Morsamor (29 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Aventuras

BOOK: Morsamor
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Los que navegan hoy cómodamente por aquel estrecho, a bordo de un barco de vapor, no pueden ver la sublimidad de la escena ni pueden sentir el pasmo aterrador de los que por vez primera le cruzaron. No van, como Morsamor iba entonces, en frágil barco y a merced del viento, que se oponía a su marcha, si era contrario, o si amainaba, casi le dejaba inmóvil a pesar de las más hábiles maniobras.

Hoy es corto el tránsito por aquel estrecho. Entonces parecía que duraba un siglo. Y la naturaleza circunstante, esquiva hasta entonces al hombre civilizado, que nunca fijó en ella sus miradas dominadoras, se alzaba soberbia en contra de él, procurando atajarle y sobreexcitando su ánimo con la amenaza de mil peligros, ya verdaderos, ya exagerados por la fantasía.

Espesa niebla envolvía a veces la nave, y a causa de la niebla, así como durante la noche, era menester ir con lentitud y precaución, para no tropezar en un escollo o encallar en un bajío. A veces se encapotaba el cielo, deslumbraban los relámpagos y resonaba el trueno repercutido por los peñascos y multiplicado por los ecos. La tempestad acababa desatándose en torrentes de lluvia o en abundantes copos de nieve. Luego se serenaba el aire y el sol resplandecía. Tal vez el iris se dilataba sobre el estrecho en arco majestuoso, cuyos estribos eran los cerros de una y otra margen.

A veces asaltaba a los atrevidos navegantes el recelo de no acertar a salir de aquel laberinto y de tener que morir allí. Los peligros, que en cierto modo habían sido silenciosos e invisibles en el grande Océano, se mostraban allí más a la vista y turbaban los espíritus y molestaban y herían los oídos con acentos y voces. Ya aparecían en los peñascos voraces lobos marinos, ya se veían revolando y cerniéndose a grande altura águilas o buitres de mayor tamaño y pujanza que los de Europa, ya seguían o cercaban la nave bandadas de enormes
albatros
, hostigados por el hambre y buscando alimento. Lorenzo Fréitas y algunos otros marinos que, a falta de catalejo, tenían muy perspicaz la vista, aseguraban haber columbrado en la costa de la izquierda vagar hombres salvajes y feroces de descomunal corpulencia. No vacilaban en conjeturar que el menor de dichos hombres era de tan colosal estatura, que de fijo el más alto de cuantos iban en la nave no le llegaría con la cabeza debajo del brazo. Para acrecentar más el susto, no bien declinaba la tarde salían de sus ocultas madrigueras feos murciélagos, que tenían en el hocico como un hierro de lanza y que se suponía que eran vampiros y vagaban en torno de la nave y hasta se posaban en los mástiles y en las velas. En medio de las tinieblas nocturnas solía oírse el lúgubre silbido de las lechuzas y de los búhos.

Como no hay mala ventura que no tenga término, la nave
Argo
logró casi vencer los obstáculos todos y se encontró al final del estrecho y muy próxima a lanzarse en la amplitud del Atlántico. Larga y profunda calma tuvo, sin embargo, parada la nave e impaciente su tripulación durante muchas horas. Pero, no hay mal que por bien no venga. Sin esta forzosa detención no hubiera ocurrido el extraño caso de que se dará cuenta en el siguiente capítulo.

XXXIX

Cuán pasmosa no sería la sorpresa de Morsamor, de Tiburcio y de sus compañeros, cuando, al llegar la noche del día desde cuya mañana estaban detenidos, oyeron lastimeros gritos que se alzaban por el costado izquierdo de la nave y que decían en lengua castellana: ¡Socorrednos: tened compasión de nosotros! ¡Recibidnos a bordo!

Dirigieron entonces las miradas hacia el punto de donde venían las voces y vieron cerca de la orilla a dos hombres vestidos a la europea, si bien con trajes desordenados y rotos. Echaron al agua la chalupa, fueron en busca de aquellos dos hombres, los trajeron y se los presentaron al capitán que, maravillado y compasivo, contemplaba los desencajados rostros, la palidez enfermiza y el aspecto abatido y miserable de sus huéspedes imprevistos.

—¿Quiénes sois, desventurados? —les preguntó Morsamor.

Uno de ellos, al parecer el más joven y el menos fatigado y enfermo, tomó la palabra y dijo:

—Yo, señor, soy Juan de Cartagena y salí de Castilla mandando uno de los cinco bajeles que trajo el portugués Fernando de Magallanes para lograr su propósito de ir más allá de este continente, de llegar a la India, caminando siempre hacia el Oeste. La insufrible soberbia del portugués y los malos modos y la aspereza con que me trataba me movieron a rebelarme contra él cuando aún estábamos en el Golfo de Guinea. Magallanes me venció y me tuvo preso. Fue tanta su crueldad que permanecí en el cepo, durante muchas semanas, hasta que llegamos cerca de estos lugares. Hartos mis compañeros de sufrir al portugués, a quien ya tenían por loco, y recelando que los llevaba a perdición segura, se sublevaron contra él en una bahía que no dista mucho de aquí. Tres fueron los bajeles sublevados. Las principales cabezas de la sublevación fueron Luis de Mendoza y Gaspar de Quesada. Ellos me pusieron en libertad, y yo combatí en favor de ellos. Sólo dos bajeles quedaron sujetos al portugués. De los otros tres disponíamos nosotros. Magallanes, no obstante, pudo vencernos. Entró al abordaje en nuestros navíos y Luis de Mendoza murió cosido a puñaladas. Horribles fueron los castigos que Magallanes impuso. A Gaspar de Quesada, por mano de su propio criado, que sirvió de verdugo, hizo que le cortaran la cabeza. Y descuartizados los miembros de Quesada y de Mendoza, fueron suspendidos de los mástiles para espantoso escarmiento de todos. No sé por qué Magallanes me perdonó la vida y tuvo compasión de mí, si compasión puede llamarse. El feroz capitán, al ir a entrar en el Estrecho, me dejó abandonado sobre la costa inhospitalaria. Él siguió su viaje con sólo tres bajeles, porque de los cinco uno naufragó y otro, el
San Antonio
, logró escapar, y yo espero en Dios que a estas horas se hallará de vuelta en Sevilla, donde dará cuenta de la ferocidad y de la locura de que hemos sido víctimas.

Al oír Morsamor aquel relato, reflexionó melancólicamente que los laureles incruentos que él había imaginado acaso eran imposibles en aquella edad en que él vivía. Pensó que sin duda era menester regarlos con sangre: que el temple de voluntad de quien los cultivase había de ser como el del acero y las entrañas como las del tigre. Así se absolvió de su pecado, si le hubo, en la muerte de Tomás Cardoso. Así se calificó hasta de benigno. No por eso en absolución fue acompañada de alegría, sino que sintió pesar más negro en el fondo del alma al imaginar cuán difícil era, sin culpa, sin estrago y muerte, conquistar por la acción la suspirada gloria.

Sustrayéndose luego a las tristes reflexiones de su harto exagerado pesimismo, Morsamor preguntó a Juan de Cartagena:

—¿Y quién es este que Magallanes dejó abandonado en tu compañía?

—Este —respondió Juan de Cartagena— fue quien más nos solevantó y alborotó con sus discursos. Es un fraile cordobés, llamado Fray Blas de Villabermeja.

Morsamor fijó entonces su atención en el fraile, le reconoció, fue hacia él y le echó los brazos al cuello.

—¡Querido Paisano! —le dijo—. Cuánto me alegro de poder servirte y valerte en esta ocasión. Tú eres de un lugar que apenas dista un cuarto de legua de mi patria, Zuheros.

Morsamor y también Tiburcio reconocieron en el fraile abandonado a un antiguo colega del mismo convento en que ellos habían vivido, pero el fraile no reconocía a ninguno de los dos por más que maravillado los contemplaba. Se lo impedían el mágico remozamiento del uno y la gallarda e insolente apostura del otro, tan distinta de la humildad claustral que había afectado cuando era novicio. Pero sin que le importase mucho reconocerlos o no, Fray Blas de Villabermeja se dejó querer y agasajar y dio gracias al cielo que de su abominable destierro le libertaba.

Después de tan raro encuentro, la historia de la navegación de la nueva
Argo
nada notable ofrece ni refiere durante más de cuarenta días. Sólo se sabe que Morsamor fue tan venturoso, que navegó con velocidad increíble. Al fin vino a hallarse a corta distancia, casi a la vista de Sagres, como si la Providencia dispusiese que en el punto que había hecho famoso el Infante don Enrique, iniciador de los grandes descubrimientos, terminase su viaje el hombre que iba a cerrar el ciclo y a dar comienzo a nueva Era.

XL

No todas las dificultades se habían allanado. Nadie hasta el fin puede cantar victoria. A veces el más hábil auriga, al ir a alcanzar la palma salvando la meta, suele tocar en ella y dar lastimoso y mortífero vuelco.

De repente vieron Morsamor y los de su nave un gravísimo peligro que venía sobre ellos, de que ya no podían esquivarse con la fuga y que era menester arrostrar con heroica y casi sobrehumana valentía.

Una enorme galera se aproximaba dándoles caza. En su proa y en su popa tenía sendas bombardas, y tres falconetes en cada costado. Estrecho era el barco de babor a estribor, y la longitud de su eslora hacía que hendiese rápidamente las olas a impulso de los treinta remos que llevaba en cada banda.

Lorenzo Fréitas no dudó ni un instante de que aquella nave era de corsarios argelinos.

—Salvarse huyendo —decía— sería un milagro que no debemos esperar de la bondad divina. Nuestra artillería vale poco o nada, y, si la empleamos, sólo conseguiremos provocar y enojar al cosario, que con la suya nos echará pronto a pique, sobreponiéndose su cólera a la codicia que le mueve a apoderarse de la presa. Rica debe de imaginársela. Nuestro barco no tiene aspecto guerrero, sino trazas de lo que es: de nave mercante que vuelve de la India. En su imaginación verá ya el corsario los ricos tesoros de que pronto va a hacerse dueño. Podemos pelear y defendernos, pero sin esperanza. Señor Miguel de Zuheros, creo de mi deber deciros mi opinión con franqueza.

—Yo la acepto y la estimo —respondió Morsamor—. Y con la misma franqueza voy a exponer mi parecer, aunque ya en forma de órdenes imperativas e ineludibles, porque no hay tiempo para discusiones ni discursos. Espero que todos cumpliréis con vuestro deber, me obedeceréis ciegamente y haréis con puntualidad y exactitud lo que yo prescriba.

Soldados y marineros juraron obedecer a su capitán. Morsamor entonces dispuso las cosas con arreglo al plan que había concebido y dividió en tres partes sus fuerzas: la marinería al mando del piloto; al mando de Tiburcio lo mejor de la hueste, contándose en ella Juan de Cartagena y Fray Blas de Villabermeja, a quienes excitó para que se luciesen, pagando así la franca hospitalidad con que los había acogido. Él guardó bajo su inmediato gobierno a veinticuatro de sus más leales, astutos y valientes aventureros, en cuyo número figuraban los mestizos mongoles-castellanos.

En seguida dio Morsamor sus instrucciones a los jefes y ordenó que ocupase su puesto cada uno. La nueva
Argo
siguió huyendo, pero con muestras de desesperación y de miedo, sin desplegar más velas, como si pareciese resignada ya a entregarse al enemigo.

El corsario, impaciente, lanzó, no obstante, tres disparos de falconete para que la nueva
Argo
se rindiera. Una de las balas tocó en el casco del buque y abrió en él ancho agujero, aunque por fortuna muy sobre la línea de flotación, cerca de la popa. Sólo con mar muy alborotado y con arfar muy violento podría la nave hacer agua. Nada contestó Morsamor a aquel daño y a aquel ultraje. Su nave, inerme, dejó que se le aproxímase la galera, que la prendiese con enormes garfios, y que los corsarios, armados de hachas, se lanzasen al abordaje, o más bien, confiados en su poder incontrastable, a tomar posesión de la nave sin recelar resistencia alguna.

Así fue en un principio. Morsamor y los veinticuatro capitaneados por él cejaron como amedrentados, aunque sin desordenarse ni separarse. Los corsarios, con su capitán al frente, llenaban ya la cubierta. El grupo de Morsamor se arrinconó hacia la popa; hacia la proa, Fréitas y sus marineros. En el barco no parecía haber más tripulantes. El aspecto de ambos grupos inspiraba compasión y fomentaba la confianza y el descuido de los corsarios. Sin duda Morsamor y Fréitas querían rendirse anhelando sólo las menos duras condiciones. No intentaban hacer uso de las armas, aunque las tenían en las manos. A fin de que las entregasen, los corsarios se dividieron, dirigiéndose a un grupo y a otro.

En la pequeña cámara de Morsamor, que estaba sobre cubierta, no parecía posible que hubiese capacidad bastante para que en ella se ocultasen muchos hombres armados. En ella, no obstante, estaban hacinados y apretados Tiburcio y su tropa.

De súbito abrieron la puerta de la cámara y salieron con inaudita rapidez. Todos corrieron hacia el lado opuesto al en que estaban Morsamor y Fréitas y hacia el punto en que la nueva
Argo
estaba asida al barco corsario. Con prodigiosa agilidad y con tal prontitud que no dieron tiempo para que se apercibiesen y cerrasen paso, saltaron todos en la galera. Y entonces, más listos y expeditos aún, dieron muerte a los cómitres, quitaron grillos y cadenas y pusieron en libertad a los galeotes, que eran más de sesenta cristianos cautivos. Estos hallaron sin dificultad armas de que apoderarse.

Tarde semi-comprendió el capitán corsario la estratagema que le habían urdido, mas no desmayó por eso. Antes bien, arremetió impetuoso contra el grupo de Morsamor, mientras que otro buen golpe de su gente caía sobre Fréitas y sus marineros, los cuales tuvieron por desgracia que luchar proporcionalmente contra mayor número de contrarios. Fréitas fue uno de los primeros que perdieron la vida, abierta su cabeza de un hachazo. Otros ocho de su tropa sucumbieron también, al principio casi de la pelea.

Morsamor, entre tanto, parecía invulnerable, pero también sus enemigos eran más que los hombres de que él disponía. Acorralados Morsamor y los suyos se mantenían a la defensiva.

Todo esto, no obstante, fue obra de pocos minutos. Tiburcio supo darse prisa. En la galera corsaria dejó a Juan de Cartagena y a Fray Blas con diez hombres más de su fuerza y con veinte galeotes, ya libres y armados, y se precipitó en la nueva
Argo
con todos los demás que le seguían y que eran más de sesenta. Ansiosos de combatir se sentían todos, y particularmente los ya libres forzados, a quienes aguijoneaba el rencor e impulsaba el deseo de curar con la sangre de los corsarios las llagas y los verdugones que la penca del cómitre había hecho en sus espaldas desnudas.

Atacados los corsarios por todas partes, no pudieron resistir. Aunque vendieron caras sus vidas, perecieron los más valientes y el capitán argelino, rindiéndose a discreción los otros, que fueron aherrojados y convertidos en nueva chusma.

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