«Filosofía, misticismos, pendencias, amoríos, cosas naturales y sobrenaturales, puterías, fornicaciones, estragos, muertos y mucha magia. Estupendo delirio refocilante y edificante a la vez, y a la vez instructivo y ameno». Estos eran, a juicio de su autor, los elementos que compondrían Morsamor. La novela nos cuenta la historia de Miguel de Zuheros, antiguo caballero sin fortuna venido a fraile, que gracias a los conocimientos en alquimia de un aparecido fray Ambrosio, recupera su juventud y sale en busca de nuevas aventuras acompañado por su escudero Tiburcio de Simahonda. El caballero Morsamor se enfrentará con corsarios, mahometanos, vivirá todo tipo de lances amorosos y recalará en el Tíbet, donde conocerá la mística de sus monjes.
«Una novela de caballerías escrita a lo moderno», diría Juan Valera. Una lectura apasionante y divertida que hará las delicias de los aficionados a la novela de aventuras.
Juan Valera
Morsamor
Peregrinaciones heroicas y lances de amor y fortuna de Miguel de Zuheros y Tiburcio de Simahonda
ePUB v1.0
TabernaHormiga25.09.12
Título original:
Morsamor: peregrinaciones heroicas y lances de amor y fortuna de Miguel de Zuheros y Tiburcio de Simahonda
Juan Valera, 1899.
Editor original: TabernaHormiga (v1.0)
ePub base v2.0
Mi querido primo: Para distraer mis penas egoístas al considerarme tan viejo y tan quebrantado de salud, y mis penas patrióticas al considerar a España tan abatida, he soltado el freno a la imaginación, que no le tuvo nunca muy firme, y la he echado a volar por esos mundos de Dios, para escribir la novela que te dedico.
Tomando por lo serio algunos preceptos irónicos de don Leandro Fernández de Moratín, en su
Lección poética
, he puesto en mi libro cuanto se ha presentado a mi memoria de lo que he oído o leído en alabanza de una época muy distinta de la presente, cuando era España la primera nación de Europa. Así he procurado consolarme de que hoy no lo sea, si bien escribiendo la más
antimoratinesca
de mis composiciones literarias. Bien puedo asegurar que hay en ella
Cuanto puede hacinar la fantasía,
en concebir delirios eminente:
magia, blasón, alquimia, teosofía,
náutica, bellas artes, oratoria,
brahmánica y gentil mitología,
sacra, profana, universal historia
Y otras mil curiosidades.
Si a pesar de tanta riqueza de ingredientes el pasto espiritual que doy al público resulta desabrido o empalagoso, no te negaré que he de afligirme, pero me servirá de consuelo lo inocente de mi trabajo. Nada más inocente que componer un libro de entretenimiento aunque no entretenga. Con no leerle evitará toda persona discreta el mal que involuntariamente pudiera yo causarle. Yo no trato de enseñar nada ni de probar nada. Si alguien deduce consecuencias o moralejas de la lectura de este libro, él, y no yo, será responsable de ellas. Yo sólo pretendo divertir un rato a quien me lea, dejando a los sabios enseñar y adoctrinar a sus semejantes, y dejando a nuestros hombres políticos la difícil tarea de regenerarnos y de sacarnos del atolladero en que nos hemos metido.
He de confesarte, sin embargo, que a veces tengo yo pensamientos algo presuntuosos, porque creo que el mejor modo de obtener la regeneración de que tanto se habla, es entretenerse en los ratos de ocio contando cuentos, aunque sean poco divertidos, y no pensar en barcos nuevos, ni en fortificaciones, ni en tener sino muy pocos soldados, hasta que seamos ricos, indispensable condición en el día para ser fuertes. Ser fuertes en el día es cuestión de lujo. Seamos pues débiles e inermes mientras que no podemos ser lujosos. Imitemos a Don Quijote, cuando quiso hacerse pastor después de vencido por el Caballero de la Blanca Luna. Mientras que unos esquilan las ovejas y mientras que otros recogen la leche en colodras y hacen requesones y quesos, aumentando así la riqueza individual, y por consiguiente, la colectiva, nosotros, o al menos yo, incapacitados por la vejez para tan útiles operaciones, empleémonos en tocar la churumbela, el violón u otro instrumento pastoril para que se recreen las ovejas.
De pacer olvidadas escuchando
o quizás consolándose de que poco o nada les dejen que pacer los rabadanes. A fin de vivir contentos en esta forzosa Arcadia, recordemos vuestras pasadas glorias, no superadas aún por los pueblos más pujantes y engreídos que hay ahora en el mundo, y compongamos, con dichos recuerdos y con el buen humor que no debe abandonarnos, historias como la que yo te ofrezco, la cual, si no es amena, es por su benigna y candorosa intención, digna de todo aplauso. Date tú el tuyo, defiéndeme con indulgente habilidad de los que me censuren y créeme siempre tu afectísimo amigo y pariente,
Juan Valera.
En el primer tercio del siglo XVI, y en un convento de frailes franciscanos, situado no lejos de la ciudad de Sevilla, casi en la margen del Guadalquivir y en soledad amena, vivía un buen religioso profeso, llamado Fray Miguel de Zuheros, probablemente porque era natural de la enriscada y pequeña villa de dicho nombre.
No era el Padre alto ni bajo, ni delgado ni grueso. Y como no se distinguía tampoco por extremado ascetismo, ni por elocuencia en el púlpito, ni por saber mucho de teología y de cánones, ni por ninguna otra cosa, pasaba sin ser notado entre los treinta y cinco o treinta y seis frailes que había en el convento.
Hacía más de cuarenta años que había profesado. Y su vida iba deslizándose allí tranquila y silenciosa, sin la menor señal ni indicio de que pudiese dejar rastro de sí en el trillado camino que la llevaba a su término: a una muerte obscura y no llorada ni lamentada de nadie, porque Fray Miguel, aunque no era antipático, no era simpático tampoco, se daba poquísima maña para ganar voluntades y amigos, y, al parecer, ni en el convento ni fuera del convento los tenía.
En vista de lo expuesto, nadie puede extrañar que hayan caído en el olvido más profundo el nombre y la vida de Fray Miguel.
Ya verá el curioso lector, si tiene paciencia para leer sin cansarse esta historia, las causas que me mueven a sacar del olvido a tan insignificante personaje.
Son estas causas de dos clases: unas, particularísimas, que se sabrán cuando esta historia termine; y otras tan generales, que bien pueden declararse desde el principio y que voy a declarar aquí.
Todo ser humano, considerado exterior y someramente, es indigno de memoria, si no ha logrado por virtud de sus hechos o de sus palabras, habladas o escritas, influir poderosamente en los sucesos de su época, haciendo ruido en el mundo. Los que ni por la acción ni por el pensamiento, revestido de una forma sensible, logran señalarse, pasan como sombras sin dejar rastro ni huella en el sendero de la vida y van a hundirse en olvidada sepultura, sin que nadie deplore su muerte y sin que nadie, al cabo de pocos años, y a veces al cabo de pocos días, se acuerde de que vivieron.
Y, sin embargo, cuando por cualquier medio o estilo acertamos a penetrar en las profundidades del corazón y en los más apartados y obscuros aposentos del cerebro del personaje al parecer más insignificante, todo suele cambiar de aspecto en la idea que formamos de él, ya que descubrimos allí multitud de pensamientos maravillosos y de soberanas aspiraciones, y un mar tempestuoso de apasionados sentimientos, que ora sean buenos, ora sean malos, si llegan a ser grandes, dan valer e importancia a la persona que los concibe e inspiran hacia ella un interés acaso mayor del que nos han inspirado los más famosos varones al saber sus altas hazañas o al leer sus inmortales escritos.
Fray Miguel, al empezar este relato y al presentarle yo a mis lectores, no era escritor, ni predicador, ni por nada se distinguía. Cualquiera otro fraile de su mismo convento era más notable que él.
Antes de entrar en la vida religiosa tampoco había conseguido señalarse. Tenía ya setenta y cinco años cumplidos, y, para todos sus semejantes, no pasaba de ser una de las innumerables unidades que forman la gran suma del linaje humano.
En el convento se sabía poco y a nadie le importaba saber de la vida pasada de Fray Miguel antes de que fuera fraile.
Como otros muchos hombres, en aquel largo período de anarquía, discordias y guerras civiles, que precedió al reinado de los Reyes Católicos, había buscado por diversos caminos la notoriedad, el poder y la fortuna, y no había logrado hallarlos.
Fray Miguel había sido soldado y poeta, que eran las dos profesiones, por las cuales, no siendo clérigo o fraile, podía un hombre del estado llano en aquella edad encumbrarse o darse a conocer al menos.
Fray Miguel había trabajado en balde. No decidiremos aquí si fue la capacidad o si fue la ventura lo que le faltó en su empresa. Su ambición y sus propósitos no debieron de ser pequeños si los calculamos por la significación del nombre que él como trovador y aventurero de armas tomar había adoptado.
Fray Miguel se había llamado Morsamor en el siglo.
Sus versos fueron tan malos o fueron tan infelices que no entraron en ningún Cancionero, aunque en muchos Cancioneros abundan los detestables, tontos o fríos. Sus hazañas, si las hizo, no le dieron riqueza, ni valimiento, ni poder, y no hubo cronista que hablase de ellas en sus narraciones, ni épico callejero que escribiese un mal romance para referirlas y ensalzarlas. Dice el refrán que el lobo, harto de carne, se mete fraile. Morsamor no fue como el lobo. Morsamor no cogió la carne: apenas columbró la sombra. La desilusión, la esperanza perdida, le trajo a la vida monástica.
En ambos reinos, unidos ya bajo el centro de Isabel y Fernando, había cambiado todo y era menester que Morsamor también cambiase. La paz y el orden con enérgica severidad habían venido a sobreponerse a la confusión y al alboroto que estimulaban tanto la ambición y la codicia. Los falsos antiguos ideales de la Edad Media habían caído por tierra como ídolos quebradizos, desbaratados y rotos bajo los certeros golpes del cetro de hierro de los nuevos soberanos. Morsamor no acertaba a descubrir nuevos ideales: nuevos objetos, término y meta de la ambición humana. A sus ojos sólo quedaba en pie el venerando e indestructible ideal religioso, que se alzaba como elevadísima y solitaria torre en medio de un campo arrasado y lleno de ruinas. Lo único que quedaba como refugio, consuelo y fin de la vida de Morsamor era la religión. Hízose, pues, religioso por no saber qué hacerse. Y ya se comprende que esta manera de hacerse religioso de poco o de nada podía valerle así en la tierra como en el cielo.
Harto se comprenderá también, se explicará y se justificará por lo dicho, el pobre papel que Fray Miguel de Zuheros hacía entre los demás frailes.
Sólo Dios sabía lo que guardaba él en el centro del alma. En lo exterior la figura inconsistente de Fray Miguel, sin color, sin energía y sin carácter propio, se esfumaba en el espacio e iba lenta y desabridamente a desaparecer en el tiempo.
De vez en cuando, creciendo en importancia y en frecuencia e interrumpiendo la monotonía de la vida claustral, llegaban al convento noticias vagas y confusas que revelaban una pasmosa renovación en la vida social de la recién formada nación española. Los ideales, por susto de cuya ausencia se había refugiado Fray Miguel en el claustro, brotaron entonces en el suelo fecundo de España, le cubrieron todo y vinieron a llamar con estrépito en su celda al desengañado solitario. Mientras que Fray Miguel vivía vida contemplativa y obscura, una vida fecunda en acciones maravillosas se había desenvuelto en toda nuestra Península, salvando sus límites y confines, y derramándose con irresistible expansión por el mundo todo. Los reyes unidos de Aragón y Castilla habían vencido a los portugueses en Toro, vengando la afrenta de Aljubarrota; habían conquistado el hermoso reino de Granada; habían expulsado de Italia a los franceses, enseñoreándose de Nápoles y de Sicilia. Un aventurero genovés había ofrecido llegar a Cipango y al Catay, atravesando con sus naves el nunca surcado y tenebroso mar de Sargaso, y el aventurero había descubierto extensas y hasta entonces incógnitas regiones, donde había ido a plantar la cruz del Redentor y el pendón de Castilla, dejando entrever y haciendo augurar que la tierra en que vivimos es mayor de lo que se pensaba y que todo lo oculto y misterioso que hasta entonces había habido en ella, iba a revelarse y a manifestarse a nuestros ojos y a ser dominado por castellanos y aragoneses.