos hasta casi dejarlos rectos, con un paso elegante y secuenciado, como si uno desfilara ligeramente retrasado del otro. Y al terminar esos aires iniciaron un trote muy corto y sostenido, desplazando los cascos hacia dentro y hacia fuera, en un baile que poco tenía que ver con el movimiento normal de una extremidad al paso, los tres en perfecta armonía. El público no abandonaba los gestos de perplejidad, preguntándose quién era aquel jinete capaz de conseguir tan hermosas ejecuciones. Los caballos sudaban, agotados por la concentración que ponían en cada movimiento, dirigidos tan solo por los suaves toques de vara que apenas recibían sobre sus lomos; y el que montaba Yago, a través de una ligera presión de sus rodillas.

Camilo inició una contundente secuencia que los caballos siguieron con una rápida carrera a lo largo de la pista, frenada a escasos codos del público para alborozo de los espectadores más cercanos, algunos quitándose el polvo que les había llegado.

Pignatelli volvió a aparecer en pista y dio orden para que salieran los quince alumnos sobre sus caballos y en fila de a uno. Yago se colocó delante e inició una serie de pasos más sencillos, que todos repetían consiguiendo la aprobación de sus padres y la simpatía del resto del público.

Fue entonces cuando se pudo admirar la calidad de los nuevos animales, de un caballo que combinaba de forma perfecta belleza, fortaleza y un alto dominio de sí mismo. Los quince ejemplares poseían idéntica capa torda, y sus jinetes iban uniformados con chaquetas azules, pantalón blanco y botas de caña alta.

Los hicieron correr por la arena, se cruzaron, desarrollaron ejercicios de paso corto, bien medido, y terminaron su intervención formando un círculo que se cerraba al centro hasta casi rozarse cabeza con cabeza.

Desaparecieron a continuación por las diferentes puertas de la pista al igual que Yago, acompañados por los aplausos del público, ahora puesto en pie, emocionado con el inaudito espectáculo que estaban presenciando.

Los rumores y conversaciones crecieron entre los asistentes durante el descanso. Se mostraban entusiasmados; las damas con sus abanicos trataban de disipar los efectos de la cálida noche de junio, y los hombres en conversaciones del más variado contenido.

Volvieron a sus asientos cuando aparecieron por un extremo del rectángulo cinco músicos llevando violas, laúdes y flautas. Dos ayudantes de Pignatelli transportaban un clavicordio que dejaron instalado en el centro, y dispusieron cinco sillas para los músicos.

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