No lejos de Diu, florecía entonces, en el fondo de un estero y a orillas de un río caudaloso, la ciudad de Chaul, emporio del comercio que, para sustraerse al poder marítimo de Portugal, hacían entonces con la India, por tierra, Persia y Arabia. Chaul era singularmente famosa como mercado de caballos, y allí iban a surtirse los grandes señores y príncipes indianos para remontar su caballería.
Los portugueses habían obtenido del príncipe de Chaul el permiso de erigir una gran fortaleza no lejos de la ciudad y al borde del estero, adquiriendo así la llave y el dominio de emporio tan importante.
La fortaleza había empezado a construirse, pero Aga Mahamud había acudido a estorbarlo con sus fustas, y se decía que se habían dado ya algunos combates en que no siempre los portugueses salieron bien librados.
Peligroso era ir allí con una nave sola exponiéndose a un encuentro con fuerzas superiores enemigas, pero Morsamor, deseoso de señalarse por actos heroicos, propuso a sus compañeros de navegación y de armas dirigir el rumbo hacia Chaul y acudir en auxilio de la flota portuguesa que defendía allí la construcción del castillo y que tal vez en aquellos momentos estaba sitiada y vigorosamente combatida. Posible era sucumbir allí con gloria, pero si por dicha se vencía, Morsamor gozaba en imaginar la brillantez y la pompa de su entrada en Goa ya victorioso y llevando de presente a Don Duarte treinta o cuarenta caballos árabes y persas rápidos en la carrera, de pura sangre y de hermosísima estampa.
Habló Morsamor con tanto fuego que logró penetrar y encender con él los corazones de su pequeño auditorio. El mismo Fray Juan de Santarén hubo de entusiasmarse y dijo que, dejando por lo pronto los medios de persuasión, hasta que aprendiese él con facilidad alguna de las lenguas que por allí se hablaban, empuñaría un arcabuz y transmitiría así sus creencias a los infieles por medio de terribles lenguas de fuego.
Había recelado Morsamor hallar oposición en el señor Vandenpeereboom, pero se llevó agradable chasco. El señor Vandenpeereboom siempre con la fría suavidad y con la lentitud de sus palabras, dijo de esta suerte, cuando le llegó el turno de hablar:
—En los peligros grandes el temor es casi siempre mayor que el peligro. Mucho aventuramos, pero ¿quién sabe? Acaso salgamos bien de la empresa, y harto se comprende el provecho y la gloria que de ello nos resultarían. Si somos vencidos, si las fustas de Aga Mahamud echan a pique nuestra nave ¿qué le hemos de hacer? Morir tenemos, como dicen los cartujos, y lo mismo es hoy que mañana. Yo aquí, como apoderado comercial de los señores Adorno y Salvago, sólo debo mirar por sus intereses. Y para disipar escrúpulos diré que aunque esta nave se hunda en la mar con toda la riqueza que contiene, si se hunde con gloria y con la conveniente y debida resonancia, los señores Adorno y Salvago saldrán ganando y no perdiendo. Esto lo calculamos muy bien antes de zarpar de Lisboa y por eso se dio el mando militar de la nave a tan atrevido sujeto como el señor Miguel de Zuheros que está presente. Si a nosotros nos hacen trizas y si descendemos al fondo del mar a que los peces nos devoren, los señores Adorno y Salvago se afligirán o supondrán que se afligen, pero ya tienen echadas sus cuentas y hechos sus cálculos y sabrán poner alto precio a nuestro heroísmo, impetrando de Su Alteza Fidelísima honores, mercedes y privilegios muy provechosos. Con que haga el señor Miguel de Zuheros lo que mejor le convenga, y atrévase a todo, que por nosotros no ha de quedar.
En vista de tan unánime concordancia de pareceres, Morsamor dispuso que se navegase hacia Chaul, y así lo hizo Fréitas, con todo el cauteloso esmero que convenía para esquivar el encuentro de superiores fuerzas contrarias y para acudir en la más oportuna sazón a dar a los amigos inesperado socorro.
Al amanecer de un día del mes de Septiembre, la nave de Morsamor se hallaba a la vista de Chaul, muy cerca de la costa. Densísima niebla quitaba su transparencia al aire y extendida sobre la superficie del mar, ofuscaba la vista.
Morsamor y los suyos creyeron oír frecuentes estampidos como de disparos de bombardas, y hasta imaginaron columbrar el resplandor siniestro que a los estampidos precedía. Sin temor, no obstante, aunque sí con extraordinarias precauciones, se fueron acercando hacia donde sonaban los disparos. No soplaba el viento muy en su favor, pero el piloto Fréitas y sus ágiles marineros le dominaban y aprovechaban con diestras maniobras.
A pesar de la niebla, descubrieron de repente un esquife que se recataba de ellos y procuraba huir. Echaron entonces al agua el de la nave, en el que izaron la bandera portuguesa, y a todo remo dieron caza y alcanzaron al que huía. Los que le tripulaban, no bien distinguieron la bandera de Portugal, trocaron su recelo en alegría y se pusieron al habla con los de la nave. Pronto el que mandaba el esquife fugitivo subió a bordo de la nave y llegó a la presencia de Morsamor. Interrogado por él el del esquife fugitivo habló de este modo:
—Yo, que me llamo Antonio Vaz, y los que vienen conmigo, formábamos parte de la tripulación de la galera que mandaba Diego Fernández y que había ido a ponerse a la entrada del estero para impedir que las fustas de Aga Mahamud penetrasen en él y fuesen a combatir la fortaleza, ya desde el agua, disparando bombardas, arcabuces y flechas, ya desembarcando gente a fin de tomarla por asalto, con el auxilio de los hombres de armas que Hamet, gran enemigo de los portugueses y dominador hoy en Chaul, ha enviado contra nosotros. Atacada nuestra galera por cinco fustas de Aga Mahamud había perdido mucha gente. Apenas quedaba esperanza de salvación. La chusma de forzados, moros y gentiles, que estaba al remo empezó a rebelarse, gritando en su lengua a los de las fustas que se acercasen sin temor, que ya poca resistencia hallarían y que ellos procurarían ayudarlos y salvarse. Entendió el capitán Diego Fernández las palabras y el traidor propósito de los forzados y cayendo sobre ellos, porque el cómitre había muerto atravesado por una flecha, mató con su espada a cinco de los más rebeldes y furiosos. Por desgracia una gruesa bala de bombarda vino a chocar contra el hierro del ancla que estaba allí cerca suspendida, y saltando de rebote, dio tan tremendo golpe en la armadura de acero de Diego Fernández que se la hizo pedazos, hundiéndole en el pecho algunos de sus punzantes y afilados picos. Diego Fernández perdió la vida en el acto. A reemplazarle en el mando acudió oportunamente don Jorge de Meneses. Con él habían venido de refresco cerca de cuarenta soldados que estaban antes en otro navío. Para que no desmayasen y se acobardasen a la vista del capitán muerto, don Jorge nos mandó que le envolviésemos en la manta de un forzado y que le escondiésemos en el fondo del buque. Así lo hicimos al punto. La fortaleza entre tanto nos pareció asaltada por la gente de la ciudad que Hamet había enviado contra ella. Quiso entonces don Jorge dar a la fortaleza algún auxilio, me consideró más capaz que nadie para tan arriesgada empresa, recibí sus órdenes y lancé al agua el esquife en que me habéis visto venir. Dos fustes y algunos pequeños bateles de Aga Mahamud me cerraron el paso y me impidieron saltar en tierra. No pude tampoco volver a la galera, porque se interpusieron persiguiéndome. De ellos venía huyendo cuando me habéis encontrado.
Oída esta relación de Antonio Vaz, Morsamor le animó y le tomó por guía para que le llevase hacia donde estaban las dos fustas y los pequeños bateles que le habían perseguido.
Con gran rapidez, en silencio, arriada la bandera, y hasta cierto punto oculta por la neblina, la nave de Morsamor cayó de repente sobre las dos fustas, que se habían apartado del grueso de la flota persiguiendo al pequeño esquife, y echó a pique una de ellas con certeros tiros de su artillería, que dirigía Tiburcio con tino verdaderamente diabólico. Pasmados los de la otra fusta y aterrorizados del imprevisto ataque, no acertaron a huir ni a poner resistencia. La nave se acercó a la fusta y la gente de Morsamor la entró al abordaje, pasando a cuchillo a cuantos había en ella. Tiburcio tomó entonces el mando de la fusta apresada.
Morsamor y Tiburcio se apresuraron luego a llegar donde combatían la galera de don Jorge y el grueso de la flota portuguesa contra las fustas de Aga Mahamud, en las cuales hizo Morsamor tremendo estrago con la artillería y arcabucería de su nave, cooperando eficazmente a la victoria una audaz estratagema de Tiburcio, porque desordenó las fustas de Aga Mahamud penetrando en sus filas como si su fusta fuese aún una de ellas y no hubiese pasado a poder del enemigo.
En suma, las fustas de Aga Mahamud tuvieren que retirarse todas con grandísima pérdida y quebranto, y don Jorge, a hora de medio día hizo resonar las trompetas y clarines en señal de victoria, si bien no se resolvió a perseguir la armada de los infieles.
La situación en que estaba la fortaleza le atraía antes que todo. Era menester libertarla de los sitiadores que Hamet había mandado contra ella. Y como ya no había que hacer cara a las fustas de Aga Mahamud, los más aptos y valerosos de los hombres que tripulaban la flota portuguesa desembarcaron no lejos del castillo, que sólo defendían sesenta hombres, los cuales, de acuerdo con los desembarcados, a quienes desde las almenas y saetías vieron llegar, hicieron a tiempo una salida muy vigorosa, cayendo sobre los sitiadores a quienes los desembarcados atacaron por el flanco y por la espalda. Al frente de una tropa de más de cuarenta, entre los que se distinguían Tiburcio dando cuchilladas y Fray Juan de Santarén animando a los combatientes con oraciones fervorosas, Morsamor hizo atroz carnicería en los musulmanes y gentiles de Chaul, que pronto abandonaron el campo y huyeron despavoridos refugiándose en la ciudad.
Para aterrar a Hamet y a los que en la ciudad le obedecían, don Jorge de Meneses les envió un presente horrible: cincuenta cabezas de los que habían muerto atacando la fortaleza y rechazados por él. Amilanado Hamet y temiendo el incendio y saco de la ciudad y muertes innumerables si era entrada por asalto, pidió la paz, capituló, y dejó entrar a los portugueses que de la ciudad se enseñorearon.
Morsamor, cuyo inesperado auxilio había sido parte tan principal en la victoria, gozó del triunfo a par de don Jorge, siendo vitoreado y ensalzado por los de la hueste.
El contento de los vencedores llegó a su colmo cuando pudieron apoderarse, como tributo, de parte de las riquezas allí reunidas y repartírselas entre todos. Morsamor, persistiendo en su propósito, no dejó de tomar veinte hermosos caballos ricamente enjaezados, para llevárselos de presente a don Duarte, cuando se presentase ante él en Goa, como pensaba hacerlo, con la noticia de aquel triunfo.
Pronto llegó al puerto de Goa la nave de Morsamor: este y Tiburcio, muy orondos y satisfechos de la gloria militar que habían adquirido; el piloto Fréitas no menos pagado del aumento de su crédito como hábil navegante, y contento el señor Vandenpeereboom de las compras y ventas que iba haciendo y que pensaba hacer, aprovechándose de los triunfos y sin perder las buenas ocasiones.
Don Duarte de Meneses recibió con grande aprecio al aventurero castellano que tan bien le había servido y aceptó gustoso el rico obsequio de los veinte hermosos caballos.
Por aquellos días todo era júbilo en Goa, porque de Ormuz llegaron también muy buenas nuevas. Amedrentado el rey rebelde, había entrado en tratos con los portugueses para entregarles la plaza, pero su visir, que era un
rumí
, o griego renegado, se puso de acuerdo con la princesa hija del monarca que había reinado allí en tiempo del grande Albuquerque. El
rumí
la tomó por mujer o por amiga y movido por la ambición y excitado por la princesa, asesinó al rey y se apoderó en lugar suyo de aquellos Estados. Los portugueses entonces lucharon contra el usurpador, lograron vencerle y entraron en Ormuz a saco, apoderándose de un botín espléndido.
Poco después de llegar a Goa la nueva de la victoria de Chaul, llegó también la nueva de esta victoria.
Goa resplandecía entonces en su mayor auge como centro y capital del imperio lusitano en Oriente; imperio que se extendía desde Sofala a Malaca, por todas las costas del Océano Índico y del Golfo de Bengala, y dilatándose además por muchas islas del mar del Sur, como Ceilán, Sumatra, Java y las Molucas, donde el rey de Portugal había levantado fortalezas e imponía tributos.
A Goa acudían agentes o enviados de muchos soberanos a negociar alianzas y a mendigar el favor y el auxilio del virrey. Los rajaes de Cambaya y de Narsinga, el samori, los príncipes y sultanes de Aracan, de Bengala y del Pegu, y hasta el propio shah de Persia, anhelaban la amistad de los portugueses, les enviaban presentes o les rendían parias.
Los portugueses, sin embargo, no penetraban por punto alguno en lo interior de las tierras y sólo de la mar eran señores. Carecían de fuerzas suficientes para hacer incursiones y conquistas en lo interior de aquellos dilatados países, que seguían para ellos, no sólo independentes, sino casi desconocidos. Los príncipes y señores orientales, cuando la victoria encumbraba a los portugueses, se postraban ante ellos y se les sometían medrosos; pero la sumisión era insegura y falsa. De aquí que el imperio portugués en la India fuese más brillante que sólido. Era como árbol frondoso, rico en flores y frutos, cuyas raíces no penetraban hondo en la tierra y que el ímpetu de los vientos podía sacar fácilmente de cuajo. Era como la estatua simbólica, que Nabucodonosor vio en sueños, con la cabeza de oro y los pies de barro y que una piedrecilla, que de improviso rodó de la montaña, desmenuzó y redujo a polvo.
Morsamor aplicaba a veces al imperio portugués la visión de este sueño y algo de la interpretación que el profeta Daniel le había dado.
Los portugueses, con terrible heroísmo, habían hecho y seguían haciendo
más de lo que prometía fuerza humana
. Espléndidas páginas habían de dar aún para su historia virreyes tan ilustres como don Juan de Castro y don Luis de Ataide; pero la piedrecilla había de sobrevenir derribando por último el coloso y engrandeciéndose luego como ingente montaña que sobre firme y arraigado cimiento se erguiría sobre la tierra y la dominaría.
Morsamor se desalentaba al pensar así, no veía plan ni concierto en todas aquellas bizarrías, ni acertaba a traslucir que pudieran tener fin dichoso. Sólo veía horrores, estragos y muertes, y volvía a arrepentirse de haberse remozado y de haber huido del convento. Imputaba luego aquel arrepentimiento suyo a cansancio y a flaqueza de ánimo. Y entonces renacía en él el ansia de señalarse y de probar su valor, volviendo a lanzarse en las más peligrosas aventuras.