Morsamor pasó en triunfo a la conquistada galera. Resonar de clarines, vivas, altos aplausos y el estampido de algunos disparos de los falconetes solemnizaron la victoria. Con lamentos y hasta con lágrimas se deploró la muerte de Fréitas y de las otras víctimas.
Para escarmiento ejemplar y para dar testimonio del brillante éxito de aquella lucha, Morsamor mandó colgar el cadáver del capitán argelino en el mástil de la galera, sobre el cual dispuso que se izase la bandera de Castilla.
Rodeado de Tiburcio, Cartagena, Fray Blas y otros, se hallaba Morsamor presenciando aquella maniobra y recibiendo plácemes, cuando a deshora apareció una rubia y majestuosa dama, vestida de luto, y se arrojó en los brazos de Morsamor y cubrió su rostro de besos, exclamando entusiasmada:
—¡
O givia ed orgoglio del mio core
! ¡
O coraggioso mio drudo
!
Más sorprendido que complacido vio Morsamor la aparición de donna Olimpia de Belfiore, pues no era otra la dama enlutada que le saludó con tanto entusiasmo y cariño.
Hermosa como siempre estaba donna Olimpia. El tiempo no imprimía la destructora huella en su rostro, en el cual se notaba mayor majestad que antes y honda tristeza.
Donna Olimpia no había aparecido sola. Teletusa, tan regocijada como de costumbre, apareció con ella. Y aparecieron igualmente entre los libertados galeotes, siendo de los que mejor pagaron la libertad combatiendo a los corsarios, los dos fieles y robustos escuderos a quienes llamaban Asmodeo y Belcebú, más por broma que con suficiente motivo.
Para satisfacer la curiosidad natural de Morsamor y de Tiburcio, donna Olimpia, en presencia de Teletusa y del doncel, no tardó en contar a grandes rasgos sus aventuras. Y como donna Olimpia era tan latina y tan abastada de erudición clásica, empezó diciendo como el Eneas de Virgilio:
¡In fandum, Morsamor, jubes renovare dolorem!
Traía ella consignados en precioso manuscrito todos los peregrinos sucesos de que había sido testigo, agente o paciente. Con ellos, imitando a César, se proponía dar al público sus comentarios. Es indudable que si los hubiese publicado y si no se hubiesen perdido, serían casi tan interesantes como los del Dictador romano. Si nosotros los poseyésemos o pudiésemos reconstruirlos, compondríamos con ellos una historia no menos extensa que la presente, pero aquí deben entrar como episodio, y el episodio no debe extenderse más que el principal asunto. Para no faltar a esta regla de los preceptistas y cumplir con el
semper ad aventum festina
de Horacio, nos abstendremos de referir las cosas con la pausa con que las refirió donna Olimpia, y las referiremos tan en resumen, que más parezcan el plan o el índice de la historia que la historia misma.
Con la presencia en Melinda de nuestras dos damas, la corte estaba brillantísima: las fiestas y diversiones se sucedían sin tregua: cacerías, banquetes, cabalgatas, simulacros de batallas, o algo a modo de bárbaros torneos, todo se sucedía con grande lujo y no menores gastos. El pueblo, negro y tacaño, se hartó de tanta magnificencia y halló que le costaba muy cara. Donna Olimpia tuvo indicios de que se conspiraba contra ella y contra el rey. Para aquel generoso príncipe temió un mal percance y para ella fin no menos trágico que el de la famosa Raquel, judía de Toledo, o que el de doña Inés de Castro, tan celebrada más tarde por los poetas épicos y dramáticos portugueses.
Donna Olimpia sabía eclipsarse y evadirse a tiempo. En esta ocasión no le faltó su habilidad. Con raro disimulo ganó el corazón y hechizó al capitán de una nave lusitana que tocó en Melinda de paso para Massauá a donde iba a reunirse con la flota, que había llevado a don Rodrigo de Lima y que debía volver a la India con dicho señor y con toda su pomposa Embajada, después que hubiesen visitado al Preste Juan, o sea al monarca de Abisinia o por otro nombre de la alta Etiopía.
No tenemos espacio para describir aquí aquel país desconocido hasta entonces de los europeos ni para relatar los peligros y trabajos que pasaron y los triunfos que obtuvieron nuestras dos atrevidas viajeras.
La Etiopía alta era y es a modo de inmensa fortaleza natural, de nava dilatadísima, que se levanta, sostenida por abruptos cerros, muy sobre el nivel de las otras circunstantes tierras africanas. Allí encastillado, resistiendo a la creciente inundación del Islamismo, vivía, desde muy antiguo, un pueblo cristiano, y había un reino un tanto decaído ya, pero en otro tiempo muy poderoso que se extendía por Arabia y por otras regiones.
Hacía ya más de treinta años que Pedro de Covillán había sido enviado a aquel reino por el príncipe perfecto don Juan II. Aquel varón simpático y astuto se había ganado la voluntad de los etíopes y singularmente la de la sapientísima reina Elena, quien le tuvo por consejero y muy por su privado. Pedro de Covillán se había hecho abisinio, Grande del reino y Gobernador o más bien príncipe feudatario de fértiles y dilatadas comarcas. Él influyó para que viniese a Lisboa y viviese en la corte de don Manuel el ilustre señor Mateo, Embajador del rey David y de la reina Elena.
En respuesta a dicha Embajada, había ido a visitar al Preste Juan el ya mencionado don Rodrigo de Lima con gran pompa y séquito. En el séquito descollaba el Reverendo Padre Fray Francisco Álvarez, elocuente y verídico historiador de la Embajada misma, a cuya narración nos remitimos, y alma además de las negociaciones diplomáticas, porque el tal don Rodrigo era
muito parvo
, si hemos de dar crédito a las hablillas y murmuraciones de sus subordinados. Todo esto, no obstante, importa tan poco a nuestra historia, que debiéramos pasarlo en silencio. Bástenos decir que donna Olimpia se ingenió de tal suerte y se dio tan buena maña, que se hizo amiga de Pedro de Covillán, de don Rodrigo, y de todo el personal de la Embajada. Por este medio fue presentada en la corte que iba siempre vagando de un lugar a otro y habitaba bajo hermosas tiendas en campamento vastísimo capaz de contener y que contenía más de veinte mil personas, desde el Abuna o Patriarca, la clerecía, las princesas de la sangre y los altos dignatarios, hasta los soldados y sirvientes.
En fin, y para no cansar a los lectores, consignaremos sin más preámbulo que el Preste Juan o soberano de aquella tierra que se llamaba entonces David, se enamoró perdidamente de donna Olimpia, y acabó por casarse con ella.
David era ya casado, pero esto no era óbice, porque allí el rey podía y solía tener dos mujeres legítimas: una se llamaba
cuan-baaltihat
o reina de la mano derecha, y la otra,
gerâ-baaltihat
o reina de la mano zurda. Esta última dignidad fue la que obtuvo donna Olimpia, mas no por eso fue menos considerada, y según la etiqueta de la corte, severa y minuciosa por todo extremo, donna Olimpia fue tratada, respetada y atendida como esposa del
Negus Nagat
, o Rey de reyes y Soberano Señor de Aksum, de Homer, de Raydan, de Habaset, de Sabá, de Silhi, de Tiyam, de Kas, de Bega y de otros Estados, de la mayor parte de los cuales, ya
in partibus infidelium
, sólo quedaba el título.
Algo influyó donna Olimpia en la renaciente cultura de los abisinios, y de ello con razón se jactaba. Censuró y condenó las muy frecuentes borracheras de onfacomeli, bebida de que se abusaba mucho en Abisinia, y de cuya composición, tal como la explica el diccionario de la Real Academia Española, tantos donaires y chistes acertó a decir nuestro amigo don Manuel Silvela. Con más eficaz energía se opuso aún a que los súbditos de su esposo comiesen carne cruda, y sobre todo, a que los refinados y sibaríticos la comiesen invirtiendo los trámites, o sea (no lo creeríamos si no nos lo contasen autores de grave autoridad y respeto), cortando la carne del buey vivo para que, sazonada con sal y pimienta, entrase en la boca conservando aún el calor vital inimitable y delicioso.
Nuestra heroína logró modificar también el desorden abominable con que solían terminar los banquetes, cuando se abusaba del onfacomeli y del buey vivo. El desenfreno era tal, que el pudor de donna Olimpia hubo de sublevarse, transmitiendo tan honrada sublevación a su esposo. Como en aquel país hay muchísimas hienas, que tan cobardes como carniceras devoran las bestias de carga y tienen miedo del hombre, aunque rodean e invaden a veces el campamento regio, cada personaje de la corte y el mismo rey van siempre armados de un látigo para osear y castigar las hienas con que tropiezan a su paso. De este látigo se valió, pues, el rey David, incitado por donna Olimpia, para infundir recato y compostura a sus cortesanos y hasta a las princesas de la real familia en una de aquellas orgías endemoniadas.
Un poco atenuó también donna Olimpia lo sobrado servil de algunas etiquetas o ceremonias de aquel ambulante palacio, impidiendo que en lo sucesivo se pusiesen todos de rodillas, besasen la tierra y prorrumpiesen en jaculatorias o breves y fervorosas oraciones, no sólo cuando aparecía el
Negus
, sino cuando cualquier rumor, como suspiro, tos o estornudo, indicaba su cercanía.
Con tales mejoras, con tan buenos consejos y con el ameno trato de donna Olimpia, el rey estaba cada día más prendado de ella. El nacimiento de un Principito puso el colmo a la ventura de amantes esposos. Pero el rey enfermó y creyó a pies juntillas que era llegada su última hora.
No había que vacilar ni que retardarse. Muerto el rey, le sucedería al punto su primogénito, hijo de la reina de la mano derecha, príncipe muy apegado a los antiguos usos y muy receloso además. De seguro que no bien empuñase el cetro, encerraría a donna Olimpia y a su vástago en cierto castillo, levantado a este propósito encima de muy alta y escarpada roca, a donde sólo podía subirse por estrecha escalera abierta en los duros peñascos y muy bien defendida y custodiada. En aquel retiro, a fin de evitar contiendas civiles, eran encerrados cuantos podían tener algún derecho a la sucesión de la corona, arrancándoles a menudo los ojos con sabia cautela.
Era menester evitar tan ruda catástrofe. El
Negus
tenía que enviar un Embajador al bajá que, derribado ya el poder anárquico de los mamelucos, gobernaba en el Cairo. El Abuna, al mismo tiempo, tenía que enviar un mensajero y parte del diezmo al Patriarca de Alejandría, de quien era sufragáneo. Se aprovechó, pues, aquella excelente ocasión, y con la lucida y bien custodiada caravana, se largó de Abisinia donna Olimpia, en compañía del Principito, de Teletusa y de sus dos fieles escuderos que nunca la abandonaron.
En su tránsito por Egipto, vio y admiró donna Olimpia la esfinge, las pirámides y multitud de otros monumentos del tiempo de los Faraones.
Llegada sana y salva a Alejandría, se embarcó con su gente en un barco mercante de Venecia, que navegaba con diploma o patente del gran turco Solimán, a quien para obtener tales diplomas pagaba un considerable tributo anual la Señoría.
A la vista ya de la costa occidental de Italia ocurrió la enorme desventura de que el barco veneciano fuese apresado por el corsario o más bien por el feroz y desalmado pirata cuya merecida y trágica muerte hemos ya narrado. El diploma del gran Sultán de los osmanlíes, aunque fue exhibido, estaba escrito en vítela con letras de púrpura y oro y era una maravilla caligráfica, no sirvió absolutamente de nada. El pícaro corsario supuso que era falso a fin de no darle cumplimiento y se llevó a remolque el barco veneciano, transbordando a su galera y hasta a su camarote a donna Olimpia y a Teletusa.
Terrible situación era esta para una reina, aunque fuese de Abisinia y de la mano zurda.
Según los anales etiópicos, allá en tiempo del Rey Salomón, hubo en Etiopía una señora llamada Makeda que no fue otra sino la misma reina de Sabá, la cual visitó al monarca de Israel, examinó y tomó el pulso a su sabiduría poniéndole mil acertijos y enigmas, y le enamoró además, hasta el punto de volver ella a su país muy ilustrada y en estado interesante. El augusto niño que nació de resultas, se llamó Menilek o Menelik y fue antiquísimo y reverendísimo tronco de la dinastía a la sazón reinante, en cuya comparación eran frescas, plebeyas de ayer y de mañana todas las dinastías de Europa.
Ansiosa estaba donna Olimpia de rivalizar con la señora Makeda y aun de obscurecer la gloria de otra reina de Etiopía llamada Candace que se hizo cristiana y difundió la verdadera religión entre sus súbditos, inducida a ello por su virtuoso valido, aquel eunuco a quien convirtió el diácono Felipe, explicándole un texto obscuro de Isaías.
Donna Olimpia proyectaba criar y educar a su Principito con el mayor esmero por monjes benedictinos, ya que todavía ni San Ignacio de Loyola, ni San José de Calasanz habían fundado escuelas; y luego que estuviese bien educado y crecido, enviarle a conquistar la Abisinia y a sacarla de la barbarie en que había caído.
El corsario argelino había venido en mal hora a contrariar tan altos proyectos.
Durante dos o tres días, sin embargo, renació la esperanza de donna Olimpia.
El Mediterráneo se hallaba a la sazón surcado de continuo por muchas galeras de los Caballeros de San Juan de Jerusalem, los cuales vagaban sin hogar de un punto a otro. Acababan de perder la isla de Rodas que era su dominio. Solimán, poderoso monarca de los osmanlíes, había dirigido todas sus fuerzas contra aquella isla, la cual, después de largo asedio y de una defensa pasmosamente heroica en que perecieron más de cien mil turcos, tuvo necesidad de rendirse. Honrosa fue la capitulación que firmó el Gran Maestre Felipe de Villiers de Lisle Adan, quien salió con armas y banderas desplegadas y con cinco mil personas que le siguieron. La noble emulación entre los Caballeros de las ocho lenguas, su espíritu militar y su ardiente fe religiosa, dieron aspecto de triunfo a aquella pérdida, hermoseándola con palmas y laureles.
Los expulsados Caballeros de Rodas vagaban por el Mediterráneo en sus galeras, ansiosos de tomar en los corsarios algún desquite.
Dos galeras de los Caballeros de Rodas avistaron la galera del corsario y la persiguieron con ahínco; pero la galera del corsario era ligerísima y despiadados sus cómitres. El rebenque, cayendo sobre las espaldas de los forzados, acrecentó su fuerza locomotora, y el corsario logró escapar de la persecución, aunque sin arribar a Argel, sino llegando en su fuga hasta cerca de las costas de Málaga. Desde este puerto, divisaron el bajel corsario barcos de guerra de Castilla que salieron a darle caza. Acosado el corsario por todas partes, pasó el Estrecho de Gibraltar para ponerse en cobro.