El Renault oscuro de Tom apareció entre el escaso tráfico de aquella hora, surgiendo de las tinieblas del bosque y entrando en la zona iluminada que rodeaba al Obelisque, el monumento. Eran las ocho y unos minutos. Jonathan estaba en la esquina, en la acera izquierda de la calle y a la derecha de Tom. Ripley tendría que describir un círculo completo para volver a coger el camino de vuelta a casa, caso de que fueran a su casa. Jonathan prefería la casa de Ripley a un bar. Tom se detuvo y abrió la portezuela.
—¡Buenas tardes! — saludó.
—Buenas tardes —repuso Jonathan, cerrando la portezuela. Tom arranco en seguida—. ¿Podemos ir a su casa? No tengo ganas de entrar en algún bar lleno de gente.
—Desde luego.
—He tenido una mala tarde. Y un mal día, me temo.
—Me lo imaginaba. ¿Simone?
—Al parecer, está decidida. ¿Quién puede culparla?
Jonathan se sentía azorado, quiso sacar un cigarrillo y hasta eso le pareció sin sentido, de modo que lo dejó correr.
—Hice cuanto pude —dijo Tom, concentrándose en conducir lo más velozmente posible sin llamar la atención de algún policía motorizado de los que solían acechar por aquel sector del bosque.
—Es por el dinero… por los cadáveres. ¡Dios mío! En cuanto al dinero, le dije que se lo estaba guardando a los alemanes de la apuesta. Usted ya sabe —de repente, a Jonathan le pareció ridículo el dinero, incluso la apuesta. En cierto modo, el dinero era tan concreto, tan tangible, tan útil y, pese a ello, no era ni la mitad de tangible y significativo que los dos muertos que Simone había visto. Tom conducía a bastante velocidad. A Jonathan le daba igual que fuera a estrellarse contra un árbol o a salirse de la carretera—. Para simplificar las cosas —prosiguió Jonathan—, se trata de los cadáveres. El hecho de que yo le ayudase… o lo hiciese. No creo que se eche atrás.
¿Qué gana un hombre…? A Jonathan casi le dieron ganas de reír. No había conquistado el mundo entero y tampoco había perdido su alma. De todos modos, Jonathan no creía en el alma. Se trataba más bien del respeto a sí mismo, del amor propio. No había perdido el respeto a sí mismo, sólo había perdido a Simone. Sin embargo, Simone le infundía moral. ¿Y acaso la moral no era respeto a sí mismo?
Tampoco Tom creía que Simone fuese a cambiar de actitud con respecto a Jonathan, pero no dijo nada. Quizá podrían hablar en casa, pero ¿qué más podía decir? ¿Palabras de consuelo, palabras de esperanza, de reconciliación, cuando es realidad no creía que la hubiera? Y, pese a ello, ¿quién podía estar seguro de lo que haría una mujer? A veces las mujeres parecían tener unas actitudes morales más fuertes que los hombres, y otras veces, especialmente en el caso de las trampas políticas y de los cerdos políticos con quiénes eran capaces de casarse, a Tom le parecía que las mujeres eran más flexibles, más capaces de pensar con ambigüedad que los hombres. Desgraciadamente, Simone presentaba una imagen de rectitud inflexible. ¿No le había dicho Jonathan que iba a la iglesia también? Pero, además, Tom iba pensando en Reeves Minot. Reeves estaba nervioso, asustado, aunque Tom no veía ninguna razón poderosa para ello. De pronto Tom se encontró en el desvío de Villeperce, conduciendo a través de las calles conocidas, tranquilas.
Y más allá de los chopos se divisaba Belle Ombre, con una luz encendida sobre el umbral… completamente intacta.
Tom preparó café y Jonathan dijo que tomaría un poco. Tom dejó la cafetera y la botella de coñac sobre la mesita.
—Hablando de problemas —dijo Tom—. Reeves quiere venir a Francia. Hoy le llamé desde Sens. Está en Ascona, hospedado en un hotel que lleva por nombre «Los Tres Osos».
—Lo recuerdo —dijo Jonathan.
—Se imagina que le están espiando… que le espía la gente de la calle Traté de decirle que… nuestros enemigos no pierden tiempo con esas cosas. Él debería saberlo. Traté de quitarle de la cabeza la idea de venir siquiera a Paris. Desde luego no vendrá aquí, a mi casa. No me atrevería a decir que Belle Ombre es un lugar más seguro del mundo, ¿no le parece? Como es natural, ni siquiera pude insinuarle algo sobre lo del sábado por la noche, aunque ello tal vez le habría tranquilizado. Quiero decir que al menos nos libramos de los dos sujetos que nos, vieron en el tren… pero no estoy.seguro de cuánto tiempo duraran la paz y la tranquilidad —Tom se inclino hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y miró hacia las ventanas silenciosas—. Reeves no sabe nada de lo del sábado por la noche, o al menos no dijo nada. Puede que, si lo lee en los periódicos, ni siquiera saque las conclusiones acertadas. Supongo que habrá leído la prensa hoy, ¿no?
—Sí —dijo Jonathan.
—No hay pistas. Tampoco la radio ha dicho nada esta noche, pero los chicos de la televisión concedieron un espacio al asunto. No hay pistas —Tom sonrió y alargó la mano para coger uno de sus puritos. Después ofreció la caja a Jonathan, pero éste movió la cabeza en sentido negativo—. Y hay otra noticia igualmente buena: la gente de aquí no ha hecho ni una sola pregunta. He ido a la panadería y a la carnicería, a pie, sin prisas; para ver si oía algo. Y alrededor de las siete y media se presentó aquí Howard Clegg, un vecino mío, trayéndome una bolsa grande de plástico, llena de estiércol de caballo que le había dado uno de sus amigos agricultores; al que de vez en cuando compra un conejo —Tom dio una chupada al puro y se rió—. Fue Howard el que detuvo el coche ahí fuera el sábado por la noche, ¿se acuerda? Creyó que teníamos invitados, Heloise y yo, y que no era el momento más indicado para entregar el estiércol de caballo —Tom siguió hablando y hablando, tratando de llenar el tiempo mientras Jonathan se libraba un poco de la tensión—. Le dije que Heloise estaría fuera unos días y que habían venido a verme unos amigos de París, de ahí los coches con matrícula de la capital que había fuera. Creo que se lo tragó.
El reloj sobre la repisa de la chimenea dio las nueve con un sonido metálico, agradable, puro.
—Volviendo a Reeves —dijo Tom—, pensé en escribirle diciéndole que tenía razones para creer que la situación había mejorado, pero me lo impidieron dos cosas. Reeves podía abandonar Ascona de un momento a otro y, en segundo lugar, para él las cosas no han mejorado si los italianos aún desean ajustarle las cuentas. Ahora utiliza el nombre de Ralph Platt. Pero ellos saben cuál es su verdadero nombre y qué aspecto tiene. Si la Mafia sigue buscándole, Reeves no tiene más alternativa que irse al Brasil. E incluso el Brasil…
—Tom sonrió, pero esta vez su sonrisa no era de felicidad.
—¿Pero no está ya bastante acostumbrado? — preguntó Jonathan.
—¿A esto? No. Supongo que muy poca gente se acostumbra a la Mafia y vive para contarlo. Puede que viva, pero no muy cómodamente.
Jonathan pensó que Reeves se lo había buscado. Y Reeves le había metido en el lío. No, él, Jonathan, había entrado en el asunto por su propio pie, libremente, dejándose convencer… por dinero. Y era Tom Ripley quien había… al menos tratado de ayudarle a cobrar el dinero, aunque la idea, aquel juego mortal, había surgido de Tom Ripley. El pensamiento de Jonathan voló hacia aquellos minutos en el tren entre Munich y Estrasburgo.
—Siento de veras lo de Simone —dijo Tom. La figura larga y caída de Jonathan, inclinado sobre su taza de café, parecía la representación del fracaso, como una estatua—. ¿Qué planes tiene Simone?
—Oh… —dijo Jonathan, encogiéndose de hombros—. Habla de separación. Llevándose ella a Georges, por supuesto. Tiene un hermano, Gérard, en Nemours. No sé qué le dirá a él… o a la demás familia que tiene allí. Está absolutamente horrorizada. Y avergonzada.
—Lo entiendo.
Tom pensó que también Heloise estaba avergonzada, pero Heloise era más inclinada a la ambigüedad. Heloise sabía que él andaba metido en asesinatos, en el crimen… pero ¿era un crimen? ¿Al menos recientemente, en el caso de Derwatt y ahora con la maldita Mafia? Tom apartó la cuestión moral de su mente, por el momento, y al mismo tiempo se dio cuenta de que se estaba tirando cenizas sobre la rodilla. ¿Qué seria de Jonathan? Sin Simone quedaría totalmente desmoralizado. Tom se preguntó si debía hacer otro intento y hablar de nuevo con Simone. Pero el recuerdo de la entrevista del día anterior le hizo desistir. No le hacía ninguna gracia volver a probar suerte con Simone.
—Estoy acabado —dijo Jonathan.
Tom empezó a decir algo y Jonathan le interrumpió:
—Sabe que he terminado con Simone… o que ella ha terminado conmigo. Después está la dichosa cuestión de cuánto tiempo me queda de vida. ¿Para qué empeñarse en seguir? Así que, Tom… —Jonathan se levantó—. Si puedo servirle en algo, aunque sea un suicidio, estoy a su disposición.
Tom sonrió.
—¿Coñac?
—Sí, un poco. Gracias.
Tom sirvió el coñac.
—Me he pasado los últimos minutos tratando de explicar por qué creo… creo que ya hemos vencido la cuesta. Es decir, en lo que se refiere a los mafiosos. Por supuesto que no estamos fuera de peligro si le echan el guante a Reeves… y lo torturan. Puede que hable de nosotros dos.
Jonathan ya se lo había figurado. Sencillamente no le importaba demasiado, aunque, desde luego, sí tenía importancia para Tom. Tom quería seguir viviendo.
—¿(Puedo serle de alguna utilidad? ¿Tal vez como señuelo? ¿Como sacrificio? — Jonathan soltó una carcajada.
—No quiero ningún señuelo —dijo Tom.
—No dijo una vez que la Mafia desearía cierta cantidad de sangre a modo de venganza?
Ciertamente, Tom había pensado en ello, pero no estaba seguro de haberlo dicho.
—Si no hacemos algo, puede que encuentren a Reeves y acaben con él —dijo Tom—. A esto se le llama dejar que la naturaleza siga su curso. Yo no metí esta idea, la de asesinar mafiosos, en la cabeza de Reeves. Y usted, tampoco.
La actitud fría de Tom consiguió que Jonathan se serenase un poco.
—¿Y qué hay de Fritz? — preguntó Jonathan, sentándose—. ¿Alguna novedad? Me acuerdo bien de él.
Jonathan sonrió como si recordara tiempos más felices, a Fritz llegando al piso de Reeves en Hamburgo, con la gorra en la mano, una sonrisa amistosa y el pequeño y eficaz revolver.
Tom tuvo que pensar un poco antes de recordar quién era Fritz: el factótum, el taxista-mensajero de Hamburgo.
—No. Confiemos en que Fritz haya vuelto con su familia en el campo, como dijo Reeves. Espero que no se mueva de allí. Quizá ya hayan dado el asunto por concluido en el caso de Fritz —Tom se levantó—. Jonathan, tiene que volver a su casa esta noche y afrontar la situación.
—Lo sé —a pesar de todo, Tom había conseguido que se sintiese mejor, incluso en lo referente a Simone—. Es curioso, para mí el problema ya no es la Mafia, sino Simone…
Tom lo sabía.
—Iré con usted, si quiere. Trataré de hablar con ella otra vez.
Jonathan volvió a encoger los hombros. Se había levantado y se le veía inquieto. Echó una mirada al cuadro que, según Tom, se titulaba
El hombre de la silla
, de Derwatt, y que estaba colgado sobre la chimenea. Se acordó del piso de Reeves, donde también había un Derwatt sobre la chimenea, y pensó que tal vez había resultado destruido.
—Me parece que esta noche dormiré en el Chesterfield… pase lo que pase —dijo Jonathan. Tom pensó en poner la radio para oír las noticias. Pero no era el momento más indicado para sintonizar algo, ni siquiera Italia.
—¿Qué le parece? Simone siempre puede impedirme entrar si así lo desea. A menos que piense usted que, si le acompaño, las cosas resultarán todavía peores.
—No pueden empeorar… De acuerdo. Me gustaría que viniese. Sí. Pero ¿que le diremos?
Tom metió las manos en los bolsillos de sus viejos pantalones de franela. En el de la derecha guardaba la pequeña pistola italiana que Jonathan llevara en el tren. Tom dormía con el arma bajo la almohada desde la noche del sábado. Sí, ¿qué iban a decirle? Generalmente Tom confiaba en la inspiración del momento, ¿pero acaso no había echo ya todo lo posible por convencer a Simone? ¿Qué otra faceta brillante del problema podía sacar para deslumbrarle los ojos, el cerebro, y hacer que viera las cosas a su manera?
—Lo único que hay que hacer —dijo pensativamente Tom—, es tratar de convencerla de que ya no hay ningún peligro. Reconozco que es difícil. Será como saltarse los cadáveres, desde luego. Pero en gran medida el problema de Simone es la ansiedad, ¿sabe?
—Bueno… ¿es verdad que ya no hay peligro? — preguntó Jonathan—. No podemos estar seguros, ¿verdad? Se trata de Reeves, supongo.
Llegaron a Fontainebleau a las diez de la noche. Jonathan se adelantó en los escalones, llamó a la puerta, luego introdujo la llave en la cerradura. Pero la puerta tenía el cerrojo echado por dentro.
—¿Quién es? — preguntó Simone.
—Jon
Simone corrió el cerrojo
—¡Oh, Jon, estaba preocupada!
Al oírla, Tom pensó que aún había esperanzas.
Pero al abrir la puerta y ver a Tom, la expresión de Simone cambió.
—Sí, Tom viene conmigo. ¿Podemos entrar?
Simone pareció a punto de decir que no, luego retrocedió unos pasos, rígidamente. Jonathan y Tom entraron en la casa.
—Buenas noches,
madame
—dijo Tom.
En la sala la televisión estaba puesta y sobre el sofá de cuero negro había varios útiles de costura con los que, al parecer, Simone remendaba el forro de una chaqueta. Georges se encontraba tendido en el suelo, jugando con un camión de juguete.
«Un cuadro de paz doméstica», pensó Tom, al tiempo que saludaba a Georges.
—Siéntese, por favor, Tom —dijo Jonathan.
Pero Tom no se sentó, porque Simone no mostraba el menor gesto de querer sentarse.
—¿Y a qué se debe esta visita? — preguntó Simone, dirigiéndose a Tom.
—
Madame
, yo… —:—dijo Tom con cierto titubeo—, he venido para echar toda la culpa sobre mis espaldas y para tratar de convencerla para… para que se muestre un poco más amable con su marido.
—Me está usted diciendo que mi marido… —de pronto Simone se percató de la presencia de Georges y con aire de exasperación nerviosa cogió al pequeño de la mano—. Georges, tienes que irte arriba. ¿Me oyes? Por favor, cariño.
Georges se dirigió hacia la puerta, volvió la cabeza, luego salió al vestíbulo y empezó a subir las escaleras, de mala gana.
—
¡Dépéche-toi!
— le gritó Simone, cerrando después la puerta de la sala de estar—. ¿Me está usted diciendo —prosiguió— que mi marido no sabe nada de estos… acontecimientos; que se vio metido en ellos por casualidad? ¿Que este dinero sórdido procede de una apuesta entre médicos?