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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (9 page)

BOOK: El jinete polaco
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En sus memorias constan los nombres de los testigos que bajaron con él al sótano donde había aparecido la mujer incorrupta: el médico don Mercurio y su cochero Julián, el forense Galindo, Medinilla, el escribiente del juzgado, que con los años llegó a regentar una opulenta gestoría y a convertirse en procurador en Cortes por el tercio sindical, el guardia Murciano, la guardesa contumaz, y por último Ramiro Retratista y su ayudante Matías, que era sordomudo desde que pasó un día entero sepultado bajo los escombros de una casa hundida por un obús. Para escarnio del inspector, en cuanto llegó don Mercurio, a quien por cierto nadie había llamado, los otros se inclinaron con reverencia unánime ante su autoridad y a él dejaron de verlo, como si no existiera, como si no fuera él quien ostentaba en ese momento y en la Casa de las Torres la máxima jerarquía. «Se trata de un caso insólito de momificación», dijo el forense cuando la guardesa cerró las puertas de la calle y las voces de la vecinas se escucharon con la lejana confusión de un zureo de palomas. «No creo que sea más insólito que yo mismo», dijo don Mercurio, parado junto al inspector como si no lo viera, admirando distraídamente las columnas de mármol y los arcos inseguros del patio: «A mi edad comprenderán ustedes que de lo que más entiende uno es de momias.» «Por la ropa que lleva yo diría que fue emparedada hará sesenta o setenta años.» En los casos desesperados el inspector Florencio Pérez procuraba restablecer su tambaleante autoridad con un matiz científico. «¡Sesenta años!», la guardesa gritó como si reprobara una blasfemia, haciendo sonar amenazadoramente el manojo de llaves. «Sesenta siglos más bien, desde que hicieron la casa. Sería cautiva de los moros...» «No diga usted disparates, señora», Medinilla, el escribiente del juzgado, que era soplón de la secreta, esgrimió ante la guardesa su cartapacio abierto y la estilográfica con la que hacía como que tomaba notas, «que yo aquí lo apunto todo, y luego consta».

Caminaban sorteando estatuas despedazadas y montones de escombros sobre los que crecían malvas y jaramagos, y al llegar al hueco abovedado bajo la escalinata con peldaños de mármol los pasos y las voces adquirieron una resonancia de cripta. «Cuidado con los escalones», dijo la guardesa, «que son muy traicioneros». Bajó delante el inspector, que llevaba una poderosa linterna con acanaladuras cromadas, y ya nadie habló, ni la guardesa, mientras cruzaban sótanos y corredores que conducían a otros sótanos idénticos, ocupados por muebles grandes como catafalcos y armazones podridos de carruajes barrocos. Cuando la linterna alumbró el nicho que un albañil había descubierto del todo la guardesa se santiguó con un rápido garabateo piadoso y todos, salvo don Mercurio, se mantuvieron a una cierta distancia, mirando las sombras que desplazaba sobre los muros el círculo de luz, en medio de los cuales, como una imagen de cera en una hornacina, con la majestad de una estatua egipcia de advocación desconocida, con las manos cruzadas sobre el regazo de un vestido a la moda del Segundo Imperio y la nuca apoyada en un sillón de respaldo muy alto, la muchacha incorrupta miraba al vacío con sus ojos azules a los que la linterna arrancaba destellos de vidrio. Pero no había en ella nada sobrecogedor, sino más bien una especie de naturalidad imperturbable, como si en vez de llevar setenta años emparedada se acabara de sentar en el sillón de un gabinete para recibir con sosiego a sus amigos más íntimos, que por respeto no se le acercarían hasta no ser llamados uno a uno por ella.

Sin volverse, como un cirujano absorto en la dificultad de una operación, don Mercurio requirió sus gafas, su maletín, la luz. A su lado, muy atento, obedeciendo instantáneamente los gestos de sus manos, Julián se inclinaba para mirar a la muchacha y obligaba a los otros a guardar la distancia que seguía apartándolos de don Mercurio. Era Julián quien sostenía ahora la linterna, pues el inspector Florencio Pérez se la había entregado con una docilidad que él mismo consideró íntimamente imperdonable, y durante más de un minuto, hasta que la guardesa encendió su farol de petróleo, sólo la figura de la muerta, resplandeciente y lívida, con el cabello polvoriento brillando en torno a su cara como una gasa negra, permaneció fuera de la oscuridad que envolvía a los otros, sombras cobardes que se rozaban sin reconocerse y se oían respirar mientras la silueta pequeña y jorobada de don Mercurio se movía despacio ante el nicho iluminado, haciendo rápidos ademanes como de liturgia o de conjuro con sus dedos extendidos, que rozaban sin tocarla la cara de la momia y al enredarse a uno de los bucles de sus sienes levantaron una tenue nube de polvo que hizo toser al medico y a su ayudante.

«Observe, Julián», dijo don Mercurio, «que esta joven no se resistió al emparedamiento. ¿La encerraron aquí después de narcotizarla y cuando despertó fue presa de un colapso que ni siquiera le dio tiempo a un movimiento de pánico? Examine las falanges de sus dedos — y don Mercurio se quitó las gafas de pinza y adhirió al cuévano amarillo de su ojo izquierdo una lupa diminuta, aunque muy potente: todos los enterrados vivos presentan en la exhumación señales muy parecidas. Unas gastadas, falanges rotas, torsión antinatural de los miembros. Ojos desorbitados, mandíbulas abiertas, desencajadas por los gritos de terror. Esta señora o señorita no. Observe su posición: tranquilidad perfecta. Las singulares condiciones ambientales de esta cripta obraron el prodigio que a esa pobre mujer le ha parecido un milagro. Un hecho infrecuente, pero no excepcional, como muy bien saben los arqueólogos y las autoridades eclesiásticas. ¿Qué me dice, Julián?» Al cochero la sabiduría de don Mercurio le producía a veces una felicidad muy próxima a la congoja del llanto: «Qué me va a parecer, que es usted una eminencia, don Mercurio.» «No me dé coba, Julián, que ya tengo un pie en la frontera del gran enigma y me son indiferentes las vanidades del mundo. Hechos, Julián,
facts,
que dicen los ingleses.» «Prudencia, don Mercurio», dijo Julián, mirando de soslayo a los otros, «que hay por aquí mucho partidario de las potencias del Eje». Don Mercurio acercó ahora su lente a una pupila de la muchacha muerta, como un oftalmólogo que le examinara la vista. «Llevo un cuarto de siglo siendo aliadófilo, Julián. No querrá usted que a un paso de la tumba me haga partidario del Kaiser.» «Si ya no hay Kaiser, don Mercurio», dijo el escribiente, que se les había acercado con su instintiva cautela de soplón, «ahora quien manda en Alemania es el Führer».

«Pues vaya diferencia», el médico ni siquiera se volvió. Requiriendo a Julián para que aproximara más la lámpara había rozado los pómulos de la momia con el dedo índice de la mano derecha y se frotaba su yema lenta y delicadamente con la del pulgar para percibir con exactitud la textura del polvo que lo manchaba, sutil como el de las alas de una mariposa. Parecía que estuviera tocando el mármol de una estatua o la superficie de un lienzo que temiera dañar con el roce de sus dedos, incluso con la cercanía de su aliento. Con la punta de un pañuelo limpió la medalla que relucía en el escote de la muerta y sopló muy suavemente en el pequeño cristal que protegía una imagen color sepia de Cristo coronado de espinas. Luego dio unos pasos atrás, siempre mirando a la muchacha, y al devolver la lupa a Julián, que la guardó escrupulosamente en el maletín, antes de ajustarse de nuevo sobre la corva nariz los lentes de pinza, se frotó los ojos y por un momento pareció mucho más viejo y más débil, como si una fatiga repentina le acentuara la joroba o estuviera a punto de sufrir un desmayo. Julián, que adivinaba en seguida sus estados de ánimo y las vacilaciones alarmantes de su salud, entregó al inspector la linterna y dejó en el suelo el maletín, preparándose para sostener con discreción aquel cuerpo tan liviano como un muñeco de paja, arrimándose a él, como hacía otras veces, para evitar que se cayera, porque temía que si dejaba que don Mercurio se deslizara hasta el suelo se le desarmaría para siempre. Pero el médico sólo tanteó imperceptiblemente el aire en busca del brazo de su cochero, y al encontrarlo cerró en torno a él su mano derecha con una fuerza que ya no era más que pura obstinación, y un segundo más tarde, como si al apretarle el brazo hubiera recibido una parte del vigor de su pulso, volvió a erguir la cabeza, se puso el sombrero e hizo frente con su irónica gallardía de siempre a las miradas interrogativas y un poco amedrentadas de los otros.

«En mi opinión», dijo, «y a reservas de lo que tenga que decir mi docto colega, a quien al fin y al cabo corresponde el dictamen del foro, lo más prudente sería no mover el cuerpo. Como usted, tan acertadamente, mi querido inspector, conjeturaba, esta joven fue emparedada aquí hace unos setenta años. Lo sé, para mi desgracia, porque me acuerdo de que así se vestían las jóvenes de buena familia en mi primera juventud. ¿Y quién nos asegura que no se deshará en polvo cuando intentemos trasladarla, por mucho cuidado que pusiéramos? Le supongo al tanto, inspector, de los trabajos del llorado egiptólogo mister Cárter, a quien por cierto tuve el honor de ser presentado hace mucho años en Madrid. Momias que se mantuvieron en perfecto estado de conservación durante cuatro milenios pueden quedar dañadas irreparablemente por una claridad excesiva, un cambio brusco de temperatura o un aire ligeramente húmedo».

El inspector Florencio Pérez hubiera querido decir algo, pero un acceso de gratitud hacia don Mercurio y hacia Howard Cárter, de cuyos trabajos carecía de toda noticia, pero cuya muerte le pareció de pronto una tragedia irremediable, le atenazaba la garganta, y tuvo miedo de que si hablaba le saliera aflautada la voz. «Yo vi una película sobre eso», oyó decir a su lado al escribiente Medinilla.
La maldición de la momia.
Pero quien salía era Boris Karloff.» «Sugiero, pues —don Mercurio ni miró al escribiente—, que se haga venir a un fotógrafo, se precinte este sótano y se solicite la ayuda de expertos mejor equipados que nosotros, por el bien de la ciencia, ya que no por el de esta señorita, a quien a estas alturas calculo que le dará igual que hayamos interrumpido su eterno descanso.» «Amén», dijo con reverencia la guardesa. Y el inspector, que llevaba un rato cincelando un endecasílabo («las lívidas facciones de ultratumba») y se sentía rescatado del oprobio por la consideración de don Mercurio, decidió llegado el momento de recobrar la iniciativa que le correspondía. «Murciano», dijo con una voz tan educada como terminante, «hágame el favor de avisar a Ramiro. Y que no se olvide de traer el magnesio». «A la orden. —Murciano se cuadró—. ¿Le digo al de la Macanca que se vaya?» «Y que no vuelva», intervino rápidamente la guardesa. «Si se refiere usted al vehículo del depósito —el inspector agradeció la ocasión de demostrar a don Mercurio su dominio del idioma— puede decirle al conductor que de momento no hay necesidad de sus servicios.» «Bien dicho. Al cementerio, con los muertos, que ésta es una casa cristiana.» La guardesa hablaba tan cerca de la cara del inspector que se la salpicó copiosamente de saliva. «En cuanto a usted, señora — eufórico, tranquilo, casi beodo de autoridad y confianza en sí mismo, el inspector se limpió la barbilla con un pañuelo y miró a la guardesa fijamente a los ojos — , me va a hacer el favor de dejarme a solas con estos caballeros.» «Asunto confidencial», dijo el escribiente, afectando una chulería de zarzuela, «top secret».

Julián acompañó a la guardesa y a Murciano y volvió en seguida trayéndose el farol. Al alumbrar por sorpresa y antes que ninguna otra la cara de don Mercurio de nuevo le pareció mucho más vieja que unas horas antes, y empezó a pensar que el médico sabía algo que ocultaba a los demás y advirtió en él una pesadumbre que hasta entonces no le había conocido, como una abdicación de su acerada voluntad y un abandono íntimo al desengaño de morir. «Sabe quién es y no lo dirá a nadie, la conoció cuando ella estaba viva y los dos eran jóvenes.» Pero le daba miedo pensar eso, le hacía darse cuenta de lo inconcebiblemente viejo que era don Mercurio y de los abismos de experiencia y de horror que guardaría en su memoria después de tres cuartos de siglo viviendo diariamente junto a la enfermedad, el dolor, la miseria, la agonía, después de haber presenciado varias guerras y asistido al nacimiento y luego a la degradación y a la muerte de tantos hombres y mujeres que ya no existían, caras violáceas rompiendo a llorar entre los turbiones de sangre y las vísceras derramadas de mujeres que gritaban con las rodillas abiertas, caras inmóviles, recién tachadas por la muerte sobre una almohada que todavía huele al sudor del miedo y a los medicamentos ya inútiles. Pensó que para don Mercurio los vivos y los muertos serían sombras semejantes, simulacros de juventud y belleza y vigor gangrenados sordamente por la corrupción y amenazados siempre por la cuchillada del sufrimiento: sin duda él mismo, Julián, y el forense, y el inspector, y el escribiente del juzgado, eran más ajenos para don Mercurio que aquella muerta de hacía setenta años, y el tiempo presente en el que todos ellos respiraban le parecería un espejismo o un teatro de sombras como las que proyectaban la linterna y el farol de petróleo, un futuro tan lejano de su juventud que no podría atribuirle aunque quisiera la consistencia indudable de la realidad.

Así los vio al llegar Ramiro Retratista, fotógrafo oficioso de la policía, cinco sombras inmóviles junto a un nicho alumbrado desde el suelo por un farol de petróleo, menos reales y perdurables en su imaginación que la cara y la mirada de aquella mujer cuyo retrato póstumo mostró al comandante Galaz más de treinta años después como queriendo convencerlo de que él no había inventado la historia de su hallazgo. Le avisaron, dijo, igual que siempre que aparecía un cadáver, él retrataba lo mismo a los vivos que a los muertos, cargó la cámara en el sillín de su motocicleta alemana, le ordenó por señas al ayudante sordomudo que montara en el sidecar llevando en brazos el trípode y él se puso sus gafas de aviador y arrancó en dirección a la Casa de las Torres, y cuando al fin lo guiaron al sótano y preguntó expeditivamente que dónde estaba el muerto oyó la voz desagradable del escribiente Medinilla: «No es un muerto. Es un cadáver en estado de momificación.»

Pero no podía ser una momia, pensó Ramiro Retratista cuando le vio de cerca la cara, mientras su ayudante desplegaba el trípode y situaba en los lugares adecuados los focos de magnesio, era una señorita muy joven aunque un poco antigua, mírela usted, le dijo al comandante Galaz, sosteniendo la fotografía con sus manos ya temblonas de viejo, muy tranquila y muy bella, con los pómulos anchos y los ojos abiertos, con el pelo recogido en rodetes y tirabuzones, y hasta le pareció que tenía algo de color en las mejillas, apenas una pincelada, como en los retratos coloreados a mano, y que sus ojos de muerta lo estaban mirando como las mujeres de verdad no lo miraron nunca, porque no lo veían, las mujeres no se paran a mirar al retratista, explicó, están pensando en el caballero al que le enviarán su foto con una dedicatoria elegante, cariñosa o apasionada, según. Se fijó en la cara, y pensó que era lozana y redonda, ya que había leído esos dos adjetivos en una novela, y luego sus ojos descendieron tímida y respetuosamente hacia el cuello que parecía de cera y vieron la medalla con la imagen piadosa en la que por un momento creyó notar una imperceptible respiración de catalepsia. Fue él, Ramiro, el único que se atrevió a tomar entre sus dedos la medalla, procurando que los demás no lo advirtieran, le dio la vuelta y vio que al otro lado no había una estampa religiosa, sino la foto de un hombre muy joven, con bigote y perilla, como Gustavo Adolfo Bécquer, le dijo al comandante Galaz. Vio también, justo en el lugar donde el comienzo de los senos ahuecaba levemente el escote, el filo de algo que parecía una hoja de papel doblada muchas veces. Se echó hacia atrás, mirando siempre aquellos ojos como de pálido vidrio azul escarchados de polvo e invariablemente fijos en los suyos, corrigió la disposición de los focos, moviendo las manos casi a la misma velocidad que su ayudante, con el que mantenía en silencio copiosas diatribas, escondió la cabeza bajo la cortinilla de felpa negra de la cámara, que se pareció entonces a la joroba de don Mercurio, y cuando iba a pulsar la arcaica pera de goma del disparador, al ver la imagen invertida de la muchacha muerta, creyó que también él se había vuelto ingrávidamente del revés, y deseó sin consuelo que el fogonazo del magnesio le devolviera a ella la vida al relucir en sus pupilas, al menos durante las décimas de segundo que tardaría en extinguirse.

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