El Judío Errante (29 page)

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Authors: César Vidal

BOOK: El Judío Errante
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—Sí —respondió molesto el judío—. ¿Dónde está Lvov? ¿Conoce usted alguna ciudad de ese nombre que no esté en Polonia? Bueno, el caso es que visitaron a Sabbatai en Abydos y le comunicaron una importante noticia. Resultaba que un profeta llamado Nehemias ha-Cohen andaba anunciando la llegada del mesías, si bien no lo identificaba de entrada con Sabbatai.

—Sí que era una complicación, sí —reconocí casi divertido.

—Por supuesto que lo era y, ni corto ni perezoso, Sabbatai ordenó que el tal Nehemias compareciera ante su presencia.

—¡Qué audacia!

—A saber... quizá tan sólo esperaba que aquel sujeto molesto que vivía en Polonia se negara a presentarse en el imperio turco. Si ése fue el caso no tardó en quedar desilusionado, porque en el otoño de 1666, el tal Nehemias llegó a Abydos.

—¿Y...?

—Discutieron largo y tendido. Sin resultado alguno. Nehemias no quedó en absoluto convencido por Sabbatai y por lo que se refiere a éste cuesta creer que pudiera dar su brazo a torcer frente a un sujeto procedente de Polonia. Al final, se separaron sin haber llegado a un acuerdo. Pero, claro, esa circunstancia n° era buena publicidad para el movimiento y algunos de los seguidores de Sabbatai llegaron a la conclusión de que llevarían a cabo una buena obra si asesinaban a Nehemias y disipaban cualquier duda sobre su mesianidad.

—¡Dios mío!

—Sí, hay que reconocer que los ánimos andaban un tanto caldeados a aquellas alturas. El año avanzaba, Sabbatai seguía en prisión, algunas personas comenzaban a formularse preguntas y ahora aparecía aquel polaco empeñado en que el mesías iba a ser otro. No pretendo, ni mucho menos, justificarlo, pero no es tan extraño que algunos de los seguidores de Sabbatai pretendieran cortar el problema... de raíz.

—¿Qué pasó con Nehemias?

—No estoy muy seguro de que fuera trigo limpio, pero, desde luego, tampoco era un estúpido. Seguramente, olfateó el peligro porque el caso es que huyó a Constantinopla y allí se convirtió al islam.

—¿Cómo... cómo dice?

—Lo que acaba de oír. Ignoro si era un desequilibrado, un hombre débil o un malvado. De lo que no me cabe la menor duda es de que odiaba a Sabbatai. De hecho, aprovechó su conversión para difundir informaciones en el sentido de que Sabbatai estaba tramando una conspiración contra el sultán.

—Menudo sujeto...

—Despreciable, pero eficaz. Cuando Mehmet IV, es decir, el sultán, se enteró de todo, ordenó que Sabbatai fuera sacado de Abydos y trasladado a Adrianópolis. Es posible que antes hubiera pensado que era sólo un loco con el que no resultaba adecuado ensañarse, pero, claro, una cosa es un loco y otra muy diferente un conspirador. A través de su médico, que, por cierto, era un judío convertido al islam, el sultán hizo saber a Sabbatai que lo mejor sería que olvidara todas sus pretensiones y abrazar a la fe predicada por Mahoma. Ah, dentro de esa tolerancia tan propia de los musulmanes, también se le informó de que la alternativa sería la muerte.

—¿Y qué hizo Sabbatai?

—¿De verdad no lo imagina?

—¿Se... se con...?

El judío asintió con la cabeza mientras una nube de tristeza se le posaba sobre los ojos.

—Sí, se convirtió al islam. Se despojó de su indumentaria judía y se colocó en la cabeza el turbante de los turcos.

—Me parece increíble... —musité.

—Pues nada más cierto. Claro que también hay que decir que no fue el único. Tanto Sara como muchos de sus seguidores hicieron lo mismo y abrazaron el islam. La pobre mujer no debió de pasarlo bien porque, para disipar cualquier duda sobre la sinceridad de su conversión, se ordenó a Sabbatai que tomara una segunda esposa y obedeció sin oponer la menor resistencia.

—Sí, ya veo, pero un cambio así...

—Bueno, había conservado la vida, el sultán le dio un cargo público con un buen salario, conservó a la esposa y ganó otra más...

—Pero había afirmado que era el mesías...

—Sí, lo había afirmado, pero ahora había dejado de hacerlo. Incluso, en los años siguientes, en más de una ocasión, como piadoso musulmán que era ahora, se dedicó a burlarse de la fe de sus padres.

—Me parece espantoso... sinceramente... Incluso creo que fue peor que lo que sucedió con Bar Giora o con Bar Kojba. —Quizá... quizá tenga usted razón.

Guardé silencio unos instantes abrumado por la historia de los millares, quizá incluso decenas o centenares de miles de judíos que habían seguido a un mesías casado con una ramera y dispuesto a cambiar la Torah y que, al fin y a la postre, se había convertido al islam.

—¿Qué pasó con sus seguidores? —pregunté al fin.

—¿Sus seguidores? Me temo que aquello fue una suma interminable de desastres individuales. Por supuesto, algunos cayeron en la desilusión más absoluta y nunca se repusieron. No fueron pocos los que dejaron de creer en el judaísmo como una religión sana y viva, y, como siempre que sucede eso, menudearon las apostasías. Por millares, abrazaron el islam o el cristianismo, convencidos de que lo que habían creído y practicado durante toda su vida anterior era algo endeble, estúpido, incoherente, lo suficientemente poco digno como para no poderlos librar del estigma del fraude que habían sufrido. Otros se empeñaron en seguir creyendo en Sabbatai... —No puedo...

—Sí, sí, créalo. Supongo que habían dado demasiado de sí mismos como para aceptar ahora que se habían comportado como estúpidos. Insistieron en que Sabbatai era el mesías y se empeñaron en explicar que su conversión al islam formaba parte de su descenso hasta el pecado más horrible para así poder redimir a Israel. Sé que parece un disparate y además lo es, pero puedo asegurarle que en la Cabala hallaron argumentos suficientes para apoyarlo.

—¿Qué fue de Sabbatai?

—Imagino que no debe de ser fácil pasar de mesías a nada de una manera tan rápida —respondió el judío, pero en sus palabras no había un ápice de ironía—. Como ya le he dicho, en más de una ocasión insistió en que el islam era superior al judaísmo y esa circunstancia impulsó a los turcos a permitirle que predicara en las sinagogas. Esperaban, y quizá él mismo se lo había prometido, que Sabbatai arrastrara a más judíos a la fe de Mahoma, pero no fue eso lo que sucedió...

—¿A qué se refiere?

—Verá. Tengo la sensación de que Sabbatai no podía estar sin gente a su alrededor que lo venerara, siquiera como un gran maestro. Al cabo de no mucho tiempo, volvió a enseñar la Cabala y esta vez no se limitó a los judíos sino que también tuvo discípulos musulmanes. Antes de que pudieran darse cuenta las autoridades, había formado un grupo de turcos y judíos que lo veneraban como a su guía espiritual. Seguramente, hoy en día habría creado su secta de la nueva era, hubiera dado seminarios ¿e cabala y autoayuda y habría terminado sus días con mucho dinero y algo de prestigio, pero, a finales del siglo XVII...

—Entiendo.

—Al final, los turcos se cansaron de él. No convertía a ninguno de sus antiguos correligionarios al islam y además enseñaba cosas demasiado raras. Le quitaron el sueldo oficial que recibía y le ordenaron que abandonara Adrianópolis con destino a Constantinopla. Y entonces... bueno, no sé, quizá entonces se produjo un milagro.

—¿A qué se refiere?

—Pues verá, se cuenta que un día, en una aldea cerca de Constantinopla lo descubrieron recitando salmos. Lo hacía en una tienda, acompañado de otros judíos.

—¿Cree usted que regresó al judaísmo?

El judío se encogió de hombros.

—¿Quién puede saberlo? Lo cierto es que el gran visir consideró que lo más prudente era desterrarlo de Constantinopla y ordenó que lo deportaran a Dulcigno, un lugarcito de Montenegro que ahora se llama Ulcini. Allí, cuando su recuerdo aún levantaba resentimiento y esperanza, sí, esperanza por difícil que resulte creerlo, Sabbatai Zvi acabó sus días en soledad.

32

—Como ya le he dicho antes, viví la historia de Sabbatai Zvi desde la distancia. Cuando llegaron a Ámsterdam sus emisarios, los contemplé con una mezcla de incredulidad y repulsión. Me parecían insoportables aquellos judíos de aspecto oriental, atrasados, anclados en tiempos que yo había vivido y a los que no deseaba regresar y empeñados en predicar a un nuevo mesías como ya había conocido a otros, siempre con desastrosos resultados para nuestro pueblo. De todos ellos, sin embargo, creo que fue Sabbatai el más dañino, aunque, todo hay que decirlo, no esperé yo entonces que las consecuencias llegaran a tanto.

—Pero Sabbatai... quiero decir que para finales del siglo XVII...  entiéndame, no quedaba nada de él.

—Ya. Bueno, reconozco que yo tampoco logré ver entonces todas las consecuencias de sus actos. Por supuesto, supe de aquellos que habían apostatado y tuve ocasión de ver a no pocos que quedaron espiritualmente deshechos, pero creí que con aquello, que no era poco, quedaría cerrada la catástrofe. Sin embargo, fue mucho, muchísimo peor. Ah, ¿no me cree? No me cree, ¿verdad? Piense usted un poco, se lo ruego. ¿Qué paso en nuestras comunidades en Europa oriental? Enloquecieron. ¡Enloquecieron!

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a los hasidim. Tampoco es que desee culparlos. Primero, habían sufrido a Chmielnicki, luego llegó el farsante de Sabbatai Zvi y, por supuesto, siempre estaban las presiones de los católicos y de los ortodoxos. Bien, todo eso lo entiendo, pero entonces ¿Qué pasó? ¡Pues que se volvieron a los disparates de la Cabala y surgieron los hasidim! Yo sé que muchos los consideran la salvación de nuestro pueblo en Polonia, en Ucrania, en Rusia, pero ¿fue así? Lo dudo mucho. El sabio, que, dicho sea de paso, no había podido impedir que las sinagogas se entregaran a Sabbatai Zvi, ahora se vio sustituido por el tsadik. Cantaban, se zarandeaban, se retorcían en medio de supuestos éxtasis, pero ¿qué era todo aquello? Un simple intento de escapar de la realidad, de una realidad que no podían cambiar y que ocultaban balbuciendo estupideces que nunca han formado parte del judaísmo como, por ejemplo, la creencia en la reencarnación. ¡Qué locura! Judíos polacos profesando una enseñanza propia de los arios que invadieron la India! No me mire así. Lo que estoy diciendo es la pura verdad. En lugar de reconocer que habíamos fracasado estrepitosamente en nuestra identificación del mesías, y me incluyo porque soy judío y no hice nada positivo por impedirlo, nos lanzamos a la especulación, al dislate y a la absorción de creencias extrañas. ¡Qué horror!

—Bueno —intenté calmarlo—.Tampoco hubo hasidim en tantos lugares...

—Ah, ¿no? Hasta que ese asesino llamado Hider los borró de la faz de la tierra en los años cuarenta, eran mayoría en buena parte de Europa oriental.

—Aceptemos que así fuera. No me parece que resulte exagerado afirmar que cumplieron con la misión de preservar la vida judía en una parte del mundo.

—Si usted identifica vida judía con superstición, con el seguimiento ciego de algunos personajes indescriptibles y con el sincretismo religioso, la respuesta es afirmativa.

Decidí no continuar la discusión. Era obvio que el judío compartía la aversión hacia los hasidim que siente buena parte de la población del Estado de Israel y seguir hablando del tema sólo serviría para encrespar los ánimos.

—En Occidente... —comencé a decir.

—En Occidente fuimos perdiendo a Dios —me respondió el judío—, y quizá es lógico que así sucediera. No sólo no habíamos contenido aquella locura sino que nos habíamos sumado a ella con entusiasmo. Nosotros, nosotros que habíamos visto cómo los seguidores de la Reforma habían logrado el triunfo de la libertad y habían iniciado la revolución científica; nosotros que habíamos escuchado a los puritanos ingleses anunciar que apoyarían nuestro regreso a la Tierra; nosotros... nosotros no reaccionamos mucho mejor que los pobres desgraciados del Este a los que contemplábamos con desprecio apenas oculto. Sí, sí, mucho decir que antes muertos que permitir que una de nuestras hijas se casara con alguno de aquellos cuervos, pero luego... luego no vaya usted a creer que supimos comportarnos mejor, que fuimos más sabios, que estuvimos a la altura de las circunstancias. Algunos de los nuestros se replegaron sobre nuestras tradiciones empeñados en que los preservarían de un mundo que cambiaba con demasiada rapidez como para que pudieran entenderlo; otros decidieron imitar las mutaciones no siempre felices que se sucedían entre los goyim sin percatarse de que si perdíamos nuestro pasado y nuestra visión de la vida no tardaríamos en disolvernos como pueblo y en quedarnos sin identidad como personas.

—¿Y usted?

—Yo decidí que lo mejor que podía hacer era atender mi negocio, mejorar mi competencia profesional, mantenerme alejado de tanto loco como pululaba ocasionalmente por nuestras comunidades. Le confieso que no creí en una Ilustración que negaba a Dios y se burlaba de nosotros incluso antes de que comenzara a hacerlo de la Iglesia católica o del cristianismo en general. Tampoco saludé con aplausos la Revolución francesa. A decir verdad, sospeché que una vez que decapitaran a Luis XVI no tardarían en lograr que rodaran decenas de miles de cabezas y no me equivoqué. Predicaban la libertad, la igualdad, la fraternidad mientras encharcaban con sangre el mapa de Europa y descuartizaban la herencia de siglos. Y además... además yo sabía que, tarde o temprano, vendrían a por nosotros. Estaba seguro. Ignoraba si antes querrían destruir nuestro cuerpo o nuestra alma, pero no abrigaba dudas de que intentarían borrarnos de la faz de la tierra. Así fue y desgraciadamente, uno de los nuestros sería decisivo para conseguir ese objetivo. —¿A qué se refiere?

—Verá. Debió de ser en torno a 1845. Yo me encontraba en Londres. Desde hacía casi dos siglos, viajaba mucho a aquella ciudad e incluso pasaba en ella temporadas prolongadas por razones de trabajo. No es que los británicos fueran todos puritanos, pero, después de Cromwell, les quedó el suficiente poso como para ir levantando su imperio sobre valores puritanos como el trabajo, el ahorro, la educación o la honradez. Bien, no nos distraigamos. Cuando realizaba esos viajes, aprovechaba generalmente para comprar libros. Había tardado mucho en adquirir semejante afición, pero debo confesarle que desde el siglo XVII le fui cogiendo gusto. Londres ofrecía, desde luego, muchas posibilidades para adquirir obras interesantes. No era sólo aquello que se publicaba en las islas sino que además llegaban, y se editaban, libros en otros idiomas y no eran caros, ésa es la verdad. El caso es que una mañana andaba yo paseando y viendo librerías cuando di con un tomito que se titulaba La cuestión judía. El título me pareció sugestivo, el precio me resultó razonable y lo compré. Por supuesto, en Inglaterra siempre ha existido una tradición antisemita, como en otros lugares, pero no es menos cierto que desde la Reforma ha predominado una cierta simpatía hacia nosotros siquiera porque somos los protagonistas indiscutibles de la primera parte de la Biblia cristiana. Pensé yo, por lo tanto, que la obra intentaría ofrecer una salida a 'a situación por demás difícil que padecían no pocos de mis hermanos en distintas partes del globo. Le adelanto que me equivoqué totalmente.

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