El anhelo de ser servidas y adoradas es tan poderoso en las mujeres, aun en las más recatadas y honestas, que las mueve a atropellar muchos respetos y a ponerse en ocasión de graves dificultades y compromisos.
Sin duda no fue amor lo que Miguel de Zuheros inspiró a aquella dama: fue sólo sobrada y muy poética estimación de su gallarda apostura, elegancia, bizarría y ameno trato. Pero, al distinguir a Morsamor con inocentes favores, al atraerle con blandas sonrisas y con apenas perceptibles, fugaces y dulces miradas, y al mostrarse con él más conversable y benigna que con los otros hombres, doña Sol hizo que él se engriese y se juzgase correspondido. Doña Sol entonces hubo de asustarse de su poca prudencia, y deseosa sin duda de cortar las alas a los atrevidos pensamientos que ella misma había hecho nacer en el alma de Morsamor, apeló a un recurso, empleado con harta frecuencia, aunque por demás peligroso. Para que Miguel de Zuheros reconociese que no era amor lo que por él sentía, sino gratitud a sus rendimientos y obsequios y cierta vaga e indecisa predilección doña Sol atrajo y cautivó, aunque con menos marcados favores, con menos blandas sonrisas y con miradas menos dulces y más fugaces, a otro caballero de los que en la corte asistían.
El remedio fue peor que la enfermedad. El nuevo galán semi-favorecido fue Pedro Carvallo, hidalgo poco sufrido y en extremo orgulloso por las riquezas y por la fama de valiente soldado que de la India había traído. Pedro Carvallo era además infatigable emprendedor en conquistas amorosas de todo linaje. Con igual ahínco acometía la más fácil como la más difícil empresa, y ya le hemos visto aparecer en esta historia acompañando a la célebre aventurera italiana Donna Olimpia de Belfiore.
Con gusto entró Pedro Carvallo en más arduo y noble empeño. Y sobre el contento y la satisfacción de amor propio que por enamorar a tan bella e ilustre dama se prometía, hubo de prometerse también desbancar y humillar a aquel castellano intruso, a quien sin saber porqué, puede ser que por envidia, había cobrado odio desde que le vio por vez primera.
Pedro Carvallo, no obstante, distó mucho de conseguir su propósito. Doña Sol no le favoreció sino hasta el punto de hacer notar que su afecto hacia Morsamor no era exclusivo, y siguió otorgando a Morsamor favores más marcados y preferencia más clara.
Así acrecentó y emponzoñó doña Sol en el alma de Pedro Carvallo el enojo que Morsamor le Inspiraba. Y como Pedro Carvallo era poco circunspecto y muy jactancioso y no sabía refrenar la lengua, habló en varios sitios y con no pocas personas, contra el aventurero castellano y hasta llegó a decir que le provocaría, le retaría y le daría muerte.
Nadie, por fortuna, llevó a los oídos de Morsamor tales fieros y jactancias. Pero la Reina, con la propia condición de mujer, y más aún de la que vive retraída y desocupada, se complacía en saber todas las intrigas y sucesos, sobrando siempre damas de la servidumbre que se empleasen a porfía en averiguarlos y en contárselos luego.
Pronto, pues, supo la Reina la rivalidad de Pedro Carvallo y de Morsamor, así como las coqueterías de doña Sol que la habían causado. La Reina no tardó entonces en reprender severamente a su dama favorita. Doña Sol se arrepintió, lloró y prometió enmendarse. Hizo examen de conciencia y creyó sacar en limpio del examen que no amaba aunque agradecía; que la habían deleitado y lisonjeado el acatamiento y las finuras amorosas de ambos galanes, pero que no estaba prendada de ninguno de ellos y que sin pena quería y podía despedir al uno y al otro.
Entre tanto, en Cintra no era como en Lisboa. En Cintra no había en palacio grandes fiestas, sino íntimas reuniones.
Morsamor y Pedro Carvallo no eran de los íntimos, no iban a palacio y en balde procuraban acercarse y hablar a doña Sol, a quien sólo veían rara vez y desde lejos.
No por eso desistían ellos de sus pretensiones. Muy pertinaces y tercos eran los dos. La Reina acabó por enfadarse de encontrarlos siempre a su paso cuando salía del alcázar e iba a cualquiera parte. El temor de que sobreviniese un conflicto aumentaba su enfado.
La Reina volvió entonces a reprender a doña Sol y esta alegó que ya no tenía culpa. Y al cabo para mostrar mejor que no la tenía y para lograr que acabasen aquellos obstinados galanteos, concertó con la Reina el medio que le pareció más prudente.
Doña Sol no podía escribir decorosamente a ninguno de los dos galanes ni para despedirlos siquiera. El encargado de todo, por la Reina misma, fue el anciano Duarte de Mendaña, que tenía empleo en palacio y que había sido el que introdujo a Morsamor en la corte, según ya referimos.
Duarte de Mendaña se apresuró a cumplir con su comisión. Visitó primero a Pedro Carvallo, le enteró del enfado de la Reina y en nombre de su Alteza y con pleno y libre consentimiento de doña Sol, le intimó que desistiese de sus pretensiones y persecuciones.
Duarte de Mendaña, más severamente aún y con no menor recato, habló con Morsamor, le robó de parte de doña Sol toda esperanza de ser amado de ella y le exigió que no siguiese pretendiéndola.
Grandes fueron el pesar y la rabia de Morsamor luego que recibió tan mal recado.
Con descompuestos ademanes, el entrecejo fruncido y crispados los puños, acudió Morsamor a su confidente Tiburcio para desahogarse hablando del caso.
Con entrecortadas y rápidas frases refirió Morsamor a Tiburcio su conversación con Duarte de Mendaña.
Luego añadió Morsamor:
—Ya ves cuán cruel ha sido mi desengaño. Casi me arrepiento de haber querido volver a ser joven. Viejo y retirado del mundo, ni yo me enamoraba de nadie ni nadie me desdeñaba. ¿Qué puedo yo ser en esta nueva vida sino el arrendajo miserable, la mal trazada copia del pobre Bernardín Riveiro?
—Cálmate, Miguel, y no imagines que debes ser copia de original tan menguado y atribulado. Yo topé con él varias veces y me dio lástima y grima el verle. Ya iba cruzando por entre las breñas e internándose en lo más esquivo, ya emulando con las cabras monteses, saltaba por esos vericuetos. Dos o tres veces pasó cerca de mí y me causó horror. Rota y manchada la vestidura y enmarañado el cabello, más parece fiera que hombre. Seguro estoy de que en las venideras edades no han de creer y han de negar los críticos juiciosos estos ridículos desatinos; pero yo los he visto y no puedo negarlos. Bernardín Riveiro, por otro lado, tiene algún fundamento para hacer lo que hace. La Infanta había correspondido a su pasión; le había querido y había dejado de quererle, pues se casó con otro. Tú distas mucho de hallarte en el mismo caso. Ni doña Sol es Infanta, ni doña Sol te ha querido nunca, ni inspirado tú por doña Sol has de escribir églogas, canciones, romances e historias en prosa que te inmortalicen. Dado que le imitases, sólo imitarías a Bernardín Riveiro en lo tonto. Serías la víctima candorosa de ciertas invenciones poéticas, falsas o exageradas, que deleitan mucho en el día, como, por ejemplo, la famosa
Questión de Amor
. Indigno de ti y más que ridículo sería que te empeñases en traer a la vida real los ensueños de la fantasía y en convertir las flores retóricas en hechos. Bien está que se diga:
El primer día que os vi
tan mortal fue mi ferida
que en veros quedé sin vida
y el vivir se vio sin mí.
Y todavía me parece mejor, más alambicado y más agudo, aquello otro que con tintas variantes suele repetirse:
Morir a vivir prefiero;
y de tu beldad cautivo,
o no vivo porque vivo
o muero porque no muero.
No creas que no me deleitan estas y otras coplas parecidas. Son muy ingeniosas. Pero del dicho al hecho, hay gran trecho. Y el Padre Ambrosio tendría una desazón enorme si viese frustrado el buen éxito de su ciencia pasmosa y que no había valido el remozarte sino para que tú hicieses sin razón la parodia de Beltenebros en la Peña pobre. Si es verdad lo que se refiere de D. Enrique de Villena, yo me complazco en esperar que no salga jamás de la redoma a vivir segunda vida para incurrir en las mismas necedades que hizo en la primera. Escarmienta tú en el caso del monje Teófilo, cuya historia nos refirió el poeta Berceo, y escarmienta en otros casos de algunos sujetos que ya se remozaron con el auxilio del demonio y no disparates como ellos disparataron. Considera que tú tendrías menos disculpa, porque no te has dado al demonio como se dieron ellos y porque esta juventud nueva, que te ha caído encima como llovida del cielo, no se debe a Satanás, sino a ciencia y arte muy sanas. Indispensable es, por consiguiente, que tú te conserves sano también, que mires por tu gloria, que aproveches la ocasión que de alcanzarla se te ofrece y que no hagas muchas tonterías. Lícito te será, a mi ver, hacer algunas, por distracción y como de pasada, pero tu mira principal debe ponerse muy alto.
—Tan conforme estoy contigo en lo esencial —dijo Morsamor— que tu sermón es inútil porque predicas a un convertido. Antes que todo y sobre todo yo quiero gloria y harto sabes tú cuan dispuesto y apercibido estoy a buscarla. Concertado lo tengo todo con los ricos mercaderes genoveses Gabriel Adorno y Gaspar Salvago. La gruesa nave que ellos han fletado y con real privilegio han cargado de mercancías nos aguarda ya en Cascaes, pronta a zarpar para la India. Las direcciones náutica y mercantil están encomendadas por dichos mercaderes a un hábil piloto y a un administrador inteligente, pero yo he de ser el verdadero capitán de la nave y el que gobierne y ordene en ella cuanto importe a la defensa de las riquezas que conduce y cuanto sea menester para castigar y arrollar a los enemigos de la fe de Cristo, mahometanos o idólatras, que se atraviesen en nuestro camino. Iremos con la expedición que manda a Oriente el Rey D. Manuel y estaremos a las órdenes de su almirante y de su virrey, pero gozaremos de cierta independencia que yo sabré hacer mayor cuando conviniere. Acaso mañana mismo nos podremos ya dar a la vela. ¿Qué inconveniente hubiera habido en que yo, en vez de salir desdeñado, saliese alentado por el favor de una dama, señora de mis pensamientos, por sus promesas de ser mía cuando yo volviese triunfante y por el anhelo de acometer y dar cima a grandes hazañas para poner a sus pies mis laureles y mis trofeos?
—Bello era tu plan —replicó Tiburcio— pero de falsa y vana belleza. Un gran propósito se empequeñece cuando se subordina a fin pequeño. Por la patria a que perteneces, por la raza de hombres, cuya religión, cultura y lenguaje sostienes y defiendes, por amor de todo el humano linaje, por el afán de lograr altos fines a que puedes creerte como fadado y predestinado, comprendo que no haya empresa a que no te aventures; comprendo que todas ellas sean sublimes por la elevación del término que tú les busques. Pero, si todo se hace por lisonjear la vanidad de una dama, todo será también vanidad y lisonja, y nada serio habrá en ello ni digno de varón discreto y prudente. Extraños fueron a los sandios enamoramientos que tú fantaseas los héroes sanos de cuerpo y de alma que hubo en las antiguas edades. Y si por acaso caía alguno de ellos en sandez por el estilo era para su vencimiento y vergonzosa desventura. Sírvante de lección la vida y los amores de Marco Antonio y Cleopatra, que habrás leído o habrás oído referir a personas doctas.
—Juiciosa es la doctrina que expones —interpuso Miguel de Zuheros—. No atino contradecirla ni a disputar contigo. El corazón, no obstante, puede más que la cabeza. Y no bastan todas tus reflexiones, que hago mías, para que deje yo de lamentar la pérdida de la ilusión que me había forjado: que el recuerdo de doña Sol fuese como la estrella que me guiase en mis peregrinaciones, y que mi amor y mi esperanza de ser amado me prestasen aliento para dar cima a las proezas más altas. Te confieso que la pérdida de esta ilusión me tiene harto triste, aunque me esfuerzo para no estarlo.
—Bueno será —dijo Tiburcio— que sacudas de ti esa melancolía. El abatimiento y la tristeza enervan a los hombres y los incapacitan para todo. Menester es que tu ánimo se regocije. No se riegan con lágrimas los laureles. La alegría es quien mejor cuida de ellos y hace que florezcan lozanos.
De acuerdo con lo ya expuesto, el previsor y hábil Tiburcio lo preparó todo de la manera más conveniente, para que la partida de Morsamor no fuese con lágrimas humillantes y amargas, como nacidas de desdenes, sino con alegría, y hasta con cierto estrépito y alborozo según a un héroe y futuro conquistador correspondía y cuadraba.
Tiburcio era un hurón para descubrir y acosar su presa, por muy borrado que el rastro quedase en la pista y por muy oculta que fuese la madriguera.
No acertaremos a explicar con qué arte diabólico Tiburcio había averiguado que al anochecer del día anterior dos gentiles damas, conocidas suyas, habían llegado a Cintra muy recatadamente, y habían ido a instalarse en una hermosa casa de campo que allí poseían los señores Adorno y Salvago.
La casa estaba lejos de la población, en lugar retirado y esquivo, más allá de la sombría quinta que fue más tarde de D. Juan de Castro, y en amenísimo valle, camino de Colares.
Los genoveses, viudo el uno y solterón el otro, aunque eran ambos de edad provecta, enemigos del escándalo y muy inclinados a la devoción, gustaban de echar de vez en cuando una cana al aire, sin perder su grave circunspección y con la debida cautela. En aquellos días, estaban afanadísimos con los preparativos y el embarque de víveres y de otros bastimentos que por contrata debían hacer y que hacían para la salida de la flota.
No bien esta se diese a la vela, se proponían ellos reposar de sus fatigas y recrearse y holgarse en su retiro campestre, con un idilio delicioso y bien concertado. A este fin, enviaron por delante, para que lo tuviesen todo dispuesto y los aguardasen nada menos que a donna Olimpia de Belfiore y a su compañera Teletusa. Ambas, se comprometieron con gusto y fueron a esta excursión.
Donna Olimpia era muy singular mujer por todos estilos. Se preciaba de bien nacida, de leal en sus tratos, de fiel a sus compromisos y de tener una conciencia tan escrupulosa y estrecha, cuanto su profesión consentía.
Jactábase donna Olimpia de la nobleza de su cuna, procuraba hacer creer que era su familia del patriciado de Venecia y que figuraba en el
Libro de oro
, y aun llegaba a afirmar en ocasiones que en el Tribunal de los Díez se había sentado un tío suyo.
Años atrás, donna Olimpia había figurado con brillo en los saraos de la bella Imperia, Aspacia del siglo de León X, como la cortesana de Mileto lo había sido del de Pericles. Donna Olimpia, satélite ya de un astro tan refulgente, acaso hubiera llegado a igualarse con dicho astro, si su desatentada afición a correr mundo y ver tierras extrañas no lo hubiese estorbado. Era tal afición, que Pedro Aretino, autor de la preciosa historia de
La p… errante
, pensó con insistencia en tomar a donna Olimpia por modelo, para dotar su historia de una segunda parte más variada y peregrina. Acaso impidió que dicho propósito se realizase la repentina muerte de Pedro Aretino, el cual, según aseguran, aunque donna Olimpia, que era muy su amiga, lo negaba como calumniosa patraña, murió de risa, al oír contar los embustes, embelecos y travesuras de una hermana suya, famosa por sus devaneos.