—
¡Police!
La última exclamación salió de una mujer joven.
—¡Jon!
Tom se figuró que Jonathan sólo habría tropezado, pero de repente se fijó en que no se levantaba, que apenas se movía. Con la ayuda de uno de los jóvenes, Tom consiguió colocar a Jonathan en el bordillo, aunque su cuerpo pesaba como el de un muerto.
A Jonathan le parecía que el tiro le había dado en el pecho, pero sólo se sentía como entumecido. Había notado una sacudida. Perdería el conocimiento de un momento a otro y tal vez fuera más grave que un desmayo. La gente se movía apresuradamente a su alrededor, gritando.
Hasta aquel momento no reconoció Tom a la persona que yacía en la acera. ¡Reeves! Se hallaba tendido cuán largo era y parecía esforzarse por recobrar el aliento.
—¡Ambulancia! — gritó una voz de mujer en francés—. ¡Tenemos que llamar una ambulancia!
—¡Yo tengo el coche aquí! — exclamó un hombre.
Tom miró las ventanas de la casa de Jonathan y vio la silueta negra de la cabeza de Simone asomando entre las cortinas. Se dijo que no debía dejarla allí. Tenía que llevar a Jonathan al hospital y en su coche llegarían antes que en una ambulancia.
—¡Reeves!… Quédate a defender el fuerte… ¡Volveré en seguida!… Ouí,
madame
—dijo Tom a una mujer (había ya cinco o seis personas a su alrededor)—. ¡Le llevaré al hospital en mi coche ahora mismo! — Tom cruzó corriendo la calle y empezó a descargar golpes contra la puerta—. ¡Simone! ¡Soy yo, Tom!
Cuando Simone abrió la puerta, Tom dijo: —Jonathan está herido. Tenemos que ir al hospital inmediatamente. Póngase un abrigo y venga conmigo. ¡Que venga Georges también!
El pequeño estaba en el vestíbulo. Simone no se entretuvo en recoger un abrigo, pero sí buscó a tientas en el bolsillo de uno que estaba colgado en el vestíbulo. Encontró las llaves y regresó corriendo junto a Tom.
—¿Herido? ¿Le han disparado?
—Me temo que sí. Tengo el coche ahí mismo, a la izquierda. El de color verde.
El coche estaba unos seis metros más allá de donde estuviera el de los italianos. Simone quiso acercarse a Jonathan, pero Tom le aseguró que lo mejor que podía hacer era abrir las portezuelas, que no estaban cerradas con llave. Seguía llegando más gente, pero todavía no se veía a un solo policía, y un hombrecillo entrometido le preguntó a Tom quién diablos se había creído que era para hacerse cargo de todo.'
—¡Váyase a la porra! — dijo Tom en inglés.
Tom y Reeves se estaban esforzando por levantar a Jonathan con el mayor cuidado posible. Habría sido mejor acercar el coche, pero, habiendo levantado ya a Jonathan, continuaron sosteniéndole y un par de personas acudieron en su ayuda, por lo que, después de dar unos pasos, la tarea no les resultó tan difícil. Instalaron a Jonathan en un rincón del asiento posterior.
Tom subió al coche; tenía la boca seca.
—Esta es
madame
Trevanny —le dijo Tom a Reeves—. Reeves Minot.
—Mucho gusto —dijo Reeves con su acento americano.
Simone subió a la parte posterior y se sentó junto a Jonathan. Reeves sentó a Georges a su lado y Tom puso el vehículo en marcha, dirigiéndose hacia el hospital de Fontainebleau.
—¿Papá se ha desmayado? — preguntó Georges.
—
Ouí
, Georges —repuso Simone, que había empezado a llorar. Jonathan oía las voces, pero no podía hablar. Tampoco podía moverse, ni siquiera un dedo. Tuvo una visión grisácea de un mar que se alejaba de la costa, de algún punto del litoral de Inglaterra, hundiéndose, derrumbándose. Ya se encontraba muy lejos de Simone, en cuyo pecho tenía apoyada la cabeza… o así se lo parecía. Pero Tom estaba vivo. Y Jonathan pensó que Tom conducía el coche como si fuera el mismísimo Dios. Alguien había recibido un balazo, pero eso ya no importaba. Ahora se trataba de la muerte, la misma muerte que en varias ocasiones había tratado de afrontar sin conseguirlo, para la que había intentado prepararse inútilmente. No había preparación posible, sino que, después de todo, se trataba sólo de rendirse. Y lo que había hecho, bueno o malo, lo que había logrado, aquello por lo que había luchado… todo parecía absurdo.
Tom se cruzó con una ambulancia que se dirigía hacia el lugar de los hechos, haciendo sonar la sirena. Tom conducía con cuidado. Tardarían solamente cinco o seis minutos en llegar al hospital. El silencio de los ocupantes del automóvil le parecía sobrenatural a Tom. Era como si él y Reeves, Simone, Georges y Jonathan, si era consciente de algo, hubieran quedado inmovilizados en un segundo que se repetía una y otra vez.
—¡Este hombre ha muerto! — dijo con voz atónita un interno del hospital.
—Pero… —Tom no se lo creyó. No pudo articular ni una palabra más.
Sólo Simone soltó una exclamación.
Se encontraban de pie sobre la calzada de cemento de una de las entradas del hospital. Habían colocado a Jonathan en una camilla que ahora sostenían dos auxiliares que daban la impresión de no saber lo que debían hacer.
—Simone, ¿quiere…? — pero Tom no sabía ni siquiera lo que iba a decir.
Y en aquel momento Simone ya corría hacia Jonathan, al que estaban entrando en el hospital, seguida por Georges. Tom echó a correr detrás de Simone con la idea de pedirle las llaves para poder sacar los dos cadáveres de la casa, para hacer algo con ellos, luego se paró en seco y sus pies resbalaron sobre el cemento. La policía llegaría a casa de los Trevanny antes que él. Probablemente la policía, ya entraba en la casa, porque la gente congregada en la calle habría dicho a los agentes que los sucesos habían empezado en la casa gris, que después de los tiros una persona (Tom) había regresado corriendo a la casa, saliendo de ella al poco con una mujer y un niño pequeño, y que todos habían subido a un coche.
En aquel momento Simone se perdía de vista al doblar una esquina, siguiendo a los camilleros que llevaban a Jonathan. A Tom ya le parecía verla en un cortejo fúnebre. Así que dio media vuelta y regresó junto a Reeves.
—Nos vamos —dijo Tom— mientras podamos.
Quería marcharse antes de que alguien empezara a hacer preguntas o tomase nota de la matrícula de su automóvil.
Subieron al coche de Tom, quien puso el vehículo en marcha y se dirigió hacia el Monumento, camino de casa.
—¿Crees que Jonathan está muerto? — preguntó Reeves.
—Sí. Bueno… ya has oído al interno.
Reeves se dejó caer pesadamente contra el respaldo y se frotó los ojos.
Tom pensó que a los dos les costaba digerir la verdad. Tenía miedo que desde el hospital les estuviera siguiendo algún automóvil, incluso un coche de la policía. Uno no podía depositar un cadáver en la puerta y esfumarse sin que le hicieran preguntas. ¿Qué diría Simone? Tal vez la policía le perdonaría que no dijese nada aquella noche, pero ¿y al día siguiente?
—Y tú, amigo mío —dijo Tom con la garganta ronca—. ¿Ningún hueso roto, ningún diente de menos?
Tom recordó que Reeves había cantado, quizás en seguida.
—Sólo quemaduras de cigarrillo —dijo Reeves con voz humilde, como si las quemaduras no fuesen nada al lado de una bala.
Reeves llevaba una barba de unos dos centímetros y medio, rojiza.
—Supongo que ya sabes lo que hay en casa de los Trevanny… dos hombres muertos.
—Oh. Bueno… Sí, claro que lo sé. Los echaron en falta. No regresaron al coche.
—Yo hubiese vuelto a la casa, para hacer algo o tratar de hacerla, pero la policía ya debe de estar allí.
Detrás de ellos se oyó una sirena y Tom apretó el volante con fuerza, súbitamente presa de pánico, pero resultó ser una ambulancia blanca que llevaba una luz azul. La ambulancia adelantó a Tom al llegar al Monumento y viró velozmente hacia la derecha, camino de París. Tom se dijo que ojalá hubiera sido Jonathan camino de un hospital de París mejor equipado para atenderle. Pensó que Jonathan se había colocado deliberadamente entre él y la pistola del hombre del coche. ¿Estaría equivocado? Nadie les adelantó, nadie hizo sonar la sirena para que se detuvieran durante el trayecto hasta Villeperce. Reeves se había quedado dormido con la cabeza apoyada en la portezuela, pero se despertó cuando Tom detuvo el automóvil.
—Ya hemos llegado al hogar, dulce hogar —dijo Tom.
Se apearon en el garaje; Tom lo cerró con llave y luego abrió la puerta de la casa con otra llave. Todo estaba tranquilo. Resultaba casi increíble.
—¿Quieres echarte en el sofá mientras preparo un poco de té? — preguntó Tom—. Té es lo que nos hace falta.
Tomaron té y whisky, más té que whisky. Reeves, con su habitual aire de pedir disculpas, preguntó a Tom si tenía alguna pomada contra las quemaduras y Tom sacó un tarro del botiquín del lavabo de la planta baja. Reeves se encerró en él para vendarse las heridas, tras decir que todas ellas las tenía en el estómago. Tom encendió un puro, no tanto porque sintiera fuertes deseos.de fumarse uno como porque el fumárselo le daba cierta sensación de estabilidad, una sensación que tal vez fuera ilusoria, pero lo que contaba era la ilusión, la actitud que uno adoptaba ante los problemas. Uno sencillamente debía adoptar una actitud confiada.
Al entrar en la sala, Reeves reparó en el clavicémbalo.
—Sí —dijo Tom—. Una nueva adquisición. Pienso buscar a alguien que me dé lecciones en Fontainebleau… o en alguna otra parte. Puede que Heloise también tome lecciones. No podemos seguir jugueteando con las teclas como si fuéramos un par de chimpancés —Tom se sentía curiosamente enfadado, no con Reeves ni con nada concreto—. Cuéntame lo que ocurrió en Ascona.
Reeves volvió a beber un sorbo de té con whisky y guardó silencio durante unos segundos, como un hombre que tuviera que tirar poco a poco de sí mismo, centímetro a centímetro, para volver de otro mundo.
—Estoy pensando en Jonathan. Muerto. Yo no quería eso, ¿sabes? Tom cruzó las piernas de nuevo. También él estaba pensando en Jonathan.
—Volviendo a lo de Ascona. ¿Qué sucedió allí?
—Oh. Bueno, ya te dije que me parecía que me habían localizado. Luego, hace un par de noches… sí… uno de estos tipos me abordó en la calle. Un sujeto joven, vestido con prendas deportivas de verano; parecía un turista italiano. Me dijo en inglés: «Haga el equipaje y pague la factura del hotel. Le estaremos esperando.»
Natch,
yo… yo sabía cuál era la alternativa… quiero decir que sabía lo que iba a pasarme si hacía las maletas y salía pitando. Esto fue alrededor de las siete de la tarde. El domingo. ¿Ayer?
—Ayer era domingo, sí.
Reeves se quedó mirando fijamente a la mesita de café; se hallaba sentado con el cuerpo erguido, con una mano apoyada delicadamente en el diafragma, donde quizás estaban las quemaduras.
—Por cierto. No me llevé la maleta. Todavía está en el vestíbulo del hotel de
Ascona. Me hicieron una seña para que saliera del hotel y me dijeron «Déjala». — Puedes telefonear al hotel —dijo Tom—. Desde Fontainebleau, por ejemplo. — Sí. De modo que… me hicieron preguntas y más preguntas. Querían saber quién era el cerebro director de todo el asunto. Les dije que no había tal cerebro. No podía ser yo… ¡Yo de cerebro director! — Reeves se rió débilmente—. No iba a decirles que eras tú, Tom. Sea como fuera, no eras tú quien quería ahuyentar a la Mafia de Hamburgo. De modo que… empezaron a quemarme con un cigarrillo. Me preguntaron quién iba en el tren. Me temo que no aguanté tanto como Fritz. El bueno de Fritz…
—No habrá muerto, ¿verdad? — preguntó Tom.
—No. No que yo sepa. Bueno, para acortar esta desgraciada historia, les di el nombre de Jonathan… y su dirección. Se lo dije… ¡Porque me tenían sujeto en el coche, en alguna parte de un bosque, y me estaban quemando con el cigarrillo. Recuerdo que pensé que, si gritaba como un loco pidiendo ayuda, nadie iba a oírme. Luego empezaron a apretarme la nariz, fingiendo que iban a asfixiarme —Reeves se estremeció en el sofá.
Tom se compadeció de él.
—¿No mencionaron mi nombre?
—No.
Tom se preguntó si podía considerar que el golpe que había dado con Jonathan era un éxito. Tal vez la familia Genotti pensaba realmente que la de Tom Ripley había sido una pista falsa.
—Supongo que los tipos de que me hablas eran de la familia Genotti, ¿no?
—Lógicamente, sí.
—¿No lo sabes?
—¡Nunca mencionan a la familia, por el amor de Dios, Tom! Era cierto.
—¿No mencionaron a Angy… ni a Lippo? ¿Ni a un capo llamado Luigi?
Reeves pensó un poco.
—Luigi… puede que oyera ese nombre. Me temo que estaba muerto de miedo, Tom. Tom suspiró.
—Angy y Lippo son los dos que Jonathan y yo nos cargamos el sábado por la noche —dijo Tom en voz baja, como si alguien pudiera oírle—. Dos tipos de la familia Genotti. Se presentaron aquí y nosotros… Los incineramos eh su propio coche, a muchos kilómetros de aquí. Jonathan estaba presente y se comportó de maravillas. ¡Deberías leer los periódicos! — agregó Tom, sonriendo—. Obligamos a Lippo a telefonear a su jefe diciéndole que yo no era el hombre al que buscaban. Por esto te pregunto si eran de la familia de los Genotti. Me interesa mucho saber si el truco salió bien o no.
Reeves seguía tratando de recordar.
—No mencionaron tu nombre, lo sé. ¿Que matasteis a dos de ellos aquí? ¡En la casa! ¡Caramba, Tom!
Reeves volvió a recostarse en el sofá y sonrió complacidamente, como si aquélla fuese la primera vez que se relajaba en varios días.
Quizá lo era.
—Sin embargo, conocen mi nombre —dijo Tom—. No estoy seguro de si los dos que iban en el coche me han reconocido esta noche. Eso depende de las estrellas —se sorprendió de que ese dicho saliera de sus labios. Quería decir que había un cincuenta por ciento de probabilidades, algo por el estilo—. Quiero decir —prosiguió Tom con voz más firme— que no sé si su apetito se habrá saciado o no al matar a Jonathan esta noche.
Tom se levantó y dio la espalda a Reeves. Jonathan muerto. Y Jonathan ni siquiera había necesitado salir con Tom para dirigirse hacia el coche. ¿No se había colocado deliberadamente ante él, entre él y la pistola que le apuntaba desde el automóvil? Pero Tom no estaba completamente seguro de haber visto una pistola apuntándole. Todo había ocurrido tan de prisa. Jonathan no se había reconciliado con Simone, no había recibido una sola palabra de perdón de ella… nada salvo aquellos pocos minutos de atención que ella le prestara después de que casi le estrangularan con el
«garrotte»
.