—Algo de verdad hay en lo que afirmas —dijo Morsamor—. No carezco de riquezas. Además de las que llevo conmigo, tengo confiadas no pocas al fiel y cauto Gastón Vandenpeereboom. Puedo con desahogo aventurarme en las más altas empresas. Y sin embargo, me considero tan infeliz que preferiría volver a ser un pobre fraile, despreciado, viejo y enfermizo, o ser un ruin y hambriento pordiosero.
Ingeniosamente impugnó Tiburcio estas razones, manifestando que el pordiosero y el fraile, sobre ser desvalidos y menesterosos, lo cual no es chica pena, pueden padecer además tormentos insufribles.
—¿Has olvidado, acaso —concluyó Tiburcio—, cuánto te atormentabas en el claustro? No me parecías allí virtuoso penitente, ministro del Altísimo, sino energúmeno o criatura poseída de un enjambre de demonios.
Así cuidaba Tiburcio de consolar a Morsamor, no probando que era dichoso, sino tratando de probar que otros habían sido más desdichados.
Poco a poco, y aunque algo a la ventura, con el propósito de llegar al grande imperio del Catay, nuestros viajeros se internaron por tortuosas y revueltas cañadas, que a cada instante se tornaban más ásperas y solitarias. Por donde quiera breñas, matorrales y riscos, y con frecuencia despeñaderos medrosos, en cuyo borde resbaladizo se desenvolvía la apenas trazada senda que iba hollando.
El horror y la esquividad del paisaje crecían a cada paso. Hasta los más audaces se asustaban y anhelaban volver atrás. La terca persistencia de Morsamor y el respeto que Morsamor infundía los forzaba a seguir adelante. Con prudente cautela, y como por milagro, lograban que no tropezasen los caballos y las mulas en aquellos vericuetos y que no cayesen rodando en hondo precipicio con el jinete o con la carga que llevaban. Más propios de cabras monteses que de hombres eran aquellos sitios. Podría asegurarse que jamás se había estampado en ellos la planta humana. Era terreno desconocido, por donde, si lograban atravesarle, llegarían sin duda a no menos desconocida e inexplorada comarca.
La vereda daba innumerables rodeos. A veces iba en muy pendiente cuesta abajo, pero más a menudo se elevaba en cuesta no menos pendiente. Los cerros, a un lado y a otro, parecían ir creciendo. En sus enhiestos picos relucía el hielo perpetuo. La amontonada nieve bajaba hasta no muy lejos del camino, si era camino el desfiladero, cada vez más angosto, por donde marchaban.
Lo terrible de aquella peregrinación estaba por cima de todo encarecimiento cuando la noche envolvía en sus tinieblas a los viajeros.
Una noche, por último, fue indescriptible la angustia de todos. A pesar de la densa y casi impenetrable obscuridad, sintieron que se hallaban en una grande altura; que los cerros, por medio de los cuales habían caminado, quedaban atrás; que a un lado y a otro se les abría despejado, extenso horizonte; y que, delante de ellos, o descendía la senda, con inclinación que la hacía intransitable para hombres y para bestias de carga, o se convertía en despeñadero o abismo. Allí se pararon aguardando ansiosos el día y acurrucados bajo algunas tiendas de campaña que un viento frío e impetuoso amenazaba derribar y que los amedrentaba con siniestros silbidos.
Larga como un siglo se les antojó aquella noche, pero el alba perezosa vino al cabo a disipar las sombras, a dorar las nubes, a teñir el cielo de azul y de púrpura y a impregnar el aire en claridad luminosa.
Extraordinarias fueron la sorpresa y la alegría de los peregrinos cuando vieron extenderse a sus pies, desde la elevación en que se hallaban, la más amena, fértil y bien cultivada llanura que imaginarse puede. La vega deleitosa estaba regada por dos ríos y por muchos arroyos y acequias de agua cristalina. Se veían huertos, sembrados, y muy elegantes jardines. Bien cuidadas sendas iban de un lugar a otro, entre dos hileras de árboles copudos y umbríos. Los frutales más preciosos se ostentaban en las huertas. Se distinguían bien los muros, palacios, templos y monumentos de una muy hermosa ciudad; y más cerca, casi al pie de la sierra, un edificio amplísimo, a modo de suntuoso monasterio, tal por su esplendor y grandeza, que nada en la mente de los viajeros se le igualaba en España ni en Portugal, ni en la propia Samarcanda, aunque ellos magnificasen con el afectuoso recuerdo la esplendidez de lo que cada cual había visto y admirado en su patria.
La cuestión ahora era bajar hasta la vega desde la enriscada cumbre o viso en que estaban. Harto se afanaron por conseguirlo, pero lo consiguieron al fin dando muchas vueltas y describiendo muchas eses, para no despeñarse por los tajos de aquella agria ladera.
Ya casi en lo llano, se hallaron en un verde soto, en medio de frondosos y gigantescos árboles, y por cuyo centro se precipitaba caudaloso arroyo, dando saltos y formando copos de rizada y cándida espuma sobre el haz de sus agitados cristales.
Muchas aves había por allí que ya trinaban alegres, ya volaban de rama en rama, sin el menor recelo de los hombres. Francolines de vistosas plumas corrían en bandadas.
Tomás Cardoso, que era gran cazador, no pudo resistir a su deseo de matar el que le pareció más grueso y más cercano. Disparó una flecha, y el pájaro cayó herido a poca distancia.
Entonces salió de la espesura un viejo, algo encorvado por la edad, que parecía llegar a cien años, y con airado acento censuró la cruel conducta de Tomás Cardoso y hasta le amenazó con un castigo. Con burla y desprecio respondió el portugués al pobre anciano y dirigió sobre él el caballo para asustarle. Mas, ¡oh raro prodigio!, el viejezuelo alzó en el aire el báculo en que se apoyaba y dirigió la contera hacia el caballo que sobre él venía. El caballo dobló al punto las rodillas y bajó la cabeza hasta el suelo, como para besarle con humildad. Aquellos movimientos fueron tan rápidos, y fue tanto el descuido de Tomás Cardoso, por no preverlos, que el caballo le botó de la silla y le apeó por las orejas, excitando el caído la risa de sus compañeros a pesar del asombro que el sobrehumano poder del viejo les había causado.
Se adelantó entonces Tiburcio, y, sirviendo de intérprete, en vulgar dialecto indostaní, preguntó al viejo quién era él y en qué país se hallaban ellos.
El viejo contestó al punto en un idioma de cuyos vocablos no sabían uno siquiera ni Tiburcio, ni Morsamor, ni ninguno de los que iban acompañándolos.
Pero esto fue lo más raro y maravilloso. Ni Tiburcio, ni Morsamor, ni el más rudo de los allí presentes dejó de entender lo que el viejo decía, como si a cada uno en su patria lengua le hablase.
El viejo les dijo:
—Os hago saber que yo soy ayuda de cámara, secretario o fámulo del muy egregio señor Sankarachária. Gracias a él, y comunicados por él, poseo varios importantes dones. Es uno de ellos el de adivinar los pensamientos ajenos, y es otro el de sugestionar o infundir los pensamientos propios en las ajenas mentes sin valerme del auxilio de la palabra y del intermedio de los sentidos corporales. Os he escuchado y os he hablado por costumbre y rutina y para no faltar al uso corriente, pero sin hablar entiendo y me hago entender y así continuaremos nuestra conversación. Os digo con franqueza que no comprendo cómo habéis podido llegar hasta aquí. Mi amo me lo explicará todo, porque todo lo sabe. Ahora conviene que os lleve a su presencia. Es cortés y benigno; perdonará vuestra audacia y os recibirá amistosamente. Seguidme y os serviré de guía.
Dicho esto, volvió la espalda, empezó a andar y todos le siguieron.
No tardaron mucho en hallarse a la vista de un edificio tan suntuoso, grande y de tan florido estilo, que en su comparación, parecía miserable choza, la casa más capaz y elegante de Padres Jesuitas, sin exceptuar la que tienen en Loyola. Sobre la puerta principal había una inscripción en gruesas letras de oro. Como ya estaban todos sugestionados por el fámulo, aunque la inscripción estaba en sánscrito, la leyeron y entendieron, como si estuviese en portugués o en castellano. La inscripción decía:
Cenobio de la jubilación varonil
.
El fámulo aclaró el concepto de esta suerte:
—Los señores que aquí viven, son los señores más sabios que hay en el mundo. Con su exquisito régimen higiénico, con su dieta herbívora, y con su prudente y morigerada conducta, prolongan mucho la vida. Aquí no contamos por decenas sino por docenas. El término natural y ordinario de la existencia, es aquí de una gruesa de años o dígase de ciento cuarenta y cuatro. Cuando alguien por accidente muere antes, decimos que se malogra. Siete son los principios o elementos que en armonioso conjunto constituyen el ser humano. El número siete es simbólico y posee no pocas virtudes. Según nuestra Constitución social y política, histórica y filosófica, interna y externa, la vida de acción acaba en cada individuo cuando este cumple siete docenas de años. El día en que los cumple, es el día de su jubilación y él se retira a este
Cenobio
y pasa de la vida activa a la vida contemplativa.
Así, el fámulo iba enterando de todo a Morsamor y a su tropa. Y gracias a la sugestión, no sólo les daba noticias, sino que también les inspira sanos, juiciosos y vehementes deseos. El de bañarse, fregarse y escamondarse, fue el primero que les inspiró, y para que le lograsen, como le lograron, los introdujo en unas maravillosas termas, donde brochas y suaves cepillos automáticos los ungieron con aromático y espumoso jabón y les dieron gratas y purificantes fricciones. Recibieron luego duchas de agua perfumada, se secaron con finísimas sábanas de lino y quedaron como nuevos de puro lustrosos. Todos parecían más guapos y más jóvenes que antes. Al revestirse, notaron con agradable pasmo que la ropa interior había sido lavada y planchada, (permítaseme lo familiar de la expresión) en un periquete, y que asimismo olía muy bien, gracias a un exquisito sahumerio. Los coletos, los gregüescos, las calzas y demás ropilla exterior todo se había limpiado, quedando muy decente y desapareciendo las manchas sin el empleo de la bencina ni de otras sustancias apestosas.
El fámulo les dijo que era muy conveniente que ellos se presentasen de un modo decoroso ante el señor Sankarachária.
Los llevó enseguida a un bonito y capaz refectorio, donde almorzaron sutiles extractos, que paladeaban y saboreaban con raro deleite y que eran tan nutritivos y tan poco groseros, que bastaba para alimentar y satisfacer a un jayán, lo que cabe en una jícara de chocolate.
A todo esto, Morsamor y los suyos notaban con extrañeza que no aparecía nadie y que el
Cenobio
estaba como desierto. Adivinó el fámulo lo que pensaban y aclaró el caso de este modo:
—No quiero que andéis maravillados y suspensos al ver esta mansión desierta. En ella no hay en este momento sino otros pocos fámulos como yo, retirados sin duda, cada uno en su celda. Los señores han salido todos. No volverán hasta tres horas después de mediodía, porque hoy tienen
Recordatorio galante
.
Impaciente Morsamor por averiguar lo que aquello significaba, interrumpió al viejo preguntándole:
—¿Y qué
recordatorio
es ese?
—El
Recordatorio
galante —contestó el viejo— consiste en la costumbre que tienen los señores de ir una vez por semana al cercano
Cenobio de la jubilación
femenina, donde las señoras ancianas, dulces compañeras de su mocedad, los reciben de visita, los agasajan con un delicado banquete, recuerdan con ellos los juveniles gozos y hasta cantan y bailan y huelgan y se entretienen, si bien con la majestad, el entono y el sereno juicio que importan en la edad madura.
Paseando por los alrededores del
Cenobio
y admirando los vergeles que le circundaban, estuvieron Morsamor y su gente hasta que pasaron las horas del
Recordatorio
y volvieron al
Cenobio
los señores ancianos.
Cosa de encanto les pareció el verlos venir. Con pausa solemne venían en dos hileras, como dos centenares de venerables viejos, vestidos de largas, flotantes y cándidas vestiduras. Todavía eran más cándidos y relucientes sus cabellos levemente rizados y sus luengas y bien peinadas barbas. Al andar, se apoyaban algunos en dorados báculos. Otros traían y tocaban arpas, violines y salterios. Guirnaldas de verdura y de flores ceñían las sienes de todos aquellos ancianos.
El fámulo, que para verlos pasar se había echado a un lado con los forasteros, dijo a estos cuando llegó frente de donde estaban el viejo tal vez de mayor estatura y de más gravedad y belleza de rostro.
—Ese es mi amo, el señor Sankarachária. Trae, como veis, una guirnalda de hiedra y de violetas, con que le ha coronado hoy su esposa, para simbolizar el púdico, modesto y apretado lazo con que siempre la tuvo ceñida y prendida.
Al son de los instrumentos músicos, venían todos cantando, con deliciosa melodía, un himno del
Rig-Veda
, del que Morsamor comprendió milagrosamente y conservó en la memoria, no sabemos si con entera fidelidad, las siguientes estrofas:
«Áureo germen de luz apareciste al principio. Soberano del mundo llenaste la tierra y el cielo. ¿Eres tú el Dios a quien debemos ofrecer holocausto?».
«Tú das la vida y la fuerza. Los otros dioses anhelan que los bendigas. La inmortalidad y la muerte son tu sombra. ¿Eres tú el Dios a quien debemos ofrecer holocausto?».
«Las montañas cubiertas de nieve y las agitadas olas del mar anuncian tu poderío. Tus brazos abarcan la extensión de los cielos. ¿Eres tú el Dios a quien debemos ofrecer holocausto?».
«Tú iluminas el éter. Tú afirmas la tierra y difundes la claridad por entre las nubes. Cielo y tierra te miran temblando a ti que los criaste. De tu radiante cabeza nace la aurora. Sobre las aguas que engendraron la luz primera y que se precipitan en el abismo, tiendes tú la serena mirada. Sobre todos los númenes te elevas cual Dios único. ¡Oh custodia y faro de la verdad! ¿Eres tú el Dios a quien debemos ofrecer holocausto?».
Como los sabios ancianos venían algo fatigados de la inocente huelga que habían tenido, el fámulo dejó que reposasen y durmiesen la siesta un par de horas, y luego llevó a Morsamor y a los suyos a la presencia del señor Sankarachária, quien los recibió con distinguida afabilidad y extremada finura.
Ya sabía Morsamor por el fámulo que el señor Sankarachária era el escritor más notable que había entonces en el
Cenobio
y en toda aquella República. Los libros que había compuesto y que componía, eran epítomes o brevísimos compendios, en estilo llano, para poner al alcance del vulgo los más útiles conocimientos. Por el método, orden y nitidez de la exposición, ensalzaba el fámulo, entre dichos libros, los que se titulan
Tattva Bodha, Conocimiento de la existencia
;
Atma Bodha, Conocimiento de yo (Dios)
; y
Viveka Chudamani, El Paladión de la sabiduría
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