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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (12 page)

BOOK: El jinete polaco
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Vería la cara formándose delante de sus ojos, primero tenues líneas grises y luego manchas todavía indecisas bajo las ondulaciones del líquido del revelado, en la penumbra rojiza del laboratorio, encerrado tras una espesa cortina negra y una puerta que su ayudante sordomudo tenía prohibido abrir, en la cámara oscura, le decía don Otto Zenner, su maestro, que era algo espiritista, en el lugar de los misterios, donde la ciencia de la luz obraba su milagro y de la nada y del agua y de las sales de plata surgían las caras y las miradas de los hombres, perfilándose en el blanco de la cartulina y en la transparencia del líquido como si los dibujara una mano invisible o los convocara una silenciosa llamada inapelable: vio surgir la figura cada segundo más precisa de la muchacha emparedada y se acordó de un grabado o de la fotografía de un cuadro que había visto en el archivo de don Otto, una mujer dormida o ahogada y casi flotando en el agua inmóvil de un lago, tan pálida como ésta y peinada igual y con un vestido semejante, Ofelia, se llamaba, era lo único que había entendido de la leyenda escrita al pie, que estaba en alemán, pero aquélla tenía los ojos cerrados y ésta miraba fijamente, lo miraba desde el fondo del lavabo que usaba para revelar como si respirara bajo el agua y en el interior de la muerte, como había mirado durante setenta años y sigue haciéndolo al cabo de otro medio siglo en la fotografía que le hizo Ramiro Retratista, la única ampliada y enmarcada de todo su archivo, perdida entre la muchedumbre de las otras, sepultada en ellas y bajo la tapa del baúl donde permaneció en su nuevo tránsito por la oscuridad, como una estatua rescatada de un monumento funerario que yace luego durante décadas en los almacenes de un museo.

Fue al revelar los negativos obtenidos en la Casa de las Torres cuando Ramiro Retratista comprendió la abrumadora magnitud de la belleza de la mujer incorrupta, y como no encontraba términos de comparación en la realidad ni estaba familiarizado con la pintura se acordó de las mujeres retratadas por el insigne Nadar, en cuyo ejemplo lo había educado don Otto Zenner: esa delicada firmeza de la mirada y de los rasgos, esa inmutable elegancia que desdeñaba el tiempo y se establecía en él con una majestad irónica y severa. Le pareció que pertenecía como ellas a un mundo y a un tiempo que no eran ni habían sido nunca el mundo y el tiempo de los vivos, aunque tampoco de los muertos, porque los muertos no existen ni tienen cara ni mirada, o al menos eso decían los detractores del espiritismo, ciencia o superstición a la que Ramiro Retratista había sido adepto durante algunos años y que abandonó en parte porque se supo víctima más bien idiota de impostores que la tergiversaban y en parte por miedo a no poder dormir y a volverse loco, especialmente desde que encontró entre los papeles de don Otto Zenner un álbum donde venían supuestos retratos de fantasmas tomados a principios de siglo por un fotógrafo espiritista de Maguncia. Lo que más miedo le daba al mirar aquellas fotos de muertos era lo exactamente que se parecían a las de los vivos, y eso agravó en él una tendencia gradual a confundirlos entre sí. Veía a alguien posando en su estudio y antes de esconder la cabeza bajo la cortinilla ya se imaginaba la cara que tendría en la foto cuando estuviera muerto, y sólo se olvidaba de ese vaticinio lúgubre cuando miraba a través de la lente la figura invertida: entonces el caballero solemne o la dama vanidosa o el jerarca mutilado con boina roja y condecoraciones se convertían en equilibristas absurdos que intentaran mantener cabeza abajo toda su irrisoria dignidad. De tanto ver a la gente del revés tras el objetivo de su cámara acabó perdiendo el respeto por toda autoridad y adquirió una secreta irreverencia, y cuando iba por la calle y se cruzaba con un militar de alta graduación, con un capellán belicoso o una señora de mantilla y abrigo con cuello de astracán, al mismo tiempo que los saludaba con una mansa inclinación de cabeza se los imaginaba automáticamente caminando del revés y contenía con dificultad un ataque de risa. Con los años fue empezando a sentir hacia el género humano un desapego de médico acostumbrado a ver en la pantalla de los rayos X la fosforescencia del esqueleto, y cuando examinaba una foto recién hecha pensaba que a la larga sería, como todas, el retrato de un muerto, de modo que lo intranquilizaba siempre la molesta sospecha de no ser un fotógrafo, sino una especie de enterrador prematuro: eso le pasaba por haber vivido tan solo, le dijo con melancolía al comandante Galaz, por haberse dedicado más a mirar que a vivir y no haber tenido otra compañía que la de aquel sordomudo que era en gran parte un resucitado, pues lo habían dado por muerto cuando lo sacaron de entre los escombros de la casa recién bombardeada donde sucumbieron sus padres y abrió los ojos en el ataúd unos minutos antes de que lo cerraran, y desde entonces no volvió a decir una palabra ni dio muestras de escuchar nada, y vivió en el silencio como en una botella de formol, con un aire eterno de zangolotino cada vez más embobado, servicial, inquietante, apacible, mirando a Ramiro Retratista con ojos de búho, deambulando por el estudio y por el sótano donde estaban el laboratorio y el archivo con una expresión continua de asombro y pavor, como si viera en el aire las caras de los muertos de las fotografías.

Vio surgir bajo el líquido tintado levemente de rosa la boca, el pelo, la sonrisa, la mirada, las manos, el escote, la mancha brillante del escapulario, como un jugador de billar que admirara pasivamente la culminación de una casualidad inesperada o de su recién descubierta maestría, sumergió con reverencia los dedos hasta tocar la cartulina por sus bordes agudos, temiendo mancharla o borrar con un gesto el milagro de aquella aparición, la colgó, todavía chorreando, con unas pinzas de tender, salió ofuscado del laboratorio y en la habitación contigua el sordomudo estaba mirándolo con su fijeza de vaca o de mulo, como si hubiera sabido de antemano que él iba a salir y qué cara tendría cuando apareciera, se dejó caer en el sillón de su mesa de trabajo, que había sido de don Otto Zenner, como todo en el estudio, las cámaras y los forillos pintados y los bustos de hombres célebres, hizo una abatida señal con la mano derecha y el sordomudo, con diligencia sigilosa, puso en marcha el gramófono y trajinó en la alacena hasta encontrar lo que ya sabía que él estaba esperando, la botella, una de las últimas, de un licor alemán cuyo nombre impronunciable sonaba como un salivazo y que tenía la virtud de deparar a quien se atreviera a probarlo una borrachera fulminante. Cuando don Otto Zenner abandonó su oficio y su estudio y se marchó de Mágina para volver a su país y unirse a las divisiones blindadas del Reich aún quedaba en el sótano media docena de garrafas que él había guardado previendo la escasez que inevitablemente traería consigo la victoria próxima del bolchevismo. Había sido pintor bohemio y doctrinario en vísperas de la guerra europea, en la que alcanzó el grado de sargento, y después del armisticio, o de la vergonzosa claudicación, como él precisaba en los cafés, con gran vehemencia de erres y de puñetazos sobre las mesas de mármol, abandonó los pinceles por la fotografía y abrió estudio en Berlín, pero al cabo de unos meses de incertidumbre y penuria emprendió un lento viaje hacia el oeste huyendo de la segura invasión de las hordas asiáticas —que habían ejecutado a los Románov y muy pronto inundarían la Europa desguarnecida tras la ruina de los imperios centrales— para encontrar refugio, aunque nunca sosiego, pues siempre temió que lo alcanzara la riada inminente del Ejército Rojo, en esta pequeña ciudad parcialmente amurallada y como ajena a las turbulencias del mundo en la que muy pronto obtuvo con su arte un reconocimiento, muy cercano a la gloria, que jamás habría alcanzado en la ingrata y humillada Alemania de Weimar.

También la moto con sidecar y las gafas de aviador que se ponía para manejarla Ramiro Retratista pertenecieron a don Otto, y hasta el percherón de madera con crines amarillas y ojos de cristal donde se subían los niños para fotografiarse con un sombrero cordobés. «Todo te lo dejo. Si no vuelvo serás mi heredero y mi apóstol», le había dicho don Otto al despedirse inopinadamente de él, cuando supo que las divisiones Panzer habían invadido Rusia y decidió en un trance de delirio patriótico cruzar de nuevo y en sentido contrario toda la anchura de Europa para unirse a los ejércitos victoriosos del Reich. En la estación, vestido con su uniforme de la guerra del catorce, que había guardado durante más de veinte años en el maletón que trajo de su país, la cabeza cubierta con el casco puntiagudo y recién abrillantado y la máscara antigás colgada reglamentariamente al cuello, se despidió con un abrazo paternal y castrense de Ramiro Retratista, su discípulo, su primer y único aprendiz, casi su hijo adoptivo, le exigió juramento de perseverancia en el arte sublime de la fotografía de estudio y subió al correo de Madrid después de dar un taconazo, perdiéndose luego, mientras saludaba a la romana desde una ventanilla, entre el humo negro de la locomotora, y posiblemente también en la demencia senil y en los vapores ya irreversibles del schnapps, pues aunque nunca volvió a saberse nada cierto de él dijeron que su expedición a las estepas de Rusia había concluido en Alcázar de San Juan, donde estuvo retenido por embriaguez y escándalo en el cuartelillo de la Guardia Civil hasta que unos loqueros a los que embistió con el pincho de su gorro prusiano mugiendo en alemán se lo llevaron al manicomio de Leganés o al de Ciempozuelos.

Hasta que don Otto se marchó, Ramiro sólo les había dado rápidos tientos a escondidas a las botellas de aguardiente. Fue al quedarse solo cuando empezó a imitar sin premeditación los peores hábitos de su maestro, sentándose cada noche en el sótano para mirar las caras de muertos de sus fotos del día, bebiendo schnapps y escuchando discos alemanes en los que sólo había, para su fervor y su desgracia, música de Schubert, canciones tristísimas acompañadas de piano y fragmentos de obras de cámara que se sabía de memoria porque los había estado oyendo desde que entró como aprendiz sin prestarles atención, igual que oiría la lluvia o los ruidos de la calle. La imposibilidad de renovar las provisiones de aguardiente lo salvó del alcoholismo, pero de Schubert ya no pudo curarse, ni siquiera cuando los discos estuvieron tan gastados que más que oír la música la adivinaba o la recordaba entre los saltos y las crepitaciones de la aguja, igual que un ciego recuerda colores cada vez más distorsionados por el olvido y la oscuridad.

Tal vez el efecto de Schubert no habría sido tan pernicioso sin el hallazgo de la muerta incorrupta en la Casa de las Torres, que vino a coincidir con un período particularmente luctuoso en el estado de alma de Ramiro Retratista, hombre de carácter débil y brumoso —saturnal, decía él—, que aun sin el influjo traicionero del licor alemán tendía a la tristeza y a la conmiseración de sí mismo, y que vivió los años posteriores al final de la guerra sumido en una pesadumbre como de perpetuo anochecer de domingo. Dio en imaginarse como un vencido humillado por la cobardía, como un artista solitario, incomprendido, abocado a la vida menesterosa y bohemia, a una muerte aleccionadora y patética en plena juventud, perdido y olvidado en esta mezquina provincia donde no sólo el éxito era imposible, sino también el fracaso, al menos la categoría de fracaso que hubiera querido para sí, grande, sublime, con un énfasis de ópera y de suicidio romántico, sin esa modorra como de brasero y mesa camilla con que la gente fracasaba en Mágina, poetas con nómina del municipio que cincelaban sonetos tras una ventanilla de arbitrios, compositores que escribían penosas suites para banda y coro parroquial, poetas párrocos y sacristanes y hasta poetas policías, como el inspector Florencio Pérez, si era verdad ese rumor insistente que circulaba sobre él, tan ignominioso en ciertas conversaciones de café como si se murmurara de su hombría, artistas con trienios y cartilla de familia numerosa y certificado de adhesión, pintores que administraban droguerías y guardaban como valiosas condecoraciones recortes ínfimos del periódico de la provincia... Él, Ramiro, los retrataba a todos, vanidosos y erguidos ante los focos del estudio, colgando cabeza abajo como murciélagos en el visor de su cámara, apoyando con aire de reflexiva gravedad el codo en el filo de la mesa y el dedo índice en la mejilla, delante de un telón con balaustradas y perspectivas de jardines y junto a una columna con un busto en escayola de algunas de las celebridades germánicas que había venerado don Otto mientras estaba en su juicio. Encapuchado y oculto como un espía bajo la cortinilla de la cámara, tras la impunidad del ojo de vidrio que sorprendía gestos involuntarios y miradas ansiosas, Ramiro Retratista presenciaba con un creciente desengaño la vacua vulgaridad de las celebridades locales que acudían a su estudio, la belleza amañada o idiota de las mujeres, la fatalidad de la gordura, la calvicie, la estupidez, la decadencia, y cuando por la noche se sentaba a escuchar a Schubert y a beber schnapps y repasaba una a una sus últimas fotografías buscando alguna que le pareciera digna de los grandes artistas del siglo pasado que don Otto le había enseñado a admirar, sólo encontraba caras banales o feroces o patéticas que ni siquiera el sublime Nadar habría logrado ennoblecer. Hacía un gesto y el sordomudo, que estaba siempre mirándolo sin parpadear desde una respetuosa distancia, como un monaguillo gordo y obediente, le llenaba el vaso vacío, llegaba el final del disco y le ordenaba que lo devolviera al principio, a la arrasadora pesadumbre de aquel cuarteto titulado
La muerte y la doncella,
que era el que más le gustaba de todos los de Schubert y le hacía acordarse infaliblemente de una foto de bodas tomada varios años atrás, cuando aún era ayudante de don Otto. Se ponía a buscarla, entorpecido por la ofuscación del alcohol y la vehemencia destructiva de la música, pero aunque no la encontrara se acordaría exactamente del hombre vestido de militar y de la novia que se apoyaba en su brazo, muy delgada, con los ojos claros y grandes y la piel casi translúcida en las sienes, con el pelo corto y castaño, don Otto Zenner le había dicho que parecía de perfil una dama del Renacimiento: supieron luego que al día siguiente de su noche de bodas se asomó a un balcón porque había oído un tiroteo en los tejados y una bala perdida la mató. Borracho de aguardiente y de música Ramiro Retratista miraba a aquella mujer que estaba en vísperas de la muerte cuando él mismo le hizo su fotografía de bodas y alcanzaba un paroxismo simultáneo de desdicha y felicidad que se hizo crónico y mucho más virulento desde que vio formarse en la cubeta del revelado la cara de la muchacha incorrupta. El título de su disco preferido se le antojó entonces profético: la muerte y la doncella. Pensó esa noche, comparando la fotografía nupcial y la que tomó por encargo del inspector Florencio Pérez, que las dos mujeres se parecían y que estaban unidas por un destino común. La muerta de 1937, ¿no sería una reencarnación de la otra, no habría repetido casi setenta años después el entusiasmo y luego la expiación de un amor culpable, no se habría levantado sonámbula de la cama y caminado hacia el balcón al escuchar la voz seductora de la muerte, igual que la emparedada de la Casa de las Torres y la doncella de Schubert?

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