Authors: César Vidal
—¿Cromwell dijo eso? —pregunté sorprendido.
—Lo que acaba usted de oír—respondió el judío al tiempo que asentía con la cabeza—. Decir ahora que nuestra tierra es la de Israel... bueno, salvo algunos fanáticos no lo negaría nadie, pero entonces... ¡Es que ni nosotros lo pensábamos! Hacía siglos que nos conformábamos con que nos dejaran vivir en paz en tierra de los que no eran judíos. Y entonces, va ese goy, ese inglés, ese puritano y dispara que nuestro destino es Israel. ¿Qué era lo que pretendía con esas palabras? La verdad es que no tuvimos tiempo para preguntárselo. Cromwell se acercó a un atril que tenía en su despacho y comenzó a pasar las páginas de un libro que reposaba sobre él.
—¿Qué libro?
—¿Qué libro iba a ser? ¡La Biblia, por supuesto! Bueno, el caso es que buscó por unos instantes y comenzó a leer. Fue la primera de una serie de citas. Tendría usted que haber visto cómo conocía aquel hombre a los profetas. ¡Increíble! Comenzó leyendo la Torah y luego pasó a Josué y a los Salmos y a Isaías y a Ezequiel.. .Y entonces, aquel goy, aquel goy, un incircunciso nos dijo a nosotros, hijos de Israel, que no debíamos olvidar que nuestra patria estaría en la tierra que Dios había prometido a Abraham, a Isaac y a Jacob, y que había entregado a Moisés y a Josué.
—Reconozco que resulta un poco desconcertante...
—Lo fue. ¿Se da cuenta? Nosotros pedíamos un sitio al sol. Nada más. Sólo que nos dejaran vivir en un pedazo de tierra, aunque no fuera nuestro y Cromwell nos señaló cuál era nuestro destino. No le oculto que hubo un momento en que nos sentimos abrumados. ¿Hablaba en serio o se burlaba de nosotros? ¿Deseaba ayudarnos o sólo librarse de unos judíos molestos como nosotros? Y entonces, una vez más, como si hubiera vuelto a leer en nuestro corazón, dijo: «Inglaterra se sentiría muy orgullosa de ser la nación que, como antaño Ciro, ayude al pueblo judío a regresar a su tierra». Todo eso... todo eso más de un cuarto de milenio antes de la Declaración Balfour, de la declaración británica que abrió el camino a la fundación de Israel, de este Estado. Y falta... falta...
—¿El qué?
—Bueno, Cromwell se manifestaba con tanta vehemencia, con tanta convicción, con tanta elocuencia que en un momento determinado no pude contenerme y le dije: «Milord Protector, disculpad mi atrevimiento, pero desearía saber a qué debemos atribuir vuestro interés por nosotros los judíos». Y entonces aquel hombre me miró y dijo: «A dos razones. La primera es que la Palabra de Dios señala que Dios bendecirá a aquellos que bendigan a los descendientes de Abraham». Yo conocía aquel argumento, lo había escuchado a los reformados de Holanda, pero nunca, al menos hasta donde recordaba, lo había asociado nadie con ayudarnos en el empeño de regresar a nuestro solar patrio. Y entonces Cromwell añadió: «La segunda, y más importante, es Sue antes de que Jesús, mi Señor y Salvador, regrese a este mundo, los judíos tendrán que volver a su tierra». ¿Eso le dijo?
—Como lo oye. Y entonces... bueno, entonces yo sentí como un fogonazo de luz, uno de esos fogonazos de luz que sólo tenemos una o dos veces en la vida y que, sin esperarlo proporcionan sentido a las situaciones más horribles y dolorosas que hayamos podido vivir. De repente, me di cuenta de que llevábamos siglos, muchos siglos, huyendo de nuestra tierra, cuando nuestro destino era volver a establecernos en ella. Y también contemplé algo que hasta entonces no había podido ver, tal que si un velo tupido hubiera estado colocado hasta entonces sobre los ojos de mi espíritu. Ese regreso constituía una doble liberación para mí: primero, porque implicaría establecernos de nuevo en Israel, pero también, por añadidura, porque tendría lugar antes de que llegara el Nazareno y me liberara del destino que llevaba arrastrando hacía más de milenio y medio. Aquel día yo salí de la presencia de Cromwell con el corazón ardiéndome. Créame si le digo que fue uno de los momentos más importantes de mi vida. Mientras nos dirigíamos hacia nuestro alojamiento, me parecía que todo cobraba sentido, que en la destrucción del Templo había existido alguna causa, aunque yo no la entendiera; que era lógico que hubieran fracasado «mesías» como Bar Giora o Bar Kojba; que Juliano nunca había tenido la menor posibilidad de levantar el santuario; que... que incluso el Nazareno podía tener un papel importante en todo aquel proceso que se había extendido durante siglos, aunque para mí sólo fuera el que me había ordenado seguir vagando a la espera de su regreso. Todo eso lo sentí entonces, con nitidez, con transparencia, con claridad, pero... pero, al poco tiempo, todo se torció.
—La historia es muy extraña. En ocasiones, parece que avanza, que se acelera, que se dirige hacia su consumación y, de repente, cuando menos se espera, cuando nadie lo diría, sufre un frenazo extraordinario, brutal, incluso cruel. Lo peor es que, por regla general, esas paradas se suelen interpretar como un avance...
—¿Está usted filosofando? —pregunté con cierta ironía.
—Ya me gustaría —respondió el judío con un dejo de tristeza—. Verá. Sitúese en la época. Menasseh ben Israel y algunos judíos llegamos a Inglaterra para ver a Cromwell. Nuestros objetivos no pueden ser más modestos. Lo que deseamos es simplemente que nos dejen establecernos allí, y ¿con qué nos encontramos? Con que un goy nos recuerda lo que debemos hacer. No sólo eso. Además nos dice que está dispuesto a ayudarnos, que para Inglaterra será un honor y un privilegio actuar como lo hizo Ciro en la Antigüedad, etc., etc. ¿No le parece que se trata de un gran salto en la historia?
—Sí, lo reconozco. Sin duda.
—Pues entonces todo se frustró. Se tronchó de la misma niñera que la rama arrancada del árbol por efecto del tempora. ¿Y por qué? Pues porque apareció otro mesías, otro de los nuestros que proclamaba que nuestra desgracia se había termino. Se llamaba Sabbatai Zvi.
—Me suena quién era —dije mientras recordaba algunas lecturas al respecto—. ¿Usted lo conoció?
—Gracias a Dios, no —respondió el judío—, pero sí tuve relación con gente que lo conocía a él y a su familia porque trabajaban para casas inglesas.
—¿Para casas inglesas? —exclamé sorprendido—. ¿Qué tenían que ver los ingleses con gente como Sabbatai Zvi?
—Más de lo que puede parecer a primera vista; la familia de Sabbatai vivía en Esmirna. De hecho, él mismo nació allí. Pues bien, cuando estalló la guerra entre el imperio turco y Venecia, Esmirna se convirtió en un emporio de primer orden. Prácticamente, puede decirse que controlaba el comercio de Oriente Medio y, de la manera más lógica, los ingleses abrieron varias sucursales en la ciudad.
—Entiendo —dije—, y supongo que la familia de Sabbatai comenzó a trabajar para ellos.
—Supone usted bien. Todo eso, así de entrada, era bastante normal. Supongo que miles de judíos han nacido en la diáspora y han comenzado a trabajar en el comercio y han tenido relación con las potencias económicas de la época. Pero es que Sabbatai era un tanto... ¿cómo diría yo? Rarito.
—¿A qué se refiere usted? —pregunté sin imaginarme lo que deseaba dar a entender el judío.
—Desde muy joven, Sabbatai se empeñó en estudiar la Cabala. Ya se imaginará usted que, después de saber de primera mano el valor de obras cabalísticas como el Zohar, mi opinión al respecto no es positiva, pero no se trata sólo de eso. Sabbatai no sólo se entregaba a perder el tiempo con tonterías como ésa. Además le dio por aislarse y cuando la familia decidió casarlo a ver si sentaba la cabeza y se comportaba como un judío normal, Sabbatai se negó a mantener relaciones sexuales con su esposa. La buena mujer pidió el divorcio, como no podía ser menos, y Sabbatai se lo concedió encantado. En fin, no es que esa conducta resultara normal, pero tampoco era tan extraño que un matrimonio no saliera bien y concluyera en divorcio. Ya es menos habitual que con la segunda esposa le pasara lo mismo. No había cumplido los veinte años y ya tenía dos divorcios a sus espalas por la razón que le he dicho. ¿Comprende usted ahora por qué digo que era un tanto raro?
—Sí —reconocí—. Su comportamiento no parece... normal.
—En cualquier familia judía que no hubiera perdido la cabeza, se hubieran puesto a intentar corregir aquella conducta patológica, pero, amigo mío, el padre de Sabbatai lo quería con locura. Es más. Estaba convencido de que en su hijo había algo que, además de muy positivo, era ideal, maravilloso, incomparable. Y entonces Sabbatai, el bueno, el inocente, el ejemplar Sabbatai que no había hecho nada de provecho salvo estudiar el Talmud, comenzó a leer el Zohar. Sí, señor. Eso mismo. El Zohar. De semejante disparate no podía salir nada bueno y, efectivamente, no salió. Sabbatai se dedicó a aislarse todavía más y a calentarse los cascos con el libro que había escrito Moisés de León. Así llegó a una conclusión extraordinaria: el mesías se revelaría a Israel en 1648.
—Y ese mesías sería Sabbatai Zvi... —completé. —Por supuesto, ¿quién si no?
—Hombre... ¿qué quiere que le diga? Un muchacho de poco más de veinte años, que ya se ha divorciado dos veces y además se había negado a mantener relaciones sexuales con sus esposas... no parece el más adecuado para ser el mesías... Claro que teniendo en cuenta los precedentes de Bar Giora o de Bar Kojba...
—No le falta a usted razón, pero, amigo mío, no olvide que semejante sujeto sustentaba sus pretensiones en el Zohar y ya recordará usted...
—Lo recuerdo —dije, temeroso de que se me perdiera en una digresión.
Bien. Lo celebro. Como le iba contando, el mayor atractivo de Sabbatai era su supuesto conocimiento del Zohar y la manera en que el libro apuntaba hacia él. De una forma que no termino de entender, Sabbatai logró convencer de la justicia de sus pretensiones a dos rabinos llamados Silveira y Pinero. ¡Pinero' ¿Cómo puede ser un maestro de las Escrituras alguien que se llame así? ¡Pinero! ¡Pinero! Bueno, el caso es que los dos decidieron apoyarlo y en 1648 lo reconocieron como mesías. —¿Y los demás?
—Los demás no eran ni tan soberbios ni tan ignorantes ni tan necios como el tal Pinero. Los sabios de la ciudad de Esmirna se reunieron y decretaron el jerem contra él y contra sus seguidores.
—O sea que los excomulgaron...
—Sí, puede usted utilizar ese término si lo prefiere.
—Carrera breve entonces...
—Inicio de carrera más bien. Durante unos años no se supo nada de Sabbatai, todo parecía haber caído en el olvido y entonces mire usted por dónde, al cabo de un lustro más o menos apareció en Constantinopla.
—¿En Constantinopla? Un sitio un poco raro para un mesías. ..
—Pues ahora que lo dice... Sí, no era un lugar ideal, pero allí Sabbatai se encontró con un sujeto que se llamaba Abraham ha-Yakini. No sé mucho sobre este personaje, pero lo cierto es que el tal Abraham dijo que poseía un manuscrito de notable antigüedad y que en él se indicaba que Sabbatai era el mesías. Total nada.
—Ya es casualidad...
—¿Casualidad? No sea ingenuo. Se trataba de una falsificación como el Zohar. Abraham debió de olfatear el negocio y decidió apoyar a Sabbatai. A fin de cuentas, no todos los días se tiene la posibilidad de entrar en el séquito del mesías. Y entonces la situación se disparó. Durante años, Sabbatai había sido casi un desconocido, pero ahora se trasladó a Salónica y comenzó a enseñar la Cabala. ¿Resultado? Pues consiguió más discípulos y los rabinos acabaron por echarlo de nuevo. Pero, una vez más distó mucho de dejarse vencer por el desaliento. Por el contrajo, decidió partir hacia El Cairo donde coincidió con un hombre llamado Rafael José Halabi. El tal Rafael José era rico, muy rico, pero, por encima de todo, sentía un enorme interés... —... por la Cabala —me adelanté.
—Sí —dijo el judío—. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Había oído hablar de él antes?
—Intuición —respondí.
—Pues ha intuido bien. Sí, aquel hombre era un apasionado de la Cabala. Por lo que me han contado, llevaba una vida de asceta, pero, al mismo tiempo, siempre tenía a cabalistas comiendo a su mesa.
—Y Sabbatai pasó a ser uno de ellos... —pensé en voz alta.
—Sabbatai pasó a ser el cabalista —respondió el judío—. Se las arregló, aunque es posible que no tuviera que esforzarse mucho, para convertirse en el mentor espiritual de aquel hombre de mucho caudal y poco seso. Ignoro exactamente los métodos que utilizó, pero lo cierto es que consiguió sacarle bastante dinero; bueno, al menos, el suficiente como para poder trasladarse a Jerusalén con sus discípulos que, dicho sea de paso, cada vez eran más. Como usted puede ver, todos los mesías, aunque sean falsos, acaban por recalar en Jerusalén.
—Sí. Me doy cuenta —reconocí—. ¿Y qué pasó en Jerusalén?
—Al principio nada. Sabbatai cantaba hermosas canciones originarias de Sefarad, saludaba a los niños que veía por las calles, visitaba las tumbas de hombres y mujeres con fama de santidad, lloraba emocionado... Seguramente, era algo muy parecido al comportamiento de muchos judíos piadosos que habían decidido acabar sus días en la tierra de Israel y, seguramente también por eso mismo, nadie le hacía mucho caso. ¿Quién sabe? A lo mejor, podría haber acabado sus días en medio de aquella buena gente, enseñando estupideces sobre la Cabala y visitando el Muro de las Lamentaciones. Pero entonces, cuando parecía 1ue las cosas volvían a su cauce, sucedió lo inesperado.
—Como creo que ya le he dicho, nuestra situación entre los goyim que siguen a Mahoma siempre ha resultado muy inestable. En algunos momentos, nos explotan, pero nos dejan vivir con relativa calma; en otros, además de explotarnos, nos hacen la vida imposible. El gobierno turco era extraordinariamente corrupto, pero su corrupción variaba. En situaciones normales, sus funciones exigían sobornos por todo; en las anormales, no se conformaban con ese comportamiento y había que abonarles una cantidad adicional, por regla general, muy crecida. Es decir, siempre nos exprimían, pero unas veces más y otras menos. En aquellos momentos, los turcos decidieron que los judíos de Jerusalén tenían que pagar un canon para seguir viviendo en la ciudad. O pagaban o se marchaban. Puede usted imaginar el drama. No eran pocos los que habían dejado todo, abandonado todo, incluso perdido todo para vivir allí y ahora que habían logrado establecerse en la ciudad donde resucitarían los primeros muertos, los turcos les decían que o soltaban un dinero que no tenían o ya podían ir haciendo el equipaje.
—Comprendo.
—No, no creo que pueda comprenderlo, pero da lo mismo. El caso es que Sabbatai se ofreció para entregar ese dinero en favor de sus hermanos.