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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

Morsamor (6 page)

BOOK: Morsamor
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La monotonía y la uniformidad de la vida habían hecho que el tiempo pareciese que pasaba con inaguantable lentitud, según iba pasando; pero, pasado ya, transcurridos los cuarenta años de convento, Fray Miguel volvía la vista atrás y no veía el larguísimo camino que había seguido y la enorme distancia que del punto de partida le separaba. Como no tenía variedad de sucesos con qué llenar, diversificar y distinguir aquella larga serie de años, toda ella le parecía soplo, relámpago fugitivo, desmayo y letargo que al disiparse se lo había llevado todo consigo, esperanzas y proyectos y hasta la posibilidad de forjarlos de nuevo. La horrible vejez había caído sobre él sin sentir. Su cabeza se había cubierto de canas y su rostro de arrugas. Cascada y temblona estaba su voz, sin brío sus brazos, flojas y vacilantes sus piernas. La luz hería y lastimaba sus ojos, sin dejarle ver con distinción, claridad y deleite las formas y los colores. Y aun esta amarga luz, que le ofendía más que le iluminaba, estaba amenazándole con abandonarle para siempre y sumirle en tinieblas. Y ya sabía él por sus experiencias y por sus frustrados conatos anteriores, que por mucho que penetrase y ahondase en estas tinieblas, no lograría romper su duro y tupido velo y bañar su espíritu en el infinito y luminoso mar donde le habían dicho que se bañan las almas, si se reconcentran en ellas mismas y se desprenden de lo terrenal y caduco.

Su vida iba tocando a su fin: hasta entonces había sido lastimosa y estéril, y, sin embargo, él daba inmenso precio a la vida. En esta baja tierra, encerrado nuestro espíritu en este cuerpo mortal y flaco, y asistido y servido por sus órganos durante breve tiempo, que huye para nunca volver, Fray Miguel entendía que era menester conquistar el respeto, la nombradía y el valor y el mérito que por toda una eternidad hemos de poseer, siendo por ello remunerados o castigados, glorificados o despreciados. Tan alta era la importancia que Fray Miguel daba a nuestra existencia efímera y transitoria en este planeta. De mucho dudaba Fray Miguel, en mucho no creía; pero, como roca, cuyo cimiento y raíz se hunde tanto en el seno de la tierra que no hay impetuoso torrente que la derribe y la arrastre, así su firme creencia en el valer de la vida humana, en este mundo, para preparación y prueba y para conquista de otra más alta vida, se conservaba firme y arraigada en su espíritu contra todas las tempestades y contra todas las avenidas de dudas y pasiones que habían pugnado y que pugnaban aún por arrancarla de allí y por sepultarla en la vana región de los sueños.

Cuán enorme no sería el pesar de Fray Miguel, que tamaña importancia atribuía a la vida, al ver que la suya iba ya a consumirse, tocaba a su fin, sin que persistiese más en ella que la energía de atormentarse y de desesperarse.

Si el Padre Ambrosio no se burlaba de él, si no se jactaba en vano, si por medio de sus artes mágicas podía volverle la mocedad, Fray Miguel estaba seguro de que sabría aprovecharla y no perderla sin fruto como había perdido la mocedad pasada. Ahora tenía él más claro concepto del valor de la vida y de los fines a que podía y debía aspirar en el mundo. La ociosa y larga meditación de sus cuarenta años de vida claustral, las estupendas novedades y sucesos cuya resonancia había llegado a conmoverle y alborotarle en su retiro, la explicación que el Padre Ambrosio hacía de todo y de que él se había penetrado con pasmo oyendo sus discursos, todo le persuadía de que se mostraba ante sus ojos el blanco a donde le importaba dirigir la mira, el digno empleo de su resucitada actividad, la misión que le tocaba cumplir secundando el propósito y cooperando al plan de la Providencia.

Con lógica inconsecuencia, Fray Miguel estaba lleno de dudas, y por momentos de negaciones, cuando en lo interior de su propio ser buscaba la verdad; pero, no bien su pensamiento salía fuera de sí y se extendía sobre la faz de la tierra, todo era en Fray Miguel fe y esperanza en los sublimes destinos del humano linaje y en el papel principal y brillante que le tocaba hacer a su pueblo. La fe del Padre Ambrosio había sido como llama voraz que había incendiado su alma haciéndola de luz y de fuego. El entusiasmo le poseía, pero hasta entonces la envidia, nacida a par del entusiasmo, le había desgarrado el pecho y le había devorado las entrañas. Vivir y morir en la obscuridad y en la inercia cuando tan grandes cosas realizaba el esfuerzo de los hombres, para Fray Miguel era insufrible. Resolvió, pues, someterse a todas las pruebas y a todas las operaciones mágicas de que el Padre Ambrosio había hablado a fin de remozarse y de lanzarse de nuevo en la palestra y tomar parte en la lucha. La agitación y el estruendo de esta lucha penetraba en el claustro, rompían su silencio, llamaba a la puerta de su celda y le excitaba y le convidaba a armarse y a ir al combate. Se le antojaba a veces que resonaba en sus oídos como la trompeta del día del juicio y que le resucitaba de entre los muertos.

El portentoso poema épico que el Padre Ambrosio fantaseaba en sus discursos iba verificándose y desarrollándose en la consistente realidad de la historia, y Fray Miguel no se contentaba con ser oyente o lector del poema, sino que anhelaba ser uno de sus héroes. Y ora fuese por severidad de juicio, ora porque Fray Miguel no quería que ningún individuo descollase mucho sobre él, Fray Miguel ponía como héroe principal del poema a todo su pueblo, mirándole como pueblo elegido, como nuevo pueblo de Dios que había de vencer a todos los enemigos de su ley, que había de arrostrar todos los peligros y que había de dar cima a mil inauditas empresas.

Fray Miguel no veía ni se forjaba en la mente un campeón que todo lo dirigiese y que se llevase la palma. Por bajo del pueblo estaban o surgían todos los campeones. Alborotados los reinos de Castilla y Valencia por las comunidades y germanías, allá en su pensar sigiloso Fray Miguel no estimaba mucho al joven, extranjero y ausente Emperador. Sospechaba que había de heredar algo de la extravagante locura materna y de la ligera futilidad de su padre, y que una inquietud sin propósito había de tejer la tela de su vida. Pero el pueblo español era grande, y de su seno surgirían adalides que venciesen y dominasen. Ellos derrotarían al turco, que amenazaba la cristiandad; ellos, con armas temporales y espirituales, lograrían sofocar la herejía que estaba naciendo en Alemania y que, barbarie mental, ansiaba derrocar el imperio de Roma en los espíritus, como los antiguos bárbaros habían destruido el imperio material de Roma. España, con sus héroes y con sus santos, había de sostener y conservar la unidad divina que informa y da vigor a la civilización europea. Y esta civilización poderosa y benéfica había de continuar difundiéndose por todos los climas y regiones, tierras y mares del mundo que habitamos.

Fray Miguel había ya oído hablar con horror y sabía las audacias del fraile Martín Lutero y sus propósitos infernales; pero, en el fervoroso espíritu de Fray Miguel, estaba ya la convicción profunda de que Dios había suscitado en España un gigantesco contrario al sajón heresiarca para arrebatarle sus conquistas. Entre tanto seguían extendiéndose magnificándose las de nuestra fe y nuestras armas en los más apartados y hasta entonces inexplorados países y entre gentes infieles y selváticas, alucinadas por el demonio y entregadas a crueles supersticiones y a monstruosos y nefandos ritos. A esta difusión de la luz y de la verdad, aunque más por medio de las armas que por medio de vanos discursos, se consideraba llamado y predestinado Fray Miguel, en cuanto el Padre Ambrosio realizase en él el prometido milagro de remozarle.

Fray Miguel acudió, pues, a la celda del Padre Ambrosio, resuelto a todo, y en la noche y en la hora convenidas.

X

El Padre Ambrosio estaba aguardándole. Saludó a Fray Miguel con una leve inclinación de cabeza, y sin decir palabra, le indicó que le siguiese. Ambos subieron por la escalera de caracol a la ancha cámara que ya conocemos.

Todo estaba en ella como lo hemos descrito antes. Sólo había tres objetos que por su novedad llamaron en seguida la atención de Fray Miguel. En la chimenea, en vez de no haber más que rescoldo y cenizas, ardía bastante leña que levantaba llamas, en cuyo centro, sobre unas trébedes se veía una retorta de cobre donde empezaba a hervir un líquido. El tubo encorvado, con que terminaba la cobertera de aquel pequeño alambique, iba a parar a una urna de vidrio suspendida en la pared y llena de agua clara. Dentro de la urna o refriante se veían las roscas de la culebra de metal. La cabeza de la culebra aparecía fuera de la urna en su parte baja.

No lejos de la chimenea estaba por el suelo un féretro abierto y vacío. Y por último, ocupado en mullir y arreglar los almohadones, donde había de reposar la cabeza la persona que en el féretro se encerrase, estaba el hermano Tiburcio, predilecto y aprovechado discípulo del Padre Ambrosio.

Encarándose este con Fray Miguel, apenas dejó caer la compuerta por donde había entrado, le dijo con gravedad solemne:

—Si fuera lícito valerse de palabras sagradas, aplicándolas a lo profano, con el único propósito de hacerse entender mejor, yo me atrevería a decirte, a fin de inspirarte denuedo y a fin de infundirte omnímoda confianza en mí, que yo soy resurrección y vida, y que si crees en mí, vivirás, cuando mueras.

—A todo estoy dispuesto. Mátame, si es necesario o conveniente a nuestros fines.

—A decir verdad y desechando toda jactancia, la muerte que yo te dé ha de ser aparente y no real. La virtud de volver a la vida a quien la pierde no es dada aún, ni acaso sea dada nunca, a la ciencia meramente natural y humana. Y yo, conviene que así lo entiendas, no acudo ni quiero ni puedo acudir a medios sobrenaturales para obrar mis prodigios. Mi magia es toda natural y lícita, aunque es de dos maneras: la que se funda en el conocimiento de hierbas, de drogas y de otros recursos enteramente materiales, en la cual está instruido el hermano Tiburcio, que como ves ha venido a ayudarme, y la magia superior, incomunicable y pura, cuyo poder estriba en el centro del espíritu, en el ápice de la mente, en la raíz misma por donde nuestro limitado pensamiento, no sólo toca, sino está asido a lo infinito. De esta más elevada ciencia, aunque todavía natural y nada más que humana, el hermano Tiburcio tiene pocas nociones. Yo sólo soy aquí quien la posee. De ella depende el éxito de mi empresa. Y no debo ocultarte que si bien tengo yo el éxito por seguro, reconozco modestamente que puede engañarme el amor propio. Si así fuese, si el amor propio me engañase, yo te mataría sin querer, pero te mataría. Ya ves a lo que me aventuro. ¿Quieres tú también aventurarte?

—Quiero —contestó sin arrogancia y con tranquilidad Fray Miguel.

—Para el rejuvenecimiento —continuó el Padre Ambrosio— que ha de verificarse en ti, se requiere algo parecido a la muerte, aunque no sea muerte. ¿Te sometes a ello?

—Me someto.

—Pues bien, dentro de poco te sumiré en letargo profundísimo; el hermano Tiburcio y yo te ungiremos las sienes y la frente con un precioso bálsamo, te tenderemos y te encerraremos en ese féretro que miras abierto en el suelo; y al cabo de poco, si no son falsas mis teorías, aunque nunca corroboradas aún por la experiencia, así como la crisálida rompe la tela que la envuelve y sale convertida en mariposa, aparecerás tú, mozo robusto y capaz, si tienes brío en el alma, de acometer y de dar cima a las empresas más arriesgadas y espantables. Veo con satisfacción que estás muy animado. Ya no dudo de tus bríos espirituales. Pero, aunque el espíritu sea fuerte, la carne flaquea, y es menester que se fortalezca tu mísera carne. Así, antes de remozarte, a par que sientas el deseo en el alma sentirás en tu cuerpo debilitado ya por los años el prurito de que se remoce. Para ello has a tomar una poción preparatoria, sabiamente compuesta de substancias eficacísimas, con tal habilidad y tino combinadas y templadas que no se neutralizan sus encontrados efectos, sino que se armonizan y conspiran todos al mismo fin.

Dirigiose entonces el Padre Ambrosio, hacia un ángulo de la estancia donde había un pequeño velador y sobre él una bandeja, un jarro y una ancha copa de plata. Llenó luego la copa del líquido que el jarro contenía, y llamando a Fray Miguel y dándosela para que bebiese le dijo:

—Con esto se fortalecerá tu cuerpo y se hará apto para las operaciones ulteriores. Es un elixir exquisito, en cuya composición entran el
nepenthes
que dio Elena a Telémaco para disipar su melancolía; la flor del cáñamo de la India; el
soma
o licor divino de los antiguos brahmanes; el hongo de Siberia que infunde furor bélico, y el zumo de las mandrágoras, con que Lía amó y deseó con mayor vehemencia a Jacob y se hizo de él amada y deseada.

Fray Miguel tomó la copa, y, casi de un solo trago, apuró todo el licor que contenía.

El hermano Tiburcio que lo presenciaba y miraba todo en silencio, aproximó un taburete e indicó por señas a Fray Miguel, que en él se sentase. En seguida tomó en los dedos cierto linimento oloroso, que había en un pomito de vidrio, y ungió con él lo más alto de la cabeza, la frente y las sienes del fraile.

Mientras se verificaba la untura, el Padre Ambrosio, recitó no corta serie de palabras y frases, al parecer de un lenguaje exótico y punto menos que inaudito. Al extraño son de aquellas palabras, o acaso por obra del linimento, Fray Miguel imaginó que todo brincaba y giraba en torno suyo con rapidez vertiginosa; que los muros y el suelo se estremecían y amenazaban derrumbarse, y que el edificio no estaba parado y fijo sobre su cimiento, sino que iba lanzado por el espacio sin límites.

Por dicha, cesó pronto en el cerebro de Fray Miguel, aquel a modo de mareo. Y, terminada también la serie de conjuros ininteligibles, oyó que el Padre Ambrosio le decía:

—No es todo alucinación mental lo que acabas de experimentar ahora. En gran parte, es efecto de las palabras mágicas que he pronunciado. Nada sin embargo más natural. No receles artes ni prestigios diabólicos. Las palabras que he pronunciado ignoro yo lo que significan, pero me consta que nada hay en ellas de pecaminoso. Se han ido conservando por tradición oral entre varones piadosos aficionados a la magia lícita, y son palabras del idioma primitivo que se hablaba mucho antes de Abraham, en Ur de los caldeos, y aun antes, en el imperio que fundó Nemrod en el centro del Asia. La clave de este idioma se perdió siglos ha, y acaso no vuelva nunca a encontrarse. Yo he oído referir que un antiguo rey de Nínive, llamado Asurbanipal, siete siglos antes de nuestra era, formó una biblioteca de libros escritos en esta lengua, que era ya una lengua muerta, como el latín hoy entre nosotros. Pero los libros reunidos por Asurbanipal, sepultados hoy entre las ruinas y escombros de antiquísima ciudad y regio alcázar, eran ya de una época de gran decadencia, cuando el mencionado primitivo idioma estaba corrompidísimo, y la alta filosofía que le había informado viciada y cuajada de supersticiones. En cambio, las palabras que yo he dicho son del idioma primitivo y puro, y no son signos arbitrarios, sino que tienen relación íntima y substancial con los objetos que expresan o designan. De aquí el alboroto, la agitación y el tumulto de todas las cosas creadas cuando tales palabras se pronuncian. Juzgo de mi deber explicarte todo esto para que no te des a sospechar que soy brujo, que me valgo de prestigios o que ando en tratos con el diablo. Aunque peque yo de sobrado llano y pedestre, diré para mayor claridad, que juego limpio.

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