—Atrevida es la tal suposición —dijo Fray Juan de Santarén— pero ni en Coimbra ni en Salamanca faltan doctores que la tienen por probable y aun por casi demostrada, respondiendo a los que tratan de invalidarla por mal entendidas sentencias de las Sagradas Escrituras, con aquellas célebres frases de Francisco de Villalobos, médico de la Reina Católica: los que acuden a la religión en asuntos de ciencias naturales son como los delincuentes que buscan en la iglesia un asilo.
—También en Italia —añadió donna Olimpia— anda desde hace años muy válida la opinión de que no es la tierra, sino el sol quien está en el centro; y ya, en mi primera mocedad, conocí yo y traté en Roma a cierto doctor polaco, cuyo nombre era Nicolás Copérnico, que enseñaba dicho sistema y andaba muy afanado componiendo un libro, que pensaba dedicar al Papa, sobre las revoluciones de los orbes celestes. No sería impío ni herético tal sistema cuando con semejante dedicatoria intentaba su autor santificar el libro que le defendiese.
—Así podrá ser —dijo Tiburcio—. Nadie, sin embargo, logrará quitarme de la cabeza un endiablado razonamiento que agua o mejor diré envenena el gozo de esta invención. Por ella resulta degradado y hasta envilecido este mundo en que habitamos. No es ya el centro y objeto principal de la creación entera para cuya iluminación, regocijo y deleite salieron de la nada el sol, la luna y todas las estrellas. Nuestro globo queda reducido a un astro opaco, pequeñuelo y hasta deforme que gira como otros muchos planetas más grandes y más hermosos que él, perdido en la inmensidad del éter. ¿Qué será de nuestra preeminencia sobre las demás criaturas; qué de la dignidad humana, si tal suposición llega a demostrarse por completo?
Morsamor, que coincidía por lo común con las opiniones de su joven amigo y se complacía en aceptar su parecer y su consejo, estaba en aquella ocasión tan poseído del parecer contrario y tan lleno de la fe y de la esperanza de contribuir a la demostración de su verdad, que encarándose con Tiburcio, exclamó con enojo:
—Sin duda tendrías razón si por lo material aspirase el hombre al principado y si su valer se midiese por varas o se pesase por arrobas. Pero como el gran ser del hombre es por el espíritu, lo mismo importa para que le conserve que tenga su vivienda corporal en el centro del Universo o en el más ruin y esquivo lugar de las profundidades del éter. Donde quiera que mi espíritu se halle, allí estará, allí creará el centro de todo; y en la capacidad inmensa de su entender encerrará cuantos seres existen y pueden existir, y comprendiendo sus leyes, será como si se las impusiera, porque si Dios está en todas partes, más esencialmente está en el alma humana. Y así el alma humana, si procura estar conforme con Dios y unirse con Dios, sólo será inferior a Dios mismo y no a los habitantes de otros mundos, dado que tales habitantes haya. Podrán ser más corpulentos, podrán tener sentidos más variados y perspicaces, pero la ley moral y los primeros principios absolutos, raíz de todo saber, y el amor inextinguible de lo infinito que sólo en lo infinito se aquieta, en nadie podrán asistir con mayor energía y virtud creadora que en el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios.
Todos aplaudieron el discurso de Morsamor. El propio Fray Juan de Santarén, aunque con escrúpulos de que en el calor de la improvisación hubiese dejado escapar alguna herejía, aplaudió también a Morsamor, en gracia del entusiasmo y de la buena fe con que había hablado. Convinieron además en que no hay ni habrá sistema de astrólogos o de sabios empíricos que baste a desbaratar ninguna teología ni ninguna metafísica bien cimentada. Y decidieron, por último, que Morsamor, sin perjuicio de mostrarse en la India, dando allí razón de quién era, debía volver a Lisboa, caminando siempre hacia Oriente y circunnavegando el mundo en que vivimos, cuya redondez resolvieron todos que era innegable.
Bien se puede afirmar que el poder de los elementos, sojuzgado y hechizado por la confianza magnánima de nuestros navegantes, se complació en favorecerlos, haciendo fácil y rápido su viaje. Pronto, casi siempre a la vista de la extensísima costa, llegaron al extremo sur del continente negro. El terrible gigante Adamastor, domado ya por la secular constancia y el valor de los portugueses, estaba sin duda de muy buen talante en aquella ocasión, y sin tormentas ni furores dejó que entrasen en el mar de la India la nave de Morsamor y otras cuatro naves más, que formaban la escuadra en cuya compañía Morsamor navegaba.
La pequeña flota iba como refuerzo de otra mucho mayor y más poderosa, que tres meses antes había salido del Tajo, conduciendo a don Duarte de Meneses.
Este personaje, que se había señalado mucho por su valor y pericia, como Gobernador de Tánger, en la guerra que de continuo sostenían los portugueses contra los marroquíes, iba como Virrey de la India con más sueldo y más amplias facultades que sus predecesores. Le llevó una armada de quince velas, en donde fueron Francisco Pereira Pestana para Gobernador de Goa, Juan Silveira, para ejercer el mando en Cananor, y para el gobierno de Calecut, Juan de Lima.
Habían ido también, custodiando al nuevo Virrey, cuatro naves a las órdenes de Martín Alfonso de Melo, el cual debía después visitar el Imperio chino.
La escuadra de que formaba parte la nave de Morsamor, viniendo a ser complemento de dicha grande flota, con la misma felicidad que había pasado el Cabo, aportó más tarde a Sofala, puerto muy estimado entonces de los portugueses por creer que era el antiguo Ofir, de donde Salomón e Hiran llevaron a Jerusalén mucho oro. De aquí que los portugueses buscasen allí con afán aunque poco dichoso, las antiguas minas que el hijo de David había laboreado.
Algo se detuvo en Sofala la pequeña flota, pero no tardó en zarpar para Goa.
La nave de Morsamor no pudo seguirla. Tenía antes que ir a Melinda, a donde enviaban los señores Adorno y Salvago no pocos artículos de comercio. En Melinda debían venderlos o dejarlos en depósito y tomar en cambio mercancías de Abexin, Arabia y Egipto y aun algunas de Siria, de las islas de la Grecia y de la misma Italia que todavía llegaban hasta allí, importadas en Egipto por los venecianos, a pesar del golpe mortal que a su comercio habían dado los portugueses.
Durante tan larga navegación el tiempo pasó muy agradablemente para Morsamor y Tiburcio, merced a la precaución o a la buena suerte que habían tenido de embarcar con ellos a donna Olimpia y a Teletusa. Podía considerarse la primera como la personificación de la amenidad serena y elevada, y la segunda como la del regocijo y bullicioso trastulo de los seres humanos: de tal al menos calificaba donna Olimpia a su compañera. Y Tiburcio añadía, en alabanza de ambas, que eran, por estilo profano, como Marta y María, representando una de ellas la vida contemplativa y la vida activa la otra.
Dulce y modesta era donna Olimpia. Nadie con justicia hubiera podido censurarla de marisabidilla y bachillera; pero en su trato íntimo, y cuando Morsamor la estimulaba a hablar, mostraba su rara discreción y su mucha doctrina con sencillez y sin pedantería ni jactancia. Habían traído a bordo los
Diálogos de amor
de León Hebreo, a quien Morsamor quedó muy aficionado desde que logró salvarle de los insultos de la plebe.
A veces leían en dichos
Diálogos
y luego los comentaban. Y eran tan atinadas y profundas las ilustraciones de donna Olimpia que, si se hubiesen conservado y reunido en un volumen, formarían hoy la Filosofía de amor más interesante y sublime.
En otras ocasiones, Morsamor y donna Olimpia ponían por las nubes mil invenciones y descubrimientos recientes, que en sentir de ellos hacían de la época en que vivían la más fecunda e ilustre de todas. Y como sobre este punto no estuviese de acuerdo Teletusa, la ninfa gaditana no quería callarse y asentir con su silencio, sino que tomaba la palabra y decía de esta manera:
—No he de negar yo lo muy ingeniosas que son las invenciones de nuestra edad: el empleo de la pólvora, en arcabuces, bombardas, culebrinas y falconetes; la brújula y la imprenta; los instrumentos del famoso estrellero y geómetra portugués Pedro Núñez, y el hallazgo y la observación de nuevos astros en el cielo, y en la tierra de nuevos continentes, islas y mares. Todo esto, no obstante, se explica con facilidad por el entendimiento humano. Si Satanás ha intervenido en ello, ha sido de tapadillo y sin dar la cara dejando que los inventores se jacten de haberlo logrado sin sobrenatural auxilio. En cambio, las invenciones primitivas son las que no se pueden explicar humanamente y las que tenemos que admirar. ¿Quién inventó el habla? ¿Quién la escritura? Estas y otras cosas por el estilo son las que no se comprenden ni se explican sin acudir a la enseñanza y a la revelación de Dios mismo, de los ángeles o de los genios. Yo doy por seguro que el primero que cultivó el trigo y luego sacó de él harina e hizo pan, realizó algo más estupendo que cuanto hace un siglo se ha descubierto o inventado.
Todos aplaudieron el breve discurso de Teletusa, y animada ella con el aplauso, se atrevió a proseguir:
—La pólvora da muerte y la harina es el mejor y más usado sustento de la vida. A la harina, pues, me atengo. Quiero que sepáis, señores, que una prima mía muy guapa fue la buena amiga y tal vez el oíslo del famoso cocinero Ruperto de Nola. De él aprendió a condimentar exquisitos guisos, no pocos de los cuales tuvo luego la bondad de enseñarme. Ahora bien, yo quiero mostraros mi habilidad y probar al mismo tiempo la extraordinaria importancia de la harina. Voy a ser, además, como cierto tocador de viola en extremo habilidoso que tocaba en una sola cuerda multitud de sonatas. Yo me he apoderado de un barril de harina y de una enorme botija llena de aceite, y valiéndome de estas sustancias voy a daros, mientras dure nuestra navegación, una fruta de sartén, distinta cada día.
Teletusa cumplió su promesa, y sin estropear sus manos, que las tenía bonitas y bien cuidadas, amasó y frió de diario los más deliciosos y diferentes manjares farináceos que imaginarse pueden. Ya eran buñuelos de una clase, ya buñuelos de otra, ya sopaipas, ya empanadillas, ya gajarros, ya pestiños, ya hojuelas, ya piñonate.
Aun sobre estas frutas de sartén filosofaba Teletusa con agudeza y con gracia exclamando:
—Nadie me quitará de la cabeza, que la materia prima es única, sin que sean menester elementos distintos para producir las mil distintas cosas que llenan y enriquecen el universo. Cierta fuerza que hay, reside o se pone en la materia prima, agita y ordena sus partecillas infinitamente sutiles, y de los diversos movimientos y coordinaciones de dichas partecillas, que los sabios llaman átomos, resulta la infinita variedad de los seres. De fijo la diferencia de ellos está en la forma. Por la forma es uno feo y otro bonito, uno triaca y otro veneno, uno soso y otro salado, uno amargo y otro dulce, uno huele bien y otro hiede, ¿qué no podrá hacer la naturaleza cuando yo flaca mujer, con harina sólo, hago cosas tan distintas y de tan diferente sabor sin que sean sustancialmente más que harina? Y sin embargo, ¿cuán de otro modo que el esponjado buñuelo sabe por ejemplo, el piñonate o la
crocante
empanadilla, que con tan grato crujidito se desmorona entre los dientes?
No se limitaba Teletusa a freír masa y a filosofar sobre la fritura. Más alegre pasatiempo solía proporcionar casi de diario y particularmente cuando el tiempo era muy bueno, a sus dichosos compañeros de navegación. Todos formaban corro en torno de ella. Tiburcio tocaba la vihuela o la flauta, y Teletusa, repiqueteando las castañuelas bailaba como una sílfide.
Teletusa era asimismo egregia cantora, no indigna del siglo y de la patria en que la música estaba tan floreciente, merced a Bartolomé Ramos de Pareja, a Pedro Ciruelo, a Juan Anchieta, a Juan de la Encina y a otros insignes compositores y maestros.
La propia Teletusa, acompañándose con la vihuela, cantaba deliciosos villancicos y coplas. Ora cantaba
Dos ánades madre
Que van por aquí.
Ora por lo sentimental y lo tierno, coplas como esta:
Pues que jamás olvidaros
No puede mi corazón
Si me falta galardón
¡Ay que mal hice en miraros!
Ora, por último siguiendo el estilo picaresco, aquello de
Yo me iba, mi madre,
Las rosas coger,
Hallé mis amores
Dentro en el vergel.
Cualquiera pensará que, en medio de tanto deleite, Morsamor estaba contento. Mucho distaba, no obstante, de ser así. En cierto modo puede bien afirmarse que Morsamor se hallaba cada día más prendado de donna Olimpia. El apasionado mirar de sus ojos glaucos le fascinaba; le encantaban su discreta conversación y su apacible trato; y de continuo prestaba pábulo a la encendida llama de sus afectos la presencia de aquella mujer dechado de elegancia y de majestuosa hermosura. Entonces se creía ligado a ella para siempre por invencible hechizo. Entonces presumía que ella era su bien, que la amaba y que no podía vivir sin ella.
En la mente y en el corazón humanos hay un mar tempestuoso de ideas y de sentimientos que se combaten. Así eran el corazón y la mente de Morsamor. Y cuando no los subyugaba ni los rendía el influjo encantador de la aventurera italiana, acudían en tropel a atormentarlos mil amargas cavilaciones que le herían y emponzoñaban el alma y sacaban a su rostro el color rojo de la vergüenza. ¿Qué héroe de tan ruin condición era él cuando tal dama llevaba consigo? Si hubiese robado a doña Sol de Quiñones, y a despecho de la Reina y de todo el mundo, la tuviese a bordo, el caso, aunque pecaminoso, sería digno de él; pero llevar a donna Olimpia, que lo mismo se hubiera ido acaso con otro cualquiera, era triunfo tan miserable, que, en vez de lisonjear su amor propio, le lastimaba y abatía.
Hasta el indisputable mérito de donna Olimpia, su talento, su belleza y la fuerza misteriosa que había en todo su ser para dominar y cautivar a cuantos la veían y trataban, si bien complacían a Morsamor cuando pensaba que era suyo aquel tesoro, le ofendían más a menudo al considerar que su brillo atraía las miradas, la voluntad y la admiración de las gentes, y a él le dejaba obscurecido y como eclipsado.
Algunas bromas de Tiburcio, dichas sin duda irreflexivamente y para reír, ofendían y herían a Morsamor en lo íntimo de su conciencia y le ponían de un humor de todos los diablos. Cuando Morsamor le abría su corazón a Tiburcio y le confiaba parte de sus pesares, Tiburcio, con el propósito de despojar de gravedad el asunto, le decía burlando: