No pocos días se pasaron en tan importantes asuntos, y si bien Morsamor se empleaba en ellos, lejos de mostrarse comunicativo y alegre, andaba triste y silencioso, esquivaba el trato y la conversación de todos, hasta del fiel Tiburcio, y para reposar de sus afanes gustaba de ir a escondese en cierta pintoresca gruta que había entre los peñascos de un cerro y desde la cual se oteaba el mar azul y se descubría muy extenso horizonte.
Al escribir la historia de Morsamor, nosotros haríamos célebre esta gruta, aunque ya no lo fuese, pero nos ahorra el trabajo de darle celebridad la que ya tiene desde antiguo por la circunstancia de haber imitado a Morsamor, sin saberlo, el glorioso poeta Luís de Camoens, que, pocos años después, solía ir allí a meditar y a entregarse a los más poéticos soliloquios. Los de Morsamor eran poéticos también, aunque todavía más que poéticos eran filosóficos, por lo cual pondremos aquí muy en resumen uno de estos soliloquios, a fin de que el sentir y el pensar de Morsamor sean entendidos sin que se fatiguen y sin que califiquen el soliloquio de
latoso
los lectores poco inclinados a la filosofía.
—Mi segunda mocedad —decía Morsamor— ha sido peor empleada que la primera. ¡
Vanidad de vanidades
! Todo es vanidad y singularmente nuestros afanes, trabajos y aspiraciones. Pienso a veces que me valiera más no haberme remozado; pero, arrastrado por esa corriente de ideas negras, voy más lejos aún y exclamo: ¡mejor sería no haber nacido! He buscado el amor para gozarle y he hallado vergüenza, desolación y muerte. Doña Sol paga mi amor con su desprecio. El desprecio mío mata el amor de donna Olimpia. Y cuando no nos despreciamos y nos amamos, la ira y los celos dan espantosa muerte al objeto de mis amores. Mi ambición no ha sido menos burlada que mi cariño. Salvo una ruin satisfacción de amor propio; ¿qué ventaja he sacado, ni para mí ni para mis semejantes, de mis triunfos guerreros?
Así discurría Morsamor con profunda tristeza. Luego, para consolarse, imaginaba tener una misión y cumplir con ella. Se creía factor poderoso en el engrandecimiento de su patria. Pero también de esto dudaba; y mirando con inquietud hacia el porvenir, conceptuaba tal engrandecimiento caduco y efímero.
Cierta idea, más clara y consistente en nuestra edad que en la suya, aparecía después a su espíritu, para justificar su ambición; para que sus propósitos no fuesen tenidos por vanos. Morsamor suponía que el humano linaje iba subiendo a más altas esferas de bondad y de luz y que él contribuía enérgicamente a la ascensión magnífica, predeterminada por el cielo. Desconsoladoras reflexiones venían al punto a invalidar o al menos a poner muy en duda, el valer de esto último.
—No escatimaré yo mis alabanzas, ni negaré mi admiración —pensaba nuestro héroe— a los descubrimientos, invenciones y adelantos que los hombres realizan. Se diría que doman la naturaleza material, que encadenan con su inteligencia y sujetan a su voluntad las fuerzas del universo, y que se valen de ellas para evitar fatigas y crear placeres y goces. Laudable es, en este sentido, el fecundo renacimiento en Europa de ciencias, artes y letras. Laudable es la activa curiosidad de nuestros navegantes que atraviesan nunca surcados mares y penetran en las más apartadas e incógnitas regiones. Y si no es más laudable, es mil veces más asombroso el mágico saber de los
mahatmas
, que no puedo negar, porque de él he sido testigo. ¿Pero en lo fundamental, hay progreso acaso o hay mejora en Europa, en la India o en la China? Yo sospecho lo contrario. En las antiguas edades los hombres acertaban a veces o por estar más cerca de la revelación primitiva, o porque alambicaban menos y no se quebraban de puro sutiles, o porque la mente de ellos, no abrumaba aún con la pesada carga de lo observado y experimentado, levantaba el fácil vuelo a las esferas superiores y era capaz de una inspiración inocente y casi divina. Hoy, a fuerza de cavilar y de sutilizar, el entendimiento se pervierte y disparata mucho. No hay progreso, sino perversión, desde el himno compuesto hace más de tres mil años, que venían cantando los
mahatmas
, cuando los vi volver al
Cenobio
, hasta las doctrinas que me expuso luego Sankarachária y que implican la negación de Dios, el concepto de que el mundo casi es ilusión y fantasmagoría, y la mal velada afirmación de que la conciencia nace de lo que no tiene conciencia, la voluntad del ciego prurito de los átomos, y de sus desordenadas evoluciones el entendimiento y las leyes a que el entendimiento sujeta así lo exterior y visible como lo más hondo e íntimo del alma. Cuanto he oído en Benarés en boca de los brahmanes y cuanto después me ha expuesto Sankarachária en su misterioso retiro son la corrupción del mencionado himno del
Rig-Veda
, donde el vate de los primeros tiempos busca a Dios, le columbra y le admira en las cosas creadas y le reconoce y le adora. En este mismo Imperio en que ahora estoy, he conversado con los mandarines y sólo he visto en su saber ateísmo materialista y grosero; he conversado con lamas y bonzos y despojando sus doctrinas de supersticiones y de símbolos, sólo he visto en ellas la confusión de Dios y del mundo y el destino y el fin del alma humana fluctuando entre el aniquilamiento y la apoteosis.
Así cavilaba Morsamor y creía sacar en claro de sus cavilaciones la verdad real de su ser, del universo y de Dios que lo ha creado todo. Las muchas contradicciones que al afirmarlo así surgían en su mente le repugnaban mil veces meros que todas las otras contradicciones nacidas de cualquier otra metafísica por sutil y profunda que fuese.
—Hará ya más de dos mil años —decía Morsamor— que vivió en este Imperio el filósofo Laotse y escribió su doctrina del Tao. Allí está la verdad, al menos en germen. Cuanto después han inventado los chinos o han importado de la India es perversión o extravío.
De esta suerte, en la misma gruta donde más tarde meditó Camoens, Morsamor meditaba y filosofaba, se lisonjeaba de ir por el buen camino, y, hasta cierto punto se consideraba desengañado. Morsamor, no obstante, no se resignaba a despojarse de toda ambición. Aún quería recobrar el tiempo perdido, ganar gloria sobre la tierra, hacer inmortal su memoria entre los hombres, cosechar laureles sin verter sangre, revelar arcanos y realizar algo de inaudito o de antes no realizado por nadie. ¿Cuál sería el término de aquel inmenso mar que ante sus ojos se extendía? ¿Podría llegar por él hasta el mundo por Colón descubierto, salvar el valladar que le opusiera y volver a su patria navegando siempre hacia oriente?
Los letrados chinos, a quienes había consultado, nada sabían de todo esto. Acaso el extremo de aquel Océano oriental recelaba un obscuro abismo, algo de inaccesible para el hombre. Más allá tal vez estaría un infinito piélago de color y de luz, de donde al amanecer surgiría la aurora vertiendo claridad y oro, zafiros y rubíes por el éter, y abriendo paso al resplandeciente carro del sol, que vendría en pos de ella. Tal vez eran sueños y delirios las opiniones de antiguos sabios griegos sobre la esfericidad de la tierra. Tal vez era fábula cuanto había oído contar a los letrados de la primera expedición mística al Fusang de los discípulos de Fo en busca de un elixir que los hiciese inmortales. Tal vez eran fábulas también otras expediciones ulteriores. Los barcos de la flota que Kubilai-Kan envió a la conquista del Japón, dispersos e impulsados por una tempestad, pudieron llegar acaso al Fusang misterioso; pero de seguro que jamás volvieron de allí trayendo nuevas de lo que habían visto. No era el Fusang el mundo de Colón, sino un país imaginario donde la fantasía vulgar y materialista de los chinos ponía mayor fertilidad, abundancia y riqueza que los europeos pusieron más tarde en el Dorado. Lo único cierto era que más al oriente del Japón poco o nada conocían los chinos. Sólo presumían la indefinida extensión de un Océano mucho más ancho que el que separa a España de las tierras por Colón descubiertas. ¿Qué había en el extremo de este Océano? Quién sabe. Acaso el extremo de la tierra en que vivimos; el borde del disco; los lazos que atan la tierra al firmamento y que la sostienen suspendida en el éter. Morsamor veía en todo esto un misterio hasta entonces velado; pero le impulsaban a romper el velo su misma oscuridad y la vaga esperanza de que fuese cierto lo que habían pensado los sabios antiguos de Grecia y lo que Colón había intentado y hasta había creído demostrar yendo por Occidente al extremo Oriente.
Decidido, pues, Miguel de Zuheros, y habiendo infundido en los de la nave confianza en su decisión, dejó en Macao al señor Vandenpeereboom y a Fray Juan de Santarén, haciendo el uno negocios, y haciendo sermones el otro, y zarpó con su nave con rumbo hacia la desconocido.
Mientras más se piensa en ello más axioma parece la sentencia de don Hermógenes, declarando que todo es relativo. En el viaje
Desde Toledo a Madrid
, del maestro Tirso de Molina, apenas había caminado legua y media y llegado a las ventas de Olías, cuando exclama la melindrosa Doña Mayor:
nunca imaginé que era tan largo el mundo
. En cambio, el egregio poeta Leopardi prorrumpe en amargos lamentos porque el mundo le parece muy chico. Y es lo peor para él, que mientras más mundo se descubre más el mundo se empequeñece. Leopardi no cabe en el mundo.
Los tripulantes de la nave de Morsamor, de la nueva
Argo
, ya que con tal nombre había sido confirmada, se asemejaban más a Doña Mayor que al poeta. Todos hallaban y no sin motivo, que el mundo era mayor de lo que habían imaginado. En efecto, habían ido más allá de cuanto habían surcado con sus quillas los más audaces navegantes, árabes, chinos, japoneses y portugueses; más allá de lo hasta entonces explorado y hasta soñado. Nadie había llegado jamás adonde ellos estaban, o si había llegado nadie había vuelto. Hacía ya no pocas semanas que sólo veían cielo y mar. El mar se les antojaba infinito como el cielo. Y no sólo era pasmosa la extensión de su superficie, sino que también lo era su profundidad insondable. En aquella soledad imponente, sublime terror pesaba sobre los espíritus durante la noche; pero rayada la aurora, todo se bañaba en luz y en vivos colores, y el sol rutilante y glorioso doraba el aire y esmaltaba de púrpura y de líquida plata las ondas azules.
El piloto Lorenzo Fréitas y el mismo Morsamor, que en el retiro de su convento había estudiado y aprendido no poco de la náutica y de la cosmografía, conocidas entonces, no habían dejado de hacer sus observaciones y sus cálculos y sabían que habían pasado la línea equinoccial, y que iban navegando con viento favorable y con rumbo al sureste. Lo que no acertaban a determinar por su ignorancia del tamaño de la tierra era si habían llegado o habían pasado ya bajo el semicírculo imaginario que, completando el semicírculo que pasa por Lisboa y toca en los polos del mundo, le divide en dos partes iguales. Si esto hubiesen sabido, hubieran sabido también lo que por experiencia trataban de inquirir: la forma y el tamaño de nuestro planeta. El intrépido aventurero y el hábil piloto, presumían, no obstante, que habían pasado ya el meridiano, o mejor diremos el antimeridiano de Lisboa. En la imaginación de ambos, cuando culminaba el sol sobre sus cabezas, aquella hermosa ciudad se mostraba envuelta en las densas sombras de media noche, merced al imperioso giro del firmamento todo, que daba rapidísimas vueltas e iba iluminando alternativamente nuestra pobre morada, o merced acaso al rodar de la tierra que en Salamanca, en Coimbra y en Sevilla habían presentido y sospechado antes de que Galileo lo sintiese y lo asegurase. En Sevilla, Morsamor había oído hablar mucho de todo esto a Fray Ambrosio de Utrera y a sus ilustres amigos, cosmógrafos y pilotos examinadores de la Casa de Contratación, entre los cuales se contaban Alonso de Chaves, Rodrigo Zamorano y el joven y magnífico caballero Pedro Mexía. De ellos, y de su propio estudio, había aprendido Morsamor, y algo se le alcanzaba del uso del astrolabio, del cuadrante, de la brújula y de otros instrumentos y de la manera de marcar el punto en que un barco se halla. Y como él y Lorenzo Fréitas coincidían en la opinión de que cada grado de la esfera tenía por el ecuador o por su anchura máxima quinientos estadios, cuando se creyeron en la parte opuesta del meridiano de Lisboa, creyeron también que distaban noventa mil estadios de dicha ciudad, y que todavía, sin contar los rodeos que tendrían que dar, necesitaban navegar otros noventa mil estadios para volver a la patria. Calculando por leguas, aunque es medida menos exacta y más variable, y atribuyendo a cada grado veinte leguas de longitud, aún tenían que andar tres mil y seiscientas leguas para llegar a Lisboa en línea recta y sin ningún tropiezo.
Para no asustar a la gente de a bordo, Morsamor y Fréitas se guardaron bien de comunicarles el resultado de sus cálculos.
En la nave, que había salido abundantemente provista de Macao, había agua potable y víveres para bastante tiempo. Todos, sin embargo, empezaban a tener miedo, aunque lo disimulaban y aunque todavía no se había convertido en descontento. Sólo Tiburcio se mostraba impasible y alegre, procurando con sus chistes ahuyentar del ánimo de Morsamor los malos espíritus que le atormentaban, a pesar de su esperanza de salir triunfante de aquel empeño.
Muy raras cavilaciones solían asaltar la mente de Morsamor, y no eran las menos raras las que tenía al pensar en Tiburcio. Nunca se atrevía a comunicárselo. Procuraba, además, arrojarlo de su propio pensamiento como indigna extravagancia; pero recelaba a veces que en Tiburcio había algo de sobrehumano o de
extrahumano
; un no sabemos qué de diabólico, a pesar de que Tiburcio era tan fiel, tan servicial y para con él tan bondadoso y tan divertido, que aun suponiéndole diablo, le calificaba de
buen diablo
. Entendía Morsamor, que si Tiburcio se deleitaba en actos pecaminosos, era con superior permiso, para sacar bálsamo del veneno y para dirigir y levantar la maldad rastrera a fines excelentes, ordenados por la Providencia. Y yendo más lejos aún, en esta suposición, que desechaba al punto por herética, y de la que nunca dejaba de retractarse, fantaseaba que, así como hay diablos en el infierno, también debía de haberlos en el purgatorio, para cuidar de las ánimas benditas y para atormentarlas, no por mero y cruel castigo, sino a fin de que quedasen limpias de toda mácula y capaces ya de perdurable vida. Claro está, que si había diablos de esta clase y si Tiburcio contaba entre ellos, al cabo llegaría un momento en que Tiburcio cumpliría su condena y se encontraría indultado y horro de la esclavitud de la culpa. No poco de tan extraña opinión podía apoyarse, según Miguel de Zuheros había oído al Padre Ambrosio, en varias sentencias de Orígenes y de San Gregorio de Nisa. Entiéndase, a pesar de lo expuesto, que Morsamor no perseveraba en tales errores y que abjuraba de ellos por vitandos y nefandos.