El jinete del silencio (58 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Alcanzaron la base de un torreón defensivo protegido por dos soldados con turbantes azules y espadas. Tan solo se les veían los ojos por debajo del paño, pero sus miradas eran amenazantes.

Subieron hasta la planta más alta por unas escaleras de caracol. Sinau empujó una puerta de baja hechura que rechinó en exceso, tuvieron que bajar la cabeza para entrar y aparecieron en el centro de una sala iluminada por tres ventanas que daban al puerto, con unas excelentes perspectivas del mar.

En medio había una mesa redonda, unas fuentes con fruta y tres hombres sentados que los miraron sin parar de reírse.

Sinau dejó la espada en una silla vacía donde descansaban el resto de las armas, buscó asiento y colocó las botas encima de la mesa.

—Hassan, cuéntales lo que nos acabas de explicar —habló Dragut, quien por su notable inteligencia podría convertirse en el siguiente reis, una vez que Barbarroja muriera.

Hassan era un extraño personaje, nacido en Cerdeña, cuya infancia había sido tan difícil como terribles sus consecuencias. De pequeño, con menos de ocho años, había sido vendido como esclavo por sus propios padres. Su comprador se encaprichó de tal modo de él que para mantenerlo siempre joven lo castró. Por ese motivo su voz era aflautada y su aspecto, muy diferente al de los rudos compañeros, pero se decía que su crueldad no tenía límites; podía hablar cinco lenguas diferentes, y además odiaba a las mujeres. Le encargaron hacer de intérprete con el cristiano.

—Nuestro querido reis —empezó la reunión dando noticias sobre su jefe—, como bien sabéis, es un romántico empedernido… Os contaré lo último que he sabido de él, una noticia de apenas hace dos semanas. Parece ser que supo de una hermosa mujer, la duquesa de Trajetto y condesa de Fondi, llamada Julia de Gonzaga. De ella se dice que es la más hermosa mujer de todos los reinos de Italia y quizá a la que más poemas de amor le hayan dedicado. Y como la quiso para él y supo que estaba en Fondi, allá se dirigió viajando de noche y a gran velocidad. Pero como nuestro reis es tan conocido y su barba tan poco discreta, la mujer tuvo tiempo de abandonar su cama advertida de su presencia. Al parecer, consiguió huir a galope en compañía de un sirviente, pero con tan poca ropa, dadas las prisas, que todo en ella eran transparencias…

—Al reis no le gusta perder nunca. —Aydin se comió de dos bocados una naranja y eructó encantado.

—¿Y cómo reaccionó? —preguntó el judío.

—Se quedó muy defraudado por su fallida misión y hundido al no haber visto cumplidos sus deseos, pero escuchad lo que hizo ella, de quien se dice que a su belleza le acompaña un carácter de acero. Mandó matar a su sirviente nada más sentirse a salvo por el único motivo de haberla mirado con ojos de deseo durante la huida.

Los cuatro corsarios se rieron con estruendo y Luis trató de seguirlos aunque no terminase de encontrarle gracia al asunto; pensó que eran historias de piratas...

Sinau tomó la palabra, una vez se serenaron, y presentó a Luis.

—Luis Espinosa posee dos virtudes que para nuestro negocio entiendo que pueden ser interesantes y bienvenidas. Como capitán de la guardia del Emperador, es un espectador clave de todo lo que sucede en la corte, y por tanto tiene acceso a la mejor información. Pero además es un hombre de negocios, de poderosos negocios. Piensa que podríamos compartir uno que, según asegura, conseguiría aumentar nuestro dominio en el Mediterráneo de manera notable.

—Este perro cristiano nos viene a sacar dinero; los conozco bien a todos. —Aydin se rascó la cuenca vacía de uno de sus ojos, perdido de un balazo en lucha contra una nave marsellesa. Siempre decía lo primero que le venía a la boca. Los demás, como lo conocían, evitaban estar cerca cuando explotaba de ira y esperaban hasta que se le pasaba. La peor parte se la llevaban los esclavos si coincidían cerca de él.

Dragut le contestó.

—Ya cuando vivía en Jerez de la Frontera, y ahora en Génova, mantuvimos tratos con él. Si lo recordáis, le permitimos el comercio de caballos con nuestros hermanos egipcios, y he de decir que siempre nos pagó a tiempo y cumplió sus compromisos. No tengo queja alguna. Su sola presencia entre nosotros demuestra que tiene valor, pues ha desdeñado los riesgos. Escuchémoslo.

Los cuatro hombres lo observaron con interés. No era frecuente que un cristiano les propusiera algo, y aunque su imagen fuera la de una calaña de bárbaros, ellos no se consideraban piratas. Como corsarios formaban parte de una estrategia dirigida desde el poder turco. Sus acciones tenían como motivo debilitar el comercio de unos puertos sobre otros y financiar la expansión de los otomanos por la costa berberisca. A pesar de su temible aspecto, aquellos hombres no eran, desde luego, unos incultos.

Hassan se ofreció para traducir las palabras de Luis y que nadie se perdiera detalle.

—Hasta la fecha me he dedicado al vino, a la cría de caballos, he producido aceite, trigos, poseo vacas y comercio con esos productos en barcos unas veces propios y la mayor parte de las veces arrendados.

—Muy interesante lo que hacéis, sí —Aydín lo interrumpió impaciente. Las reuniones le ponían enfermo y de momento no terminaba de ver qué negocio había para ellos—. Nosotros, en cambio, nos dedicamos a saquear puertos, hacer esclavos y pedir rescate por ellos, vendemos mujeres, confiscamos embarcaciones, subastamos su tripulación, quemamos pueblos enemigos, cuando no puertos que son demasiado inconvenientes. —Palmeó la mesa con tanta fuerza que hizo brincar las cestas de fruta—. ¿Qué puede unir vuestros intereses con los nuestros?

Luis lo miró a los ojos sin amedrentarse.

—¡El oro de las Indias!

Se levantó un murmullo general. Eso sí que eran palabras mayores. De inmediato le pidieron que se explicase.

—Cada seis meses sale una expedición con oro y plata desde las principales islas de los recién conquistados territorios. Hasta hace unos años, los barcos lo transportaban hasta Sevilla o Sanlúcar, pero como las deudas del Emperador con los banqueros genoveses, napolitanos y lombardos no hacen más que crecer, las expediciones más recientes han ido o irán a Génova y a Nápoles. Y yo sé cuándo se hará… —Hizo una pausa que a todos pareció excesiva y habló de nuevo—. Ahí radica mi ventaja, la diferencia y el alto precio que os voy a cobrar.

Se miraron entre ellos sin aparentar demasiada emoción. Sabían que esos convoyes iban extremadamente protegidos con una importante fuerza armada. No tenían ninguna garantía de éxito en una batalla frente a frente, y de hacerlo nadie se atrevía a estimar cuántos barcos y hombres perderían.

—No parece una propuesta muy excitante, más bien diría que es de altísimo riesgo. Por tanto, no entendemos vuestra emoción ni qué justifica que os pongáis exigentes con vuestro porcentaje, porque imagino que a eso os referíais cuando le ponéis precio al aviso… —Hassan se sonrió con una mueca llena de cinismo.

Luis Espinosa estaba satisfecho, de momento iban siguiéndole por donde quería llevarlos. Ahora tocaba dar un paso más.

—Los convoyes hacen escalas en puertos que suelen ser poco transitados y escondidos, puertos que no están preparados para defenderse de un ataque, no suelen estar bien guarnecidos, y ahí reside la clave. —Guardó silencio—. Yo sé, y sabré, dónde van a fondear en cada una de las travesías que hagan. Tendré conmigo los planes secretos de navegación. —Los miró uno a uno—. ¿Todavía os sigue pareciendo un trato absurdo? ¿Os suena ridículo?

Dragut tomó la palabra.

—Después de lo que acabáis de revelar, he de reconocer que el asunto tiene otro color. Saber que podemos atacarlos en un pequeño puerto abre más posibilidades de éxito; en alta mar, y de cara, sería un suicidio, una temeridad. Por tanto, nos parece muy bien, es interesante, sí. Pero ¿y qué queréis ganar vos? —A pesar de conocerlo mejor se sentía tan perplejo como los demás.

—Siete de cada diez libras de oro que transporten los barcos; esa será mi parte. La plata os la podéis quedar toda. En el próximo cargamento puede que se transporte oro por un valor de tres millones de escudos. En números redondos, uno para vosotros y dos para mí.

Se rieron por no taladrarlo con la espada en ese justo momento. Como era evidente, el reparto les parecía un insulto.

—¿Y por qué no al revés? —Aydín fue decidido hacia Luis y se acercó tanto que le pudo oler el aliento—. ¿Vendríais luego a reclamarnos algo?

—¡Os aseguro que sí! —Apostó fuerte en su posición—. ¿Os recuerdo quién soy y lo que ya sé de vosotros? Si me esquilmarais el dinero, mandaría a la mayor armada que consiguiese reunir para destrozar este puerto y con él todas vuestras embarcaciones… El almirante Andrea Doria estaría encantado si supiera dónde ir a buscaros y recuperar el oro de su Emperador. Y os aseguro que de mí no sospecharían, y tal vez hasta me premiarían.

Dragut le aconsejó rebajar su tono de amenaza si no quería salir de la reunión con los pies por delante.

—Tranquilicémonos todos —continuó—. Tenéis que entender que la coacción no es un argumento suficiente para que nos parezca justo ese reparto. Debéis esforzaros, don Luis, justificarlo mejor, o no atenderemos a vuestro deseo.

Luis suspiró y profundizó en el asunto.

—Sin mi información nunca conseguirías nada. Además, una vez nos hagamos con el oro, lo pondré a la venta a través de una extensa red de contactos que por numerosa hará casi imposible su investigación. Con ello diseminaremos los riesgos, aunque el proceso rebaje algo su valor, pues he de recurrir a un tipo de comprador que nada pregunta ni pide explicaciones, pero a cambio cobra una fuerte comisión. Eso significaría ganar algo menos, pero no mucho menos, espero.

Por primera vez Sinau el judío habló.

—Nosotros también sabríamos moverlo…

Luis se negó a dar nombres cuando Dragut se lo exigió para comprobar la viabilidad de su plan. El corsario empezó a jugar con su larga barba trenzada. Dio dos vueltas a la mesa sin abrir la boca mientras el resto esperaba oírle decir algo.

—Reconozco que es mucho el oro que tendríamos que mover y aunque no contamos con esa valiosa red como vos la llamáis, con más tiempo, quizá un año, nosotros también podríamos encontrar compradores.

—Para qué emplear ese tiempo si en menos de un mes seré capaz de pagaros vuestra parte —lo interrumpió Luis, quien deseaba disponer del control del oro por otros motivos que de ningún modo iba a confesar allí.

Dragut valoró su argumento y reconoció el beneficio para ellos. Sin ningún esfuerzo adicional conseguirían la misma cantidad que en el saqueo de diez ciudades y veinte navíos.

—De acuerdo, he de reconocer que vuestra idea es interesante, pero queremos más. Por lo menos la mitad del oro. Es lo justo, ¿no? Nosotros ponemos el riesgo, los hombres y los barcos, y vos solo información y poco más.

Luis lo pensó en silencio.

Había previsto de antemano que no aceptaran su primera propuesta y la mitad le parecía correcto, pero antes de dar por terminado el trato probó una segunda táctica. Si la idea les interesaba, obtendrían mayores beneficios sin que él perdiera su posición en el reparto.

—Nos tenéis intrigados, la verdad —comentó Hassan.

—¡Explicaos! —requirió Dragut.

—Antes necesitaría obtener un cierto compromiso.

—No lo haremos. Explicadnos antes de qué va el asunto.

Luis intuyó que ya no podía tensar más la situación.

—Cuando a la armada naval del Emperador le surge una importante misión, deja desprotegidos determinados puertos que yo podría conocer con el tiempo suficiente para que vos…

—Sois muy hábil, caballero. —Los cuatro acababan de aprobarlo, aunque fuese Hassan quien lo dijera—. Nos parece que vamos a hacer grandes negocios juntos…

—¿Sellamos entonces nuestro acuerdo? —propuso Luis Espinosa—. Pensad que el valor de ese oro va a hacer cambiar la suerte corsaria en el Mediterráneo.

—¿Para cuándo viene el siguiente convoy? —se interesó Dragut.

—Faltan cinco meses; a principio de la primavera.

—¿Os gustan las mujeres?

—¿Y a quién no? —contestó Luis.

—A Hassan, a él no… —se rio Sinau.

IV

Las primeras piedras rodaron al desprenderse la argamasa que las unía sin que nadie supiera qué había detrás de ese muro. Los sótanos de las bodegas de Laura Espinosa eran tan grandes que podía haber zonas ciegas que llevasen diez o veinte años sin que nadie hubiera dado cuenta de ellas.

Frente a una de sus galerías y provistos de antorchas, dos sudorosos empleados rascaban las rendijas entre las piedras, uno con una gubia y el otro armado con una palanca para poder extraerlas una a una.

Allí no hacía calor, pero el esfuerzo físico era muy intenso y además continuo. Estaban cansados y con ganas de beberse una frasca de vino de una sentada. Nadie recordaba por qué se había levantado aquella pared, y la patrona les había mandado derribarla con idea de darle más espacio a la bodega.

—Me estás metiendo el polvo en los ojos. —Uno de los operarios arreó un manotazo en la nuca al otro, un joven de unos quince años—. O pones más cuidado en lo que haces, o te meto el mazo en las costillas, estúpido —protestó a la vez que se frotaba los ojos.

—Vale, vale —respondió el chaval, quien a duras penas distinguía dónde dirigir la herramienta con la poca luz de que disponían. Rascó los límites de una piedra, algo por encima de su cabeza. Para evitar molestias al otro dejó que le cayera a él la arenilla, con tan mala suerte que le pilló con la boca abierta. Maldijo a todos los santos y empezó a escupir.

—Este muro lo levantó el marido de la señora hace muchos años, pero nunca supe para qué… —El mayor había trabajado en la bodega desde siempre.

El joven, Mauricio, siguió rascando la argamasa hasta destapar una buena rendija por la que pudieron introducir dos cuñas. Las siguieron dos varas de hierro para hacer palanca. Cuando desprendieron la piedra, cayó de forma pesada y dejó libre el primer agujero. El espacio era pequeño.

Mauricio acercó una de las antorchas para mirar qué había al otro lado, pero no tenía suficiente espacio; tan solo recibió una bocanada de aire estanco que evidenciaba el mucho tiempo que llevaba cerrado. Además le hizo estornudar.

Colocó el fuego más cerca del agujero y amontonó algunas piedras para subirse a ellas y mirar mejor antes de continuar con el resto de la pared.

—Sigue rascando y trabaja, maldita sea, que todos los jóvenes hacéis lo mismo. En cuanto podéis despistaros un momento, se os olvidan pronto las obligaciones.

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