Authors: César Vidal
—¿Sabbatai? ¿Y de dónde iba él a sacar el dinero?
—¿No se lo imagina? Vamos. Piense un poco.
Intenté dar con la respuesta mientras el judío me miraba con gesto divertido, con ese mismo gesto con que un adulto observa a un niño para ver si la criatura acierta o si sólo fracasa brindándole un motivo para reírse.
—¿De Rafael José? —adelanté no del todo convencido.
—¡Bingo! ¡Bingo! Sabbatai regresó a El Cairo, le contó al acaudalado aficionado a la Cabala lo que sucedía y se hizo con el dinero necesario para evitar que nuestros hermanos de Jerusalén se vieran expulsados.
—Bueno, al menos hizo algo digno...
—Sí, también se puede ver así. No cabe duda. El problema está en que en El Cairo las cosas aún se complicaron más. Verá: unos años antes, un ucraniano llamado Chmielnicki inició una serie de matanzas de judíos cuyo horror supera cualquier descripción. Como Chmielnicki se ha convertido en un héroe de la nueva patria ucraniana no se puede señalar nada malo de él, pero lo cierto es que era un asesino sanguinario. Claro que si usted me lo permite, le diré que eso suele ser habitual en los héroes de las naciones nuevas. Parece que tienen especial interés por escoger a hombres que han sembrado el terror para convertirlos en padres de la Patria. Bueno, no nos distraigamos. El caso es que, entre las víctimas de Chmielnicki, estuvo la familia de una niña llamada Sara. Sara pudo ser violada y asesinada por los cosacos, sufriendo un destino aciago similar al de millares de criaturas inocentes como ella. Sin embargo, Sara tuvo la suerte de ser ocultada por una familia cristiana que la llevó a un convento.
—¿Pretendían convertir a la niña?
—Puede ser, pero me inclino por otras razones para explicar que dieran ese paso. Seguramente, pensaron que sería más seguro Para ellos y para la criatura buscarle refugio en sagrado. El caso es que Sara se quedó allí por un tiempo, hasta que, por las razones que fueran, de repente, un día se escapó.
—¿Cómo dice? ¿Que se escapó?
—No sólo se escapó. Logró además llegar a Livorno.
—¿A Livorno, Italia?
—Exactamente. A Livorno, Italia. Por allí apareció Sara y allí se entregó a la prostitución.
—Es una historia triste, pero no termino de ver...
—Espere, espere —dijo el judío a la vez que levantaba las manos para imponerme silencio—. Mientras Sabbatai estaba en El Cairo, alguien le contó la historia de Sara y entonces... cuesta creerlo, pero es la verdad, el caso es que decidió que iba a casarse con la joven.
—¿Con una prostituta? —grité sorprendido—. ¿Quería casarse con una prostituta? Pero... pero un paso así, ¿no lo desacreditó?
—Ni mucho menos. ¿Recuerda usted la historia del profeta Oseas?
—¿Se refiere usted al que tomó por esposa a una ramera? —Sí. A ese mismo.
—No creo que el caso sea igual —intenté argumentar—. Oseas había recibido un mandato de Dios y además su matrimonio era un símbolo. Oseas había sido abandonado por su mujer que se dedicaba a prostituirse y, al volver a recibirla como esposa, se convertía en una imagen de cómo Israel, que había dejado al Señor por otros dioses, sería recibido por un Dios que era todo amor. No veo el parecido con...
—No lo ve porque, en realidad, no existe, pero eso es lo que percibimos nosotros que, a fin de cuentas, mantenemos todavía el sentido común. Sin embargo, aquella gente estaba envenenada por los disparates de la Cabala y cuando Sabbatai les dijo que el mesías debía comportarse como Oseas para rescatar al extraviado pueblo de Israel, lo aceptaron sin rechistar. Por cierto, que la boda se celebró en la casa de Halabi.
—Me lo sospechaba.
—Ahora imagínese usted la situación. Sabbatai tenía seguidores, tenía una esposa rezumante de espíritu cabalístico, tenía el dinero de Halabi y tenía la gratitud de los judíos de Jerusalén. Eso era poco, y más con una buena parte de nuestros hermanos que había sufrido a Chmielnicki y que esperaba desesperadamente la liberación de Israel. Con todo eso, Sabbatai se dirigió a la Ciudad Santa, pero antes... ah, antes pasó por Gaza y eso tuvo consecuencias extraordinarias. -—¿Por qué?
-—No. No por qué. Más bien, por quién. En Gaza, Sabbatai Zvi se encontró con un hombre que se llamaba Natán Benjamín Leví. Este Natán proclamó que era el Elías que debía anunciar la venida del mesías, que, por supuesto, no era otro que Sabbatai.
—¡Qué disparate!
—Sin duda, pero cada vez eran más los que creían en toda aquella locura y cuando Natán anunció que el año siguiente, que, por cierto, era el 1666, iba a ser testigo de la implantación del reino del mesías Sabbatai fueron millares, que digo millares, decenas de miles los que lo creyeron. En masa se encaminaron hacia Jerusalén.
—Imagino que con la intención de consagrarse como mesías.
—Imagina usted bien, sólo que las cosas no se desarrollaron como deseaba Sabbatai. Mientras se había dedicado a cantar dulces canciones españolas, a visitar tumbas, hablar de la Cabala y a conseguir dinero para que no expulsaran a ningún judío de la Ciudad Santa, Sabbatai fue bien visto, pero la idea de que ahora regresara para ser reconocido como mesías... Bueno, la verdad es que eso desagradó a los rabinos. Hubieran deseado que todo concluyera sin ruido, sin estridencias, sin problemas, pero muy pronto se percataron de que no iba a resultar posible y entonces recurrieron a amenazar con la excomunión a los seguidores de Sabbatai.
¿Y cómo respondió Sabbatai?
Con inteligencia, todo hay que decirlo. Comprendió seguramente que en Jerusalén podía acabarse su carrera como mesías y decidió regresar a su Esmirna natal, donde pisaba un terreno más seguro.
—¿Y le salió bien?
—Sí, claro que le salió bien. Mientras Natán fulminaba una condena espiritual sobre aquellos que habían decidido no escuchar a Sabbatai en Jerusalén, el grupo se dirigió a Esmirna. Por lo que sé, tanto allí como en Alepo fue objeto de una recepción entusiasta por parte de los judíos de la zona. Y en esta última ciudad, a finales de año, con sonidos de trompetas y gritos de «larga vida al rey mesías», Sabbatai llevó a cabo su autoproclamación. Fue entonces cuando me enteré de su existencia.
—¿Quiere usted decir que hasta entonces no había sabido nada?
—Nada en absoluto. No se extrañe, todo aquello sucedía en una punta del mundo. ¡Esmirna! Comerciábamos con la ciudad, sí, pero tampoco es que tuviéramos un interés especial por lo que pudiera suceder. Ni siquiera entre los nuestros. Pero, claro, una cosa era un sujeto extraño dedicándose a especular con la Cabala y otra era ese mismo individuo anunciando que era el mesías y que iba a implantar su reino en unos meses. Aquella noticia corrió como un reguero de pólvora por nuestras comunidades en todo el mundo. En Italia, en Alemania, incluso en mi amada Holanda, aparecieron misioneros que predicaban la buena noticia de Sabbatai Zvi, el mesías que dominaba los secretos de la Cabala.
—Y... ¿cómo respondieron los judíos de otros países?
—Al principio con incredulidad. En Oriente se da por supuesto que acontecen cosas raras, pero aquello superaba la media normal. ¿Era todo cierto o nos encontrábamos con unos vividores que deseaban sacarle el dinero a nuestras comunidades estimulando su credulidad? Para salir de dudas, decidimos consultar a algunos cristianos dignos de confianza, ya sabe, comerciantes protestantes.
Ahogué la carcajada que estaba a punto de proferir, pero ya no pude evitar que el judío me mirara un tanto molesto.
—No tiene ninguna gracia —dijo un tanto amostazado—. Usted no puede imaginarse el enloquecimiento de la gente en aquellos momentos. Las matanzas de Chmielnicki no habían sucedido tantos años antes y muchos se debatían entre su insatisfacción por lo que se lograba en tierra de goyim y la falta de valor para regresar a la tierra de Israel. Ahora llegaban noticias, transmitidas, por cierto, por gente que desbordaba entusiasmo, anunciando que la liberación del mesías se encontraba a la vuelta de la esquina. ¿Cómo podíamos saber si todo aquello era cierto, si no se trataba de un gigantesco fraude, si no resultaba una estafa más? Pues teníamos que dar con gente neutral y, al tiempo sagaz; gente que pudiera entender lo que sucedía, pero que, a la vez, no se dejara arrastrar por aquel entusiasmo. Esa gente sólo podían ser algunos puritanos ingleses o algunos calvinistas holandeses.
—Lo entiendo —dije intentando no sonreír—. ¿Sacaron algo en limpio de aquellas pesquisas?
—Seguramente, todo lo posible. Nos dieron todos los detalles sobre Sabbatai que ya le he comentado. Con eso cualquiera que conservara la cabeza sobre los hombros debería haber sospechado que se encontraba ante un impostor, pero le confieso que el resultado fue muy diferente. La verdad es que se tiene que haber vivido en esa época para intentar comprenderlo. Por ejemplo, los rabinos comenzaron a afluir a las filas de Sabbatai como no había visto yo que sucediera ni siquiera con Bar Kojba. Déjeme recordar... Hayim Benveniste, Isaac Aboab de Fonseca, Moisés Rafael de Aguilar, Moisés Galante, Moisés Zacuto... Bueno, no le digo más que Dionisio Musafia Musafia, que era casi un seguidor de Spinoza, también se convirtió en discípulo de Sabbatai.
—¿Un admirador de Spinoza? —exclamé sorprendido—. Desde luego, parece increíble que le pudiera atraer Sabbatai...
—Increíble era lo que estábamos viviendo. Los relatos sobre navíos repletos de judíos que se dirigían desde los lugares más insospechados hacia Esmirna se sucedían a diario y no crea, en no pocas ocasiones se correspondían además con la realidad. Por ejemplo, nuestra comunidad en la ciudad francesa de Aviñón decidió marchar en masa al encuentro de Sabbatai.
—Parece sorprendente... —reconocí abrumado por lo que estaba escuchando.
—¿Parece? Lo era. ¡Lo era! Y además con los acontecimientos que se acumulaban... Mire, como existe una creencia bastante extendida de que el mesías introducirá cambios en la Torah, Sabbatai se puso manos a la obra y anunció que el ayuno del 10 de Tevet debía convertirse en una fiesta dedicada al disfrute y a la alegría. Pues bien, ¡fueron millares los que lo aceptaron con entusiasmo! Créame si le digo que nunca fui testigo de mayor alegría entre mi pueblo desde la época en que el Templo aún se alzaba en la Ciudad Santa de Jerusalén. No quiero ocultarle que algunos sentíamos dudas o incluso no conciliábamos en absoluto en aquello, pero la mayoría creía o ansiaba creer en Sabbatai Zvi. Y así fue como llegó el año 1666.
—A inicios de 1666, el año en que debía implantar su reino mesiánico, Sabbatai abandonó Esmirna y se dirigió a Constantinopla.
—¿Por qué a Constantinopla? Quiero decir que no acierto a ver qué relación podía existir entre la capital del Imperio otomano y el mesías...
—Ni usted ni nadie —respondió el judío con aspereza—. A decir verdad, creo que nunca ha estado claro. Algunos dicen que las autoridades turcas lo citaron para someterlo a una investigación que permitiera determinar lo que iban a hacer con él; otros prefieren la tesis de que Sabbatai iba simplemente a enfrentarse con el sultán y a ceñirse la corona para que quedara de manifiesto desde el principio la veracidad de sus pretensiones. Cualquiera sabe, pero lo cierto es que marchó hacia Constantinopla y entonces... entonces todo se disparó. Verá. Tan pronto como la nave que lo transportaba llegó al muelle, Sabbatai fue detenido, cargado de cadenas y arrojado a una mazmorra.
—Lo que imagino que tendría un efecto pésimo sobre el entusiasmo de sus seguidores.
—Imagina usted muy mal, amigo mío. Sabbatai se las arregló Para que en la cárcel lo trataran relativamente bien. No vaya a pensar que porque creyeran en él, sino porque supo distribuir los sobornos adecuados en las manos propicias. Esa circunstancia, la de su buen trato, fue interpretada inmediatamente por sus seguidores como una prueba más de que era el mesías.
—Pues hace falta estar ciegos... —pensé en voz alta.
—No voy a negárselo, pero habían entrado en esa dinámica típica de las sectas en la que un acontecimiento o el diametral-mente opuesto es interpretado siempre en clave positiva. Por ejemplo, que se cumple la profecía, el profeta ha sido enviado por Dios; que no se cumple, también ha sido enviado por Dios, que ahora somete a prueba la fe de Su pueblo. De manera que no le extrañe que toda aquella gente no sólo no se desanimara sino que además esperara contemplar de manera inmediata una manifestación mesiánica de características extraordinarias.
—Visto así... —dije no muy convencido.
—Por supuesto, visto así, porque de lo contrario hay situaciones imposibles de entender. Mire. Al cabo de un par de meses, los turcos sacaron a Sabbatai de la cárcel de Constantinopla y se lo llevaron a una prisión que tenían en un castillo de Abydos. Se puede usted hacer una idea de cómo estaban los ánimos si tiene en cuenta que los seguidores de Sabbatai decidieron llamar a aquella mazmorra Migdal Oz.
—¿Migdal Oz? —repetí incrédulo—. ¿La Torre de la Fuerza?
—Eso es. La Torre de la Fuerza. Como puede ver, optimismo no les faltaba. Pero es que no era sólo cuestión de los que estaban en el imperio turco. En Asia, en África, en Europa, nuestras comunidades eran presa de un fervor extraordinario, imposible de describir o de comprender. En casi todas las sinagogas se inscribieron las iniciales de Sabbatai e incluso comenzó a recitarse una oración que decía... déjeme pensar... quizá la recuerde... a ver, a ver... «Bendice a nuestro señor y rey... el santo y justo Sabbatai Zvi... el mesías del Dios de Jacob». Sí, así decía. Imagínese hasta dónde llegó todo que en los libros de oración que salían de las imprentas se convirtió en costumbre que apareciera un retrato de Sabbatai al lado de otro del rey David, ah, y eso sí, por añadidura sus fórmulas cabalísticas. Pero claro, cuan-
¿o comienza la locura, sucede algo parecido a cuando el champán sale de una botella. Por mucho que se desee, resulta imposible devolverlo a su lugar. Sabbatai había anunciado la llegada de su reino mesiánico y entonces apareció otro profeta que también proclamaba la cercanía del mesías, aunque sin que estuviera claro que fuera Sabbatai.
—Me parece delirante.
—Todo lo que usted quiera, pero así fue. Verá, a Sabbatai venían a verlo judíos de todo el mundo y cuando digo de todo el mundo, quiero decir de todo el mundo. En cierta ocasión, hasta se le plantaron delante dos talmudistas de Lvov...
—Perdón —le interrumpí—. ¿Ha dicho usted de Lvov? ¿De... Polonia?