El Judío Errante (23 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Judío Errante
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—Un deporte asqueroso.

—Luego —prosiguió como si no me hubiera oído— alguno de los secuestradores debió de pensar que quizá podían obtener algún placer más que el de reírse de una criatura aterrorizada. Es posible que sólo pensaran en desnudarla, pero, al final, la dolaron.

—Por Dios...

—La muchacha no pudo precisar ni cuántos fueron ni cuántas veces sucedió. A decir verdad, perdió el conocimiento en el curso de alguna de las violaciones y así es como la encontraron.

—Luego, no podía identificar a nadie.

—No, ahí se equivoca usted. Sí que podía identificarlos. Por lo menos a dos. Uno era una bestia parda de espesa barba negra llamado Enrique y el otro un muchacho de pelo rojo al que los otros se dirigían como Diego. Atraparon, primero, a Enrique y uno o dos días después a Diego. En circunstancias normales, aquellos dos canallas hubieran pagado con la vida su felonía, pero en ese preciso instante intervino el arcediano.

—No puedo creerlo —dije mientras se me posaba una incómoda sensación de malestar en la boca del estómago.

—Pues créalo. Se hizo cargo de la causa con enorme interés. Imagino que no le extrañará si le digo que cuando lo supe, me temí lo peor, pero, a la vez que lo pensaba, intentaba convencerme de que no llegaría a perpetrar una injusticia en un caso como ése. Por supuesto, lo que yo había contemplado con mis propios ojos era una indignidad, pero no puede compararse el cobro de una deuda con el hecho de ultrajar a una muchacha una y otra vez. Además... bueno, una violación siempre es una desgracia, pero en aquella época... mire, si el violador hubiera sido un judío, nuestra ley le hubiera obligado a contraer matrimonio con la muchacha y a mantenerla de por vida como su esposa. No se hubiera quedado sola ni desamparada. Sin embargo, los delincuentes habían sido goyim. Ninguno de ellos se iba a casar con esa muchacha y ninguno iba a reparar, siquiera en parte, el mal causado. Lo único que cabía esperar era que la justicia los castigara.

—Entiendo —no del todo convencido de la justicia de sus razonamientos.

—El proceso fue vergonzoso —prosiguió el judío con la mirada clavada en el suelo—. Verdaderamente vergonzoso. Los muchachos proclamaron con descaro que no conocían de nada a la pobre criatura y que el hecho de que se los juzgara constituía una ofensa intolerable. El arcediano los escuchó con gesto benevolente. Casi como si sufriera al ver a dos buenos y piadosos jóvenes padeciendo las insidias de una perversa judía. Finalmente, decidió interrogarla. Comprenda que pase por alto la manera escabrosa en que entró en detalles que por decencia debería haber obviado.

—Sí. No hace falta que se detenga en ellos —le dije desean-Jo que no cambiara de opinión.

—Bueno, el caso es que la chica fue respondiendo con seguridad. Le temblaba la voz, era obvio que estaba pasando por un auténtico tormento, pero se mantuvo firme en lo que decía. Sí, la habían asaltado. Sí, la habían golpeado mientras se reían de ella. Sí, la habían desnudado. Sí, la habían tocado todos. Sí, la habían violado varias veces. No, no podía precisar cuántas porque se había desmayado por el dolor. Sí, por supuesto, sin ningún género de dudas, reconocía a aquellos dos muchachos como parte del grupo que había abusado de ella. El arcediano estaba irritado. Sí, no piense que exagero lo más mínimo. Es posible que esperara que la muchacha acabara desmoronándose o que incurriera en alguna contradicción que invalidara su testimonio. No fue así.

—Debía de tener mucho temple —observé.

—Sin duda, pero el arcediano no estaba por la labor de otorgarle justicia. Recuerdo que acababa de pronunciar una frase más que inculpaba a aquellos canallas, cuando don Ferrán intervino y le preguntó si se daba cuenta de que era la palabra de los muchachos contra la suya. Creo recordar que su tono de voz fue casi neutro. Entiéndame, ni la agobiaba ni la animaba. Se limitó a indicarle que...

—... que la palabra de aquellos miserables tenía el mismo valor que la suya.

—Sí —reconoció el judío—-. Con todo, hasta ahí su comportamiento con la muchacha podía ser considerado carente de compasión, pero no tachado de incorrecto. Sólo que entonces...

bueno, la muchacha aceptó que se trataba de una palabra contra otra y había empezado a exponer por qué pensaba que la suya era más digna de ser creída cuando don Ferrán la interrumpió y le preguntó: «¿Estaríais dispuesta a prestar juramento?». La pregunta era inocente, lo reconozco, pero yo había contempla con mis propios ojos la manera en que el arcediano se había valido de una argucia parecida para humillar a uno de los nuestros y negarle la justicia que merecía. Al escucharlo ahora me entró un temblor por todo el cuerpo a la vez que notaba cómo se me enroscaba el calor en las orejas. ¿Sería posible que estuviera dispuesto a repetir aquella vileza con una pobre muchacha a la que habían arrancado su posesión más valiosa? ¿Iba a descender hasta ese grado de indecencia una vez más? Me dije que no podía ser, que era inconcebible que pudiera causarle tanto daño, que no sería capaz de reincidir en una bajeza semejante. Me lo repetía mentalmente una y otra vez ansioso de convencerme cuando escuché a la joven decir: «Sí, mi señor. Por supuesto que prestaré juramento». Y entonces la boca del arcediano, aquellos labios que cuando se abrían parecían una desgarradura roja en un coco peludo, pronunció las palabras fatales: «Jurad ante el crucifijo».

Respiré hondo. Me sentía mal desde hacía un buen rato y ahora una náusea seca se me había aferrado a las paredes del estómago pugnando por salir.

—La disyuntiva con la que se enfrentaba aquella infeliz era mucho peor que la que había tenido que afrontar el anciano tío de mi cliente —continuó relatando el judío—. No se trataba de perder el dinero y la seguridad. Ahora lo que estaba en juego era la destrucción absoluta. Si no juraba, quedaría como una ramera, como una calumniadora contra la que podrían dirigirse incluso acciones judiciales por denuncia falsa; si, por el contrario juraba, a su deshonra, a su imposibilidad para contraer matrimonio, sumaría la exclusión de su comunidad. Clavé la mirada en la muchacha. En un primer momento, el arrebol tiñó las mejillas de manera que se habría dicho que estallarían esparciendo su sangre por la sala. Pero de repente, se tornaron de un color pálido, tan blanco que recordaban el nácar. Todo ello al mismo tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas. El arcediano captó a 'a perfección el sufrimiento de la joven y decidió no darle la menor tregua. Emitió una tosecilla y dijo: «¿Y bien?».

—¿Qué hizo Sara?

—Bajó la cabeza y yo me dije que, una vez más, el arcediano había perpetrado una injusticia terrible por la que tendría que rendir cuentas en el otro mundo. Apretaba los puños para contenerme, cuando, de la manera más inesperada, la muchacha levantó la cabeza. Fue un respingo similar al de aquel que sale de un sueño agitado y descubre que está despierto. Clavó entonces su mirada en el arcediano, la dirigió a los dos acusados y, dando un paso el frente, se colocó a un palmo escaso del crucifijo. Extendió entonces la mano y dijo con voz firme: «Juro por este santo crucifijo que estos dos hombres me secuestraron y luego me vejaron y me arrancaron la honra y en compañía de otros rufianes siguieron abusando de mí hasta que, vencida por el dolor, perdí el conocimiento».

—Pobrecilla...

—Tenía que haber visto cómo aquellas palabras cayeron sobre la sala. El arcediano, pálido por la sorpresa, parecía un coco que enseñara, a la vez, la blanca pulpa y el repugnante pelo. Sin duda, no se esperaba aquella reacción y había quedado paralizado. Por su parte, los violadores estaban inmóviles, como si por primera vez hubieran llegado a la conclusión de que la mano de ajusticia podía caer sobre ellos pulverizándolos. Por lo que a nosotros se refería, nos sentimos hundidos. La muchacha se había rendido y de esa manera, aquella pobre familia había quedado ahecha por el dolor y la deshonra.

¿Los condenó al final? —pregunté deseando que, a pesar de todo, aquellos canallas hubieran recibido su castigo.

^"¿Condenarlos? Por supuesto que no.

25

—¿Cómo ha dicho usted? —pregunté entre la sorpresa y el escándalo.

—Que no los condenó. Eso es lo que he dicho.

—Pero... pero eso no es posible... si la pobre había prestado juramento ante un crucifijo...

—Sí. Eso es cierto. Lo habíamos visto todos. Pero el arcediano no era hombre que se diera por vencido. Cuando la muchacha terminó de hablar ordenó al escribano que tomara nota de todo lo dicho y luego se las arregló para desvirtuar aquel testimonio de una manera... ¿cómo diría yo? Especiosa. Sí, especiosa es la palabra. Indicó que el juramento carecía de valor porque lo había dado una judía ante un crucifijo y de todos es sabido que los judíos no otorgan ningún valor positivo a las imágenes. No, no, espere, no terminó todo ahí. Concluyó además que, incluso en el caso de que el juramento hubiera sido válido, que no lo era, el testimonio de una persona, que por añadidura era judía, no podía ser más considerado por el tribunal que el de dos que, por si fuera poco, eran hijos de la Santa Madre Iglesia.

Reprimí los insultos que pugnaban por salir de mi corazón. Escaso valor podían tener a más de seiscientos años de distancia y, por otro lado, no deseaba perder el control de mis sentimientos.

—¿Qué fue de la muchacha? —acabé preguntando.

—Se quitó la vida... —respondió el judío con un hilo de voz.

—¿Qué... qué ha dicho? —pregunté incrédulo.

—Supongo que se percató de que no había sitio en este mundo para ella. El arcediano le había negado una justicia que no le hubiera escatimado ni siquiera una tribu de salvajes y nosotros... nosotros no podíamos perdonar a una pobre criatura sobre la que se había cebado la desgracia. Sí, es cierto. Había caído de manera pública y notoria en el pecado de idolatría, pero ¿cuántos de los nuestros no lo hicieron a lo largo de los siglos para salvar la vida o el patrimonio? ¿Cree usted que la existencia con seguridad económica es un bien más importante que el honor sin el cual no se puede continuar viviendo?

—No. Creo que no —respondí con toda sinceridad.

—Pues supongo que eso es lo mismo que pensó aquella desgraciada. Sabía que los suyos ahora le cerrarían las puertas y... bueno, lo cierto es que cuando salimos de la sala del juicio, ya no iba con nosotros. Pero no parecía apesadumbrada. Se había quitado el velo que le cubría la cabeza y comenzó a caminar con el mentón erguido. Era... era como si se sintiera muy por encima de los que estábamos allí. Aquella misma tarde se lanzó al Guadalquivir y a la mañana siguiente se encontró su cuerpo muerto. Yo mismo vi el cadáver. Quizá le costará creerlo, pero tenía en la boca una expresión de... de triunfo. Sí. De verdad. Como si, al fin y a la postre, hubiera podido alzarse con alguna victoria que no lográbamos entender.

—Pero el arcediano...

—Siempre he pensado que este proceso fue la gota que colmó el vaso y que llevó a las gentes decentes a rogarle al obispo que lo destituyera de una vez. Pero su apartamiento del poder duró muy poco.

—Resulta sorprendente...

—Quizá, pero en 1388, creo que nunca olvidaré la fecha, a instancias del papa Clemente VII, se reunieron en Palencia tres metropolitanos y veinticinco obispos para proceder a la reforma de las costumbres. Espero que no considere usted un sarcasmo si le digo que resulta más que dudoso que lo consiguieran. Sí, no sonría. Las costumbres no se pueden reformar por decreto. Si acaso, en los estados totalitarios pueden intentar someter a los ciudadanos a una educación oficial, pero nadie puede garantizar el éxito, al menos no por mucho tiempo. Bueno, a lo que iba. Insisto en que las costumbres no se reformaron, pero los prelados, eso sí, establecieron que judíos y cristianos debían vivir separados. Ya se puede imaginar que al arcediano sevillano le faltó tiempo para interpretar las decisiones del sínodo como una muestra irrefutable de que se hallaba en posesión total de la verdad. Pero ahí no quedó todo. No se trató sólo de que don Ferrán continuara desobedeciendo las repetidas órdenes regias, sino que además se dedicó a utilizar sus sermones como un arma propagandística arrojada contra nosotros. En el colmo del descaro, afirmaba, por ejemplo, que le constaba, ¡que le constaba!, que tanto el rey como la reina verían con buenos ojos a todo aquel que matase o hiriese de gravedad a judíos. —Verdaderamente intolerable.

—Sí, sin duda. Aquel comportamiento excedía con mucho lo que se podía consentir y, finalmente, el propio cabildo metropolitano acabó por tomar cartas en el asunto. Adoptando el punto de vista papal que no contemplaba favorablemente el que se utilizara la violencia contra nosotros, a mediados de 1388 enviaron una delegación al rey para informarle de la intolerable conducta de don Ferrán. Debo decir que no sólo eso. El propio arzobispo de Sevilla, don Pedro Gómez Barroso, convocó una junta de letrados y teólogos para juzgar la conducta y las afirmaciones del arcediano.

—¿Y sacaron algo en limpio?

—Depende de lo que entienda usted por sacar algo en limpio. Don Ferrán, convencido de la justicia de su comportamiento, no tuvo el menor inconveniente en reconocer que las acusaciones eran ciertas e incluso se permitió afirmar que el pontífice no tenía ningún derecho a tolerar que los judíos dispusieran de sinagogas y se reunieran en ellas. Cuando la junta interrogó al arcediano acerca de las razones sobre las que se apoyaba para llegar a esa conclusión, don Ferrán apeló «a los oficiales e gente del pueblo».

—Un papista que pretendía estar por encima del Papa...

—Me he encontrado con muchos más de los que se puede imaginar-.. Bueno, el caso es que, al enterarse de lo que había dicho don Ferrán, el arzobispo de Sevilla actuó de manera fulminante. Durante el verano de 1389, prohibió al arcediano que siguiera predicando e incluso se le amenazó con la pena de excomunión si desobedecía.

—Pues tardaron en adoptar una medida razonable...

—Razonable y de escasa vida.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que parecía que el problema había quedado solucionado, pero que se trató de una apariencia temporal. Mire. Con un arzobispo sensato y un rey razonable, los judíos no podíamos esperar ni igualdad ni justicia, pero sí una intolerancia llevadera. Sí, no sonría. Era eso mismo. Nos toleraban mal, pero se podía convivir, lo que no es poco. Ah, pero los humanos son seres frágiles que no tienen la capacidad de dejar atado nada tras de sí. Antes de que pasara un año, en el verano de 1390, falleció el arzobispo, y tres o cuatro meses después, el rey Juan. Fue entonces cuando don Ferrán consideró que había llegado el momento adecuado para acabar con nosotros.

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