El juego de Ripley (32 page)

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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

BOOK: El juego de Ripley
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¡Sissi!
— dijo Lippo, aterrorizado, mirando a Tom y seguidamente al teléfono.

Tom marcó el número de la centralita y pidió conferencia con Milán, Italia. Cuando la telefonista le pregunto su número, como hacían siempre las telefonistas francesas, Tom se lo dio.

¿De parte de quién? — preguntó la telefonista.

—Lippo. Simplemente Lippo —repuso Tom. Luego le dio el número. La telefonista le dijo que le llamaría. Tom miró a Lippo y le dijo—: ¡Si resulta que es el número de una verdulería o de alguna amiguita tuya, te estrangularé igualmente! ¿Capish?

Lippo se estremeció; parecía buscar desesperadamente alguna forma de escapar, pero sin dar con ella.

El teléfono sonó.

Por señas, Tom indicó a Lippo que descolgase el aparato mientras él cogía el auricular redondo y se lo acercaba al oído. La telefonista estaba diciendo que en Milán aceptaban la llamada.


¿Pronto?
— dijo una voz de hombre en el otro extremo.

Con la mano derecha, Lippo sostenía el auricular junto a su oreja izquierda.


Pronto
. Lippo al aparato. ¡Luigi!

—Si —dijo la otra voz.

—Escucha, yo… —Lippo tenía la camisa pegada a la espalda a causa del sudor—. Hemos visto…

Tom apretó un poco el lazo para obligarle a seguir.

—Estás en Francia, ¿no? ¿Con Angy? — dijo la otra voz con cierta impaciencia—.
Allora…
¿qué ocurre?

—Nada. He… hemos visto a ese tipo. Angy dice que no es el hombre que buscamos… No…

—Y nos parece… puede que nos estén siguiendo.,

—¿Que os están siguiendo? ¿Quién? — preguntó secamente el de Milán.

—No sé. Dime qué… ¿Qué debemos hacer? — preguntó Lippo en argot, utilizando una palabra que Tom no entendió. Lippo parecía verdaderamente asustado ahora.

A Tom le dolían las costillas de tanto reírse. Miró a Jonathan, que seguía encañonando a Lippo con su pistola. Tom no alcanzaba a entender todo lo que decía Lippo, pero no le pareció que éste les estuviese gastando alguna jugarreta.

—¿Que volvamos? — preguntó Lippo.

—¡Si! — exclamó Luigi—. ¡Abandonad el coche! ¡Coged un taxi hasta el aeropuerto más próximo! ¿Dónde estáis en este momento?

—Dile que tienes que colgar —susurró Tom, haciendo un gesto.

—Tengo que colgar.
Rivederchi
, Luigi —dijo Lippo, colgando el aparato y mirando a Tom con ojos de perro apaleado.

Tom pensó que Lippo estaba acabado y que él mismo lo sabía. Por una vez se sintió orgulloso de su reputación. No tenía la menor intención de respetar la vida de Lippo. La familia de Lippo no había respetado la vida de nadie en circunstancias parecidas.

—Levántate, Lippo —dijo Tom, sonriendo—. Veamos qué más tienes en los bolsillos.

Al empezar Tom a registrarle, el italiano echó el brazo sano hacia atrás, como si quisiera golpearle, pero Tom no se molestó en esquivar. Pensó que era sólo cosa de los nervios. Encontró monedas en uno de los bolsillos, un papelito arrugado que, al examinarlo, resultó ser un billete de tranvía italiano; después, en un bolsillo posterior, encontró un
«garrotte»
confeccionado con un cordón a rayas rojas y blancas que le hizo pensar en la muestra de una barbería. Era fino como una cuerda de tripa, y de hecho, Tom pensó que lo era.

—¡Mire qué tenemos aquí! ¡Otro más! le dijo Tom a Jonathan levantando el
«garrotte»
como si fuera un guijarro bonito que acabase en encontrar en la playa.

Jonathan apenas miró el cordón que colgaba de la mano de Tom.

El primer
«garrotte»
seguía alrededor del cuello de Lippo. Jonathan no miró al muerto que yacía a menos de dos metros de él, con un zapato vuelto hacia dentro de una manera poco natural, pero, a pesar de no mirarle, por el rabillo del ojo seguía viendo a la figura caída.

—¡Cielo santo! — exclamó Tom, consultando su reloj.

No sabía que fuese tan tarde, que ya hubiesen dado las diez de la noche. Tenía que hacerlo ahora; él y Jonathan tendrían que coger el coche y conducir durante varias horas y luego volver antes de que saliera el sol, a ser posible. Tenían que librarse de los cadáveres a cierta distancia de Villeperce. Hacia el sur, desde luego, en dirección a Italia. Quizás hacia el sudeste. En realidad no importaba, pero Tom prefería que fuese hacia el sudeste. Tom aspiró hondo, preparándose para actuar, pero la presencia de Jonathan le cohibía. Sin embargo, no sería la primera vez que Jonathan veía cómo se libraba de un cadáver y no había tiempo que perder. Tom recogió el leño del suelo.

Lippo esquivó el golpe y se arrojó al suelo, o tal vez tropezó y cayó sin querer, pero Tom le asestó un golpe en la cabeza, luego otro, con el leño. Pero Tom no había puesto toda su fuerza en el golpe, ya que no deseaba más manchas de sangre en el suelo de
madame
Annette.

—Sólo está inconsciente —le dijo Tom a Jonathan—. Hay que acabar con él y si no quiere verlo… váyase a la cocina.

Jonathan se levantó. Decididamente no quería verlo.

—¿Sabe conducir? — preguntó Tom—. Me refiero a conducir mi coche, el Renault. ¿Sabrá llevarlo? — Sí —contestó Jonathan. Tenía carnet de conducir desde sus primeros tiempos en Francia con Roy, su compañero de Inglaterra, pero en aquel momento no lo llevaba encima.

—Tendremos que conducir esta noche. Métase en la cocina.

Con un gesto, Tom indicó a Jonathan que se fuera de allí. Luego se inclinó para realizar su tarea de apretar el «garrote», una tarea nada agradable —esta frase manida le cruzó por la mente—, pero ¿y la gente que no tenía la suerte de haber perdido el conocimiento antes de ser estrangulada? Tom apretó el cordón con fuerza, vio cómo se hundía en a carne y se dio ánimos pensando en Vito Marcangelo muriendo del mismo modo en el Mozart-Express: Tom había hecho bien aquel trabajo y el de ahora era el segundo.

Oyó un coche que avanzaba tentativamente por la carretera; después el vehículo se acercó a la casa y frenó.

Tom siguió apretando con la misma fuerza. ¿Cuántos segundos habrían transcurrido? ¿Cuarenta y cinco? No más de un minuto, por desgracia.

—¿Qué ha sido eso? — susurró Jonathan, saliendo de la cocina.

El motor del automóvil seguía en marcha.

Tom meneó la cabeza.

Los dos oyeron unos pasos ligeros que se acercaban rápidamente por la grava, luego un golpe en la puerta. De pronto Jonathan se sintió débil, como si las piernas fueran a fallarle.

—Me parece que es Simone —dijo Jonathan.

Tom confiaba desesperadamente en que Lippo estuviese muerto. Miró la cara del italiano y vio que sólo presentaba un color rosa obscuro. ¡Maldito!

Volvieron a llamar a la puerta.

—¿
Monsieur
? Ripley?… ¡Jon!

—Pregúntele quién está con ella —dijo Tom—. Si la acompaña alguien, no podemos abrir la puerta. Dígale que estamos ocupados.

¿Con quién estás, Simone? — preguntó Jonathan a través de la puerta cerrada.

—¡Con nadie!… Le he dicho al taxista que esperase. ¿Qué ocurre, Jon?

Jonathan vio que Tom había oído las palabras de Simone. — Dígale que se libre del taxi —dijo Tom.

—Paga el taxi y despídelo, Simone —dijo Jonathan.

—¡Ya está pagado!

—Entonces dile que se marche.

Simone se alejó hacia la carretera para obedecer. Oyeron que el taxi se alejaba. Simone volvió, subió los escalones y esta vez no llamó, sólo se quedó esperando.

Tom se irguió dejando el
«garrotte»
alrededor del cuello de Lippo. Se preguntó si Jonathan sería capaz de salir y explicarle a Simone que no podía entrar en la casa, que dentro había otras personas y que ya le pedirían otro taxi. Tom pensaba en las impresiones que se habría llevado el taxista. Habían hecho lo mejor despidiéndolo en vez de permitirle que viera cómo no abrían la puerta a Simone, la puerta de una casa cuya luz estaba encendida y en la que al menos había una persona.

—¡Jon!.—dijo Simone—. ¿Quieres abrir la puerta? Me gustaría hablar contigo.

—¿Puede entretenerla ahí fuera mientras pido otro taxi? — preguntó Tom en voz baja—. Dígale que estamos hablando de negocios con otras dos personas.

Jonathan asintió con la cabeza, titubeó unos instantes y luego corrió el pestillo. Abrió un poco la puerta, con la intención de salir pero Simone la empujó bruscamente y entró en el vestíbulo.

—¡Jon! Siento… —jadeando, miro a su alrededor como si buscase a Tom Ripley, el amo de la casa, luego le vio y al mismo tiempo vio a los dos hombres que yacían en el suelo y profirió un grito. El bolso se le escapó de las manos y cayó sobre el mármol con un ruido breve y apagado—.
¡Mon dieu!…
¿Qué está pasando aquí?

Jonathan le cogió una mano con fuerza.

—No los mires. Estos…

Simone se quedó rígida. Tom se le acercó.

—Buenas noches,
madame
. No se asuste. Estos hombres se han colado en la casa. Han perdido el conocimiento. ¡Hemos tenido un problemita!… Jonathan, acompañe a Simone a la cocina.

Simone permaneció donde estaba. Se tambaleó un poco y tuvo que apoyarse en Jonathan durante un momento; luego alzó la cabeza y miró a Tom con ojos histéricos.

—¡Parecen muertos! ¡Asesinos!
¡C'est épouvantable!
¡Jonathan! ¡No puedo creer que seas tú!

Tom se dirigió al carrito-bar.

—¿Crees que Simone podrá tomar un poco de coñac, Jonathan?

—Sí… Vamos a la cocina, Simone.

Se colocó de modo que, al dirigirse a la cocina, quedase entre Simone y los cadáveres, pero ella no se movió.

Tom, al ver que la botella de coñac era más difícil de abrir que la de whisky, echó un poco de éste en uno de los vasos que había en el carrito y, sin añadirle agua ni hielo, se lo llevó a Simone.


Madame
, me hago cargo de que esto es horrible. Estos hombres son de la Mafia… italianos. Vinieron aquí para atacamos… o al menos, para atacarme a mí —Tom se sintió aliviado al ver que Simone bebía unos sorbitos de whisky, sin apenas hacer muecas, como si se tratara de una medicina que fuera a sentarle bien—. Jonathan me ha ayudado y le estoy muy agradecido. Sin él… —Tom se calló.

Simone volvía a mostrar señales de cólera.

—¿Sin él? ¿Qué hace él aquí?

Tom irguió más el cuerpo y entró en la cocina, pensando que era la única forma de hacerla salir de la sala de estar. Simone y Jonathan le siguieron.

—Eso no se lo puedo explicar esta noche,
madame
Trevanny. Ahora, no. Ahora tenemos que irnos… con estos hombres. ¿Quiere que…? Tom pensó si tenían tiempo, había tiempo de llevarla a Fontainebleau en el Renault y volver luego para sacar los cadáveres de la casa con la ayuda de Jonathan. — No. Tom no tenía ni la menor intención de perder tanto tiempo, cuarenta minutos o más—.
Madame
, ¿quiere que le pida un taxi para volver a Fontainebleau?

—No quiero dejar a mi marido. Quiero saber qué hace mi marido aquí… ¡con un cerdo como usted!

La furia de Simone iba dirigida enteramente contra él. Tom deseó que saliera toda a la superficie, en aquel momento y para siempre, como una gran erupción. No sabía como enfrentarse con una mujer furiosa, aunque la verdad era que no había tenido que vérselas con muchas. Para Tom era como un caos circular, un anillo de pequeños incendios, y si conseguía apagar uno, la mente de la mujer saltaba hacia el siguiente. Miró a Jonathan y dijo:

—Si Simone quisiera tomar un taxi para volver a Fontainebleau…

—Ya sé, ya sé. Simone, de veras, es mejor que vuelvas a casa.

—¿Vendrás tú conmigo? — preguntó ella.

—No… no puedo —dijo Jonathan, desesperado.

—Entonces es que no quieres. Estás de su parte.

—Si me dejas que te lo explique más tarde, cariño…

Jonathan siguió hablándole en la misma vena mientras Tom pensaba que tal vez Jonathan no estaba dispuesto a secundarle o que había cambiado de parecer. Viendo que Jonathan no llegaría a ninguna parte con Simone, Tom le interrumpió:

—Jonathan —Tom le hizo una señal—. Nos perdonará un momento,
madame
—Tom se dirigió a la sala con Jonathan y le habló en susurros—: Tenemos por delante seis horas de trabajo… o las tengo yo. He de llevarme a estos dos y desembarazarme de ellos… y preferiría estar de vuelta para el amanecer —antes incluso. ¿De veras está dispuesto a ayudar?

Jonathan se sentía perdido, tan perdido como se hubiera sentido en medio de una batalla. Pero, en lo referente a Simone, la situación ya parecía totalmente perdida. Nunca podría explicárselo. Regresar a Fontainebleau con ella no le serviría de nada. Había perdido a Simone, ¿y qué más podía perder? Estos pensamientos cruzaron por la mente de Jonathan como una sola imagen.

—Sí, estoy dispuesto.

—Muy bien. Gracias— Tom le dirigió una sonrisa tensa—. Seguro que Simone no querrá quedarse aquí. Desde luego, podría quedarse en el cuarto de mi mujer. Puede que encuentre algún sedante. ¡Pero por el amor de Dios! ¡No puede venir con nosotros!

—No —dijo Jonathan. Simone era responsabilidad suya. Pero se sentía impotente, incapaz de persuadirla o de darle órdenes—. Nunca, nunca he podido decirle…

—Hay cierto peligro —le interrumpió Tom y luego enmudeció. No había tiempo que perder hablando y volvió a entrar en la sala. Miró a Lippo y le pareció que ahora su rostro estaba amoratado. De todos modos, el cuerpo del italiano tenía ese aspecto de abandono que presentan los muertos, no un aspecto de persona que esté soñando o durmiendo, sino que, sencillamente, daba la impresión de ser algo vacío, como si el conocimiento hubiese partido para no volver jamás. Simone salió de la cocina cuando Tom se dirigía hacia allí. Vio que el vaso estaba vacío y fue a buscar la botella del carrito-bar. Tom echó más whisky en el vaso que Simone sostenía en la mano, aunque ella le hizo señas indicando que no quería más—. No tiene que bebérselo,
madame
—dijo. Como hemos de irnos, tengo que decirle que correrá algún peligro si se queda aquí. Sencillamente no sé si vendrá algún otro sujeto como estos dos.

—Entonces iré con ustedes. Iré con mi marido.

—Eso es imposible,
madame
—dijo Tom con firmeza.

—¿Qué van a hacer?

—No estoy seguro, pero tenemos que libramos de esta… ¡de esta carroña! — Tom hizo un gesto señalando a los dos caídos—.
¡Charogne!
—agregó.

—Simone, tienes que coger un taxi y volver a Fontainebleau —dijo Jonathan.

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