El juego de Ripley (38 page)

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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

BOOK: El juego de Ripley
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Tom respiro hondo.

—La culpa es mía. Quizás… Jon se equivocó al ayudarme. ¿Pero acaso eso no tiene perdón? Al fin y al cabo, es su marido y…

—Se ha convertido en un criminal. Quizás debido a la encantadora influencia de usted, pero es un hecho. ¿O no?

Jonathan se sentó en la butaca.

Tom decidió sentarse en un extremo del sofá… hasta que Simone le echase de la casa. Valientemente, Tom volvió a la carga.

—Jon vino hace un rato a casa para hablar del asunto,
madame
. Está muy trastornado. El matrimonio… es una cosa sagrada, como usted bien sabe. Su vida, su valor quedaría totalmente destruido si perdiese el afecto de usted. Sin duda se da usted cuenta de ello. Y también debería pensar en su hijo, que necesita a su padre.

Aunque las palabras de Tom la afectaron un poco, Simone replicó:

—Sí, un padre. Un padre verdadero al que respetar. ¡Estoy de acuerdo!

Tom oyó pasos en los escalones de piedra y rápidamente miró a Jonathan.

—¿Esperas a alguien, Simone? — preguntó Jonathan, pensando que tal vez habría llamado a su hermano Gérard.

Simone meneó la cabeza.

—No.

Tom y Jonathan se levantaron de un salto.

—Vuelva a echar el cerrojo —susurró Tom en inglés a Jonathan—. Pregunte quién es. Mientras se dirigía hacia la puerta, Jonathan se dijo que sería algún vecino. Echó el cerrojo sin hacer ruido y preguntó.


¿Qui est-ce, s'il vous plaît?

—¿
Monsieur
Trevanny?

Jonathan no reconoció aquella voz de hombre y miró por encima del hombro a Tom, que se hallaba en el vestíbulo. Tom pensó que seguramente habría más de uno. — ¿Y ahora qué? — preguntó Simone. Tom se llevó un dedo a los labios. Luego, sin importarle posible reacción de

Simone, cruzó el vestíbulo hacia la cocina, donde había una luz encendida. Simone le siguió. Tom buscó con los ojos algún objeto pesado. Todavía llevaba un
«garrotte»
en el bolsillo de atrás y, por supuesto, no iba a necesitarlo si el visitante era un vecino.

—¿Qué está haciendo? — preguntó Simone.

Tom abrió una puertecita amarilla en un rincón de la cocina. Era una especie de armario donde guardaban las escobas y en él había lo que tal vez necesitaría: un martillo y, además, un escoplo, aparte de diversas escobas y fregonas inofensivas.

—Puede que aquí sea de más utilidad —dijo Tom, cogiendo el martillo.

Esperaba oír un disparo a través de la puerta, quizás el ruido de alguien tratando de derribarla a golpes de hombro. Entonces oyó que el pestillo se abría y se preguntó si Jonathan se habría vuelto loco.

Simone salió rápidamente al vestíbulo y Tom la oyó dar un respingo. Se oyó el ruido de un forcejeo en el vestíbulo, después la puerta se cerró de golpe.

—¿
Madame
Trevanny? — dijo una voz de hombre.

La exclamación de Simone quedó sofocada antes de poder convertirse en un auténtico grito. Los ruidos se acercaban cada vez más a la cocina.

Apareció Simone arrastrada por un individuo grueso que vestía un traje oscuro y le tapaba la boca con una mano. Tom, que estaba a la izquierda del hombre al entrar éste en la cocina, avanzó un paso y le decargó un martillazo en la nuca, justo debajo del ala del sombrero. El hombre no perdió el conocimiento ni mucho menos, pero soltó a Simone y se irguió un poco, por lo que Tom tuvo la oportunidad de golpearle en la nariz y luego, al caérsele el sombrero al hombre, le asestó un tremendo golpe en la frente, como si se tratara de un buey en el matadero. El hombre se desplomó.

Simone se puso en pie y Tom la atrajo hacia el rincón donde estaba la puertecita amarilla, que no era visible desde el vestíbulo. Que Tom supiera, había sólo otro hombre en la casa y el silencio hizo que Tom pensara en el
«garrotte»
. Sin soltar él martillo. Tom cruzó el vestíbulo hacia la puerta principal. A pesar de que procuró no hacer ruido, le oyó el italiano que permanecía en la sala de estar, donde Jonathan yacía en el suelo. En efecto, volvía a tratarse del
«garrotte»
con que estaba estrangulando a Jonathan y se disponía a desenfundar la pistola que llevaba en el sobaco, cuando Tom le asestó un martillazo en uno de los pómulos. ¡El martillo era más certero que una raqueta de tenis! El hombre, que no se había incorporado del todo, se echó hacia adelante y Tom le quitó el sombrero de un manotazo y con la mano derecha volvió a golpeado con el martillo.

¡Crac! Los ojos negros del pequeño Leviatán se cerraron, sus labios sonrosados se aflojaron y el hombre cayó al suelo con un golpe sordo.

Tom se arrodilló al lado de Jonathan. El cordón de nilón ya estaba muy hundido en la carne de Jonathan. Tom le volvió la cabeza hacia un lado y después hacia el otro, tratando de coger el cordón para aflojado. Jonathan tenía la boca abierta, mostrando los dientes, y con sus propios dedos trataba de aflojar el cordón, pero se sentía demasiado débil.

De pronto Simone apareció junto a ellos empuñando algo que parecía un abrecartas. Con la punta del instrumento hurgó en el cuello de Jonathan. El cordón se aflojó.

Tom perdió el equilibrio y quedó sentado en el suelo, pero se levantó rápidamente. De un tirón corrió las cortinas de la ventana principal, ya que había transcurrido un minuto y medio desde la entrada de los italianos en la casa. Recogió el martillo del suelo, se acercó a la puerta principal y la cerró de nuevo, corriendo también el cerrojo. Del exterior no llegaba más ruido que el de las pisadas de algún transeúnte que pasaba por la acera y el motor de un coche que cruzó por delante de la casa.

—¡Jon! — dijo Simone.

Jonathan tosió y se frotó el cuello. Trató de incorporarse.

El hombre porcino del traje gris seguía en el suelo, inmóvil, con la cabeza apoyada accidentalmente en una pata del sillón. Tom apretó con más fuerza el martillo y se dispuso a asestar otro golpe al caído, pero titubeó al ver que en la alfombra ya había sangre, aunque a él le parecía que el hombre seguía vivo.

—Cerdo —musitó Tom y, tirando de la camisa y la corbata chillona del italiano, para levantarlo un poco, le asestó un martillazo en la sien izquierda.

Georges estaba en el umbral, con los ojos desmesuradamente abiertos.

Simone le había traído un vaso de agua a Jonathan y estaba arrodillada a su lado.

—¡Fuera de aquí, Georges! — exclamó—. ¡Papá está bien! Vete a la… ¡Sube a tu cuarto, Georges!

Pero el pequeño no se movió. Se quedó donde estaba, fascinado por una escena que tal vez superaba a cuanto había visto en la televisión. Por el mismo motivo, no se lo estaba tomando demasiado en serio. Tenía los ojos muy abiertos, absorbiéndolo todo, pero no parecía aterrorizado.

Jonathan consiguió llegar hasta el sofá con la ayuda de Tom y Simone. Se sentó en él y Simone empezó a frotarle la cara con una toalla mojada.

—Estoy bien, de veras —musitó Jonathan.

Tom seguía con el oído atento por si se oían pasos, delante o detrás de la casa.

«Y pensar que me proponía darle a Simone la impresión de que era un fiambre pacífico», pensó.

—¿Está cerrado con llave el pasadizo del jardín,
madame
?

—Sí —dijo Simone.

Y Tom recordó las púas decorativas que había en lo alto de la puerta de hierro. Se volvió hacia Jonathan y le dijo en inglés:

—Probablemente habrá cuando menos otro afuera, esperando en el coche.

Tom supuso que Simone le entendía, pero no pudo tener la seguridad de que así fuese, a juzgar por la expresión de su cara. Simone miró a Jonathan, que ya parecía fuera de peligro, y luego se acercó a Georges, que aún se encontraba en el umbral.

—¡Georges! ¡Haz el favor!

De un puntapié le hizo apartarse del umbral, luego lo medio arrastró hasta la escalera y le dio un azote en el trasero.

—¡Métete en tu cuarto y cierra la puerta!

Tom pensó que Simone se estaba comportando espléndidamente. En cuestión de segundos aparecería otro hombre en la puerta, igual que en Belle Ombre. Trató de imaginarse lo que estaría pensando el hombre del automóvil: al advertir la ausencia de ruidos, de gritos de disparos, el individuo o individuos que esperaba fuera probablemente supondría que todo había salido tal como estaba planeado y que sus compinches saldrían por la puerta de un momento a otro, cumplida ya su misión de matar a los Trevanny con el
«garrotte»
o a golpes. Tom supuso que Reeves habría hablado, dándoles el nombre y la dirección de Jonathan. Durante unos momentos se imaginó a sí mismo y a Jonathan poniéndose los sombreros de los italianos saliendo disparados hacia el coche (si lo había) y cogiéndolos por sorpresa con… la pistola pequeña, la única que tenían. Pero no podía pedirle a Jonathan que hiciera algo así.

—Jonathan, será mejor que salga antes de que sea demasiado tarde —dijo Tom.

—Demasiado tarde… ¿cómo?

Jonathan se había frotado la cara con la toalla húmeda y tenía algunos pelos de punta sobre la frente.

—Antes de que se acerquen a la puerta. Sospecharán algo si sus compinches no salen —dijo Tom mientras pensaba que, si los italianos se daban cuenta de la situación del interior de la casa, los matarían a tiros a los tres y huirían en el automóvil.

Tom se acercó a la ventana, se agachó y miró justo por encima del alféizar. Aguzó el oído, tratando de captar el ronroneo de un motor en marcha, y con los ojos buscó un coche aparcado con las luces de estacionamiento encendidas. Aquel día estaba permitido aparcar en la acera de enfrente. Tom vio el coche, o algo que le pareció un coche, a la izquierda, a unos doce metros en diagonal. Era grande y tenía las luces de estacionamiento encendidas, pero Tom no consiguió oír si también tenía el motor en marcha, puesto que se lo impidieron los restantes ruidos de la calle.

Jonathan se puso en pie y se acercó a Tom.

—Me parece que los veo —dijo Tom.

—¿Qué deberíamos hacer?

Tom pensó en lo que habría hecho de estar solo: quedarse en la casa y disparar contra cualquier topo que forzara la puerta y entrase.

—Tenemos que pensar en Simone y Georges. Hay que evitar una pelea aquí dentro. Creo que deberíamos atacarlos ahí fuera. De lo contrario, serán ellos los que nos ataquen y, si entran, habrá un tiroteo. Yo me encargo de ello, Jonathan.

Jonathan sintió una súbita rabia, un deseo de proteger su casa y su hogar.

—De acuerdo… ¡iremos juntos!

—¿Qué vas a hacer, Jon? — preguntó Simone.

—Creemos que puede haber más ahí fuera —contestó Jonathan en francés.

Tom entró en la cocina. Recogió el sombrero que estaba en el suelo de linóleo, cerca del muerto, se lo encasquetó en la cabeza Y comprobó que le caía hasta las orejas. Entonces, repentinamente, se dio cuenta de que los dos italianos llevaban pistola en el sobaco. Tom se apoderó de la que pertenecía al muerto de la cocina. Luego regresó a la sala de estar.

—¡Estas pistolas! — dijo recogiendo la del hombre que yacía en la sala y que había quedado oculta bajo la chaqueta de su dueño. Tom cogió el sombrero, comprobó que le caía mejor que e otro y entregó éste a Jonathan—. Pruébeselo. Si conseguimos hacemos pasar por estos dos hasta que hayamos cruzado la calle, tendremos una ligera ventaja. No venga conmigo, Jon. Bastará con que salga una persona. Lo único que pretendo es alejarles.

—Entonces iré también —dijo Jonathan.

Sabía lo que tenía que hacer: ahuyentarlos y quizá disparar contra uno de ellos antes de que el hombre disparase contra él.

Tom entregó un arma a Simone, la pequeña pistola italiana. — podría necesitarla,
madame
.

Pero Simone no se atrevió a coger el arma, así que Tom la dejó sobre el sofá tras quitar el seguro.

Jonathan hizo lo mismo con la pistola que tenía en la mano.

—¿Ha podido ver cuántos hay en el coche?

—No he podido ver nada —justo en aquel momento oyó que alguien subía cautelosamente los escalones, procurando no hacer ruido. Tom hizo un gesto de cabeza hacia Jonathan—. Eche el cerrojo cuando hayamos salido,
madame
—susurró.

Tom y Jonathan, los dos con el sombrero puesto, cruzaron el vestíbulo. Tom corrió el cerrojo y abrió la puerta ante las narices del hombre que se encontraba frente a ella. Al mismo tiempo, Tom se abalanzó sobre él, le cogió un brazo y le obligó a dar media vuelta. Jonathan sujetó al individuo por el otro brazo. A simple vista, debido a la oscuridad, Tom y Jonathan podían pasar por los dos compinches del italiano, pero Tom sabía que la ilusión no duraría más de uno o dos segundos.

—¡A la izquierda, Jonathan! — exclamó Tom.

El italiano forcejeaba para soltarse, pero no chillaba, aunque estuvo en un tris de derribar a Tom.

Jonathan había visto el automóvil con las luces de estacionamiento encendidas y ahora vio que se encendían los faros delanteros al mismo tiempo que el motor aceleraba. El coche reculó un poco.

—¡Al suelo con él! — exclamó Tom.

Y entre los dos, como si lo hubiesen ensayado, empujaron al italiano hacia adelante. El sujeto dio de cabeza en un costado del coche que se acercaba despacio. Tom oyó el ruido de la pistola del italiano al caer al suelo. El vehículo se había detenido y la puerta que quedaba delante de Tom se estaba abriendo: al parecer, los chicos de la Mafia querían recuperar a su compinche. Tom sacó la pistola del bolsillo de los pantalones, apuntó al conductor y abrió fuego. El conductor, ayudado por el hombre que iba detrás, intentaba sentar al hombre aturdido en el asiento delantero. Tom no se atrevió a disparar de nuevo al ver que un par de personas se acercaban corriendo desde la Rue de France. Al mismo tiempo, se abrió una ventana en una de las casas vecinas. Tom vio, o creyó ver, que la otra portezuela posterior del automóvil se abría y alguien era empujado al exterior desde dentro.

De la parte posterior del coche surgió un disparo, luego otro, justo en el momento en que Jonathan, tropezando o a propósito, se colocaba delante de Tom. El coche se alejaba.

Tom vio que Jonathan se inclinaba hacia adelante y, antes de poder impedido, caía al suelo, en el lugar donde estuviera el coche hasta hacía unos instantes.

«¡Maldita sea! — pensó Tom—. Si le he dado al conductor, habrá sido en el brazo sólo.»

El coche se perdió de vista.

Un joven llegó corriendo, luego un hombre y una mujer.

—¿Qué sucede?

—¿Le han matado?

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