El juego de Ripley (22 page)

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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

BOOK: El juego de Ripley
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—¿Sospechan que ha sido la Mafia? — Si sospechan algo en este sentido, no lo dijeron. Tom, muchacho, volveré a llamarte mañana seguramente. Toma nota de mi número, ¿quieres?

Medio a regañadientes, aunque era consciente de que podía necesitarlo, Tom apuntó el nombre del hotel de Reeves, el Zuyder Zee, y el número del teléfono.

—Desde luego, nuestro amigo mutuo hizo un trabajo fino, aunque el segundo hijo de perra siga con vida. Para tratarse de un anémico… —Reeves se interrumpió y soltó una carcajada casi histérica.

—¿Ya se lo has pagado todo?

—Ayer-dijo Reeves.

—Supongo, pues, que ya no le necesitarás.

—No. Hemos conseguido que la policía de aquí, quiero decir de Hamburgo, se interese. Eso es lo que queríamos. He oído decir que han llegado más tipos de la Mafia. Así que…

La línea se cortó bruscamente. Tom se sintió molesto, le embargó una sensación de estupidez, al quedarse allí de pie, con el teléfono en la mano, oyendo sólo un zumbido. Colgó el aparato y permaneció unos segundos de pie en la habitación, preguntándose si Reeves volvería a llamarle, pensando que probablemente no lo haría y tratando de digerir las noticias. Por lo que él sabía de la Mafia, pensó que tal vez dejarían las cosas como estaban, contentándose con la bomba contra el piso de Reeves. Tal vez no pedían la cabeza de Reeves. Pero era evidente que la Mafia sabía que Reeves tenía algo que ver con los asesinatos, de modo que había fracasado el propósito de crear la impresión de que se trataba de una guerra entre bandas mafiosas rivales. Por otro lado, sin embargo, la policía de Hamburgo haría un esfuerzo extra por limpiar la ciudad de mafiosos, por expulsarlos de los clubs de juego privados. Como todas las cosas que Reeves hacía o en las que intervenía, la situación era vaga. El veredicto debería ser: no ha sido un éxito total.

El único resultado feliz de todo el asunto era que Trevanny había cobrado su dinero. Seguramente recibiría la noticia el martes o el miércoles. ¡Buenas noticias de Suiza!

Los días siguientes fueron tranquilos. No hubo más llamadas telefónicas ni llegó ninguna carta de Reeves Minot. Los periódicos no dijeron nada sobre Vincent Turoli, que seguiría en el hospital de Estrasburgo o en el de Milán, y Tom compró también el
Herald-Tribune
de París y el
Daily Telegraph
de Londres en Fontainebleau. Tom plantó sus dalias, tres horas de trabajo un día por la tarde, porque las tenía en paquetes pequeños dentro del saco de arpillera, etiquetas según su color, y trató de disponer los plantíos de color con el mismo cuidado con que hubiese preparado mentalmente una tela. Heloise pasó tres noches en Chantilly, donde vivían sus padres, porque su madre debía someterse a una operación sin importancia para extirparle un tumor que tenía en alguna parte y que por suerte resultó ser benigno.
Madame
Annette, creyendo que Tom se sentía sólo le consoló con platos americanos que había aprendido a preparar para complacerle: costillas de cerdo con salsa barbacoa, estofado de almejas y pollo frito. De vez en cuando Tom se preguntaba por su propia seguridad. En el ambiente pacífico de Villeperce, en aquel pueblo soñoliento y algo relamido, y a pesar de la alta verja de hierro de Belle Ombre, aquella verja que parecía proteger la casa de Tom igual que si fuese un castillo, pero que en realidad no la protegía, ya que cualquiera podía saltarla, podía presentarse un asesino, un mafioso que llamaría a la puerta o haría sonar el timbre, empujaría a
madame
Annette a un lado, subiría corriendo las escaleras y acabaría con Tom. Probablemente la policía de Moret tardaría sus buenos quince minutos en llegar a Belle Ombre, eso suponiendo que
madame
Annette pudiera avisarla en seguida. Si algún vecino oía uno o dos disparos, pensaría que se trataba de un cazador probando su suerte con los búhos, y probablemente no se molestaría en averiguar el origen de los tiros.

Durante los días que Heloise pasó en Chantilly, Tom decidió comprar un clavicémbalo para Belle Ombre, también para él mismo, desde luego, y posiblemente para Heloise. En cierta ocasión, en alguna parte, había oído a Heloise interpretando una sencilla tonada al piano. ¿Dónde? ¿Cuándo? Tom sospechaba que Heloise había padecido lecciones de piano cuando era niña y, conociendo a sus padres, estaba seguro de que habrían eliminado todo placer de sus esfuerzos musicales. De todos modos, un clavicémbalo seguramente costaría un montón de dinero (resultaría más barato comprarlo en Londres, por supuesto, pero luego tendría que pagar el ciento por ciento de impuestos que los franceses le cobrarían para entrarlo en el país), aunque, sin duda, un clavicémbalo entraba en la categoría de adquisiciones culturales, de modo que Tom no se hizo ningún reproche por desearlo. Un clavicémbalo no era una piscina. Tom llamó por teléfono a un anticuario de París al que conocía bastante bien y, aunque el hombre sólo comerciaba con muebles, pudo darle a Tom las señas de una tienda digna de confianza, también en París, donde tal vez podría comprar el instrumento deseado.

Tom fue a París y se pasó un día entero oyendo hablar de clavicembalos al comerciante, examinando instrumentos, probándolos con tímidos acordes y tratando de decidirse. La gema que eligió, de mandea beige embellecida aquí y allá con pan de oro, le costó más de diez mil francos. Le dijeron que se la entregarían el 26 de abril y que el afinador tendría que poner manos a la obra inmediatamente, dado que la mudanza trastornaría al instrumento.

La compra del clavicémbalo llenó de euforia a Tom, le hizo sentirse invencible mientras regresaba al lugar donde dejara el coche, Impermeable a los ojos y puede que incluso a las balas de la Mafia.

Y en Belle Ombre no había estallado ninguna bomba. Las calles arboladas y sin asfaltar de Villeperce parecían tan tranquilas como siempre. No se veía ningún sujeto desconocido merodeando por allí. Heloise regresó el viernes, de muy buen humor, y Tom esperaba con ilusión el momento de darle la sorpresa: el miércoles llegaría el enorme cajón de embalaje, manipulado cuidadosamente por los transportistas, conteniendo el clavicémbalo. Iba a resultar más divertido que las Navidades.

Tom tampoco le dijo nada del clavicémbalo al ama de llaves. Pero el lunes le dijo:


Madame
Annette, tengo que pedirle algo: El miércoles vendrá a almorzar un invitado especial, puede que también se quede a cenar. Me gustaría agasajarle espléndidamente.

Los ojos azules de
madame
Annette se iluminaron. Nada le gustaba más que hacer un esfuerzo extra, preocuparse más que de costumbre, si se trataba de algo relacionado con la cocina.


¿Un vrai gourmet?—
preguntó con acento esperanzado.

—Eso diría yo —replicó Tom—. Ahora reflexione usted. No pienso decirle lo que debe preparar. Que sea una sorpresa para
madame
Heloise también.

Madame
Annette sonrió maliciosamente. Se hubiera dicho que también a ella le habían hecho un regalo.

14

El giroscopio que Jonathan compró en Munich para Georges resultó ser el más apreciado de los juguetes que jamás regalara a su hijo. Su magia seguía haciendo efecto cada vez que Georges lo sacaba del estuche cuadrado donde Jonathan insistía en que lo guardase.

—¡Cuidado no se te caiga! — dijo Jonathan, tumbado boca abajo en la sala de estar—. Es un instrumento delicado.

El giroscopio obliga a Georges a aprender nuevas palabras inglesas, ya que Jonathan estaba demasiado absorto para molestarse en hablar en francés. La maravillosa rueda del giroscopio daba vueltas cuando Georges la empujaba con la punta de un dedo, o se inclinaba hacia un lado desde lo alto de un torreón perteneciente a un castillo de plástico. Este objeto lo había sacado el pequeño de una caja de juguetes viejos y lo utilizaba en lugar de la torre Eiffel indicada en la hoja de color rosa donde venían las instrucciones para el giroscopio.

—Un giroscopio de mayor tamaño —dijo Jonathan— impide que los buques se balanceen en el mar —Jonathan le explicó bastante bien para qué servía el instrumento y pensó que si lo colocaba en un barco de juguete, metía éste en la bañera y agitaba el agua, podría demostrar lo que quería decir—. Los buques grandes, por ejemplo, tienen tres giroscopios funcionando al mismo tiempo.

—Jon, el sofá —Simone se encontraba en el umbral de la puerta de la salida—. No me dijiste lo que pensabas. ¿Verde oscuro?

Jonathan cambió de postura y se apoyó sobre los codos. En sus ojos el hermoso giroscopio seguía dando vueltas y conservando su milagroso equilibrio. Simone se refería a que habían decidido cambiar la funda del sofá.

—Lo que pienso es que deberíamos comprar un sofá nuevo —dijo Jonathan, levantándose—. Hoy he visto anunciado un Chesterfield negro por cinco mil francos. Apuesto que soy capaz de encontrarlo por tres mil quinientos francos si busco un poco.

—¿Tres mil quinientos francos nuevos?

Jonathan ya esperaba que Simone se escandalizase.

—Considéralo una inversión. Podemos permitírnoslo.

Jonathan conocía a un anticuario que tenía su establecimiento a unos cinco kilómetros de la ciudad y que comerciaba únicamente con muebles grandes, bien restaurados. Hasta entonces no había podido comprar nada allí.

—Un Chesterfield sería magnífico… ¡pero no tires la casa por la ventana! ¡Te estás volviendo muy manirroto!

Aquel mismo día Jonathan también había hablado de comprar un televisor nuevo.

—No soy ningún manirroto —dijo tranquilamente—. Sería un necio si lo fuese.

Simone le indicó por señas que fuera con ella al vestíbulo, como si quisiera decirle algo que Georges no debía oír. Jonathan la abrazó y a Simone se le desarregló el peinado al tocar con la cabeza los abrigos colgados en el vestíbulo.

—De acuerdo —le susurró Simone al oído—. Pero, ¿cuándo vuelves a Alemania?

A Simone no le hacían ninguna gracia los viajes a Alemania. Jonathan le decía que estaban probando unas píldoras nuevas, que Perrier se encargaba de suministrárselas, que, aunque su estado siguiera siendo el mismo, cabía la posibilidad de que mejorase y que, desde luego, no iba a empeorar. Debido al dinero que Jonathan decía que le estaban pagando, Simone no creía que su marido no estuviese corriendo ningún riesgo. Aun así, Jonathan no le había dicho la cantidad exacta, no le había hablado de la suma que tenía ingresada en la Swiss Bank Corporation de Zurich. Lo único que sabía Simone era que tenían ingresados unos seis mil francos en la Société Générale de Fontainebleau en vez de los cuatrocientos o seiscientos francos que normalmente tenían allí y que a veces, cuando pagaban un plazo de la hipoteca, bajaban a doscientos. — Me encantaría tener un sofá nuevo. Pero, ¿crees que lo mejor es comprado ahora? ¿Pagando semejante precio? No olvides la hipoteca.

—¿Cómo podría olvidarla, cariño? ¡Condenada hipoteca! — Jonathan se echó a reír. Jonathan quería saldar la hipoteca de golpe—. De acuerdo, tendré cuidado. Lo prometo.

Jonathan sabía que tenía que inventar una historia mejor o, en su defecto, mejorar la que ya le contara a Simone. Pero de momento prefería descansar, disfrutar pensando en su nueva fortuna, puesto que gastar parte de la misma no resultaba fácil. Y aún podía morirse en el plazo de un mes. Las tres docenas de píldoras que le había dado el doctor Schroeder de Munich y que ahora Jonathan tomaba a razón de dos diarias, no iban a salvarle la vida ni a producir ningún cambio de consideración. La sensación de seguridad podía ser una especie de fantasía, pero ¿acaso no era tan real como todo lo demás mientras duraba? ¿Qué otra cosa había? ¿Qué era la felicidad si no una actitud mental?

Y había el otro factor desconocido, el hecho de que el guardaespaldas llamado Turoli seguía vivo.

La tarde del sábado 29 de abril, Jonathan y Simone asistieron en el teatro de Fontainebleau a un concierto de obras de Schubert y Mozart a cargo de un cuarteto de cuerda. Jonathan había comprado dos localidades de las más caras y quería que Georges les acompañase, ya que el pequeño era capaz de portarse bien si se le hacían algunas advertencias de antemano. Pero Simone se había opuesto. Se sentía más avergonzada que Jonathan cuando Georges no se portaba como un niño modélico.

—Dentro de un año, sí —dijo Simone.

Durante el descanso salieron al espacioso vestíbulo, donde estaba permitido fumar. Estaba lleno de caras conocidas, entre ellas la de Pierre Gauthier, el que vendía material para artistas. Jonathan se llevó una buena sorpresa al ver que Gauthier lucía cuello de pajarita y corbata negra.

—Es usted un embellecimiento de la música esta noche,
madame
! — dijo Gauthier, admirando el vestido rojo de Simone.

Simone aceptó el cumplido graciosamente. Jonathan pensó que realmente se la veía radiante y feliz. Gauthier estaba solo. De pronto Jonathan recordó que la esposa de Gauthier había muerto unos años antes, cuando Jonathan aún no le conocía bien.

—¡Todo Fontainebleau está aquí esta noche! — dijo Gauthier, esforzándose por hacerse oír sobre el murmullo de las conversaciones. Su ojo bueno escudriñó las varias docenas de personas que llenaban el vestíbulo y su calva relucía debajo del pelo negro y canoso que había peinado cuidadosamente sobre ella—. ¿Querrán tomar un café conmigo después? ¿En el café que hay enfrente? — preguntó Gauthier—. Tendré mucho gusto en invitarles.

Simone y Jonathan estaban a punto de decir que sí, cuando Gauthier se puso algo rígido. Jonathan siguió la mirada de Gauthier y vio a Tom Ripley en un grupo de cuatro o cinco personas, a sólo unos tres metros de donde se encontraban ellos. Los ojos de Ripley se cruzaron con los de Jonathan al mismo tiempo que le saludaba con la cabeza. Ripley hizo como si fuera a acercarse para saludarles, y en aquel momento Gauthier se separó de Jonathan y Simone. Ésta volvió la cabeza para ver a quién habían mirado tanto Jonathan como Gauthier.


¡Tout a l'heure, peut-être! — dijo Gauthier.

Simone miró a Jonathan y arqueó levemente las cejas.

Ripley sobresalía de los demás, no tanto por ser alto como por tener un aspecto poco francés con su pelo castaño que despedía reflejos dorados a la luz de las lámparas de brazos. Llevaba una chaqueta de raso color ciruela. La bella muchacha rubia que le acompañaba y que parecía no llevar maquillaje, debía de ser su esposa.

—¿Y bien? — dijo Simone—. ¿Quién es ése?

Jonathan sabía que se refería a Ripley y se daba cuenta de que el corazón le latía más aprisa.

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