El juego de Ripley (19 page)

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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

BOOK: El juego de Ripley
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Al atravesar el pasillo del vagón de Marcangelo, Jonathan se encontró cara a cara con el segundo guardaespaldas italiano, que le empujó groseramente al pasar por su lado. Jonathan se alegró de sentirse aturdido; de lo contrario, tal vez hubiese reaccionado con alarma al contacto físico con el mafioso. El tren emitió un pitido largo seguido de otros dos cortos. ¿Tendrían algún significado? Jonathan regresó a su asiento y se sentó sin quitarse el abrigo, cuidando de no mirar a ninguna de las cuatro personas que ocupaban el compartimento. Su reloj marcaba las cinco y treinta y un minutos. Le pareció que había pasado más de una hora desde que mirara su reloj y viera que eran las cinco y un par de minutos. Se estremeció, cerró los ojos y carraspeó al imaginar el cuerpo de Marcangelo despedazado por las ruedas del tren. Quizá no había caído bajó las ruedas. ¿Estaría muerto el guardaespaldas? Tal vez lo habían encontrado con vida y describiría con exactitud a Tom Ripley y a él. ¿Por qué le había ayudado Tom Ripley? ¿Había sido una ayuda? ¿Qué pensaba sacar Ripley de todo aquello? Se dio cuenta de que ahora estaba a merced de Ripley. Aunque probablemente éste sólo quería dinero. ¿O le aguardaba algo peor aún? ¿Algún tipo de chantaje? El chantaje podía presentarse bajo muchas formas.

¿Debería tratar de coger un avión de Estrasburgo a París aquella misma noche o era mejor que se quedase en un hotel de Estrasburgo? ¿De cuál de las dos maneras estaría más a salvo? ¿Y a salvo de qué, de la Mafia o de la policía? ¿Y si algún pasajero, al asomarse a la ventanilla había visto un cuerpo, quizá dos, cayendo del tren? ¿O acaso los dos cuerpos habían caído demasiado cerca del convoy para ser vistos por un pasajero? Si alguien hubiese visto algo el tren no se habría detenido, pero Jonathan supuso que habrían avisado por radio. Permaneció alerta por si aparecía algún empleado del ferrocarril en el pasillo, por si se advertía alguna señal de agitación pero no vio ninguna.

En aquel momento, después de encargar Gulaschsuppe y una botella de Carlsbad, Tom estaba mirando el periódico que había apoyado en el tarro de la mostaza y mordisqueando un panecillo.

Le entraban ganas de reír al pensar en el italiano con cara de ansiedad que había estado esperando pacientemente ante el lavabo ocupado. El hombre se había llevado una sorpresa al ver que del lavabo salía una mujer. En aquel momento, el italiano volvía a examinar el interior del vagón restaurante a través de los cristales de las dos puertas. Y ahora entraba, intentando ocultar su nerviosismo, buscando a su capo o a su compinche o a ambos, recorriendo el vagón de punta a punta, como si esperase encontrar a Marcangelo debajo de una de las mesas o charlando con el chef en el otro extremo del vagón.

Tom no había alzado los ojos al entrar el italiano, pero había notado que el hombre le miraba. Ahora se arriesgó a mirar por encima del hombro, como si esperase ver al camarero con la comida, y vio que el guardaespaldas —un sujeto rubio, de pelo rizado, que llevaba un traje a rayas y una corbata color púrpura, de pala ancha hablaba con un camarero en el otro extremo del restaurante. El camarero, que estaba muy atareado sirviendo, meneó la cabeza y siguió su camino. El guardaespaldas volvió a recorrer el pasillo y salió del restaurante.

La sopa de Tom, roja a causa de la paprika, llegó junto con la cerveza. Tom tenía hambre, ya que sólo había desayunado ligeramente en el hotel de Salzburgo, que esta vez no era el Goldener Hirsch, ya que allí le conocía el personal. Tom había tomado el avión de Salzburgo en vez del de Munich, porque no deseaba encontrarse con Reeves y Jonathan Trevanny en la estación del ferrocarril. En Salzburgo le había quedado tiempo para comprar una chaqueta de cuero verde, con flecos del mismo color, para Heloise. Pensaba esconderla hasta el cumpleaños de Heloise en octubre. A Heloise le había dicho que iba a Paris y que se quedaría allí una noche, tal vez dos, para ver algunas exposiciones de arte. Y como hacía lo mismo de vez en cuando, hospedándose en el lnter-Continental o en el Ritz o en el Pont Royal, a Heloise no le había extrañado. De hecho, Tom variaba de hotel, con el fin de que, si le decía a Heloise que se iba a París cuando en realidad se iba a otro sitio y ella le llamaba por teléfono al lnter-Continental, por ejemplo, no se alarmara si no le localizaba allí. También había comprado el billete en Orly en lugar de una de las agencias de viajes de Fontainebleau o de Moret, done le conocían, y había utilizado el pasaporte falso que Reeves le proporcionara el año pasado: Robert Fiedler Mackay, norteamericano, ingeniero, nacido en Salt Lake City, soltero. Se le había ocurrido que la Mafia, haciendo un pequeño esfuerzo, podía conseguir la lista de pasajeros del tren. (Estaría él en el la lista de gente interesante que tenía la Mafia) Tom vaciló antes de atribuirse semejante honor, aunque cabía la posibilidad de que algún miembro, de la familia Marcangelo se hubiese fijado en su nombre al salir éste en los periódicos. No era material reclutable, ni prometía como posible víctima de extorsiones, pero, aun así, era un hombre casi al margen de la ley.

Sin embargo, el guardaespaldas o sicario de la Mafia no le había mirado tan atentamente como a un joven fornido que llevaba una chaqueta de cuero y estaba sentado al otro lado del pasillo. Quizá todo iba bien.

Tendría que tranquilizar un poco a Jonathan Trevanny. Sin duda éste creía que él, Tom, quería dinero y pensaba chantajearle de algún modo. Tom se echó a. reír (aunque, como seguía con los ojos clavados en el periódico, pensarían que estaba leyendo a Art Buchwald) al recordar la cara de Trevanny al verle aparecer en la plataforma y en el momento de darse cuenta de que tenía intención de ayudarle. En Villeperce, después de meditarlo un poco, Tom había decidido echarle una mano con el fin de que Jonathan pudiera al menos cobrar el dinero que le habían prometido. De hecho, Tom se sentía vagamente avergonzado por haber metido a Jonathan en aquel asunto, por lo que acudir en ayuda de Jonathan mitigaba un poco su sentimiento de culpabilidad. Sí, si todo salía bien, Trevanny sería un hombre de suerte y mucho más feliz. Así pensaba Tom, que creía en el pensamiento positivo. No había que esperar sino pensar lo mejor y las cosas saldrían bien sin más. Tendría que ver a Trevanny otra vez para explicarle unas cuantas cosas y, sobre todo, el mérito de la muerte de Marcangelo tenía que corresponderle enteramente a Trevanny, para que cobrase el resto del dinero de Reeves. Lo esencial era no dar la impresión de que él y Trevanny eran amigos. Tom se preguntó qué le estaría pasando a Trevanny en aquel momento si el segundo guardaespaldas había decidido recorrer todo el tren en busca de sus compañeros. La bendita Mafia trataría de dar con el asesino, puede que con los asesinos. A menuda la Mafia tarda años en dar con alguien, pero nunca dejaba de buscar. Aunque el hombre al que buscara huyese a Sudamérica, Tom sabía que la Mafia era capaz de localizarlo. Tom pensó que, de todos modos, en aquel momento Reeves Minot corría más peligro que él o Jonathan Trevanny.

Al día siguiente trataría de llamar por teléfono a Trevanny a su tienda. Por la mañana. O tal vez por la tarde, no fuera el caso que Trevanny no consiguiese llegar a París aquella noche. Tom encendió un Gauloise y miró a la mujer del traje de
tweed
colar rojizo a la que él y Trevanny vieran en la plataforma y que ahora mostraba un aire de ensueño mientras comía una primorosa ensalada de lechuga y pepino. Tom se sentía eufórico.

Al bajar del tren en Estrasburgo, a Jonathan le pareció que en la estación había más policías que de costumbre, quizá seis en lugar de los dos a tres que había allí normalmente. Uno de los agentes parecía estar examinando los papeles de un hombre. ¿O se trataba solamente de que el hombre le había preguntado por una dirección y el agente estaba consultando la guía? Jonathan salió de la estación sin entretenerse. Había decidido hacer noche en Estrasburgo, ya que sin saber exactamente por qué, la ciudad le parecía más segura que París aquella noche. Era probable que el guardaespaldas superviviente prosiguiera el viaje hasta París para reunirse con sus amigos, al menos que diera la casualidad de que en aquel momento le estuviese siguiendo a el, dispuesto a atacarle por la espalda. Jonathan sintió que un sudor frío bañaba su cuerpo, y de repente se dio cuenta de lo cansado que estaba. Al negar a un cruce de calles, dejó la maleta en el suelo y recorrió con los ojos aquellos edificios que le resultaban desconocidos. Había mucho ir y venir de transeúntes y coches. Eran las seis y cuarenta minutos, sin duda la hora punta de Estrasburgo. Jonathan pensó que se registraría bajo un nombre falso. Si en el libro de registro escribía un nombre falso, junto a un número de carnet de identidad también falso, nadie le pediría el carnet auténtico. Luego se dio cuenta de que, si daba un nombre falso, se sentiría aún más inquieto. Jonathan comenzaba a ser consciente de lo que había hecho. Sufrió un breve acceso de náuseas. Luego recogió la maleta y siguió caminando penosamente. La pistola pesaba mucho en el bolsillo del abrigo. No se atrevió a tirarla a la alcantarilla o a algún cubo de basura. Se vio a sí mismo haciendo todo el viaje hasta París y luego hasta su propia casa con la pequeña pistola todavía en el bolsillo.

12

Tras dejar el Renault familiar verde cerca de la Porte d'Italíe en París, Tom llegó a Belle Ombre poco después de la una de la madrugada del sábado. No se veía ninguna luz en la fachada principal de la casa, pero al subir las escaleras con la maleta, Tom comprobó con alegría que Heloise tenía encendida la luz de su habitación. Entró a verla.

—¡De vuelta por fin! ¿Qué tal París? ¿Qué has hecho?

Heloise llevaba un pijama de seda verde y tenía el edredón de satén rosa hasta la cintura.

—Ah, esta noche me equivoqué al escoger una película.

Tom vio que el libro que Heloise estaba leyendo era el que él había comprado hacía poco. El libro trataba del movimiento socialista francés, Tom pensó que no mejoraría las relaciones con el padre de Heloise. A menudo Heloise hacía comentarios muy izquierdistas, aunque sin la menor intención de poner en práctica tales principios. Pero Tom tenía la impresión de que poco a poco iba empujándola hacia la izquierda. Empujándola con una mano mientras la cogía con la otra.

—¿Viste a Noëlle? — preguntó Heloise.

—No. ¿Por qué?

—Porque daba una cena esta noche. Me parece. Necesitaba otro hombre. Nos invitó a los dos, desde luego, pero le dije que probablemente estabas en el Ritz Y le sugerí que te telefonease.

—Esta vez he estado en el Crillon —dijo Tom, agradablemente consciente del aroma de la colonia de Heloise mezclada con el de la crema Nivea. Y se sintió desagradablemente consciente de su propia suciedad después del viaje en tren—.

¿Todo bien por aquí?

—Muy bien —dijo Heloise de un modo que a Tom le pareció seductor, aunque sabía que no era esa la intención de ella. Lo que Heloise quería decir era que había pasado un día feliz y normal y que se sentía muy dichosa.

—Tengo ganas de ducharme. Volveré dentro de diez minutos. Tom se fue a su propio cuarto, donde se dio una ducha de veras en la bañera, en vez de utilizar la ducha tipo teléfono que había en el cuarto de baño de Heloise.

Al cabo de unos minutos, después de meter la chaqueta austríaca que había comprado para Heloise en el último cajón de la cómoda, cubriéndola con los suéteres, Tom dormitaba en la cama al lado de Heloise, demasiado cansado para seguir leyendo
L'Express
. Se preguntaba si
L'Express
llevaría la foto de uno de los dos mafiosos, o de ambos, junto a la vía del tren, en la edición de la semana siguiente. ¿Habría muerto el guardaespaldas? Tom confiaba fervientemente que hubiese caído debajo de las ruedas, ya que temía que no estuviera muerto al arrojado del tren. Recordó que Jonathan había tirado de él cuando estaba a punto de caer al exterior y, al recordado, se estremeció con los ojos cerrados. Trevanny le había salvado la vida, o cuando menos le había salvado de una caída tremenda y posiblemente había impedido que las ruedas del tren le amputasen un pie.

Tom durmió bien y se levantó alrededor de las ocho y media de la mañana, antes de que Heloise despertara. Tomó café en la sala de estar y, a pesar de la curiosidad que sentía, no puso la radio para escuchar las noticias de las nueve. Dio un paseo por el jardín, contempló con orgullo el plantío de fresas que había recortado y limpiado de hierbajos recientemente, y echó un vistazo a los tres sacos de arpillera llenos de bulbos de dalia que había guardado durante el invierno y que debía plantar uno de aquellos días. Pensó que aquella tarde trataría de hablar con Trevanny por teléfono. Cuanto antes lo viera, mejor para la tranquilidad de Trevanny. Tom se preguntó si Jonathan también se habría fijado en el guardaespaldas rubio y nervioso. Tom se había cruzado con él por el pasillo, cuando acababa de salir del vagón restaurante y regresaba a su compartimento, tres vagones más atrás. El guardaespaldas parecía a punto de estallar de frustración y Tom había sentido fuertes deseos de decirle, con su mejor italiano callejero, «Si esto sigue así, perderás el empleo, ¿eh?».

Madame
Annette regresó de la compra antes de las once y, al oírla cerrar la puerta de la cocina, Tom fue a echar un vistazo a
Le Parisien Liberé
.

—Los caballos —dijo Tom con una sonrisa cogiendo el periódico.


¡Ah oui!
¿Ha apostado algo,
monsieur
Tome?

Madame
Annette sabía que Tom no apostaba.

—No. Es que quiero ver qué tal le fue a un amigo mío.

Tom encontró lo que buscaba al pie de la primera página, una noticia corta, de unos siete centímetros de largo. Italiano estrangulado. Otro gravemente herido. Al estrangulado se le identificaba como Vito Marcangelo, cincuenta y dos años, de Milán. A Tom le interesaba más el herido grave: Filippo Turoli, treinta y un años, que también había sido empujado del tren y suma múltiples contusiones, varias costillas rotas y un brazo malherido que tal vez tendría que serle amputado en un hospital de Estrasburgo. El periódico decía que Turoli estaba en coma y su estado era crítico. Añadía que un pasajero había visto uno de los cuerpos en el terraplén y había avisado a un empleado del ferrocarril, aunque para entonces el lujoso Mozart-Express ya había recorrido muchos kilómetros, puesto que iba
a pleine vitesse
camino de Estrasburgo. Luego un equipo de rescate había encontrado los dos cuerpos. Se calculaba que habrían transcurrido cuatro minutos entre las dos caídas y la policía proseguía activamente sus investigaciones.

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