—
¡Non!
Jonathan le asió la muñeca y con la otra mano le cogió el vaso, para evitar que lo derramara.
—Tienes que hacer lo que te digo. Es por tu vida, por mi vida. ¡No podemos quedamos a discutir!
Tom subió corriendo las escaleras. Después de buscar durante casi un minuto, encontró la botellita donde Heloise guardaba las píldoras de fenobarbital. Las tomaba tan de vez en cuando, que la botellita estaba en el fondo del botiquín, medio oculta por las demás cosas que en él había. Bajo con dos píldoras entre los dedos y sigilosamente las echó en el vaso de Simone —tras cogerlo de la mano de Jonathan— y lo llenó de soda hasta el borde.
Simone se bebió el contenido del vaso y se sentó en el sofá amarillo. Parecía más calmada, aunque todavía era demasiado pronto para que las píldoras hiciesen efecto. Tom vio que Jonathan hablaba por teléfono y supuso que estaría pidiendo un taxi. Sobre la mesita del teléfono estaba abierta la delgada guía correspondiente a Seine-et-Marne. Tom, se sentía un poco aturdido, igual que Simone. Pero Simone también parecía atontada por todo lo que acababa de ver.
—Sólo Belle Ombre, Villeperce —dijo Tom cuando Jonathan le miró.
Mientras Jonathan y Simone esperaban el taxi en la puerta principal, sumidos los dos en un silencio terrible, Tom salió al jardín por una puerta ventana y cogió una lata de gasolina que guardaba en el cobertizo, junto con los aperos de jardinería. Lamentó que la lata no estuviese completamente llena, aunque parecía estarlo por lo menos en sus tres cuartas partes. Tom llevaba la linterna consigo. Al doblar una de las esquinas de la fachada principal, oyó que un coche se aproximaba lentamente a la casa y pensó que ojalá fuese el taxi. En lugar de meter la lata de gasolina en el Renault, Tom la escondió entre los laureles. Después llamó a la puerta principal y Jonathan le franqueó el paso.
—Me parece que el taxi ya está aquí —dijo Tom.
Tom dio las buenas noches a Simone y dejó que Jonathan la acompañara hasta el taxi que esperaba al otro lado de la verja de entrada. El taxi se alejó y Jonathan volvió a la casa. Tom estaba cerrando de nuevo la puerta ventana.
—¡Santo Dios! — exclamó Tom, sin saber qué otra cosa decir y sintiéndose inmensamente aliviado al encontrarse de nuevo a solas con Jonathan—. Espero que Simone no esté demasiado furiosa. Aunque no se lo puedo reprochar.
Jonathan se encogió de hombros. Parecía aturdido y trató de decir algo, pero no pudo articular ni una palabra.
Tom se percató de su estado y, como el capitán de un barco dando órdenes a una tripulación atemorizada, dijo:
—Se le pasará, Jonathan —y al mismo tiempo pensó que Simone no llamaría a la policía, ya que, de hacerla, su marido se vería implicado. Tom advirtió que estaba recuperando su fortaleza, su capacidad para actuar. Al pasar junto a Jonathan, le dio una palmadita en el brazo—. Vuelvo en seguida.
Tom sacó la lata de gasolina de entre los arbustos y la colocó en la parte posterior del Renault. Luego abrió el Citroën de los italianos y la luz interior del mismo se encendió. Echó una ojeada al indicador y comprobó que el depósito estaba algo más que medio lleno. Habría suficiente: quería conducir durante más de dos horas. Sabía que en el depósito del Renault no había mucha gasolina, sólo algo más de la mitad, y los cadáveres irían en él. Ni él ni Jonathan habían cenado. Eso no era prudente. Volvió a entrar en la casa y dijo:
—Deberíamos comer algo antes de irnos.
Jonathan le siguió a la cocina, alegrándose de poder alejarse unos instantes de los cuerpos que yacían en la sala de estar. Se lavó las manos y la cara en el fregadero de la cocina. Tom le sonrió. Comer ésa era la respuesta… por el momento. Sacó el bistec del refrigerador y lo metió en el horno. Luego cogió un plato grande, un par de cuchillos para carne y dos tenedores. Finalmente se sentaron a la mesa, comiendo del mismo plato, metiendo los trozos de bistec; en un platito de sal y en otro de salsa HP. El bistec era excelente. Tom incluso había encontrado una botella medio llena de clarete en el mostrador de la cocina. Peor había cenado muchas veces.
—Eso le sentará bien —dijo Tom, dejando el cuchillo y el tenedor sobre el plato.
El reloj de la sala de estar dio una campanada y Tom supo que eran las once y media.
—¿Café? — dijo Tom—. Hay Nescafé.
—No, gracias —ni Tom ni Jonathan había dicho una sola palabra mientras engullían el bistec. Ahora Jonathan dijo—: ¿Cómo vamos a hacerla?
—Los quemaremos en alguna parte. Dentro de su coche —contestó Tom—. No es imprescindible quemarlos, pero resulta un procedimiento bastante típico de la Mafia.
Jonathan miró a Tom mientras éste enjuagaba un termo en el fregadero, sin importarle el hecho de estar de pie ante una ventana. abierta. Tom utilizaba el grifo de agua caliente. Después echó un poco de Nescafe en el termo y lo llenó de agua hirviendo.
—¿Azúcar? — preguntó Tom—. Me parece que nos hará falta.
Luego Jonathan ayudó a Tom a sacar al rubio, que empezaba a ponerse rígido. Mientras lo llevaban hacia fuera, Tom dijo algo, bromeando. Después Tom dijo que había cambiado de parecer: los dos cadáveres irían en el Citroën.
—… aunque el Renault —dijo Tom con voz entrecortada— es más grande.
En la parte delantera de la casa reinaba ahora la oscuridad, ya que ni siquiera llegaba el resplandor del farol. Echaron el segundo cadáver sobre el primero, en el asiento posterior del Citroën descapotable, y Tom sonrió porque la cara de Lippo parecía enterrada en el cuello de Angy, pero se abstuvo de hacer comentarios. En el suelo del automóvil encontró un par de periódicos y los utilizó para cubrir los dos cuerpos lo mejor que pudo. Tom se aseguró de que Jonathan supiera conducir el Renault, le mostró las luces de cambio, los faros y las de estacionamiento.
—De acuerdo, póngalo en marcha. Mientras, cerraré la casa.
Tom entró en la casa, dejó una luz encendida en la sala de estar, volvió a salir y cerró la puerta principal con dos vueltas de llave.
Tom le había explicado a Jonathan que su primer objetivo era Sens, luego Troyes. Desde Troyes se dirigirían más hacia el Este. Tom tenía un mapa en el coche. Se encontrarían primero en Sens, en la estación del ferrocarril. Tom colocó el termo en el coche de Jonathan.
—¿Se encuentra bien? — preguntó Tom—. No dude en pararse y beber un poco de café si le apetece —Tom se despidió de Jonathan haciendo un gesto alegre con la mano—. Salga usted primero. Quiero cerrar la verja. Ya le adelantaré luego.
De manera que Jonathan salió el primero, Tom cerró la verja con el candado, y no tardó en adelantar a Jonathan en la carretera que conducía a Sens, localidad a sólo treinta minutos de distancia. Jonathan parecía arreglárselas bastante bien con el Renault. Tom habló brevemente con él en Sens. Acordaron que también en Troyes se encontrarían ante la estación. Tom no conocía la ciudad y en la carretera resultaba peligroso que un coche tratara de seguir a otro, pero el camino de «La Gare» estaba bien señalizado en todas las poblaciones.
Era alrededor de la una cuando Tom llegó a Troyes. Hacía más de media hora que no veía a Jonathan detrás de él. Entró en la cantina de la estación para tomar café, un segundo café, y se quedó mirando por la puerta de cristal, esperando el Renault que se detendría en la zona reservada para aparcar enfrente de la estación. Finalmente, Tom pagó la consumición y salió. Al dirigirse hacia su coche, vio venir al Renault y agitó un brazo. Jonathan le vio.
—¿Todo va bien? — preguntó Tom. Le pareció que Jonathan estaba tranquilo—. Si quiere tomar café aquí, o utilizar el retrete, será mejor que vaya solo.
Jonathan no quiso hacer ninguna de las dos cosas. Tom le persuadió para que bebiese un poco de café del termo. Comprobó que nadie les estaba observando. Acababa de llegar un tren y diez o quince personas se dirigían a sus coches aparcados o a los coches de los que habían venido a recibirles.
—A partir de aquí cogeremos la Nacional 19 —dijo Tom—. Nos dirigiremos a Bar… Bar-sur—Aube… y volveremos a encontramos en la estación. ¿De acuerdo?
Tom puso el motor en marcha. La carretera nacional estaba más despejada, con muy poco tráfico salvo dos o tres camiones elefantinos, cuyas partes posteriores eran rectangulares y llevaban luces blancas o rojas a su alrededor, formas. que se movían y que Tom pensó que tal vez serían ciegas, al menos ciegas ante los dos cadáveres que iban en la parte posterior del Citroën, cubiertos con periódicos, una carga insignificante comparada con las de los camiones. Tom no conducía velozmente ahora, a no más de noventa kilómetros por hora. En la estación de ferrocarril de Bar él y Jonathan se asomaron a la ventanilla para hablar.
—La gasolina empieza a bajar —dijo Tom—. Quiero llegar más allá de Chaumont, así que me detendré en la próxima estación de servicio, ¿de acuerdo? Y usted haga lo mismo.
—Bien —dijo Jonathan.
—Siga en la Nacional 19. Nos veremos en la estación de Chaumont.
Al salir de Bar, Tom se detuvo en una estación de la Total. Estaba pagando al encargado cuando Jonathan entró detrás de él. Tom encendió un pitillo y no miró a Jonathan. Tom estaba dando cortos paseos, estirando las piernas. Después apartó un poco el coche y entró en el lavabo. Faltaban sólo cuarenta y dos kilómetros para Chaumont.
Y allí llegó Tom a las dos y cincuenta y cinco minutos. Enfrente de la estación de ferrocarril ni siquiera había un taxi, sólo unos cuantos coches aparcados, sin nadie en ellos. Aquella noche no pasarían más trenes. El café bar de la estación estaba cerrado. Cuando llegó Jonathan, Tom se acercó caminando al Renault y dijo:
—Sígame. Vaya buscar un lugar tranquilo.
Jonathan estaba cansado, pero su fatiga había cambiado de marcha y se sentía capaz de seguir conduciendo durante horas y más horas. El Renault era rápido y funcionaba perfectamente, sin apenas esfuerzo alguno por su parte. Jonathan desconocía por completo la región en que se hallaba ahora. Eso no importaba. Además, ahora resultaba fácil, bastaba con no perder de vista las luces rojas del Citroën. Tom conducía más despacio ahora y en un par de ocasiones se detuvo ante un camino lateral, tentativamente, y luego prosiguió su marcha. La noche era negra y no se veían las estrellas, quizá debido a la luz del salpicadero. Un par de coches pasaron en dirección contraria y un camión adelantó a Jonathan. Luego Jonathan vio que el indicador derecho de Tom se encendía y apagaba varias veces, y el Citroën desapareció por la derecha. Jonathan le siguió y apenas pudo ver la garganta negra de la carretera o camino cuando llegó a ella. Era un camino de tierra que inmediatamente se internaba en el bosque. El camino era angosto y no permitía el paso de dos automóviles, uno de esos caminos que es frecuente encontrar en la campiña francesa y que utilizan los agricultores o los hombres que recogen leña. Los arbustos rozaron delicadamente el parachoques delantero y había baches también.
El coche de Tom se detuvo. Habrían recorrido un par de centenares de metros desde la carretera principal, describiendo una amplia curva. Tom tenía las luces apagadas, pero la del interior del coche se encendió al abrir la portezuela. Tom la dejó abierta y se encaminó hacia Jonathan, agitando alegremente ambos brazos. En aquel instante Jonathan estaba apagando el motor y las luces del Renault. La imagen de Tom con sus pantalones holgados y su chaqueta de ante verde permaneció unos instantes en los ojos de Jonathan, como si Ripley estuviera compuesto de luz. Jonathan parpadeó.
Luego Tom llegó a su lado.
—Terminaremos en un par de minutos. Recule el coche unos ocho metros. ¿Sabe cómo dar marcha atrás?
Jonathan puso el motor en marcha. El coche tenía luces posteriores. Al detenerse, Tom abrió la segunda portezuela del Renault y sacó la lata de gasolina. Con la otra mano sostenía la linterna.
Tom roció con gasolina los periódicos que cubrían los dos cuerpos, luego roció los trajes. Tom echó gasolina sobre la capota, después sobre el tapizado del asiento delantero, que por desgracia era de plástico en vez de tela. Tom levantó la mirada hacia el punto donde las ramas de los árboles formaban una especie de bóveda sobre el camino: hojas jóvenes que todavía no habían alcanzado la plenitud del verano. Unas cuantas se chamuscarían, pero sería por una buena causa. Tom sacudió la lata para que las últimas gotas cayesen sobre el piso del Citroën, donde había algunos desperdicios, los restos de un bocadillo, un viejo mapa de carreteras.
Jonathan se le acercaba caminando lentamente.
—Ya terminamos —dijo Tom en voz baja.
Encendió una cerilla y por la portezuela anterior del coche la arrojó al asiento de atrás. Los periódicos se inflamaron en el acto.
Tom dio un paso hacia atrás y se agarró a la mano de Jonathan al resbalar en una depresión en la vera del camino.
—¡Al coche! — susurró Tom, echando a correr hacia el Renault. Se colocó en el asiento del conductor, sonriendo. El Citroën ardía bien. La capota empezaba a arder por el medio, con una llamita amarilla que parecía un cirio.
Jonathan subió por el otro lado.
Tom puso el motor en marcha. Respiraba de forma algo entrecortada, pero no tardó en echarse a reír.
—No ha estado mal, ¿verdad? ¡Me parece estupendo!
Las luces del Renault brotaron hacia adelante y durante unos momentos disminuyeron el holocausto que crecía ante ellos. Tom hizo recular el coche, bastante aprisa, torciendo el cuerpo para poder ver por la ventanilla trasera.
Jonathan tenía los ojos clavados en el coche que ardía y que desapareció por completo al coger la curva del camino. Luego Tom enderezó el cuerpo. Volvían a estar en la carretera principal.
—¿Consigue ver algo desde aquí? — preguntó Tom, disparando el coche hacia delante.
A través de los árboles Jonathan pudo ver un resplandor, como una luciérnaga. Después la luz se esfumó. ¿O se la había imaginado?
—Nada en absoluto ahora. No.
Durante unos segundos, Jonathan sintió miedo al no ver la luz, como si hubiesen fracasado en la empresa o el fuego se hubiera apagado. Pero sabía que no era así. Era sencillamente que el bosque se había tragado el fuego, ocultándolo por completo. Y, sin embargo, alguien lo encontraría. ¿Cuándo? ¿Quedarían muchos restos?
Tom soltó una carcajada.
—Está ardiendo. ¡Arderán! ¡Estamos salvados!
Jonathan vio que Tom echaba una ojeada al tacómetro, que iba subiendo hacia los ciento treinta. Luego Tom redujo la velocidad hasta los cien.