El rey se presentó en un lujoso carro, tirado por cuatro caballos blancos y conducido por su propio hermano Rustán, que se ufanaba de ser hábil auriga. Se parecían también en el carro un venerable escudero, que sostenía el quitasol de raso amarillo, bordado de oro, dando sombra al rey y siendo símbolo e insignia de su poder soberano; y dos pajecillos, muy graciosos y compuestos, que oseaban las moscas y movían y refrescaban el aire que circundaba a la persona regia, agitando grandes abanicos, uno de pintadas plumas de pavo real, y otro de plumas de avestruz blancas como la leche.
El rey y su hermano recibieron y saludaron a las damas, a Morsamor y a los suyos con gran cortesía y finura, y después de recorrer las principales calles de la ciudad y de mostrarles las más interesantes curiosidades, los llevaron al campo, donde los cazadores y las bien industriadas aves de rapiña lucieron su destreza en la cetrería, arte cultivadísimo en Persia desde los tiempos primitivos de Jemshyd, fundador del primer imperio.
Todos fueron luego a un parque o coto muy extenso que poseía el rey en la margen del río, y donde había mucha caza, especialmente de ciervos. Espantados y perseguidos por los ojeadores, los ciervos pasaron en manadas por muy cerca de las paranzas donde el rey y los que le acompañaban se habían puesto a aguardarlos. Así hicieron en ellos no pequeña carnicería, lanzándoles flechas, venablos y azagayas.
El rey Feridún obsequió por último a sus convidados y a los individuos de su servidumbre con una exquisita merienda, en la que el guiso que más agradó fue uno de ánades silvestres en arroz blanco, condimentado con la picante salsa llamada
curry
. Los almíbares de azahar y de rosas fueron también muy celebrados. Y los señores principales consumieron en abundancia el famoso vino de Chiraz a pesar de Mahoma, mientras que la gente menuda se regaló con
arrack
, bebida fermentada de la India, harto menos costosa.
Las dos damas fueron muy admiradas y requebradas, rayando en frenesí el entusiasmo que excitaron, sobre todo hacia el fin de la merienda.
El rey, el príncipe, su hermano, los ulemas y los astrólogos, todos en suma, apenas se atrevieron a dirigirles la palabra en prosa, sino que les echaron a porfía mil piropos, ya en versos persas, ya en versos arábigos, que los señores Vandenpeereboom y Tiburcio se encargaban de traducir. Porque según la costumbre de aquella tierra casi hubiera sido desacato o irreverencia hablar en prosa a señoras tan bellas y de tan alta guisa. Por fortuna no era difícil a las personas elegantes de por allí hablar siempre en verso, porque la menos instruida de todas ellas sabia de memoria millares de
kasidas
y de
gacelas
, apropósito para todos los casos, y que podían ensartarse unas en otras, como las perlas en un hilo, por medio de la prosa rimada.
En resolución, los viajeros se divirtieron mucho aquel día y todos volvieron a bordo muy lisonjeados y satisfechos.
Después de la jira campestre y contrariando los planes de Morsamor, su nave permaneció aún en el puerto de Melinda una semana entera. La carga y descarga de artículos de comercio y los tratos y contratos que tuvo que hacer el señor Gastón Vandenpeereboom fueron la causa de tales estadías.
Llegó al fin el momento de continuar el viaje. Era una hermosa tarde de otoño, víspera de la salida. Morsamor, Tiburcio, las damas y toda la tripulación estaban a bordo.
Una almadía, conduciendo gente muy bulliciosa y regocijada, se acercó al costado de la nave. Uno de los de la almadía pidió permiso para que visitasen la nave él y sus compañeros.
Componían estos una tropa o cofradía de los derviches místicos, apellidados
mevlevies
, de que fue fundador y patriarca el ya citado celebérrimo Chelaledín-Rumí, egregio poeta entre los orientales y melodioso
ruiseñor de la vida contemplativa
.
Miguel de Zuheros no estaba de muy buen humor y repugnaba recibir a los derviches; pero donna Olimpia y Teletusa, que habían oído hablar de sus extravagantes y vertiginosos bailes y del extraño método que empleaban para llenarse de furor divino y entrar en la vía unitiva, intercedieron por ellos y consiguieron que subiesen sobre cubierta. Hasta veinte serían los de aquella tropa, todos vestidos de flotantes y ligeros paños, todos contentos y satisfechos como quien priva con la divinidad y de los demás seres del mundo no se le importa un prisco.
Al son de una música muy rara entonaron los derviches algunas de las más bellas canciones panteísticas de su fundador. Luego tejieron la más arrebatada y frenética danza que puede imaginarse. Y, por último, cuatro de los derviches, trompeteros de resuello pujante, hicieron resonar las
kernas
de que venían provistos. La danza se precipitó entonces con rapidez sobrehumana. Verlos bailar causaba mareo.
Aquel espectáculo asustaba más que divertía, pero tenía tan invencible atractivo que todas las miradas quedaban fijas en los derviches sin poder apartarse de ellos.
Atronador era el sonido de las
kernas
, trompetas enormes de más de dos metros de longitud, en figura de serpientes y enroscadas en giro tortuoso.
—Nadie me quitará de la cabeza —dijo Tiburcio a donna Olimpia, que estaba a su lado— que si bien la música, como todas las demás artes, ha adelantado mucho en estos últimos tiempos, todavía hay en ella secretos misteriosos, descubiertos en las edades primitivas y conservados ocultamente en los santuarios y en los colegios sacerdotales. Al oír estas trompetas se entrevé y se adivina la relación, conocida en lo antiguo y desconocida hoy, entre la música y la arquitectura. Al oír estas trompetas no parece del todo ponderación, encarecimiento o milagro, lo que se cuenta de Anfión erigiendo al son de la música las murallas de Tebas, y lo que se cuenta de Josué derribando las murallas de Jericó a trompetazos. Tal vez la música del porvenir llegue en Europa, dentro de cuatro siglos o antes a tener eficacia parecida, mas por ahora distamos mucho de ello.
Donna Olimpia estaba tan absorta oyendo el trompeteo y contemplando la danza, que no contestó palabra alguna.
La observación de Tiburcio era, sin embargo, muy atinada aunque incompleta.
Sin duda aquella música profunda y sabiamente bárbara no estaba sólo en relación con la arquitectura, no era sólo una fuerza motriz material, sino que era asimismo un pasmoso vehículo de la fuerza psíquica, trasmitiendo con el aliento vital por el retorcido tubo de bronce el deseo imperioso del espíritu. Esto que recientemente han inventado los hombres y han apellidado magnetismo animal no es más que un leve e imperfecto atisbo y un ensayo rudo y embrionario, digámoslo así, del empleo de la fuerza psíquica, que en los venideros tiempos ha de conocerse mejor y ejercitarse con gran fruto.
Como quiera que ello sea, lo cierto es que aquellos trompeteros o sonadores de
kerna
podían ya, por virtud de la ciencia oculta custodiada en Oriente, emplear la fuerza del alma y producir el letargo magnético en quien se les antojaba.
No nos maravillemos pues, de que Morsamor, que también veía la danza y escuchaba el trompeteo, viniese a caer en hondísimo letargo. No hubo modo de despertarle, y permaneció traspuesto cerca de veinticuatro horas.
Cuando Morsamor volvió a su acuerdo, la nave estaba en alta mar, lejos de Melinda, y navegando con viento favorable hacia las distantes playas de Malabar.
Cuán extraordinaria sorpresa y cuán tremenda cólera no serían las de Morsamor no bien supo que donna Olimpia y Teletusa, así como sus escuderos Asmodeo y Belcebú, habían desaparecido, sin que se hallasen en la nave por más que los habían buscado.
Sin duda, en la tremolina y rebullicio que se armó cuando Miguel de Zuheros cayó en su hondo letargo, las dos damas y los dos escuderos hubieron de escabullirse yéndose con los derviches.
Las órdenes de levar anclas y darse a la vela al amanecer habían sido tan terminantes que, a pesar de lo ocurrido, el piloto no quiso desobedecerlas. El letargo de Morsamor podía por otra parte terminar en muerte, y lo más seguro era salir para la India, por no considerarse nadie a bordo con poder bastante para desembarcar y tomar venganza de aquel desaguisado, en la suposición de que los derviches o algunas otras personas tuviesen la culpa de todo.
Interrogado por Morsamor, Tiburcio le dijo:
—De tu letargo, no sé qué pensar. Yo creo que le produjeron las trompetas mágicas, pero tal vez la intención de los derviches no fue en tu daño. Y por lo tocante a donna Olimpia y a Teletusa nada tenemos que reclamar. No ha habido rapto. Ni la violencia ni la astucia han sido parte en su fuga. Ellas nos han abandonado en el pleno uso y ejercicio del libre albedrío. De nadie, pues, ni de ellas mismas, podemos quejarnos. Lee esta carta que me dejó escrita Teletusa antes de partir.
Morsamor tomó la carta y leyó lo que sigue:
«Mi adorado Tiburcio: La fatalidad lo quiere y lo dispone y es menester someterse a ella. En las entretelas de mi corazón llevo yo pintada tu imagen con preciosos y vivos colores que nunca han de desteñirse. Estoy convencida de que no volveré a hallar jamás hombre tan guapo como tú y que me pete tanto, aunque, como el Infante don Pedro de Portugal, recorra yo en su busca las siete partidas del mundo. Y, sin embargo, tengo que abandonarte. Donna Olimpia lo quiere. Seguirla es para mí deber ineludible. Si ella abandona a Morsamor es porque conoce que, si bien Morsamor la quiere, Morsamor tiene vergüenza de llevarla en su compañía. Harto ha notado ella que cuando Morsamor no está bajo el hechizo de su mirada y recobra la calma y el juicio que le roba la embriaguez del deleite amoroso, ella, si no es objeto de repugnancia para Morsamor, es considerada por él como un estorbo y como un escándalo. No queremos estorbar ni escandalizar y por eso nos quedamos en Melinda. Hemos celebrado un contrato con el Rey Feridún y con el príncipe Rustán, los cuales, bajo palabra de honor, corroborada por solemnes juramentos, nos dejan en completa libertad de largarnos donde se nos antoje, si dentro de seis meses nos hartamos de ser el adorno y el esplendor de su corte. Donna Olimpia ha querido que nuestra separación sea súbita y por sorpresa para ahorrarnos a todos el trance desgarrador de la despedida. Ella desea que Morsamor alcance grandes victorias, triunfos y laureles en la India; entiende que para esto perjudicaría a Morsamor si le siguiese y por eso le deja. Si él por un lado, ella también separadamente por otro, puede vencer y triunfar sola. El continuar juntos, dice ella, sería causa de debilidad y a todos nos dañaría. Ella sola tiene también colosales proyectos. Quiere visitar la Meca, el reino del Preste Juan, el Egipto, la Tierra Santa y qué sé yo cuántas otras regiones. Por Dios no tengáis pesadumbre de que nos separemos de vosotros. La pesadumbre de Morsamor sólo podría nacer, si la tuviese, de su vanidad ofendida. En el fondo de su alma debe alegrarse y de fijo se alegrará de verse libre de nosotras. Lo que es tú bien sé yo que me quieres un poquito y que sentirás algo mi ausencia. No me olvides. Guarda de mí tan dulce recuerdo como el que yo de ti guardo. ¿Quién sabe? Ya nos volveremos a encontrar algún día. Entre tanto, quede yo en tu memoria tan gentil y enamorada, como tú en la mía quedas, y ten por cierto que nunca dejará de amarte tu
Teletusa
».
Leída esta carta, Tiburcio entregó a Morsamor otra que donna Olimpia había dejado escrita para él. Era esta carta tan elocuente y tan sentida que no me atrevo a recomponerla aquí, pues no teniéndola a mano tal como se escribió la falsearía yo y la echaría a perder, recomponiéndola y ofreciéndola a mis lectores. Baste, pues, que sepan que donna Olimpia se despedía de Morsamor con inmensa ternura, y tratando de justificar la separación por ineludible.
Morsamor sintió muy mortificado su amor propio, pero en el fondo de su alma tuvo que dar la razón a donna Olimpia, y no halló motivo para quejarse de ella ni de nadie. Sospechó, con todo que el mediador que había habido entre Feridún y Rustán y las dos aventureras no podía haber sido otro que el Sr. Gastón Vandenpeereboom, pero disimiló su enojo por vergüenza y no quiso vengarse, al menos por lo pronto.
El piloto Lorenzo Fréitas dirigió la nave con habilidad pasmosa, aprovechando la monzón favorable del sud-oeste, y, con mayor rapidez que la ordinaria, cruzó el Mar de la India hasta hallarse ya, según sus cálculos, a cuatro o cinco días de distancia del puerto de Goa. Allí estaba sin duda el virrey Don Duarte de Meneses, a quien Morsamor quería presentarse, poniéndose a sus órdenes, aunque hubiera preferido que esto fuera llevándole algún presente y después de haber dado cima a empresas de importancia y de lucimiento.
Para tratar sobre este punto, Morsamor llamó a consejo una mañana al piloto Fréitas, al administrador Vandenpeereboom y hasta a Fray Juan de Santarén y al amigo Tiburcio, con cuyos pareceres quería asesorarse.
Por noticias que en Sofala y en Melinda le habían llegado, Morsamor sabía que los negocios de Portugal en la India andaban harto revueltos. Y aunque presentaban mayor peligro que de ordinario, podían también dar ocasión a grandes triunfos si la destreza y el brio eran secundados por la fortuna. Tiempo hacía ya que el soldán del Cairo no construía auxiliado para ello por los venecianos a toda costa en Berenice, puerto del Mar Rojo, naves con que salir a combatir a los portugueses en el Golfo de Omán y en lo más ancho del Eritreo, pero habían corrido rumores de que el régulo de Ormuz se había rebelado, sacudiendo la pleitesía y negando el tributo que antes pagaba. Asegurábase además, que el gran turco, a quien arrebataban los portugueses en la India el fructuoso comercio que hubiera acrecentado y hecho incontrastable su poder, había alentado, por medio de emisarios secretos, y tal vez con promesas de auxilio, a varios rajaes o príncipes soberanos indostaníes, mahometanos unos y gentiles otros, para que contra Portugal se ligasen y armasen. Alma de esta liga era un marino audaz y experto, llamado Aga Mahamud, el cual tenía gran crédito y alto nombre, y había llegado a reunir bajo su mando una poderosa flota de más de cincuenta ligeras y bien artilladas fustas, sin contar varias galeras, almadías,
zambucos
y otros pequeños bajeles, cuyos tripulantes, aunque de diversas razas, lenguas y creencias, eran todos gente desalmada y fiera, avezada a la mar, sufrida en los trabajos y despreciadora de los peligros.