—Ya hemos llegado —dijo Wister—. Mi casa.
El coche acababa de hacer un viraje para coger una calzada empinada y se detuvo junto a una casa grande donde había varias ventanas iluminadas y una entrada también iluminada y bien cuidada.
—Es una casa antigua con cuatro pisos, y yo ocupo uno de ellos —explicó Wister—. Hay montones de casas así en Hamburgo. Acondicionadas. Desde aquí tengo una buena vista del Alster. Es el Aussen Alster, el grande. Mañana verá más cosas.
Subieron a un ascensor moderno. Karl, que llevaba la maleta de Jonathan, apretó un timbre y una mujer de mediana edad, con un delantal blanco sobre un vestido negro, abrió la puerta y sonrió.
—Le presento a Gaby —dijo Wister—. Mi asistenta a horas convenidas. Trabaja para otra familia de esta casa y duerme allí, pero le dije que tal vez desearíamos comer algo. Gaby,
Herr
Trevanny
aus Frankreich
La mujer saludó amablemente a Jonathan y se hizo cargo de su gabardina. Tenía la cara redonda, de budín, y parecía ser la encarnación de la buena voluntad.
—Lávese ahí dentro, si lo desea —dijo Wister, indicando un cuarto de baño cuya luz ya estaba encendida—. Le serviré un whisky escocés. ¿Tiene apetito?
Cuando Jonathan salió del cuarto de baño, las luces —cuatro lámparas— estaban encendidas en el espacioso comedor rectangular. Wister estaba sentado en un sofá verde, fumándose un puro. En la mesita de café, delante de Wister, había dos vasos de whisky.
Gaby entró en seguida con una bandeja de emparedados y un queso redondo, amarillo claro.
—Ah, gracias, Gaby. Es tarde para Gaby —añadió Wister, dirigiéndose a Jonathan—. Pero cuando le dije que tendría un invitado, insistió en quedarse para servir los emparedados —aunque estaba de buen humor, Wister seguía sin sonreír. De hecho, juntó las cejas con expresión de ansiedad mientras Gaby disponía los platos y la cubertería de plata. Al salir Gaby, Wister dijo—: ¿Se encuentra usted bien? Ahora lo principal es la visita al especialista. He pensado en uno de los mejores, el doctor Heinrich Wentzel, que es hematólogo en el Eppendorfer Krankenhaus, el principal de los hospitales de aquí. Famoso en todo el mundo. Le he concertado visita para mañana a las dos, si le va bien.
—Desde luego. Gracias —dijo Jonathan.
—Así podrá recuperar sueño perdido. Espero que a su esposa no le importase demasiado que se marchara tan repentinamente… Después de todo, consultar con más de un médico, cuando se tiene una enfermedad seria, es lo más inteligente…
Jonathan solamente le escuchaba a medias. Se sentía un poco mareado y también algo aturdido a causa de la decoración del piso, por el hecho de que se suponía que todo aquello era alemán y aquélla era la primera vez que él visitaba Alemania. El mobiliario era bastante convencional y más moderno que antiguo, aunque había un hermoso escritorio Biedermeier apoyado en la pared enfrente de él. La mitad inferior de las paredes estaba cubierta por unas estanterías bajas llenas de libros, había cortinas largas y verdes en las ventanas, y las lámparas de los rincones diseminaban la luz de una manera agradable. Sobre el cristal de la mesita de café había una caja de madera púrpura; estaba abierta y presentaba un surtido de cigarros y cigarrillos en sus diversos compartimentos. La chimenea era blanca y sus accesorios eran de bronce, pero el fuego no estaba encendido. Sobre ella, en la pared, había un cuadro bastante interesante que parecía un Derwatt. ¿Y dónde estaba Reeves Minot? Jonathan supuso que Wister era Minot. ¿Iba Wister a confirmárselo o daba por sentado que Jonathan ya se había percatado de ello? A Jonathan se le ocurrió que él y Simone deberían pintar o empapelar toda la casa de blanco. Tenía que quitarle de la cabeza la idea de empapelar el dormitorio con papel estilo art nouveau. Si lo que buscaban era más luz, lo lógico era optar por el color blanco…
¿Por casualidad no habrá pensado un poco más acerca de la otra proposición? — decía Wister en voz baja—. La idea de que le hablé en Fontainebleau.
—Me temo que sobre eso no he cambiado de parecer —dijo Jonathan—. A propósito… como es obvio, le debo seiscientos francos —Jonathan sonrió forzadamente. Empezaba a sentir los efectos del whisky y cuando se dio cuenta de ello, bebió nerviosamente un poco más—. Se los puedo devolver en tres meses. Ahora, para mí lo esencial es el especialista. Lo primero es lo primero.
—Desde luego —dijo Wister—. Y no piense en devolverme eL dinero. Es absurdo.
Jonathan no tenía ganas de discutir, pero se sintió ligeramente avergonzado. Más que nada se sentía extraño, como si estuviera soñando o no fuese él mismo. Pensó que se trataría del aspecto extranjero que tenía todo lo que le rodeaba.
—Este italiano al que queremos eliminar —dijo Wister, cruzando las manos detrás de la cabeza y levantando los ojos hacia el techo tiene un trabajo rutinario. ¡Ja! ¡Es gracioso! No hace más que fingir que es un empleo con un horario regular. Merodea por los clubs que hay cerca de la Reeperbahn, haciendo ver que es aficionado al juego, y finge que trabaja como enólogo y estoy seguro de que tiene un compinche en la… comoquiera que llamen aquí a la fábrica de vino. Va a la fábrica todas las tardes, pero pasa las veladas en alguno de los clubs privados, jugando un poco en las mesas y viendo con quién puede trabar conocimiento. Las mañanas se las pasa durmiendo, porque se acuesta al amanecer. Bueno, vamos al grano —dijo Wister, incorporándose—. Cada tarde coge el U-bahn para volver a casa… la casa consiste en un piso de alquiler. Lo tiene alquilado por seis meses y también tiene un empleo de seis meses con los del vino, para que todo parezca legítimo… ¡Coja un emparedado!
Wister le acercó la bandeja como si acabase de darse cuenta de que los emparedados estaban allí.
Jonathan cogió un emparedado de lengua. Había también ensalada de col y encurtido sazonado con semillas de eneldo.
—Lo importante es que se apea del U-bahn en la estación de la Steinstrasse cada día alrededor de las seis y cuarto. Siempre va solo y parece cualquier otro hombre de negocios volviendo de la oficina. Queremos liquidarlo a esa hora —Wister extendió sus huesudas manos con las palmas hacia abajo—. El asesino dispara una sola vez si consigue apuntarle en la mitad de la espalda, puede que dos veces para estar más seguros, deja caer el arma y se acabó lo que se daba, como suele decirse. ¿Qué le parece?
—Si tan fácil resulta, ¿por qué me necesitan a mí? — Jonathan consiguió sonreír cortésmente—. Yo soy un aficionado, en el mejor de los casos. Seguro que haría una chapuza.
Wister pareció no oírle.
—Puede que la policía detenga a la gente que haya allí en aquel momento. O a algunas personas. ¿Quién sabe? Treinta, puede que cuarenta si la poli llega a tiempo. La estación es inmensa, es la que tiene correspondencia con la terminal del ferrocarril. Puede que registren a la gente. Supongamos que le registran a usted —Wister encogió los hombros—. Usted se habrá desembarazado del arma. Se habrá cubierto la mano con una media fina y también se librará de la media a los pocos segundos de haber hecho fuego. No tendrá marcas de pólvora ni habrá huellas dactilares en el arma. Usted no tiene ninguna relación con el muerto. Bueno, en realidad las cosas no llegarán tan lejos. Pero bastará un vistazo a su tarjeta de identidad francesa, el hecho de que le habrá visitado el doctor Wentzel, y quedará libre de toda sospecha. Lo que me interesa, lo que nosinteresa es que no queremos a nadie que esté relacionado con nosotros o con los clubs…
Jonathan le escuchó sin hacer comentario alguno. Pensaba que el día del asesinato tendría que estar en un hotel. No convenía que se hospedase en casa de Wister, no fuera el caso que algún policía le pidiera la dirección. ¿Y Karl y la asistenta? ¿Sabían del asunto? ¿Eran dignos de confianza?
«Todo eso es una tontería», pensó Jonathan y sintió deseos de sonreír, pero no lo hizo.
—Está usted cansado —le informó Wister—. ¿Quiere ver su habitación? Gaby ya ha dejado su maleta allí.
Quince minutos después Jonathan ya llevaba el pijama, después de duchar-se con agua caliente. La ventana de su habitación daba a la parte delantera de la casa, igual que las dos ventanas de la sala de estar, y desde ella Jonathan divisó una superficie de agua en la que había luces a lo largo de la orilla más próxima; también se veían las luces rojas y verdes de los barcos amarrados. El panorama era oscuro, pacífico y espacioso. El haz de un reflector barrió el cielo. La cama tenía un ancho de tres cuartos y estaba cuidadosamente preparada. En la mesita de noche había un vaso de algo que parecía agua y un paquete de maïs Gitane, su marca preferida, así como un cenicero y cerillas. Jonathan bebió un sorbo del vaso y comprobó que, efectivamente, era agua.
Jonathan se hallaba sentado en el borde de la cama, sorbiendo el café que Gaby acababa de traerle. El café era como a él le gustaba: fuerte y con un poco de crema espesa. Se había despertado a las siete y había vuelto a dormirse hasta que Wister llamó a la puerta a las diez y media.
—No se disculpe. Me alegra que haya dormido —dijo Wister—. Gaby le ha preparado un poco de café. ¿O prefiere té?
Wister añadió que le había reservado habitación en el Hotel… Victoria, se llamaba en inglés. Irían allí antes del almuerzo. Jonathan le dio las gracias. No volvieron a hablar del hotel, pero Jonathan pensó que aquello era el principio, como había pensado antes de acostarse. Si iba a encargarse del plan de Wister, no debía alojarse en su casa. Sin embargo, Jonathan se alegró al pensar que en un par de horas dejaría de estar bajo el techo de Wister.
Un amigo o conocido de Wister, llamado Rudolf no sé qué, llegó sobre el mediodía. Rudolf era joven, delgado, tenía el pelo negro y estirado, y era nervioso y cortés. Wister dijo que era estudiante de medicina. Evidentemente no hablaba inglés. A Jonathan le recordó las fotos de Franz Kafka que había visto. Subieron todos al coche, conducido por Karl, y se dirigieron hacia el hotel de Jonathan. Todo parecía tan nuevo comparado con Francia. Entonces Jonathan recordó que Hamburgo había sido arrasado por las bombas. El coche se detuvo en una calle de aspecto comercial. El hotel era el Victoria.
—Aquí todo el mundo habla inglés —dijo Wister—. Le esperaremos aquí.
Jonathan entró en el hotel. Un botones se había hecho cargo de la maleta en la puerta. Se inscribió, consultando su pasaporte británico para no equivocarse de número. Pidió que le subieran la maleta a la habitación, como Wister le había dicho que hiciera. Jonathan advirtió que el hotel era de mediana categoría.
Luego fueron a un restaurante para almorzar. Karl no comió con ellos. Antes de comer, bebieron una botella de vino sentados a la mesa y Rudolf se puso más alegre. Rudolf hablaba en alemán y Wister tradujo algunas de las cosas agradables que dijo. Jonathan pensaba en las dos, la hora en que debía presentarse en el hospital.
—Reeves… —dijo Rudolf, dirigiéndose a Wister.
A Jonathan ya le había parecido oírselo decir antes, pero esta vez no hubo confusión posible. Wister… Reeves Minot… se lo tomó con calma. Y Jonathan también.
—Anémico —dijo Rudolf, mirando a Jonathan.
—Peor —dijo Jonathan y sonrió.
—
Schlimmer
—dijo Reeves Minot y siguió hablando en alemán con Rudolf, un alemán que a Jonathan se le antojó tan torpe como el francés que hablaba Reeves, aunque probablemente resultaba igualmente adecuado.
La comida era excelente y las raciones enormes. Reeves había traído sus puros. Pero tuvieron que salir para ir al hospital antes de acabar de fumárselos.
El hospital era un conjunto inmenso de edificios situados entre árboles y senderos bordeados por flores. Karl se había encargado otra vez de conducir el coche. El ala del hospital a la que debía ir Jonathan parecía un laboratorio del futuro; había habitaciones a ambos lados de un pasillo, igual que en un hotel, sólo que estas habitaciones contenían sillas o camas cromadas y estaban iluminadas por fluorescentes o lámparas de diversos colores. En el aire flotaba un olor que no era de desinfectante, sino de algún gas misterioso, sobrenatural, un olor que recordaba el que Jonathan había notado cinco años antes, al encontrarse bajo el aparato de rayos X que no le había curado de su leucemia. Jonathan pensó que se encontraba en la clase de lugar en el que el profano se rinde por completo ante los especialistas omniscientes. Inmediatamente se sintió débil, casi a punto de desmayarse. En aquel instante Jonathan caminaba por un pasillo que parecía interminable y cuyo suelo estaba insonorizado.
Le acompañaba Rudolf, que, en caso necesario, haría las veces de intérprete. Reeves se había quedado en el coche con Karl, aunque Jonathan no estaba seguro de si pensaban esperarle ni de cuánto tiempo duraría el reconocimiento.
El doctor Wentzel, un hombre grueso, de pelo gris y bigote de morsa, sabía un poco de inglés, pero no trataba de construir frases largas. «¿Cuánto tiempo?» Seis años. Jonathan fue pesado, interrogado sobre si últimamente había perdido peso, desnudado de cintura para arriba, y el doctor le palpó el bazo. Durante todo el reconocimiento, el doctor musitó cosas en alemán que una enfermera anotaba en un bloc. Le tomaron la presión, le examinaron los párpados, le sacaron muestras de orina y de sangre, y finalmente le extrajeron una muestra de médula del esternón con un instrumento que parecía un taladro y que funcionaba más aprisa y causaba menos molestias que el del doctor Perrier. Le dijeron que tendrían los resultados a la mañana siguiente. El reconocimiento duró sólo unos cuarenta y cinco minutos.
Jonathan y Rudolf salieron del hospital. El coche estaba a varios metros de la entrada, entre otros automóviles estacionados en la zona reservada para tal fin.
—¿Qué tal ha ido?… ¿Cuándo sabrá el resultado? — preguntó Reeves—. ¿Qué prefiere: volver a mi casa o ir al hotel?
—Me parece que el hotel, gracias.
Jonathan, aliviado, se hundió en un rincón del asiento posterior del coche. Rudolf daba la impresión de estar cantándole las alabanzas del doctor Wentzel a Reeves. Al cabo de unos minutos llegaron al hotel.
—Vendremos a recogerle para la cena —dijo alegremente Reeves—. A las siete.
Jonathan recogió la llave y subió a su habitación. Se quitó la chaqueta y se echó boca abajo en la cama. Después de dos o tres minutos se levantó y fue hasta el escritorio. En un cajón había papel de cartas. Tomó asiento y empezó a escribir: