Donna Olimpia y Teletusa estaban hartas de Portugal y habían resuelto acompañar a Morsamor y a Tiburcio al extremo Oriente. Los hijos de Lusitania no se les habían mostrado pródigos de los tesoros que de allá venían y así determinaron ellas ir a buscarlos. El imprevisto lance, además, de la noche anterior podría acarrearles no pocas desazones, sobre todo cuando las abandonaran sus dos triunfantes amigos.
Donna Olimpia había expresado su resolución del modo más terminante.
—Os seguiremos —había dicho— y os seremos fieles. Unidos, conquistaremos el mundo. Si fuese menester, hasta nos convertiremos en amazonas. Teletusa será Bradamente y yo la propia Pentesilea. Yo estaré contigo, Morsamor, hasta que se harte de mí tu alma. Sólo entonces, y si acertamos a dar con el verdadero y legítimo Preste Juan, que tantos han buscado en balde hasta ahora, yo le rendiré, le cautivaré, me sentaré en su trono y vendré a ser la Papisa Juana del Oriente.
Teletusa, Tiburcio y los dos jaques, holgaron mucho de oír este razonamiento; le aplaudieron y le celebraron con risas estrepitosas.
Allá en su interior, todo aquello repugnaba no poco a Miguel de Zuheros; pero cierto vehemente atractivo de amor vicioso luchaba con la repugnancia y la vencía. Morsamor no quiso o no se atrevió a rechazar los propósitos y ofrecimientos de donna Olimpia.
Dichos propósitos se cumplieron.
Apenas despuntó el día, acudieron a la puerta de la quinta dos criados de Morsamor y Tiburcio con caballos y bagaje. Donna Olimpia y Teletusa, auxiliadas por los dos jaques, empaquetaron y embaularon sus alhajas, vestidos y demás prendas.
Todo esto, así como las mismas damas y sus escuderos, habían de viajar en mulas que los genoveses tenían en la caballeriza y de las que se dispuso como de bienes mostrencos. Y no mucho después, antes de que el sol apareciese y dorase con sus rayos la tierra, todos se pusieron en marcha, formando alegre caravana y caminando a paso largo hacia Cascaes.
La llave del desván quedó en poder de las sirvientas de los señores Adorno y Salvago, para que pusiesen en franquía a la vieja Claudia y a los señores Carvallo y Acevedo, a las tres horas de haber salido de la quinta Morsamor y su acompañamiento.
La nave que mandaba Morsamor era grande y capaz y él podía tripularla a su antojo. Con holgura, pues, instaló en ella a su gente. Y aquel mismo día, antes de que el sol rayase en lo más alto del cielo,
Yá no largo Oceano navegavam,
As inquietas ondas apartando:
Os ventos brandamente respiravam,
Das naos as velas concavas inchando.
Donna Olimpia y Teletusa no se mareaban. Se hallaban en el mar como nacidas: como si fuesen nereidas y no mujeres. Morsamor se sentía también más a gusto que en tierra, lleno de esperanzas y forjando en su mente los más audaces y ambiciosos planes. En cuanto a Tiburcio eran de maravillar sus conocimientos náuticos, su alegre humor y su útil actividad a bordo. Por la traza seguía pareciendo mancebo de menos de veinte años, mas por las acciones podría suponérsele viejo y experimentado navegante. Así se lo decía Lorenzo Fréitas, piloto de la nave, que tenía más de sesenta años, que había navegado mucho y que había hecho ya otros dos viajes de ida y vuelta a la India.
Pronto Lorenzo Fréitas trabó amistad íntima con Tiburcio y se ganó el afecto y la confianza de Morsamor y de las damas aventureras.
Iba asimismo en la nave un piadoso y entusiasta misionero franciscano, cuyo nombre era Fray Juan de Santarén. Grandísima gana llevaba este de difundir la luz del Evangelio, de convertir idólatras y mahometanos y de bautizarlos a centenares. No se oponía todo ello a que Fray Juan, reservando la gravedad solemne para sus futuras predicaciones, fuese por lo pronto jocoso y alegre como unas sonajas, inclinado a cuidarse y a tratarse bien para sufrir más tarde las fatigas del apostolado, y harto propenso a contar chascarrillos y a decir chirigotas, que no siempre despuntaban por su urbanidad y delicadeza.
Como cielo y mar estaban serenos y el viento era próspero, el viaje iba haciéndose con felicidad y prontitud.
Al subir una mañana sobre cubierta, nuestros seis principales personajes se extasiaron admirando el azul transparente de las aguas, rizadas apenas por el soplo de la brisa, donde se reflejaban el más claro azul del cielo y las ligeras nubes, que parecían de nácar, purpura y oro. La luz del sol, que se iba levantando, formaba en las ondas rieles luminosos y se diría que penetraba por curiosidad en el seno transparente del agua para iluminar las grutas y los alcázares submarinos que allí se esconden.
La costa europea había quedado lejos. Sólo mar y cielo se hubiera visto, sino apareciese ante los ojos encantados de los de la nave, no lejos de ella y en medio del piélago azul, algo a modo de ingente y precioso canastillo de flores y verdura, que parecía flotar sobre la superficie del Atlántico. Mil lozanos y frondosos árboles subían hasta la cima del cerro que en el centro de la isla se alzaba, como ramillete en forma de piña, en cuya punta, destacándose sobre el limpio fondo del aire, resplandecía un blanco santuario de la Virgen, dorado ya por los casi horizontales rayos del sol naciente.
—Esa —dijo Lorenzo Fréitas a nuestros cuatro aventureros— es la isla de Madera, descubierta por Juan Gonzalves y Tristán Vaz en tiempo del glorioso Infante Don Enrique, instigador y fundador de nuestras grandes empresas marítimas, hoy tan en auge.
A la vista de la isla de Madera, tomando el fresco sobre cubierta y bajo un toldo, se desayunaron aquel día Miguel y Tiburcio, ambas damas, el misionero Fray Juan y el viejo piloto.
No hemos de seguir nosotros punto por punto a los viajeros. Pasaremos de largo cuando nada les ocurra de singular y memorable. Si ahora nos detenemos aquí es por considerar que, durante aquel desayuno, todos estuvieron expansivos y casi elocuentes y dijeron cosas muy importantes a la narración que vamos haciendo.
Hasta el desayuno que tomaron los seis, sentados en torno de una mesa redonda, tenía algo de exótico para los europeos de entonces, porque bebieron en hondas tazas, mezclada con leche y azúcar, una infusión de cierta hierba olorosa y salubre, que llamaban cha y que ya se traía a Portugal de los remotos reinos del Catay, que están mucho más allá del Indo y del Ganges.
—Larga y penosa —dijo Miguel de Zuheros— va a ser nuestra navegación hasta llegar a las regiones del extremo Oriente. Enorme es el rodeo que tenemos que dar, bajando hasta el Cabo de las Tormentas, hoy de Buena Esperanza, que Bartolomé Díaz dobló por vez primera. Pasman el esfuerzo constante y el secular empeño, primero del Infante Don Enrique y después de sus sucesores y de su pueblo para conseguir el triunfo que han conseguido.
—Con menos tiempo y trabajo —repuso donna Olimpia— me parece a mí que, si mis compatriotas los venecianos se hubiesen puesto de acuerdo con árabes y turcos y con el Soldan de Babilonia y con el de Egipto, tal vez hubieran podido abrir algún ancho canal por donde sin tantos rodeos hubieran pasado sus naves del mar Mediterráneo al mar Rojo, encaminándose luego por allí hasta más allá de Trapobana, a Cipango y al remoto país de los seras. El pensamiento de abrir ese canal no es cosa nueva. Ya le tuvieron algunos Faraones, y sin duda le tuvieron también Salomón e Hiran rey de Tiro, cuando unidos en estrecha alianza enviaban sus flotas a Ofir, de donde volvían cargadas de riquezas. Si tal pensamiento se hubiera realizado no hubieran perdido Venecia y toda Italia la supremacía en la navegación y en el comercio, y el poder que consigo trae y que hoy tienen los portugueses.
Fray Juan de Santarén tomó parte en la conversación y exclamó:
—Lo que menos importa al bien de la cristiandad y del humano linaje es que decaigan Venecia y otros Estados de Italia a causa de los descubrimientos y conquistas de los portugueses. Más alto es el fin que estos han tenido y han de tener en lo futuro. No van los de mi nación a despojar en Oriente a los venecianos: van a que la religión de Cristo prevalezca allí sobre la de Mahoma: van a quebrantar allí el poderío de turcos, árabes y persas; y van, por último, a despertar del hondo sueño de muchos siglos a las dormidas naciones orientales, que aletargadas e inertes yacen en el seno letal de la idolatría.
—Todo eso, estará muy bien —interrumpió Tiburcio, riendo como tenía de costumbre—. Pero ¿a qué tanto rodeo? ¿A qué ir por tan extraviado camino hasta el extremo Sur de África? ¿A qué dejar atrás misterioso e inexplorado, este continente enorme, en cuyo centro, que nos fingimos abrasado, acaso esté el Paraíso que perdieron nuestros primeros padres? ¿A qué, en fin, dar tan desaforada vuelta y buscar el bien tan lejos, cuando le tenemos cercano?
El piloto Lorenzo Fréitas, aunque sospechaba que Tiburcio no hablaba con seriedad, sino para embromarlos, se enojó y no quiso consentir que ni en broma se tildara de poco razonable la gloriosa y secular empresa de los portugueses, y habló así en su defensa:
—No es sólo la codicia mercantil la que nos ha llevado a la India, no es sólo el deseo de sobreponernos a la Señoría del Adriático, ni es sólo tampoco el afán de vencer al Islam
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, buscándole en la fuente misma de su mayor riqueza y despojándole de sus ocultos tesoros, lo que movió al Infante Don Enrique y ha movido después a sus sucesores a hacer cuanto han hecho. Mil veces más elevadas eran y son sus miras. Noble curiosidad nos impulsó y nos impulsa. Anhelamos desgarrar el velo en que Naturaleza se envuelve aún y se encubre a nuestros ojos mortales. Y hemos aspirado y aspiramos todavía a que, así como se nos reveló el misterio del Mar Tenebroso, por la persistente violencia que sobre él ejercimos, se nos revelen también la magnitud y estructura de la tierra, y después todo el artificio y la máquina del Universo, con las leyes de su movimiento y vida.
—En verdad —dijo Fray Juan de Santarén— el señor Fréitas tiene razón que le sobra. Hay un enigma de la mayor transcendencia, no resuelto aún, que trae sin sosiego a cuantos hombres piensan y discurren en el día.
—Años ha, siendo yo muy mozo y reinando Don Juan II —interrumpió entonces Lorenzo Fréitas— aportó a Lisboa un genovés muy presumido y soberbio que estaba al servicio de Castilla y se llamaba Cristóbal Colón. A ser cierto lo que él imaginaba y afirmaba, el enigma se hubiera explicado y dejado de serlo. Aquel hombre audaz, fiado en sentencias e insinuaciones de antiguos sabios griegos, y singularmente de Aristóteles, había ido en busca de la India navegando hacia Occidente, y casi creía haberla hallado y se jactaba de ello. Había aportado a grandes y fértiles islas, y poco más allá casi daba por seguro que debían de estar Cipango y otros países visitados por Marco Polo. Se jactó también Colón de haber descubierto extensa costa al parecer de un gran continente, y supuso que aquello era el extremo oriental del Asia, y que más al Norte estaba el Catay, y la India más al Mediodía. A punto estuvo de costarle la vida esta jactancia, porque algunos señores de la corte, muy poco sufridos, creyeron lo que aseguraba y recelando que así el rey de Castilla iba antes y por camino más corto a llegar a la India, donde todavía no habían llegado los portugueses, decidieron provocar a Colón, y como era poco sufrido reñir con él y darle muerte, con lo cual su descubrimiento quedaría para Portugal y no aprovecharía a los castellanos. Por dicha, los mencionados señores expusieron su proyecto al Rey Don Juan II, apellidado con razón el Príncipe Perfecto, el cual, aunque vehementísimo en su cólera y de ímpetus tan vitandos que mataba a puñaladas a quien juzgaba que le ofendía, sin excluir al hermano de su mujer, reflexivamente era tan recto, tan temeroso de Dios y tan buen Católico, que rechazó el plan, indignado. Colón pudo pues volver a Castilla a lucir su descubrimiento y a que los reyes Don Fernando y Doña Isabel le aprovechasen. Suscitó esto, no obstante, recelos y diferencias entre los soberanos de España; pero pronto se arregló todo por virtud de aquella línea, que tiraron idealmente desde un Polo a otro, dividiéndose así las tierras y los mares apenas explorados y los que pudieran explorarse en lo venidero. El Padre Santo sancionó el convenio con el poder y la autoridad de que goza como Vicario de Cristo. Pocos años después, enviado por el rey Don Manuel, llegó a Malabar Vasco de Gama, Tristán de Acuña, el grande Albuquerque y otros héroes de Lusitania dilataron nuestro dominio y nuestra gloria por el Oriente. Y los castellanos en tanto llenos de noble emulación, hicieron nuevas conquistas y descubrimientos en aquellas tierras occidentales a donde Colón había llegado por vez primera y que por su magnitud merecieron llamarse Nuevo Mundo. Según las últimas noticias que yo tengo, un extremeño, cuyo nombre es Hernán Cortés, ha surcado el mar, ha pasado por medio de vastos territorios y ha llegado a la capital populosa de un bárbaro y desconocido Imperio, del que está a punto de enseñorearse. Todavía pretenden algunos que este Imperio, donde Hernán Cortés ha entrado a saco, está al Sur del Catay y al Norte de la India. De aquí presumo yo que está aclarado el enigma, que hay antípodas y que es evidente la redondez de la tierra.
—Poquito a poco, señor Fréitas —replicó Tiburcio—. Las cosas distan mucho de ser tan claras. Yo tengo noticias más recientes que invalidan lo que el señor Fréitas dice. Otro castellano, no menos valiente aunque menos venturoso que Hernán Cortés, un tal Vasco Núñez de Balboa ha cruzado ese continente por una región en que es muy estrecho; ha salvado altas montañas y ha descubierto más allá un mar extensísimo que tiene toda la traza de dilatarse más que el mar de Atlante. El enigma queda por consiguiente en pie en toda su obscuridad misteriosa. Posible será que los castellanos, navegando siempre hacia el Occidente por ese mar recién descubierto se alejen cada vez más de la India. Y posible será que los portugueses yendo siempre en dirección contraria a la que el sol sigue, no aporten jamás a las regiones visitadas ya por Colón, Cortés y Balboa.
—Ya sabía yo —dijo Morsamor— que ese Balboa de que habla Tiburcio había descubierto un gran mar al otro lado del mundo de Colón, entrando en sus aguas con la espada desnuda en la diestra y enseñoreándose de él en nombre del César Carlos V. Esto complica y retarda la resolución del problema, pero no me induce a creer que la resolución sea otra de la que yo pensaba. Para mí es evidente la forma esférica o casi esférica de la tierra. A la extremidad de ese mar han de estar Cipango, el Catay y la India. Lo difícil ahora ha de ser para el que navegue hacia el Occidente hallar el término de ese valladar o hallar un canal o estrecho, por donde se pase del mar del Atlante a ese otro mar de Balboa. El que esto logre y tenga además valor y fortuna para surcar el nuevo mar desconocido, aportará sin duda a la India y podrá luego dar la vuelta al mundo en que vivimos. Y el que navegue hacia Oriente, como navegaremos nosotros cuando salvemos el obstáculo que África nos opone, podrá volver también a su patria por opuesto camino si encuentra modo de salvar el valladar que el Nuevo Mundo de Colón le ofrece. Yo os confieso, señores, que la ambición me induce a señalarme en la India en empresas guerreras, pero como no cuento con muchos soldados para eclipsar allí las hazañas de Alejandro de Macedonia, preferiría yo sin estrago y sin sangre emprender y llevar a cabo un propósito que me daría gloria nueva y sin rival entre los seres nacidos de mujer: la gloria de circunnavegar este planeta. Así probaría yo experimentalmente que no es enorme disco, suspendido en el éter y asido por eje de diamante a las cristalinas esferas que giran en torno suyo sobre dicho eje con arrebatada y pasmosa armonía. Así aduciría yo razones y pruebas a los que pretenden que nuestra tierra no es el centro del Universo, sino astro pequeño y opaco, que va rodando en torno del sol, como Venus, Marte, Saturno y otros planetas.