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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

Morsamor (33 page)

BOOK: Morsamor
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IV

Fray Miguel se fatigaba tanto al hablar, que, en breve, tenía que suspender su discurso y dejarle para otro día. Prescindiendo nosotros de tales interrupciones, aunque en cierto modo marcándolas e indicándolas, pondremos aquí los diversos fragmentos, unos en pos de otros, en el orden en que Fray Miguel los pronunció y en el que el Padre Ambrosio los conservó por escrito.

—Convencido estoy de que has querido darme una lección de moral, parecida en su traza a la que dio don Illán de Toledo, famoso mágico, a cierto ambicioso Deán de Santiago. Tú, con todo, no has querido demostrar que yo soy ingrato. Tú estabas seguro de mi gratitud. Más alta era la moraleja que de mi historia, semejante a la que refirió al Conde Lucanor su consejero Patronio, has querido tú sacar ahora. Yo soy buen discípulo, aspiro a ayudarte en tu trabajo, y voy a sacar de él deducciones tan trascendentales que ya coincidan con las que tú esperabas sacar, ya vayan más lejos o suban más alto todavía.

—Alégrate y enorgullécete. Has querido curarme de mi ambición desesperada. Duro ha sido el remedio. Como quien con hierro candente quema un cáncer, tú has curado el que roía mis entrañas. No sólo te perdono, sino que te agradezco la cauterización dolorosa. Mi sed de poder y de gloria se aquietó y sació con satisfacciones soñadas. Hoy, al reconocer que fueron sueño, reconozco también la vanidad de tales satisfacciones, aun cuando sean reales. El sabio lo ha dicho:
que ni la carrera es de los ligeros, ni la guerra de los fuertes, ni el pan de los sabios, ni las riquezas de los doctos, ni la gracia de los artífices; sino el tiempo y la casualidad en todo
. De mis victorias y de mis triunfos no debo, pues, jactarme. Si al tiempo y a la casualidad se deben, para contentamiento de mi orgullo, lo mismo valen e importan, ora hayan sido realidad, ora sueño.

—Tales son las consideraciones que me mueven a desechar primero el engreimiento personal y más tarde el engreimiento de nación y de casta. Por cima de todo está Dios, y con él y en él la fe y la esperanza de que no hay mal que no sea aparente o caduco y que no se ordene a fin dichoso y grande. Así, en mi interior meditación vine yo a resignarme y a buscar y hallar dulce quietud y algo a modo de bienaventuranza en mi plena conformidad con los designios divinos. Me desnudé del estrecho egoísmo y arrojé lejos de mí el amor propio sin anhelar ya gozarle complacido y sin el temor ya de sufrirle lastimado.

—Conforme hubiera estado desde entonces mi voluntad, con la voluntad del Altísimo, si un obstáculo, que me pareció insuperable, no se hubiera opuesto. Con este obstáculo he tenido que trabar tremenda lucha. Yo pude libertarme de la ambición y de la codicia, pude desdeñar y desdeñé gloria, poder y riqueza. El amor de la mujer quedó, no obstante, firme en contra mía, atajando el camino por donde ansiaba yo acercarme a la reconciliación suprema. Disípense en buena hora como niebla o como humo todas las proezas de que me sentí capaz y que realicé o soñé. Lo que yo no consentía era que el amor de la mujer también se disipase. Hasta los crímenes, hasta las horribles tragedias que este amor produjo, no me resignaba yo a que se convirtiese en sueños, convirtiendo en sueños el amor mismo. Urbási, la bella Urbási, se me aparecía, como recuerdo vivo le algo real, no como sombra fantástica, y me mostraba su admirable y hermosa figura y el blanco pecho desnudo, donde yo veía, en el lado del corazón, profunda herida brotando hirviente y roja sangre que ansiaba yo restañar y represar con mis labios. Pena infernal me causaba esta aparición trágica, pero me causaba a la vez tan inefable y sublime deleite, que mi alma toda se enfurecía de que fuese aquello ilusorio y vano y pugnaba aún por mantenerlo, al menos por recuerdo, como real y consistente. No; la causa de nuestro amor a la mujer no reside sólo en nuestro miserable cuerpo. Aunque el cuerpo decaiga, envejezca y enferme, el alma, inmortal, sigue amándola. El alma inmortal es alma de mujer o de hombre, y a veces imaginaba yo que esta diferencia de inmortal duración hacía también inmortalmente duradero e invencible el amor que una mujer me había inspirado. Y esta mujer, o si se quiere este hermosísimo aunque terrible fantasma de mi mente, se interponía entre ella y lo infinito en que su raíz estriba, y no me dejaba llegar hasta él, reteniéndome cautivo y arrancando a mi espíritu las alas con que anhelaba volar tan alto y el ímpetu vigoroso con que pensaba sumirse en el abismo del ser y hacerse superior a todo lo creado y contingente al penetrar en dicho abismo. No acierto a ponderar el esfuerzo pasmoso de mi voluntad para llegar a destruir, después de haber destruido y roto los demás ídolos, la imagen seductora de la mujer amada. Esta imagen, que llegué a suponer indeleble, lo perturbaba y lo bastardeaba todo en mi alma. No había concepto moral ni religioso al que ella no diese forma, profanando mi religión y convirtiéndola en idolatría. Ella, su imagen, ya se me mostraba representando la ciencia, ya la filosofía, ya la caridad, ya cualquiera de las otras virtudes, ya la ninfa pulquérrima y predilecta del cielo, esposa o amante de los dioses inmortales y madre dichosa de los semi-dioses o héroes salvadores. Yo me explicaba a mi modo, porque también los sentía, los encontrados sentimientos que inspira la mujer, desde hace muchos siglos. Ora el misticismo amoroso y caballeresco la ensalza y la purifica como algo venido del Empíreo, como fuente inexhausta de todo noble sentir y de todo arranque generoso, y crea la Beatriz y la Laura de los egregios poetas, ora el ascetismo adusto la aborrece y la teme, como nido de víboras, como oficina de embustes y de pecados, y como el más seguro anzuelo de que se vale Satanás para perdernos. Rudo combate y grandísima pena me costó lanzar de mi pensamiento la imagen de la mujer, que con tan contrarios aspectos se me mostraba y que del efímero enlace o de la mentida concordia, producida por la atracción irresistible que nos lleva hacia ella, hacía brotar discordias sin término y dualidad irreducible, como si hubiese dos eternos creadores y conservadores del mundo y no uno solo. En fin, mi empeño fue tan obstinado que logré borrar la imagen de Urbási, grabada en mi corazón como sello puesto allí por el demonio en señal de que yo era su esclavo. Entonces brotaron de nuevo y más pujantes las alas de mi espíritu. Y no por la ciencia, no por el presunto conocer, sino con humildad, desprendiéndome de todo afecto pasajero, de toda liviana inclinación a las cosas creadas, logré subir hasta el manantial inagotable de donde todas manan y en el amor del bien soberano cifrar y confundir todos mis otros amores, empezando por el de mí mismo. Hoy no hay mal que bien no me parezca, ni desdicha que no me parezca ventura, porque lo que Dios quiere no puede menos de ser lo mejor y lo más deseable. Aunque para el cumplimiento de su inflexible justicia, y a pesar de su infinita misericordia, tuviese yo que padecer las penas eternas, al padecerlas yo por su amor, gozaría de tan inefable deleite, que se me transformaría el infierno en cielo, de la misma manera que antes, dominado yo por el egoísmo, transformaba el cielo en infierno.

Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra, Córdoba, 18 de octubre de 1824 - Madrid, 18 de abril de 1905) fue un diplomático, político y escritor español.

Hijo de José Valera y Viaña y de Dolores Alcalá-Galiano, marquesa de la Paniega. Estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada en 1841. Luego inició estudios de Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada. Empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador y poeta Ángel de Saavedra, Duque de Rivas; allí estuvo dos años y medio aprendiendo griego y entablando una amistad profunda con Lucía Paladí, marquesa de Bedmar, «La Dama Griega» o «La Muerta», como gustaba de llamarla, a quien quiso mucho y que le marcó enormemente. Después, distintos destinos lo llevaron a viajar por buena parte de Europa y América: Dresde, San Petersburgo, Lisboa, Río de Janeiro, Nápoles, Washington, París, Bruselas y Viena. De todos estos viajes dejó constancia en un entretenido epistolario excepcionalmente bien escrito e inmediatamente publicado sin su conocimiento en España, lo que le molestó bastante, pues no ahorraba datos sobre sus múltiples aventuras amorosas. Fue especialmente importante su enamoramiento de la actriz Magdalena Brohan.

En 1858 se jubiló y decidió establecerse en Madrid, donde inició una desganada carrera política: fue diputado por Archidona, oficial de la secretaría de estado, subsecretario y ministro de Instrucción Pública con Amadeo de Saboya. En 1860 explicó en el Ateneo de Madrid la Historia crítica de nuestra poesía con un éxito inmenso. En 1861 se casó en París con Dolores Delavat. Le eligieron miembro de la Real Academia Española en 1862. Fue embajador en Lisboa, Bruselas, Viena y Washington; en esta última ciudad mantuvo una relación amorosa con la hija del secretario de estado estadounidense, Katherine C. Bayard, que acabó suicidándose. Durante sus últimos años, aquejado de ceguera, mantuvo una famosa tertulia nocturna en su casa de Madrid a la que acudían entre otros Marcelino Menéndez Pelayo y Ramón Pérez de Ayala.

Colaboró en diversas revistas desde que como estudiante lo hiciera en La Alhambra. Fue director de una serie de periódicos y revistas, fundó El Cócora y El Contemporáneo y escribió en Revista de Ambos Mundos, Revista Peninsular, El Estado, La América, El Mundo Pintoresco, La Malva, La Esperanza, El Pensamiento Español y otras muchas revistas. Fue diputado a Cortes, secretario del Congreso y se dedicó al mismo tiempo a la literatura y a la crítica literaria. Perteneció a la época del Romanticismo, pero nunca fue un hombre ni un escritor romántico, sino un epicúreo andaluz, culto, irónico y amante del sexo.

Amplió largamente su cultura mediante los viajes y un estudio constante. El hispanista y literato Gerald Brenan asegura que fue el mejor crítico literario del siglo XIX después de Menéndez Pelayo; actuó siempre por encima y al margen de las modas literarias de su tiempo, rigiéndose por unos principios estéticos generales de sesgo idealista. Fue uno de los españoles más cultos de su época, propietario de una portentosa memoria y con un gran conocimiento de los clásicos grecolatinos; además, hablaba, leía y escribía el francés, el italiano, el inglés y el alemán. Tuvo fama de epicúreo, elegante y de buen gusto en su vida y en sus obras, y fue un literato muy admirado como ameno estilista y por su talento para delinear la psicología de sus personajes, en especial los femeninos; cultivó en ensayo, la crítica literaria, el relato corto, la novela, la historia (el volumen VI de la Historia general de España de Modesto Lafuente y algunos artículos) y la poesía; le declararon su admiración escritores como José Martínez Ruiz, Eugenio D'Ors y los modernistas (una crítica suya presentó a los españoles la verdadera dimensión y méritos de la obra de Rubén Darío).

Ideológicamente, era un liberal moderado, tolerante y elegantemente escéptico en cuanto a lo religioso, lo que explicaría el enfoque de algunas de sus novelas, la más famosa de las cuales continúa siendo Pepita Jiménez (1874), publicada inicialmente por entregas en la «Revista de España», traducida a diez lenguas en su época y que vendió más de 100.000 ejemplares; el gran compositor Isaac Albéniz hizo una ópera del mismo título.

Fue tío del escultor Lorenzo Coullaut Valera, que precisamente sería el encargado de realizar el monumento que se le dedicó en el Paseo de Recoletos de Madrid.

Cultivó diferentes géneros. Como novelista, fueron dos sus ideas fundamentales:

* La novela debe reflejar la vida, pero de una manera idealizada y embellecida. Es realista porque rechaza los excesos de fantasía y sentimentalismo y porque escoge ambientes precisos, pero a la vez procura eliminar los aspectos penosos y crudos de la realidad. La diferencia con Galdós es evidente, ya que éste considera que la novela tiene que ser fiel reflejo de la realidad.

* La novela es arte, su fin es la creación de la belleza. De ahí que cuide tanto el estilo. Éste se caracteriza por su corrección, precisión, sencillez y armonía.

Se pueden reducir a dos los temas fundamentales de sus obras: los conflictos amorosos y los religiosos.

Cultivó todos los géneros literario: epistolar, periodístico, crítica literaria, poesía, teatro, cuento y novela. Sus obras completas alcanzan los 46 volúmenes.

Notas

[1]
«Ceylán» en el original. (N. del E.)
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[2]
«Ceylán» en el original. (N. del E.)
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[3]
«Islán» en el original. (N. del E)
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[4]
«Islán» en el original. (N. del E)
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[5]
«Islán» en el original. (N. del E)
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[6]
«ahullidos» en el original. (N. del E.)
<<

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