—
¿Le Ollyvú?
— preguntó Georges, haciendo una mueca. Jonathan sonrió y sacó uno de los paquetes del bolsillo. El otro podía esperar otra ocasión.
—Has tardado mucho —dijo Simone.
—Me tomé una cerveza en el café —dijo Jonathan.
Al día siguiente, entre las cuatro y media y las cinco de la tarde, Jonathan, siguiendo la indicación del doctor Perrier, telefoneó a los laboratorios Ebberle-Valent de Neuilly. Dio su nombre, lo deletreó, y dijo que era paciente del doctor Perrier de Fontainebleau. Luego esperó que le pusieran con el departamento correspondiente, mientras el teléfono emitía un blup a cada paso del contador. Jonathan tenía la pluma y el papel preparados. Volvieron a pedirle que deletrease su nombre. Luego una voz de mujer empezó a leer el informe y Jonathan apuntó las cifras rápidamente. Hiperleucocitosis 190.000. ¿No era esa cifra más alta que la de la vez anterior?
—Ni que decir tiene que enviaremos un informe por escrito a su médico. Seguramente lo recibirá el martes;
—Este informe es menos favorable que el último, ¿verdad?
—No tengo el anterior a la vista,
m’sieur
.
—¿Hay algún médico ahí? ¿Podría hablar con un médico?
—Yo soy médico,
m’sieur
.
—Ah. Entonces este informe… aunque no tenga el anterior a la vista… no es bueno, ¿verdad?
Como un libro de texto, la mujer dijo:
—Se trata de un estado potencialmente peligroso debido a un descenso de la resistencia…
Jonathan llamaba desde la tienda. Había colocado el cartelito que decía «FERME» y corrido las cortinas de la puerta, aunque se le podía ver a través del escaparate, y cuando fue a retirar el cartelito se dio cuenta de que no había cerrado la puerta con llave. Como no esperaba que viniera nadie a recoger algún cuadro, pensó que podía cerrar. Eran las cinco menos cinco.
Se encaminó hacia el consultorio del doctor Perrier, dispuesto a esperar más de una hora si hacia falta. El sábado era un día muy ajetreado, porque la mayoría de la gente no trabajaba y aprovechaba el tiempo libre para ir al médico. En la sala de espera ya había tres personas, pero la enfermera le preguntó si tardaría mucho, Jonathan le dijo que no, y ella le hizo pasar delante del siguiente enfermo, tras pedir disculpas a éste. Jonathan se preguntó si el doctor Perrier le habría hablado de él a la enfermera.
El doctor Perrier levantó sus negras cejas al leer las notas que Jonathan había tomado y dijo:
—Pero esto no está completo.
—Ya lo sé, pero dice algo, ¿no es así? Es ligeramente peor, ¿verdad?
—¡Se diría que tiene usted ganas de empeorar! — dijo el doctor Perrier con su acostumbrado buen humor, del que Jonathan ya no se fiaba—. Francamente, sí, es peor, pero sólo un poco. No tiene importancia.
—Un diez por ciento peor… ¿verdad?
—
Monsieur
Trevanny, ¡Usted no es un automóvil! No sería razonable que yo le hiciera un comentario antes de recibir el informe completo el martes.
Jonathan regresó a casa caminando despacio y pasó por la Rue des Sablons, por si acaso veía a alguien que quisiera entrar en su tienda. No había nadie. Sólo en la lavandería se advertía bastante actividad y los clientes cargados con hatillos de ropa tropezaban unos con otros en la puerta. Eran casi las seis. Simone saldría de la zapatería pasadas las siete, más tarde que de costumbre porque su jefe, Brezard, quería ganar hasta el último franco posible antes de cerrar hasta el martes. Y Wister seguía en el Aigle Noir. ¿Estaría esperándole a él solamente, esperando que cambiara de parecer y dijese que sí? Sería gracioso que el doctor Perrier y Wister estuvieran confabulados, que entre los dos hubiesen sobornado a los laboratorios Ebberle-Valent para que le dieran informes malos. ¿Y si Gauthier, el pequeño mensajero de las malas noticias, estaba también metido en el asunto? Como una pesadilla en la que los elementos más extraños unen sus fuerzas contra… contra el que sueña. Pero Jonathan sabía que no estaba soñando. Sabía que el doctor Perrier no estaba a sueldo de Stephen Wister. Tampoco lo estaban los del Ebberle-Valent. Y no era un sueño el empeoramiento de su estado, el hecho de que la muerte estaba más cerca de lo que se había imaginado. Aunque lo mismo le ocurría a todo aquel que vivía un día más. Jonathan veía la muerte y el proceso de envejecimiento como un declive, una pendiente hacia abajo, por decirlo literalmente. La mayoría de la gente tenía la oportunidad de tomárselo poco a poco, a partir de los cincuenta y cinco años o de la edad en que empezara a aflojar el paso, descendiendo hasta los setenta o la edad que le tocara. Jonathan se dio cuenta de que su muerte iba a ser igual que caer por un precipicio. Cuando intentaba «prepararse», su mente titubeaba y evitaba pensar en ello. Su actitud, o su espíritu, aún tenía treinta y cuatro años y quería vivir.
La casa de los Trevanny, de un gris azulado bajo la luz crepuscular, estaba completamente a oscuras. Era una casa bastante sombría, y eso les había hecho gracia a Jonathan y Simone cuando la compraron cinco años antes. «La casa de Sherlock Holmes», solía llamarla Jonathan cuando la comparaba con otra que les ofrecían en Fontainebleau. «Sigo prefiriendo la casa de Sherlock Holmes», recordó que había dicho en una ocasión. La casa tenía aire de 1890 y hacía pensar en luces de gas y barandillas abrillantadas, aunque, al instalarse en ella, hacía tiempo que nadie sacaba brillo a la madera que había en la casa. A pesar de todo, uno sacaba la impresión de que hubiera sido posible dar a aquella casa cierto encanto finisecular. Las habitaciones eran más bien pequeñas, pero estaban dispuestas de manera interesante, el jardín era un espacio rectangular lleno de rosales muy descuidados, pero al menos eran rosales y había bastado limpiarlo un poco para que quedase decente. Y el pórtico de cristal festoneado que había en lo alto de la escalinata posterior, su pequeño porche acristalado, le había hecho pensar en Vuillard y Bonnard. Pero ahora le parecía que los cinco años que llevaban en la casa no habían conseguido borrar su lobreguez. El nuevo papel pintado haría más alegre el dormitorio, sí, pero era sólo una habitación. La casa todavía no estaba pagada: les faltaban todavía tres años para saldar la hipoteca. Un piso como el que ocuparon en Fontainebleau durante su primer año de casados les habría salido más barato, pero Simone estaba acostumbrada a vivir en una casa con jardín —vivía en una casa así en Nemours, antes de casarse— y a Jonathan, como inglés que era, también le gustaban los jardines, aunque fuesen pequeños. Nunca se lamentó de que la casa se llevase una parte tan grande de sus ingresos.
En lo que pensaba Jonathan mientras subía los escalones de la puerta principal no era tanto en el resto de la hipoteca como en el hecho de que probablemente moriría en aquella casa. Era más que probable que nunca conociese otra casa, una casa más alegre, con Simone. Pensaba que la casa de Sherlock Holmes ya llevaba varias décadas de existencia al nacer él y duraría varías décadas más después de su muerte. Pensó que había sellado su destino al escoger aquella casa. Algún día lo sacarían de ella con los pies por delante, puede que todavía con vida, pero agonizando, y nunca más volvería a entrar en ella.
Jonathan se llevó una sorpresa al ver que Simone estaba en la cocina, jugando a las cartas con Georges. Simone levantó los ojos y sonrió, luego Jonathan vio que recordaba que él tenía que llamar al laboratorio de París aquella tarde. Pero no podía hablar de ello estando Georges presente.
—El viejo avaro decidió cerrar temprano hoy —dijo Simone—. No había clientes.
—¡Estupendo! — dijo Jonathan—. ¿Qué tal van las cosas en este garito?
—¡Estoy ganando! — dijo Georges en francés.
Simone se levantó y siguió a Jonathan hasta el vestíbulo. Le miró con expresión interrogante mientras él colgaba la gabardina.
—No hay nada de que preocuparse —dijo Jonathan, pero Simone le hizo señas para que entrase con ella en la sala de estar—. Parece ser que he empeorado un poquitín, pero no me encuentro peor, así que da lo mismo. Ya estoy harto. Vamos a tomarnos un Cinzano.
—Estabas preocupado a causa de esa historia, ¿verdad, Jon?
—Sí. Es cierto.
—Me gustaría saber quién la puso en circulación —entornó los ojos con expresión rencorosa—. ¿Gauthier no te dijo quién se la había contado?
—No. Como dijo Gauthier, se trataba de un error, de una exageración.
Jonathan estaba repitiendo lo que ya le había dicho antes a Simone. Pero sabía que no se trataba de ningún error, que era una historia calculada, muy calculada.
Jonathan se encontraba ante la ventana del dormitorio del primer piso, contemplando cómo Simone tendía la colada en el jardín. Había fundas de almohada, los pijamas de Georges, una docena de pares de calcetines de Georges y Jonathan, dos camisones blancos, sujetadores, los pantalones color beige que Jonathan se ponía para trabajar… todo menos sábanas, ya que éstas las enviaba Simone a la lavandería, pues para ella las sábanas bien planchadas tenían importancia. Simone llevaba pantalones de
tweed
y un jersey ligero, de color rojo, que se le pegaba al cuerpo. Su espalda parecía fuerte y flexible al inclinarse ante el voluminoso cesto ovalado, del que ahora sacaba paños de cocina. El día era hermoso, soleado, y en la brisa había un anticipo del verano.
Jonathan se las había arreglado para escaparse de ir a Nemours a comer con los padres de Simone, los Foussadier. Por regla general, él y Simone iban allí cada dos domingos. A no ser que Gérard, el hermano de Simone, pasara a recogerlos en el coche, tomaban el autobús para ir a Nemours. En casa de los Foussadier almorzaban copiosamente con Gérard y su esposa y los dos hijos del matrimonio, que también vivían en Nemours. Los padres de Simone siempre mimaban a Georges, siempre tenían algún regalo para él. Alrededor de las tres de la tarde el padre de Simone, Jean-Noel, conectaba el televisor. A menudo Jonathan se aburría, pero acompañaba a Simone porque le parecía lo correcto y porque respetaba la unidad de las familias francesas.
—¿Te encuentras bien? — le había preguntado Simone, al rogarle él que no fueran a casa de los Foussadier.
—Sí, querida. Es sólo que hoy no tengo ganas; además me gustaría preparar la tierra para los tomates. ¿Por qué no vas tú con Georges?
Así que Simone y Georges se fueron en el autobús del mediodía. Simone, antes de irse, puso los restos de un
boeuf bourguignon
en una pequeña cazuela encarnada y colocó ésta sobre el fogón, para que Jonathan sólo tuviese que calentada cuando sintiera hambre.
Jonathan deseaba estar solo. Pensaba en el misterioso Stephen Wister y en su proposición. No es que pensara telefonear a Wister en el Aigle Noire, aunque era muy consciente de que Wister seguía en el hotel, apenas a trescientos metros de distancia. No tenía la menor intención de ponerse en contacto con Wister, aunque la idea le resultaba curiosamente excitante y turbadora, algo inesperado, una pincelada de color en su monótona existencia, y Jonathan quería observada, disfrutar de ella en cierto sentido. También tenía la sensación (que a menudo había sido confirmada) de que Simone podía leer sus pensamientos o, cuando menos, se daba cuenta de cuándo algo le preocupaba. Si aquel domingo parecía distraído, no quería que Simone se diese cuenta de ello y le preguntara qué le ocurría. Así que Jonathan se puso a trabajar con entusiasmo en el jardín y a soñar despierto mientras trabajaba. Pensó en cuarenta mil libras, suma que le permitiría pagar la hipoteca en el acto, abonar los plazos pendientes de un par de cosas, pintar el interior de la casa cuando hiciera falta, comprar un televisor, guardar una cantidad para que Georges pudiera ir a la universidad, y comprar ropa nueva para Simone y para él mismo. ¡Ah, tranquilidad mental! ¡Sencillamente se acabarían las angustias! Pensó en una figura de la Mafia, tal vez dos: matones fornidos, de pelo negro, moviendo los brazos al ser atrapados por la muerte, desplomándose. Lo que Jonathan era incapaz de imaginarse, mientras hundía la pala en la tierra del jardín, era a sí mismo apretando el gatillo, quizá después de apuntar con el arma la espalda de un hombre. Más interesante, más misteriosa, más peligrosa era la forma en que Wister había conseguido su nombre. Había un complot contra él en Fontainebleau, y de alguna manera había llegado a Hamburgo. Era imposible que Wister le hubiese confundido con otro, porque hasta Wister le había hablado de su enfermedad, de su esposa y de su hijo de corta edad. Alguien a quien Jonathan consideraba un amigo, o cuando menos un conocido amistoso, no albergaba ningún sentimiento de amistad hacia él.
Jonathan pensó que Wister probablemente se iría de Fontainebleau alrededor de las cinco de la tarde. A las tres Jonathan ya había almorzado, puesto en orden unos papeles y recibos que guardaba en el cajón de la mesita del centro de la sala de estar. Luego, felizmente consciente de que no estaba en absoluto cansado, cogió la escoba y la pala, y limpió la parte exterior de las tuberías y del horno
mazout
.
Poco después de las cinco, cuando Jonathan se estaba limpiando el hollín de las manos en el fregadero de la cocina, llegó Simone con Georges y con su hermano Gérard y la esposa de éste, Yvonne. Tomaron una copa en la cocina. Los abuelos habían regalado a Georges una caja redonda llena de golosinas de Pascua, incluyendo un huevo envuelto en papel dorado, un conejo de chocolate, pastillas de goma de distintos colores, todo ello bajo un celofán amarillo que seguía intacto, pues Simone le había prohibido que la abriera, al haber comido ya dulces en Nemours. Georges salió al jardín con los pequeños de los Foussadier.
—¡No pises la tierra blanda, Georges! — gritó Jonathan.
Había pasado el rastrillo por la tierra removida hasta dejada lisa, pero había dejado los guijarros para que Georges los recogiera. Probablemente Georges haría que sus dos amiguitos le ayudasen a llenar con guijarros el carrito encarnado. Jonathan le daba cincuenta céntimos por cada carrito lleno de guijarros, aunque no estuviera lleno del todo; bastaba con que cubriesen el fondo.
Empezaba a llover. Jonathan había entrado la colada unos minutos antes.
—¡El jardín está hecho una maravilla! — dijo Simone—. ¡Mira Gérard!
Hizo una señal a su hermano para que saliese al pequeño porche de atrás.
Jonathan se dijo que probablemente Wister ya estaría en un tren de Fontainebleau a París ó; habida cuenta del dinero que parecía tener, puede que hubiese tomado un taxi para ir de Fontainebleau a Orly. Quizá ya volaba hacia Hamburgo. La presencia de Simone y las voces de Gérard e Yvonne parecían borrar a Wister del Hotel de l'Aigle Noir, convertido casi en un producto de la imaginación de Jonathan. Experimentó también una leve sensación de triunfo por no haber telefoneado a Wister, como si ello significase haberse resistido con éxito a alguna clase de tentación.