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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

Morsamor (2 page)

BOOK: Morsamor
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En competencia con ellos y movidos por idéntico impulso, los portugueses habían persistido en su casi secular empeño de navegar hasta el extremo Sur de África, de ir más allá navegando, y de llegar a la India y de apoderarse allí del comercio, y de la riqueza de que hasta entonces habían gozado árabes, persas, venecianos y genoveses.

Iba Fray Miguel enterándose vaga y confusamente de todas estas novedades. Como era poco comunicativo no decía a nadie la impresión que le hacían; pero la impresión era profunda, acrecentando su profundidad y su fuerza, la reconcentración y el sigilo con que en el centro de su alma lo escondía todo.

Cualquier ser humano, como no sea depravadísimo, tiene el amor de la patria, del pueblo, de la tierra en que ha nacido y de la gente a que pertenece. Este sentimiento es tan natural y tan general que no he de hacer yo el elogio de Fray Miguel porque le tuviese. Me limito a afirmar que le tenía. Los triunfos de su nación, el verla trocada de sociedad desquiciada y anárquica en Potencia temida, influyente y gloriosa, lisonjeaban el orgullo de Fray Miguel y le tenía muy satisfecho y orondo. Por nada del mundo hubiera anhelado él que lo que era no fuese; que de todas las glorias, grandezas y triunfos su nación, resultasen falsedad y sueño vano de la fantasía. Su corazón se alegraba de que fuesen reales; pero al mismo tiempo, por extraña aunque frecuente contradicción de nuestro espíritu, había en el suyo vergüenza y abatimiento de no haber contribuido a la elevación nacional de que se admiraba y se enorgullecía. Ni con sus humildes rezos, ya en el templo solitario, ya en su mezquina celda, había contribuido Fray Miguel a ninguna de las altas empresas que se habían llevado a cabo. Su corazón falto de fe y de esperanza y su mente inclinada y torcida a no prever sino lo peor, no habían podido pedir ni habían pedido al cielo lo inasequible, lo absurdo, lo que no habían concebido ni en sueños, comprendiéndolo sólo al verlo en realidad efectiva. España, pobre, desgarrada por discordias civiles, sin dominio y sin influjo en lo exterior, se había transformado de repente en la primera nación del mundo, y Fray Miguel, que en sus verdes mocedades había aspirado a llenarle de su ama, como trovador y como guerrero, tenía entonces que confesarse asimismo, en amargo vejamen, que ni como devoto fraile, con oraciones y súplicas, había contribuido a tan maravillosa transformación y a tan no prevista ni imaginada grandeza.

Los nombres gloriosos de navegantes intrépidos, de dichosos e invictos capitanes, de habilísimos políticos, de negociadores que sabían ganar ajenas voluntades e imponer la propia, y de administradores juiciosos y atinados que encontraban recursos sin esquilmar a la nación, todo esto, a par que halagaba el alma de Fray Miguel en lo que tenía de alma española y en lo que era como parte del alma superior y colectiva de su pueblo y de su casta, lastimaba, hería y destrozaba su alma individual, colmándola de amargo abatimiento y de ponzoñosa envidia.

Durante muchos años, desde que se retiró Fray Miguel al claustro hasta mucho después, el completo menosprecio del mundo, o sea del linaje humano en general y de su pueblo en particular, había estado en perfecta consonancia con el menosprecio de sí mismo que Fray Miguel sentía, de donde resultaba una tranquilidad fúnebre. Fray Miguel había estado, durante muchos años, fúnebremente tranquilo; pero el reciente alto concepto que de su patria había formado y la consideración del valer, de las hazañas y de la gloria de los hombres que habían encumbrado su patria, se contraponían ahora al menosprecio de sí mismo que no podía menos de seguir sintiendo, y esto levantaba en su alma una tempestad de celos y hacía retoñar y reverdecer en ella la antigua ambición de su mocedad, volviendo a ser ambicioso con más de setenta y cinco años cumplidos. Su corazón latía con violencia lleno de extrañas aspiraciones bajo el humilde sayal franciscano. Su corazón se agitaba en la vejez acaso con más poderosas energías que en la juventud. En su juventud había habido siempre algo de vano en todos sus propósitos ambiciosos: había puesto la mira en fines confusos o efímeros y poco elevados: en distinguirse en un torneo o en alguna otra empresa caballeresca atrayendo la atención y conquistando el afecto de alguna dama hermosa, encumbrada y noble. Ahora los fines que se proponían, que buscaban y que alcanzaban los hombres de acción, eran más consistentes, eran más altos y no por eso menos positivos y sustanciales. El mundo, ignorado antes, había venido a revelarse con una grandeza real hasta entonces no percibida y por toda ella iban a extenderse y a triunfar la religión de Cristo y la civilización de Europa, llevadas par los hijos de Iberia hasta las regiones más remotas, ya entre gentes bárbaras y selváticas que separadas del resto del humano linaje no habían seguido su marcha progresiva y hasta habían olvidado la nobleza de su origen común, ya entre los pueblos de Oriente donde persistían y florecían aún la poesía y el saber y el arte de las edades divinas, cuando entendían los hombres que estaban en comunicación y trato con los dioses y con los genios; por todas partes, entre todas las lenguas, tribus y gentes, así entre aquellas, que olvidadas de las primitivas aspiraciones y revelaciones, se habían hundido en una vida casi selvática, como entre aquellas que, combinando y fecundando esas aspiraciones y revelaciones primitivas con los ensueños de una exuberante fantasía, habían creado una portentosa cultura, en cuya ponderación y admiración permanecían inmóviles.

Si nos figuramos a todo el humano linaje como inmensa hueste que marcha a la conquista de una tierra de promisión, los pueblos selváticos y rudos que hacia el Occidente se habían descubierto, eran como parte de la hueste que se había extraviado en el camino y que no sólo había desistido de la empresa sino que la habían olvidado. Por el contrario, los pueblos que los portugueses habían vuelto a visitar en el Oriente, abriéndose camino por los mares, se diría que, embelesados en el regalo y deleite de encantados jardines y orgullosos de su primitivo saber y del rico florecimiento de la antigua cultura, permanecían aún parados e inertes. Misión providencial de los hijos de Iberia era sin duda sacar a los unos de la abyecta postración en que habían caído y despertar a los otros del sueño secular, del profundísimo letargo en que estaban.

Esta parte de la misión parecía especialmente confiada a los portugueses. Habían, como el gentil caballero del antiguo cuento de hadas, venciendo mil obstáculos y dificultades, penetrado en los deliciosos jardines y luego en el encantado palacio donde, desde hacía muchos siglos, la hermosísima princesa estaba dormida.

El modo que los portugueses emplearon para despertarla del sueño, no fue a la verdad tan dulce y tan delicado como el del cuento; pero la realidad tiene sus impurezas y aquellos tiempos eran más rudos que los de ahora. Valga esto para disculpa de los portugueses.

Como quiera que ello sea, ya las noticias de nuestros triunfos en Italia, ya las vagas y confusas narraciones de los descubrimientos que hacia el Occidente hacían los castellanos de grandes y fértiles islas y de un dilatado continente, habitado todo por tribus salvajes y decaídas que no habían llegado o que habían retrocedido hasta el extremo de no tener animales domésticos, de no ser pastores, de vivir en un estado de humanidad más rudimentario que el de los pueblos errantes de Asia y de África, ya las expediciones, victorias y conquistas de Portugal en la India, que renovaban o eclipsaban las glorias fabulosas del Dios Ditirambo y las hazañas y empresas reales del Macedón Alejandro y que obscurecían las leyendas de los siglos medios, todo entusiasmaba y solevantaba a Fray Miguel de Zuheros; pero lo que más le seducía, lo que ejercía fascinador influjo en su ánimo y le atraía poderosamente, era el éxito de los portugueses en la India.

Acostumbrado Fray Miguel a disimular sus emociones, a no confiarse a nadie y a no desahogar confesándolo lo que tenía en su pecho, no mostraba en lo exterior ni para cuantos le rodeaban alteración ni cambio.

Como además fijaba poco la atención y todos le tenían por persona menos notable de lo que era, nadie advertía el cambio imperceptible y lento que en él se había realizado. Fray Miguel estaba más retraído y silencioso que nunca. De sus labios no brotaban sino las indispensables palabras que la necesidad o la cortesía nos obligan a pronunciar en la vida diaria, y no sonaba su voz en más largos discursos que los de las devotas oraciones que rezaba en el coro.

III

En contraposición a la insignificancia y obscuridad de Fray Miguel, había en el mismo convento otro fraile cuya fama y alta reputación de sabio se extendían por toda la Península y aun trascendían a Italia y a otras naciones. Se llamaba este fraile el Padre Ambrosio de Utrera. No había disciplina ni facultad en que no se le proclamase maestro. Era gran humanista, diestro y sutil en las controversias, teólogo y jurisconsulto, y muy versado en el estudio de los seres que componen el mundo visible. Se suponía que de magia natural, astrología y alquimia sabía cuanto podía saberse en su tiempo, y que él además, a fuerza de estudios, meditaciones y experiencias, había descubierto grandes misterios y secretas propiedades y leyes de las cosas creadas, de lo cual revelaba algo a sus contemporáneos y ocultaba mucho, por considerar que el humano linaje no alcanzaba aún la madurez y la capacidad, convenientes para que pudiera confiársele sin profanación o sin gravísimo peligro la llave de aquellos temerosos arcanos, de los que sin embargo, se valía él para aliviar muchos males, corregir muchos vicios y mejorar la condición y la suerte de sus semejantes, los demás hombres.

El Padre Ambrosio había ido por orden superior y en misión secreta a Roma.

No importa a nuestra historia, ni sabríamos declarar aquí, aunque importase, cuál había sido el objeto de la misión del Padre Ambrosio. Baste saber que estuvo siete años en Roma, bajo el pontificado de León X, y que volvió a su convento de Sevilla el año de 1521 en que va a empezar la historia que aquí referimos.

A pesar de su grande autoridad como hombre de ciencia y a pesar de la austeridad de sus costumbres, el Padre Ambrosio era benigno y afable con todos los hombres y más aún con los desatendidos y desdeñados.

De aquí que Fray Miguel de Zuheros, si de alguien había recibido muestras de cariñosa simpatía, había sido del Padre Ambrosio, y si algo los interiores tormentos de su espíritu había revelado a alguna persona, esta persona había sido el mencionado Padre.

Durante su ausencia, pues, Fray Miguel había vivido más aislado y mudo que nunca.

Con frecuencia, en las horas de recreo y solaz que en el convento había, cuando ni los Padres ni los novicios estudiaban, meditaban o rezaban, en el extremo de la huerta donde había árboles de sombra y asientos de piedra, el Padre Ambrosio se sentaba rodeado de muchas personas que componían un atento auditorio, y con fácil palabra les relataba lo que llamaríamos hoy sus impresiones de viaje.

Describía el Padre elocuentemente las magnificencias de la Ciudad Eterna: sus palacios, sus templos y sus majestuosas ruinas.

El Padre Ambrosio no consideraba sin embargo a Roma como ciudad-relicario, museo de antigüedades, residuo maravilloso pero inerte de poderío y grandeza jamás igualados antes ni después en la historia. Roma para él había sido siempre, y entonces era más que nunca, porque volvía deslumbrado y hechizado por el esplendor, la elegancia y el lujo de la corte de León X, Roma era para él en realidad la Ciudad Eterna, la reina de las ciudades, la capital del mundo. El pensamiento profundamente católico y español del Padre Ambrosio, si no auguraba, si no se atrevía a profetizar una monarquía universal, la creía posible y hasta probable y creía ver en el giro de los sucesos y en el desenvolvimiento que iban tomando las cosas humanas, que todo se encaminaba la formación de tan gloriosa monarquía, si monarquía podía llamarse, y no debía darse otro nombre a lo que imaginaba el Padre. Él imaginaba que el sucesor de San Pedro, vicario de Cristo y cabeza visible de la iglesia, había de ser y era menester que fuese el Soberano que dominase sobre toda la tierra y gobernase y dirigiese al humano linaje como único pastor a una sola grey. Pero el Padre Santo era principal ministro de un Dios de paz; en vez de cetro y espada tenía cayado. No eran sus armas visibles ni capaces de herir el cuerpo sino los espíritus: sus armas eran la bendición y el anatema. Determinando mejor su concepto, el Padre Ambrosio miraba todos los territorios, donde se había plantado la Cruz redentora, como redil amplio, gobernado por el sucesor del príncipe de los apóstoles, pero gobernado por la persuasión y por la dulzura y realizando la paz perpetua. Antes sin embargo de llegar a término tan deseado, era menester el empleo de la fuerza material para traer a Cristo las cosas todas, para impeler a entrar en el aprisco a las ovejas descarriadas, y para combatir, matar o domar a los leones bravos y a los hambrientos lobos que amenazaban el rebaño y que no le dejaban vivir y pacer tranquilo. El Padre Santo, pues, a pesar de su inmenso poder espiritual, necesitaba aún, y así estaba prescrito y decretado en el plan divino de la historia, un poderoso y enérgico brazo secular que le ayudase en su empresa, que le valiese para la pacificación de la tierra toda y para lograr que Roma, al cabo, transfigurada y purificada, en nada se pareciese a la antigua Babilonia, sino a la Jerusalem refulgente, que el Águila de Patmos vio descender del cielo, ricamente ataviada con admirables joyas y con la vestidura nupcial y con las regias galas de la esposa de Cristo. Para el Padre Ambrosio, en suma, el Padre Santo, en nuestra Ley de Gracia, y en la nueva Era, en cuyo principio creía él vivir, parecía permanente y más dichoso Moisés, que no había de ver la tierra prometida desde lo alto del monte Nebo y allá a lo lejos, sino que había de entrar en ella y dominarla para bien de todo nuestro linaje. A este fin, el Moisés permanente pedía al cielo un Josué activo y belicoso, cuya espada desbaratase y rompiese las huestes enemigas y al son de cuyos clarines cayesen derribados con espantoso fragor los muros de las fortalezas infieles, cuya poderosa hacha de armas quebrase y derribase todos los ídolos y cuyo brazo infatigable acabase por plantar la Cruz del Redentor en todas las latitudes y en todas las alturas, haciendo que las gentes fieras y las más remotas y bárbaras naciones, desconocidas antes, cayesen ante ella postradas de hinojos.

Este brazo secular, este permanente Josué con que el Padre Ambrosio soñaba, era el pueblo español y era su soberano: flamante pueblo de Dios y nuevo e inmortal caudillo que la providencia suscitaría a fin de que se cumpliesen sus altos designios, de todo lo cual la lozanía juvenil de todo Portugal, Aragón y Castilla era como signo precursor, era como primavera riquísima en flores, que alegraban el corazón y ya le daban en esperanza segura el venturoso y sazonado fruto.

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