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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

Morsamor (28 page)

BOOK: Morsamor
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Como quiera que fuese, esta navegación que iban haciendo ahora era tan melancólica y tan tétrica como había sido amena y bulliciosa la que Morsamor y Tiburcio, acompañados de donna Olimpia y Teletusa, habían hecho desde Lisboa hasta Melinda.

XXXVII

Siguieron pasando días sin que nada interrumpiese la monotonía de aquella larga navegación. La Providencia, el destino, los genios o los númenes que gobiernan el viento y las olas, o la misma estrella de Morsamor, según cada uno quisiera explicárselo, dispusieron las cosas de manera que la nueva
Argo
no halló en su camino tierra alguna donde pararse. Aquellos mares parecían tan hondos, que habían reprimido el empuje del fuego central impidiendo que brotasen islas montañosas sobre su superficie. El coral y las madréporas no habían levantado arrecifes por ninguna parte ni habían formado atolones. Así al menos lo presumían Morsamor y los demás tripulantes cuando, cada vez que rayaba el alba, tendían la vista hacia los cuatro puntos del horizonte y sólo percibían el haz azulada y uniforme del vasto Océano. Tal vez habría islas y hasta grandes e ignorados continentes al norte o al Sur de la derrota que seguían, pero todo se ocultaba a la vista de ellos.

El terror de los tripulantes se aumentaba con la persistencia de tanta soledad. Aunque había abundancia de víveres, arroz, harina de trigo, aceite y galleta hasta para años, se temía que faltase el agua potable. En la nave no dejaba de haber ya quien encontrase el agua malsana y corrompida. El cansancio, lo poco variado y apetitoso de la alimentación, el miedo, el mal humor y hasta el aburrimiento trajeron la enfermedad a bordo. En pos de ella vino la muerte y empezó a sacrificar víctimas. La resignación y la paciencia se fueron agotando. El amor, el respeto y la confianza que Morsamor inspiraba se trocaban ya en descontento y hasta en odio.

Tiburcio era quien permanecía más entero y confiado en medio de todo. Hasta de la no aparición de tierra alguna deducía él faustos pronósticos y la consideraba como signo de buen agüero:

—O no hay —decía—, o si hay no quiere el destino que descubramos terreno donde fijar el pie para obligarnos así a que lleguemos al fin del continente que descubrió Colón; a que le atravesemos por un estrecho de mar o a que le rodeemos por su extremidad Sur, como ya rodeamos el África por el Cabo de las Tormentas y a que volvamos triunfantes a la gran ciudad de Lisboa.

A menudo arengaba Tiburcio a los marineros y a los soldados, pero los hechos eran más elocuentes y persuasivos que las palabras. Ora vientos contrarios y borrascas que combatían la nave, ora pesadas calmas que la detenían en su carrera, vinieron a dar pábulo a la irritación general. De temer era que la sublevación estallase de un momento a otro.

Tomás Cardoso, grande amigo, admirador y fiel satélite de Miguel de Zuheros, había apaciguado los ánimos durante no poco tiempo y había procurado mantener viva en todos la esperanza; pero Tomás Cardoso acabó también por perderla y por cambiar su papel de apaciguador en el de cabeza de motín.

Era Tomás Cardoso el más a propósito para este oficio. Por su gigantesca estatura descollaba sobre los demás hombres. Ágil y fornido, los dominaba y acaudillaba.

En su desesperación, no sabiendo a qué arbitrio recurrir, los tripulantes decidieron volver atrás con diferente rumbo, o para ver si hallaban alguna tierra en que remediarse, o para ver si lograban aportar al Japón o volver a la China o a la India.

Con esta embajada fue Tomás Cardoso para imponerse a Morsamor, a quien halló solo en la pequeña cámara del buque.

Morsamor se negó a todo, si bien más suplicante que enojado, y alegando con suavidad y dulzura que, en el extremo a que habían llegado, era ya más peligroso volver atrás que seguir adelante; que la misma razón había para suponer tierras intermedias siguiendo hacia el Oriente que dirigiéndose hacia cualquier otro punto; y que, si el mar que surcaban no era interminable, más cerca debían de estar ya del mundo de Colón que del puerto de que habían salido y hasta que de las costas japonesas.

Tomás Cardoso replicó a Morsamor no con razones sino con quejas. La conversación se fue agriando y se trocó en disputa. Los dos interlocutores estaban solos. Cardoso había echado a rodar todo respeto. Tenía muy poca fe en la elocuencia de sus razonamientos y sobrada fe en la energía de sus puños. En mal hora quiso intimidar a Morsamor, quiso abusar de su fuerza y le echó mano al cuello con violento ultraje. Firme y poderosa era la mano de Cardoso. Si hubiera asido bien a Morsamor, le hubiera derribado y hasta aplastado; pero Morsamor, antes de que Cardoso le agarrase bien, se desprendió y se deslizó de entre sus garras, retrocediendo de un brinco hasta la pared de la cámara. Morsamor desenvainó entonces la daga que llevaba en el cinto, y, exclamando, —¡defiéndete, miserable!—, se arrojó sobre Cardoso, que desnudó también su puñal y le aguardó sereno.

El ímpetu y la destreza de Morsamor eran incontrastables. Con el brazo izquierdo paró el golpe que Cardoso le asestaba, y con acierto pasmoso hundió su daga en el pecho del rebelde hasta la empuñadura. Atravesado el corazón, Cardoso cayó con estruendo en el suelo sin poder decir ¡Dios me valga! Al ruido abrieron la puerta y entraron en la cámara varios parciales de Cardoso. Allí hubieran vengado su muerte con la de Morsamor, si no hubiera acudido Tiburcio en su socorro con no pocos que permanecían fieles. La lucha fue entonces horrible en toda la nave, y Morsamor, que tanto deseaba laureles incruentos, antes de los laureles tuvo la sangre. Mucha se vertió, aunque la rebelión fue vencida. Con la muerte sofocaron y castigaron Morsamor y Tiburcio aquella rebeldía. Quince cuerpos muertos de sus más valientes compañeros fueron arrojados al mar y pasto de los peces.

La autoridad de Miguel de Zuheros se restableció y fortaleció en cuantos quedaron con vida. Y aterrados unos por el castigo y entusiasmados otros por el valor y la serenidad que Morsamor y Tiburcio habían mostrado, resolvieron seguirlos sin más dudar ni vacilar, aunque los llevasen al mismo infierno.

Honda tristeza abrumó el ánimo de Morsamor después de su triunfo. A par que se complacía en él, se afligía de haberle pagado tan caro.

En la melancólica hora del crepúsculo vespertino su preocupación fue más intensa y revistieron más negros colores los fantasmas de su imaginación atribulada. Parecía que estos fantasmas, saliendo de lo profundo de su mente, tomaban cuerpos vaporosos y se proyectaban y se hacían visibles en el aire. De esta suerte, con ceño adusto y vertiendo sangre de su honda herida, el espectro de Tomás Cardoso se mostraba a los ojos de Morsamor siguiendo la nave. En el rumor, que al quebrarse en sus costados hacían las olas, Morsamor creía oír por momentos sollozos, maldiciones y gritos de venganza, y tal vez se figuraba que surgían de la mar las cabezas de los compañeros muertos, que venían nadando y pugnando por detener la nave o por hacerla virar hacia el Oeste.

Creció la obscuridad. La noche se venía encima. Miguel de Zuheros tuvo entonces una visión extraña de tal consistencia, que le pareció realidad y no delirio de la mente. Podría ser espejismo, algo cuya causa él no se explicaba, pero algo que estaba fuera de él: que era real y no imaginado. A no mucha distancia de su nave, vio Morsamor otra nave que navegaba a toda vela con próspero viento y en dirección contraria. Sin duda no era falsa la visión, porque Tiburcio y los marinos afirmaban que la habían visto, aunque pronto se había perdido en la sombra. El piloto Lorenzo Fréitas afirmaba más aún porque su vista era perspicaz como la del águila. El piloto afirmaba que también había visto la nave, que en el tope de su palo mayor ondeaba la bandera de Castilla y que en su proa se figuraba haber leído este nombre simbólico:
Victoria
.

XXXVIII

Aquella noche caviló mucho Morsamor sobre la aparición, real o fantástica, de la nave
Victoria
, y habló del caso con Fréitas y Tiburcio. Tiburcio sostenía que todo había sido ilusión óptica, fenómeno parecido al de la
fata morgana
. Y por el contrario, Fréitas concedía completa realidad a la visión y hasta llegaba a triplicarla, sosteniendo que en pos de la nave
Victoria
, aunque a mayor distancia y esfumadas en la vaga penumbra, había visto pasar otras dos naves. Más que a la opinión de su doncel, se inclinaba Morsamor a la del piloto. Sobre ella alzaba un cúmulo de suposiciones. Recordaba que, hacía ya tres o cuatro años, dos portugueses, uno de los cuales se llamaba Ruy Falero, habían ido a ofrecerse al soberano de España para ir a la India, navegando hacia Occidente, salvando el mundo de Colón y surcando juego el ancho mar descubierto por Balboa. ¿Llevaría la nave
Victoria
por capitán al mencionado Ruy Falero?

Tiburcio respondía a esto que él también recordaba lo que decía Morsamor, pero que recordaba asimismo que Ruy Falero había perdido el juicio y, que habían tenido que encerrarle en una casa de locos. Fréitas dijo entonces:

—Será cierta la locura de Ruy Falero, mas yo os aseguro que el camarada que iba con él, y a quien conozco y trato desde hace años, tiene tan bien sentado el juicio que es muy difícil que le pierda, y es tan tenaz en sus propósitos y tan brioso y capaz de realizarlos, que no me pasmaría yo de que lo consiguiera. Acaso la nave que hemos visto no lleva en vano el nombre de
Victoria
. Acaso va mandándola el otro portugués de cuyo nombre no os acordáis.

—¿Y cómo se llama ese otro portugués? —preguntó Miguel de Zuheros.

—Ese otro portugués —contestó Fréitas— se llama Fernando de Magallanes.

Rarísimo personaje era Morsamor. Tal vez los que lean esta historia calificarán de inverosímil su carácter, pero a menudo parece inverosímil lo más verdadero. Morsamor carecía de vanidad y era todo orgullo. La envidia y los celos no entraban en su alma. Hasta la misma emulación tenía en ella poca cabida. Y su orgullo era tan expansivo, que Morsamor, con tal de que él alcanzase y mereciese el triunfo, no se apesadumbraba, sino que se alegraba de que alguien pudiera alcanzarle al mismo tiempo que él, asegurándole así para la gente de su nación o de su casta.

—Si en la nave que hemos visto o imaginado ver va Fernando de Magallanes, yo —dijo Morsamor— me alegro con toda mi alma. Él o yo, o ambos, volveremos a la patria, después de haber recorrido toda la redondez de la tierra. Segura es ya nuestra gloria, y no será menor aunque sea compartida. Él y yo mereceremos que se diga de nosotros que, al dar cima a nuestra empresa, ambos levantamos un arco triunfal y abrimos una nueva era en la historia del humano linaje; agrandamos por experiencia el concepto de las cosas creadas, y empezamos a revelar los arcanos del universo visible. Poco me importa que no sea sólo del camino que llevo y de la nave en que voy, sitio también de la nave en que él va y del camino que él lleva de quien digan los contemporáneos entusiasmados: «Fue el camino que esta nao hizo el mayor y más nueva cosa que desde que Dios creó el primer hombre y compuso el mundo hasta nuestro tiempo se ha visto, y no se ha oído ni escrito cosa más de notar en todas las navegaciones después de aquella del Patriarca Noé; ni aquella nao o arca en que él se salvó del universal diluvio navegó tanto como esta».

Al rayar el alba de la noche en que Morsamor había pensado y hablado así, como si Dios quisiese darle premio, aparecieron en lontananza, destacándose sobre el fondo de púrpura y nácar del cielo oriental iluminado ya por el día, elevadas montañas que parecían dilatarse de Norte a Sur en extensión grandísima. La nueva
Argo
estaba ya cerca del continente que buscaba y todos sus tripulantes doblaron las rodillas y dieron gracias al cielo.

Harto sabía Morsamor, desde antes de que abandonase su convento, las tentativas infructuosas y desgraciadas que, para hallar paso por mar del Atlántico al Pacífico, se habían hecho hasta entonces. Recordaba sobre todo, por ser más reciente, el viaje de Juan Díaz de Solís, piloto de la Casa de Contratación de Sevilla, el cual había navegado por los mares del hemisferio austral hasta más allá de los 35 grados de latitud, sin hallar término al nuevo continente ni estrecho alguno por donde se pudiese salir navegando al mar del Sur descubierto por Balboa. Juan Díaz de Solís había llegado hasta una inmensa bahía por donde desembocaba en el mar un río muy caudaloso. Luchando allí con ciertos belicosos y fieros salvajes, llamados charrúas, Solís había perdido la vida. El barco que él mandaba quedó abandonado en aquellas distantes e incógnitas playas, pero otros barcos que le habían acompañado en su expedición volvieron a Sevilla y dieron cuenta de todo. Morsamor sabía, pues, que no hallaría paso al Atlántico sino más al Sur de los 35 grados. Por eso había navegado con rumbo al Sudeste y cuando se aproximó a la costa occidental del Nuevo Mundo, se hallaba a los 36 grados de latitud austral. No sin recelo y con extraordinaria cautela para evitar encuentros y combates con gentes desconocidas y bárbaras, Morsamor y los suyos saltaron en tierra en busca de agua potable. Fertilísimo era el agreste e inculto suelo que pisaron. Majestuosas montañas se levantaban no lejos de la costa, y desde los manantiales que brotaban en lo alto, por entre las rocas, descendían por la agria pendiente arroyos de agua cristalina y hasta caudalosos ríos de rápido curso. Selvas de lozana y frondosa vegetación, que en algunos puntos las hacía impenetrables, se extendían por donde quiera y venían avanzando hasta la orilla del mar. Nuestros viajeros reprimían su curiosidad y no querían explorar nada, anhelando sólo hallar el paso que buscaban. Se contentaron, pues, con tomar agua potable y llevarla en odres y en pipas al buque y con cazar multitud de palomas y de ánades silvestres y algunos a modo de ciervos que en grandes manadas vagaban por la espesura de aquellos bosques.

El país era espléndido. Abetos y pinos de airosas y extrañas formas, nunca vistas por los europeos, descollaban sobre la pomposa verdura de helechos arborescentes, mirtos, laureles y otros árboles hermosos, desconocidos y sin nombre hasta aquel día. Pero Morsamor buscaba con ansia el estrecho o el fin del continente y nada de aquello le seducía ni le convidaba a detenerse.

El viento le fue propicio y avanzó con rapidez hacia el Sur. Aunque había llegado el verano de aquellas regiones, el frío empezó a sentirse. La costa parecía que no acababa nunca. Lo que iba acabando era la paciencia de Morsamor y de sus compañeros.

El estrecho deseado apareció por fin, consolándolos y entusiasmándolos. La nave
Argo
entró por él con valentía. Por intrincado laberinto de densos bosques, de tajados riscos y de altos cerros cubiertos de nieve iba prolongándose el canal en mil tortuosos rodeos. Ya menguaba su anchura como comprimida por los abruptos cantiles que se alzaban en una y otra margen alpestre, ya dilatándose el estrecho formaba ingente lago, en cuya faz, que apenas rizaba la brisa, se reflejaban la luz del cielo, ora nubes obscuras, ora el sol refulgente, y los escarpados cerros que parecían circundar el agua formando anfiteatro. La nieve de sus picos, como obeliscos y pirámides de bruñida plata, se duplicaba por el reflejo, y a par que resplandecía en lo sumo del aire se veía en el temeroso fondo del agua, donde, duplicándose también el cielo, hacía que imaginase Morsamor que la nueva
Argo
estaba suspendida entre dos abismos.

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