Jonathan sintió un cosquilleo en la columna vertebral, porque días antes había soñado exactamente lo mismo: un pistolero de la Mafia se presentaba en la tienda y le disparaba un tiro a quemarropa, en la cara.
—Pero, ¿por qué cree que la necesitaré? Alguna razón tendrá para creerlo, ¿no?
De repente Tom se preguntó por qué no se lo contaba todo a Jonathan. Quizás así andaría con más cuidado. Al mismo tiempo, sin embargo, Tom se dijo que de nada serviría andar con más cuidado.
También se le ocurrió que Jonathan correría menos peligro si se iba de la ciudad con su mujer y su hijo y no volvía hasta transcurrida una temporada.
—Sí, esta mañana recibí una llamada telefónica que me preocupó. Era un hombre que parecía francés, pero eso no significa nada.
Me preguntó por alguien, un nombre francés también. Puede que no quiera decir nada, pero no acabo de estar seguro. Porque en cuanto abro la boca se me nota que soy americano y puede que el sujeto ese estuviera haciendo comprobaciones… —Tom se interrumpió—. Bueno, para que lo sepa todo, en el piso de Reeves en Hamburgo pusieron una bomba… supongo que sería a mediados de abril.
—¿En su piso? ¡Santo Dios! ¿Resultó herido?
—En aquel momento no había nadie en el piso. Pero Reeves se fue corriendo a Ámsterdam. Todavía está allí, que yo sepa, bajo un nombre falso.
Jonathan pensó en alguien registrando el piso de Reeves en busca de nombres y direcciones, encontrando la suya y puede que también la de Tom Ripley.
—Entonces, ¿cuánto sabe el enemigo?
—Oh, Reeves dice que todos los papeles importantes los tiene a buen recaudo. Atraparon a Fritz… supongo que conocerá a Fritz. Y le dieron una paliza, aunque, según Reeves, Fritz se comportó heroicamente. Les hizo una descripción falsa de usted… por ser usted el hombre contratado por Reeves o por quien fuera —Tom suspiró—. Doy por sentado que sospechan de Reeves y de algunos de los hombres de las casillas… solamente.
Miró directamente a los ojos de Jonathan; parecía más sorprendido que asustado.
—¡Dios bendito! — susurró Jonathan—. ¿Cree que habrán encontrado mi dirección… nuestras direcciones?
—No —dijo Tom, sonriendo—. De haberlas encontrado, ya se habrían presentado aquí, no le quepa ninguna duda.
Tom tenía ganas de volver a casa. Hizo girar la llave del encendido y se mezcló con el tráfico de la Rue Grande.
—Entonces… suponiendo que el hombre que le telefoneó fuera uno de ellos, ¿cómo consiguió su número de teléfono?
—Ahora entramos en el reino de las conjeturas —dijo Tom, encontrando por fin un espacio libre. Seguía sonriendo. Sí, era peligroso y esta vez no iba a sacar ni un penique del asunto, ni siquiera estaba protegiendo su propio dinero, que era lo que hiciera en el asunto Derwatt, aquel asunto que había estado a punto de terminar con fiasco—. Quizá porque Reeves cometió la estupidez de llamarme desde Ámsterdam. Lo digo contando con la posibilidad de que los chicos de la Mafia le localizasen en Ámsterdam, ya que, entre otras cosas, dijo a su asistenta que le mandase sus bienes allí. Es una estupidez hacer eso tan pronto —dijo Tom, como haciendo un paréntesis—. Me pregunto si… aun en el caso de que Reeves abandonase su hotel de Ámsterdam, los chicos de la Mafia no comprobarían las llamadas telefónicas que habían hecho. De ser así, puede que encontrasen mi número. A propósito, confío que a usted no le llamase desde Ámsterdam. ¿Está seguro?
—La última llamada que recibí procedía de Hamburgo. Lo sé —Jonathan recordaba la voz alegre de Reeves diciéndole que su dinero, la totalidad del mismo, sería depositado en seguida en el banco suizo. A Jonathan le preocupaba el bulto de la pistola en su bolsillo—. Perdone, pero creo que será mejor que antes de ir a casa pase por la tienda para librarme de esto. Déjeme aquí mismo.
Tom acercó el coche al bordillo.
—Tómeselo con calma. Si se siente seriamente… alarmado sobre algo, no dude en llamarme. Lo digo en serio.
Jonathan sonrió torpemente; estaba asustado.
—O si le puedo ayudar en algo. Llámeme también.
Tom siguió su camino.
Jonathan echó a andar hacia su tienda. Tenía una mano metida en el bolsillo, sosteniendo el peso del arma. Colocó la pistola en el cajón del dinero, debajo del grueso mostrador. Tom tenía razón: la pistola era mejor que nada. Además, Jonathan sabía que contaba con otra ventaja; su propia vida no le importaba demasiado. Le pareció que si le mataban a él no sería como si le pegasen un tiro a Tom Ripley que se hallaba en la plenitud de la vida, gozando de una salud excelente, y todo por nada, literalmente por nada.
Si alguien entraba en su tienda con la intención de matarle y sí él tenía la suelte de disparar primero, sería el final del juego, de todas las maneras. Jonathan no necesitaba que eso se lo dijera Tom Ripley. Los disparos atraerían a la gente, a la policía, el muerto seria identificado y le preguntarían por qué un hombre de la Mafia había querido matar a Jonathan Trevanny. Después saldría a relucir lo del viaje en el tren, porque la policía le preguntaría sobre sus movimientos durante las últimas semanas, desearía ver su pasaporte. Sería el fin.
Jonathan cerró con llave la puerta del establecimiento y prosiguió su camino hacia la Rue Saint-Merry. Pensó en la bomba que había estallado en el piso de Reeves, en todos aquellos libros, los discos, los cuadros. Pensó en Fritz, el hombre que le llevara hasta el sicario que se llamaba Salvatore Bianca, en aquel Fritz que había recibido una paliza sin traicionarle.
Eran casi las siete y media y Simone estaba en la cocina.
—¡
Bonsoir
! — saludó Jonathan, sonriendo.
—
Bonsoir
-dijo Simone. Cerró el horno, luego se irguió y se quitó el delantal—. ¿Y qué estabas haciendo con
monsieur
Ripley esta tarde?
Jonathan sintió un ligero cosquilleo en el rostro. ¿Dónde les habría visto? ¿Al apearse del coche de Tom?
—Vino a hablarme sobre unos marcos —dijo Jonathan—. Así que fuimos a tomarnos una cerveza. Faltaba poco para la hora de cerrar.
—¿Ah, sí? — Simone le miró, sin moverse—. Ya entiendo.
Jonathan colgó la americana en el vestíbulo. Georges bajó las escaleras para saludarle, diciendo algo sobre su aerodeslizador. Georges estaba montando un modelo que Jonathan le había comprado y que resulta demasiado complicado para él. Jonathan lo levantó en volandas—. Le echaremos un vistazo después de cenar, ¿de acuerdo?
El ambiente no mejoró. Cenaron un delicioso puré de verduras, preparado con una batidora de seiscientos francos que Jonathan acababa de comprar: servía para preparar zumos de fruta y lo pulverizaba casi todo, incluyendo los huesos de pollo. Jonathan trató sin éxito de hablar de otras cosas. Simone no tardaba en cortar la conversación. Jon pensó que no era imposible que Tom le fuera a buscar para que colocase los marcos a algunos cuadros. Después de todo, Tom le había dicho que pintaba.
—A Ripley le interesa que le ponga marco a varías cosas —dijo Jon—. Puede que tenga que ir a su casa para verlas.
—¿Sí? — dijo Simone con el mismo tono de antes. Luego le dijo algo agradable a Georges.
A Jonathan no le gustaba Simone cuando se ponía de aquel modo, y ello le hacía odiarse a sí mismo. Se había propuesto darle una explicación, la explicación de la apuesta, sobre el dinero del banco suizo. Pero aquella noche sencillamente no pudo.
Después de dejar a Jonathan, Tom tuvo el impulso de detenerse en un café—bar y llamar a su casa. Quería saber si todo estaba bien y si Heloise ya había vuelto. Sintió un gran alivio al oír la voz de Heloise.
—
Oui, chéri
, acabo de llegar. ¿Dónde estás? No, solamente tomé una copa con Noëlle.
—Heloise, cariño mío: hagamos algo agradable esta noche. Puede que los Grais o los Berthelin estén libres… Ya sé que es tarde para invitar a alguien a cenar, pero para después de la cena. Puede que los Clegg… Sí, tengo ganas de ver gente —Tom añadió que llegaría a casa en quince minutos.
Tom conducía velozmente, pero con prudencia. Aquella noche se sentía curiosamente inquieto. Se preguntó si
madame
Annette habría recibido alguna llamada telefónica durante su ausencia.
Heloise, o
madame
Annette, había encendido la luz del porche, aunque todavía no era de noche. Un Citroën grande le adelantó lentamente momentos antes de que Tom cruzara la puerta del jardín.
Tom lo siguió con la vista: el coche era azul oscuro, se movía pesadamente a causa del mal estado de la calzada y su matrícula terminaba en 75, lo que significaba que era de París. A bordo iban dos personas como mínimo. ¿Estarían vigilando Belle Ombre? Probablemente se preocupaba demasiado.
—¡Hola, Tome! Les Clegg vendrán a tomar una copa y les Grais vendrán a cenar. Antoine no ha ido a París hoy. ¿Estás contento?
—Heloise le besó la mejilla—. ¿Dónde estabas? ¡Mira qué maleta! Reconozco que no es muy grande, pero…
Tom miró la maleta color púrpura oscuro, rodeada por una cinta de tela roja. Los cierres y la cerradura parecían de latón. El cuero semejaba cabritilla, y quizá lo era.
—Sí, es bonita de veras.
Lo era realmente, como el clavicémbalo o la commode de bateauque tenía en su cuarto.
—Echa un vistazo dentro —Heloise la abrió—. Resistente de verdad —dijo en inglés.
Tom se inclinó y le besó el pelo.
—Es preciosa, querida. Podemos celebrar la compra de la maleta… y del clavicémbalo. Los Clegg y los Grais no han visto aún el clavicémbalo, ¿verdad? No, no lo han visto… ¿Cómo está Noëlle?
—Tome, estás nervioso por alguna razón —dijo Heloise en voz baja por si
madame
Annette andaba cerca de allí.
—No —dijo Tom—. Es sólo que tengo ganas de ver gente. He pasado un día muy tranquilo. Ah,
madame
Annette,
¡bonsoir!
Tenemos invitados. Dos para la cena. ¿Podrá arreglárselas?
Madame
Annette acababa de entrar con el carrito bar.
—
Mais oui, monsieur
Tome. Tendrá que ser una cena
a la fortune du pot
, pero probaré a hacer un
ragoût…
al estilo de Normandía como lo hago yo, si se acuerda…
Tom no prestó atención a los ingredientes. En casa había carne de buey, de ternera y riñones, porque
madame
Annette había tenido tiempo de salir a comprar algunas cosas a última hora de la tarde.
Tom estaba seguro de que no tendrían que contentarse con lo que hubiera. Pero tuvo que esperar hasta que la buena señora terminó. Entonces Tom dijo:
—Por cierto,
madame
Annette, ¿ha llamado alguien desde que salí a las seis?
—
No, monsieur
Tome.
Con gran pericia,
madame
Annette descorchó un botellín de champán.
—¿Ninguna? ¿Ni siquiera alguien que se equivocase?
—
Non, monsieur
Tome.
Con mucho cuidado,
madame
Annette llenó una copa de champán para Heloise. Tom advirtió que Heloise le estaba observando, pero decidió persistir en vez de irse a la cocina para hablar con
madame
Annette a solas. ¿O era mejor que fuese a la cocina? Sí. Eso resultaría muy fácil. Cuando
madame
Annette salió, Tom le dijo a Heloise:
—Iré a buscar una cerveza.
Madame
Annette había dejado que él mismo se preparase una copa, como a menudo le gustaba hacer. Entró en la cocina y encontró a
madame
Annette en plena actividad: las verduras estaban lavadas y preparadas, y algo hervía ya en los fogones. —
Madame
—dijo Tom—, es muy importante… hoy. ¿Está segura de que no ha telefoneado nadie? ¿Ni siquiera alguien que se equivocase? La pregunta pareció refrescarle la memoria, con gran alarma por parte de Tom.
—
Ah, oui
, el teléfono sonó sobre las seis y media. Un hombre preguntó por… por un nombre que ahora no recuerdo,
monsieur
Tome. Luego colgó. Se equivocó de número,
monsieur
Tome.
—¿Y usted qué le dijo?
—Le dije que aquí no vivía la persona por la que preguntaba.
—¿Le dijo que aquí vivían los Ripley?
—Oh, no,
monsieur
Tome. Le dije solamente que se equivocaba de número.
Me pareció que era lo correcto.
Tom le sonrió. Si, había sido lo correcto. Tom se había reprochado el haber salido de casa a las seis de la tarde sin antes decirle a
madame
Annette que no diera su nombre en ninguna circunstancia. Y
madame
Annette lo había hecho todo como era debido, por iniciativa propia.
—Excelente. Eso es siempre lo correcto —dijo Tom con admiración—. Por esto nuestro número no viene en la guía, para gozar de un poco de intimidad,
¿n'est-ce pas?
—
Bien sûr
—contestó
madame
Annette, como si fuera la cosa más natural del mundo.
Tom regresó a la sala de estar, olvidando por completo la cerveza Se sirvió un whisky. No se sentía muy tranquilizado, sin embargo. Si se trataba de un mafioso que le andaba buscando, quizás aumentaría su suspicacia al ver que dos personas de la misma casa se abstenían de darle el nombre del propietario. Tom se preguntó si estarían haciendo comprobaciones en Milán, en Ámsterdam o puede que en Hamburgo. ¿No vivía ese Tom Ripley en Villeperce? Ese número de la centralita 424, ¿no seria un número de Villeperce? Desde luego que lo era. Los números de Fontainebleau empezaban por 422, pero el 424 correspondía a una región más hacia el,sur, que incluía Villeperce.
—¿Qué te está preocupando, Tome? — preguntó Heloise. — Nada, cariño… ¿Qué me dices de tus planes para el crucero? ¿Has visto algo que te guste?
—¡Ah, sí! Algo que no resulta
casse-pied
de tan empingorotado, sino más bien agradable y sencillo. Un crucero por el Mediterráneo, incluyendo Turquía, desde Venecia. Quince días… y no hace falta vestirse para la cena. ¿Qué te parece, Tome? El barco zarpa cada tres semanas durante los meses de mayo y junio.
—En este momento no estoy muy de humor. Pregúntale a Noëlle si le gustaría ir contigo. Te sentaría bien.
Tom subió a su habitación y abrió el último cajón de la cómoda más grande. Encima estaba la chaqueta verde que comprara para Heloise en Salzburgo. En la parte posterior del fondo del cajón había una Luger que Tom había adquirido de Reeves tres meses antes. Curiosamente, no se la había comprado directamente a Reeves, sino a un hombre con el que Tom había tenido que verse en París con el fin de recoger algo que el hombre debía entregarle, algo que Tom había tenido que guardar un mes antes de reexpedirlo. A modo de favor, en realidad a guisa de pago, Tom había pedido una Luger, y se la habían dado. Era del calibre 7.65 e iba acompañada por dos cajitas de municiones. Tom comprobó que el arma estuviese cargada, luego abrió el armario ropero y examinó su rifle de caza, que era de fabricación francesa. También estaba cargado y tenía el seguro puesto. Tom supuso que, en caso de peligro, necesitaría la Luger, aquella misma noche o al día siguiente o la noche del día siguiente. Tom se asomó a las dos ventanas de su dormitorio, que daban a distintos lugares. Buscó algún coche que circulase despacio con las luces apagadas, pero no vio ninguno. Ya era de noche.