—Singular extravío de tu espíritu —interpuso con calma el Padre Ambrosio— fue el que te trajo al claustro, confundiendo y tomando el despecho por verdadera y santa vocación. Pero tú eres tan valiente como ambicioso, si nada te asusta ni te arredra, yo podré, no remediar tu mal, pero ponerte en situación de que tú mismo le remedies, de que satisfagas tus ambiciosos propósitos, de que apartes de ti la duda que puedes o de que no puedes, y de que realices los esfuerzos de tu voluntad, haciéndolos fecundos. Mi ciencia, por ti, puede hacer un milagro. Te advierto, no obstante, que no puede hacerle ni le hará mi ciencia sin tu auxilio. En la producción del milagro, por tanto o por más que mi ciencia han de entrar y han de ser parte tu fe, tu plena confianza en mí, tu firme decisión y tu brío. He de poner a prueba tu valor. Veremos si desfalleces.
El Padre Ambrosio, en pago de la confianza que a Fray Miguel infundía, quiso mostrarse no menos confiado.
—Yo no puedo revelarte —le dijo— mi oculto saber. Se oponen a ello por sentencia unánime los iniciados y maestros. En el estado que hoy tiene la sociedad humana, divulgar mis secretos sería causa de una perturbación espantosa. El gran Raimundo Lulio amenaza con la condenación eterna a quien los divulgue. La doctrina debe permanecer oculta y sólo transmitirse entre los iniciados por medio de misteriosos símbolos y para el vulgo indescifrables figuras. La llave del tesoro ha de confiarse sólo a quien sea capaz de custodiarla. La ciencia no es un sueño vano. Todo está escrito desde hace más de sesenta siglos, pero son pocos, muy pocos los que entienden lo escrito y lo interpretan. Hermes, tres veces grande, con un buril de diamante hecho ascua grabó todo lo sustancial de la ciencia en una lámina de esmeralda y dejó escondida la lámina en la mayor de las pirámides de Egipto, en recóndito y estrecho aposento, a donde no podía llegarse sino por un revuelto e inextricable laberinto, o bien por la violencia de un héroe conquistador de sobrehumanas facultades. Alejandro de Macedonia halló la lámina de esmeraldas, pero no la comprendió. Ni Aristóteles ni ninguno de los sabios que después ha habido, la han interpretado y comentado como se debe. Yo me lisonjeo de entender todo su sentido, pero no quiero ni puedo explicártele ni me entenderías aunque te le explicase. El que le entiende, la lámina misma lo declara, tendrá toda la gloria del mundo y de en torno suyo se apartarán las tinieblas. Yo no puedo darte la ciencia. La ciencia que poseo es intransmisible, pero puedo y quiero darte los bienes que de la ciencia dimanan, que yo desdeño porque soy superior a ellos, pero que sujeto a mis órdenes. Sígueme si tienes valor; sube conmigo a mi laboratorio y allí verás cómo se agitan los misteriosos poderes y cómo las energías ocultas realizan transformaciones y van más allá, y trasmutan las sustancias, y de lo sólido y duro sacan el oro, y en lo aéreo y difuso hallan el movimiento y la fuerza y los medios de renovar y de reconstituir la vida. Si tienes valor, si presencias sin temblar y sin desmayarte mis tremendas operaciones y te sometes a ellas, yo te prometo que te devolveré el vigor de la mocedad y los medios de ponerte a prueba por segunda vez, y sin perder tiempo ver de un modo definitivo si vales o no vales.
Dicho esto, el Padre Ambrosio, tomando en la mano la lámpara que ardía sobre la mesa y sirviendo de guía, hizo entrar a Fray Miguel en la mezquina alcoba donde tenía su cama. Allí había en el ángulo formado por las paredes del fondo y lado derecho una estrechísima escalera de caracol, por donde ambos frailes subieron más de treinta escalones. Al extremo de ellos había una compuerta que el Padre Ambrosio levantó con facilidad. Ambos se encontraron entonces en un espacioso camaranchón, lleno de extraños objetos que provocaron la admiración y el asombro y despertaron la curiosidad de Fray Miguel de Zuheros. En varios anaqueles multitud de vasijas de barro, ampolletas de vidrio, redomas y pomos, que contenían sin duda extrañas drogas; arrimados a la pared o suspendidos de ella dos esqueletos humanos y pájaros y reptiles disecados; en diversos poyos, en mesas, en hornillas y en anafes, retortas, embudos y vasos de metal y de arcilla; en la gran chimenea de campana, que estaba en la pared opuesta al sitio por donde habían entrado, ardía un poco de leña en medio de rescoldo y ceniza. En el centro de la estancia una lámpara de bronce, pendiente del techo por una cadena, derramaba luz más viva, clara e intensa que la producida por la combustión de la cera y del aceite. Casi debajo de la lámpara había un atril y en el atril un gran libro manuscrito en pergamino. El Padre Ambrosio se acercó al libro y dijo:
—Esta es la Alegoría de Merlín.
Luego leyó, extractando e interpretando en nuestra lengua vernácula el contenido de las páginas por donde el libro estaba abierto:
«Él quiso beber del agua que le agradaba. Se la trajeron y bebió. Se puso muy pálido. Sintió grandes dolores como si le arrancasen con tenazas pedazos de su cuerpo. Invadieron su ser la pesadez y la fatiga. Cayó por último en profundo letargo. Ha muerto, decía la gente. El médico que le dio el agua le ha envenenado. Menester será enterrarle o quemarle antes de que se pudra e inficione toda la tierra. Pero el sabio médico no consintió que le enterrasen. Le puso en una caja de hierro en forma de cruz, ungiéndole antes con raros linimentos y olorosos bálsamos. Cercó de fuego y de llamas el féretro metálico, y pronto, muy pronto volvió a la vida el que parecía muerto, y volvió tan lleno de hermosura y de fuerza, que todos le amaban y los reyes y los poderosos de cuantas naciones hay en el mundo le honraban y le temían».
El Padre Ambrosio cerró entonces el libro y continuó hablando de esta suerte:
—Algo semejante al procedimiento alegórico del sabio puedo yo hacer contigo. De tu confianza en mí y de tu valor depende el logro de tu deseo. Un extracto, una quinta esencia de la piedra filosofal es ardiente líquido que puede y debe dar, ya que no la inmortalidad, juventud, fuerza y plena duración de vida. Si te sometes, me atrevo a hacer en ti la peligrosa experiencia. Hay quien afirma que mi maestro Lulio consiguió remozarse, que Alán de la Isla vivió cerca de dos siglos, que Nicolás Flamel vivió cuatro, y que frisó en la edad de mil años el sabio Artefio. Algo de esto entiendo yo que podré hacer contigo si tú te prestas y si Dios me ayuda.
Fray Miguel de Zuheros permaneció en silencio por no saber qué contestar, lleno de dudas y recelos. Era naturalmente incrédulo y desconfiado, y su corta ventura y los muchos y tristes años que había vivido, habían arraigado en su alma y acrecentado más cada día la incredulidad y la desconfianza. Ora dudaba del saber del Padre Ambrosio atribuyendo a jactancia sus ofrecimientos, ora recelaba de un modo confuso que el Padre Ambrosio intentaba hacerle juguete de una burla cruel para reprimir y humillar su ambición impotente e inveterada.
Notando el Padre Ambrosio que la vacilación, que el recelo causaba el silencio de Fray Miguel, habló de nuevo y dijo:
—Te callas y vacilas y no lo extraño ni lo censuro. Para que yo haga contigo lo que puedo hacer, se necesita que te fíes de mí por completo, que me rindas todas las potencias de tu alma, que seas entre mis manos, mientras duren mis operaciones mágicas, como masa inerte, sin voluntad, sin entendimiento y sin sentido. No bastaría que yo por fuerza o por astucia te despojase de todo. Se requiere que tú mismo te despojes y te sometas a mi poder con abnegación sin límites. Y no quiero ni exijo yo que esto sea de repente y como por sorpresa. Te concedo tres días para que lo pienses y lo decidas. Al cabo de ellos, ven por aquí, a la misma hora en que has venido esta noche, a decirme la determinación que hayas tomado. Ahora vete a tu celda.
Respondiendo sólo con una profunda inclinación de cabeza, obedeció Fray Miguel; bajó del camaranchón antes que el Padre Ambrosio, y despidiéndose de él atravesó los oscuros claustros, levemente iluminados por la luz de las estrellas y por una lamparilla que ardía ante un crucifijo pendiente del muro, y se retiró a su celda, todo conmovido por los mil encontrados pensamientos, deseos y temores que combatían por la posesión de su alma.
Desde que se retiró a su celda Fray Miguel de Zuheros, hasta que pasaron los tres días y se cumplió el plazo señalado por el Padre Ambrosio, la agitación del ánimo de Fray Miguel fue grandísima y apenas le dejó pocos instantes de reposo. Su sueño fue breve y lleno de extrañas visiones. La destemplanza de su sangre y la excitación de sus nervios ya le hacían tiritar con intenso frío, ya sofocarse hasta sudar con el calor de la calentura. Motivo y no pretexto tuvo para no asistir por enfermo ni al coro ni al refectorio. Acudió, no obstante, aunque sin comer apenas y casi sin desplegar los labios sino para murmurar sus rezos.
Fray Miguel no habló con nadie, pero habló mucho consigo mismo, en aquella conversación interior y profunda, cuyas palabras y frases no es menester que suenen o en la que tal vez se dice y se representa todo de un modo más directo y más vivo, sin acudir a los signos arbitrarios de las frases y de las palabras.
Punto menos que imposible, es reproducir aquí lo que Fray Miguel pensó y se dijo. En todo discurso, si se enuncia por el lenguaje humano, las imágenes, las pasiones y los pensamientos van tomando forma, sucediéndose y mostrándose con cierto orden y gradación, unos en pos de otros. En Fray Miguel no era así: en silencio exterior estaba él, sin voz y sin acento que pudiesen percibir los sentidos; pero allá en los abismos de su alma se levantaba tempestad espantosa. Recuerdos, esperanzas, dudas y desengaños, todo acudía en tumulto y asaltaba y atormentaba su mente. Fray Miguel por involuntario impulso hacía un raro examen de conciencia. El bien y el mal de cuanto había hecho se le aparecían como presente y no como desvanecido y pasado, y al mismo tiempo hacían irrupción en su espíritu, en tropel contradictorio y confuso, triunfos y derrotas, crímenes y virtudes, gloria y oprobio y mil portentosos lances y sucesos, que flotaban sin encadenamiento que los ligase, en un porvenir nebuloso.
Arduo sería penetrar en el espíritu de Fray Miguel y descubrir cuanto en aquel momento le agitaba; pero aún es arduo el empeño de distinguir lo que bullía en aquel caos y darlo a conocer por medio de la palabra escrita. Haré, no obstante, un esfuerzo, a fin de que se sepa algo de lo que entonces Fray Miguel sentía y pensaba. Lo que en su mente era simultáneo no podrá menos de sucederse en el soliloquio, pero lo que él interiormente se hablaba, carecía de conclusión y de principio y se manifestaba todo a la vez.
Desesperado de lograr en el mundo la fortuna que buscaba, Fray Miguel a los treinta y cinco años de su edad se había refugiado en el claustro. Su última derrota había sido en la batalla de Toro, donde militó en defensa de doña Juana, en las huestes portuguesas.
Ya en el claustro, pensó que la paz le bastaría. Se propuso no aspirar sino a la paz, pero conoció pronto que la paz no le bastaba. Su ambición y su codicia de riquezas, bienes, poder y deleites materiales, le alejaron del mundo, mas no para hundirse y perecer, sino para buscar su satisfacción más allá del mundo: en algo tan sublime y tan luminoso que todas las excelsitudes y resplandores del mundo fuesen, en su comparación, ruindad, misericordia y sombra. En la fertilidad y verdura de los campos, en las umbrías solitarias, durante las horas meridianas, cuando vierte el sol a torrentes sus rayos esplendorosos, en el augusto silencio de la noche, en la amplitud del cielo lleno de estrellas, en el movimiento y en la vida de los seres, en la yerbecilla que pisaban sus pies, en la flor silvestre que deshojaban sus dedos y en el astro remoto que sus ojos apenas distinguían, en lo más cercano y en lo más distante, Fray Miguel buscó la clave del misterio, quiso hallar la cifra de un nombre incomunicable, pugnó porque se le apareciese y se le revelase lo sobrenatural y lo sobrehumano. Sin duda era el orgullo y no el amor quien impulsaba a Fray Miguel; Fray Miguel no consiguió nada.
Entonces apartó el sentido y distrajo la atención de todo lo creado, de cuanto se muestra en lo exterior a nuestros ojos o resuena en nuestros oídos. Como buzo que baja en busca de coral y de perlas al fondo de los mares, hundió su mente en la íntima contemplación de su propio ser, buscando allí la raíz por donde estaba asido y como pendiente de lo infinito. Tampoco así halló nada, sino obscuridad vacía y lúgubre.
Volvió el pensamiento de Fray Miguel al mundo exterior. Desechando la idea de estar poseído, concibió la esperanza de poder estar obseso. ¿Era él tan vil y tan indigno que no lograse ponerse en comunicación con seres inteligentes que no formen parte del linaje humano? El universo está lleno de tales seres. ¿Por qué eran tan groseros sus sentidos que no los percibían? ¿No podría él evocarlos, formar pacto y alianza con ellos y adquirir virtudes, poder y fuerzas superiores a cuanto posee la generalidad de los mortales de su misma especie?
Cuando se paraba Fray Miguel en esta impía imaginación, solía caer en el más hondo abatimiento, y tal vez exclamaba:
—Sin duda no me ha faltado ni la intención, ni el propósito, ni el valor de darme al diablo; pero el diablo no me quiere y me desdeña. Yo no consigo lo que consigue cualquiera vieja ignorante y estúpida. Las puertas que defienden la mansión del milagro, ya celestial, ya infernal, están cerradas para mí. Llamo a ellas y nadie me responde.
La reacción del orgullo venía luego a levantar su espíritu y a elevarle al extremo contrario: al mayor grado de soberbia:
—Ningún demonio viene y me ayuda —decía— porque son inferiores a mí, porque no pueden darme lo que me falta, porque yo valgo más que ellos. En balde me humillo pidiéndoles que me socorran. Lo que me conviene es buscar el camino del lugar hasta donde mi aptitud y mi predestinación pueden conducirme, y, desde allí, llamarlos y sujetarlos a mi mandado, no tomándolos como protectores sino como siervos sumisos.
En estas y en otras cavilaciones, que entonces se presentaban juntas en la mente de Fray Miguel, habían pasado muchos años de su vida claustral. Su orgullo no había consentido que fuese un santo, pero también su orgullo se había opuesto a que ningún poder infernal viniese a dominar su alma, ocupada y dominada toda por su orgullo mismo.
En el espíritu de Fray Miguel había además poco briosas facultades que le habilitasen para conquistar y dominar nada por medio del pensamiento, Era distraído, poco insistente, ambicioso de ciencia como de todo, pero sin la paciente perseverancia que se requiere para adquirirla. Fray Miguel, si era algo, si algo valía, era como hombre de acción, aunque su poca fortuna o su mucha torpeza le habían extraviado en el camino, encontrando sólo, cuando se cansó y se hartó de andar por él, el desengaño más negro. Aborrecía la vida, pero tenía miedo de la muerte. Así por la época de fe en que vivía como por la natural condición de su espíritu, en la cabeza de Fray Miguel no cabía imaginar que fuera la muerte la aniquilación del individuo, la desaparición de la persona, el olvido de todo. Él veía en el término de su vida mortal, no sueño eterno, sino tránsito a vida nueva. Y no le asustaba tanto el temor de ser condenado y no salvado, cuanto el humillante recelo de ser tan insignificante en la vida futura como en la vida presente, y de que así en el cielo, como en el infierno, se le hiciese poquísimo caso: se le tratase con el mismo desdén con que en este mundo sublunar sus semejantes le habían tratado.