Jonathan corrió el pestillo, hizo girar el pomo del candado automático y entornó la puerta, completamente convencido de que iba a recibir un balazo en el estómago, pero se mantuvo erguido y rígido, con la mano derecha en el bolsillo empuñando la pistola.
El italiano era algo más bajo que el otro y llevaba un sombrero parecido; también tenía una mano metida en un bolsillo y quedó visiblemente sorprendido al encontrarse ante un hombre alto que vestía ropa corriente.
—Usted, dirá señor.
Jonathan reparó en que la manga izquierda de la chaqueta del Italiano estaba vacía.
El hombre dio un paso al frente y en aquel instante Tom le clavó el cañón de la Luger en el costado.
—¡Venga esa pistola! — dijo Tom en italiano.
Jonathan también encañonaba al hombre con su arma. El italiano hizo como si fuera a disparar la pistola que llevaba en el bolsillo y Tom le empujó la cara con la mano izquierda. El hombre no abrió fuego. El italiano pareció quedar paralizado al encontrarse inesperadamente tan cerca de Tom Ripley.
—¡Ripley! — exclamó el italiano con un tono que era mezcla de terror, sorpresa y puede que de triunfo.
—¡Basta de cuentos! ¡Venga ya esa pistola! — dijo Tom en inglés, apoyando de nuevo la pistola en las costillas del hombre y cerrando la puerta de un puntapié.
El italiano captó la idea, al menos. Dejó caer la pistola al suelo cuando Tom le indicó que era eso lo que quería. Entonces el italiano vio a su compinche en el suelo, a varios metros de distancia, se sobresaltó y abrió desmesuradamente los ojos.
—Eche el pestillo —dijo Tom a Jonathan. Y luego, en italiano, dijo—: ¿Alguien más ahí fuera?
El italiano meneó la cabeza vigorosamente, con lo que quería decir que no quedaba nadie más. Tom vio que llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo debajo de la americana. Uno no podía fiarse de lo que leía en los periódicos.
—Vigílelo mientras lo cacheo —dijo Tom, empezando a registrar al italiano—. ¡Fuera la chaqueta!
Tom le quitó el sombrero al italiano y lo arrojó hacia donde yacía Angy. El hombre dejó que su chaqueta se le deslizara por la espalda y cayese al suelo. La pistolera del sobaco estaba vacía. Tampoco llevaba ningún arma en los bolsillos.
—Angy… —dijo el italiano.
—Angy
è morto
—dijo Tom—. Y tú también lo estarás si no haces lo que te ordenemos. ¿Quieres morir? ¿Como te llamas?… ¿Cuál es tu nombre?
—Lippo. Filippo.
—Lippo. No bajes las manos y no te muevas. La mano, quiero decir. Colócate ahí —señaló hacia donde se encontraba el muerto. Lippo levantó el brazo sano, es decir, el derecho—. Encañónelo, Jon, mientras salgo a echar un vistazo al coche.
Con la Luger preparada para disparar, Tom salió de la casa y al llegar a la carretera dobló hacia la derecha, acercándose al automóvil con cautela. Se oía el motor. El coche estaba junto a la cuneta, con las luces de estacionamiento encendidas. Tom se detuvo y permaneció con los ojos cerrados durante unos segundos, luego los abrió y trató de ver si alguien se movía aliado del vehículo o en su interior. Siguió avanzando poco a poco, sin detenerse, esperando un posible disparo desde el coche. Silencio. ¿Era posible que sólo hubiesen mandado dos hombres? Con las prisas, Tom se había olvidado de coger una linterna. Con la pistola apuntando hacia el asiento delantero, por si había alguien agazapado allí, Tom abrió la portezuela de la izquierda. La luz interior del coche se encendió. El automóvil estaba vacío. Tom cerró la portezuela, sólo lo suficiente para que la luz se apagase, se agachó y aguzó el oído. No oyó nada. Regresó corriendo Y abrió la verja de Belle Ombre, luego volvió hacia el coche, subió y lo hizo retroceder hasta que sintió grava debajo de los neumáticos. Justo en aquel momento por la carretera pasó un coche procedente del pueblo. Tom apagó el encendido y las luces de estacionamiento. Llamo a la puerta y se anunció a Jonathan.
—Al parecer, no hay nadie más —dijo Tom.
Jonathan seguía donde Tom le había dejado hacía unos instantes, encañonando a Lippo con su pistola. El italiano había bajado el brazo sano, que le colgaba un poco sobre el costado.
Tom sonrió a Jonathan, luego a Lippo.
—Al fin solos, ¿eh, Lippo? Porque si nos mientes, estás finito. ¿Entendido?
Lippo parecía haber recuperado su orgullo de mafioso y se limitó a mirar a Tom con los ojos entornados.
—¡Responde!
—¡Sí! — exclamó Lippo, furioso y asustado.
—¡Cansado, Jonathan? Siéntese —Tom le acercó una silla tapizada de amarillo—. Tú siéntate también, si quieres —le dijo Tom a Lippo—. Siéntate junto a tu compinche —dijo Tom en italiano, empezando a recordar algunas palabras de argot.
Pero Lippo permaneció de pie. Tom calculó que tendría poco más de treinta años, alrededor de uno setenta de estatura; sus hombros eran redondos pero fuertes, empezaba a hechar barriga y era irremisiblemente estúpido, sin ninguna cualidad para llegar a capo.
Tenía el pelo negro y estirado, y el rostro aceitunado, algo verdoso en aquel momento.
—¿Me recuerdas del tren? ¿Un poquitín? — preguntó Tom, sonriendo. Miró al bulto rubio que yacía en el suelo—. Si te portas como es debido, Lippo, no acabarás igual que Angy. ¿De acuerdo? — Tom apoyó las manos en las caderas y sonrió a Jonathan—. ¿Y si nos tomáramos un gin-tonic para reanimarnos? ¿Se encuentra bien, Jonathan? — Tom vio que el color había vuelto a las mejillas de Jonathan.
—Jonathan asintió con la cabeza al mismo tiempo que sonreía tensamente.
—Sí.
Tom entró en la cocina. Mientras sacaba la bandeja del hielo, sonó el teléfono.
—¡No haga caso del teléfono, Jonathan!
—¡De acuerdo!
Jonathan presintió que se trataba otra vez de Simone. Eran ya las nueve y cuarenta y cinco minutos.
Tom intentaba encontrar la forma de obligar a Lippo a despistar a sus compañeros. El teléfono sonó ocho veces y enmudeció. Inconscientemente, Tom había contado los timbrazos. Entró en la sala de estar con una bandeja que contenía dos vasos, hielo, y una botella abierta de agua tónica. La ginebra estaba en el carrito bar, cerca de la mesa.
Tom le entregó su vaso a Jonathan y dijo:
—¡Salud! — luego, dirigiéndose a Lippo, añadió—: ¿Dónde está tu cuartel general, Lippo? ¿En Milán?
Lippo optó por mantener un silencio insolente. ¡Qué lata! Sería necesario golpearle un poco. Tom miró con asco la mancha de sangre que empezaba a secarse bajo la cabeza de Angy, dejó el vaso sobre la cómoda de madera que había junto a la puerta y volvió a entrar en la cocina. Mojó una bayeta fuerte —torchon la llamaba
madame
Annette— y limpió la mancha que ensuciaba el parqué encerado por el ama de llaves. Con el pie apartó a un lado la cabeza de Angy y metió la bayeta debajo. Le pareció que ya no sangraba. Empujado por una inspiración súbita, Tom registró los bolsillos de Angy más concienzudamente que antes, los pantalones, la americana… Encontró cigarrillos, un encendedor, calderilla. Dejó en su sitio el billetero que había en el bolsillo del pecho. En un bolsillo posterior había un pañuelo arrugado. Tom tiró de él y vio que también salía un
«garrotte»
.
—¡Mire! — exclamó Tom, dirigiéndose a Jonathan—. ¡Justo lo que necesitaba! ¡Ah, esos rosarios de la Mafia! — Tom levantó el
«garrotte»
y se rió con placer—.
Será para ti, Lippo; si no eres buen chico —agregó en italiano—. Después de todo, no queremos armar ruido con las pistolas, ¿verdad?
Jonathan permaneció unos segundos con la vista clavada en el suelo mientras Tom se acercaba a Lippo, haciendo girar el
«garrotte»
alrededor de un dedo.
—Perteneces a la distinguida familia Genotti,
¿non e vero, Lippo?
Lippo titubeó, pero muy fugazmente, como si la idea de negado pasara rápidamente por su cerebro.
—Sí—dijo con voz firme y un deje de
vergogna
.
Tom encontraba divertida la situación. Aquellos tipos se sentían fuertes cuando estaban juntos, cuando eran muchos. Cuando se encontraban solos, como ahora ocurría a Lippo, la cara se les ponía amarilla o verde. Tom lamentaba lo del brazo de Lippo, pero aún no le estaba torturando y, además, conocía las torturas que la Mafia infligía a sus víctimas si se negaban a pagar o a prestar los servicios exigidos: uñas de los pies y dientes arrancados, quemaduras con cigarrillos.
—¿A cuántos hombres has matado, Lippo?
—
¡Nessuno!
—exclamó Lippo.
—A ninguno —dijo Tom, dirigiéndose a Jonathan—. ¡Ja, ja! — Tom fue a lavarse las manos en el lavabo pequeño que queda enfrente de la puerta principal. Luego terminó su copa, recogió el leño que había cerca de la puerta y se acercó a Lippo con el leño en la mano—. Lippo, esta noche vas a telefonear a tu jefe. Puede que sea tu nuevo capo, ¿eh? ¿Dónde está esta noche? ¿Milán?
¿Monaco di Bavaria?
— Tom golpeó levemente la cabeza de Lippo con el leño, sólo para demostrarle que iba en serio, pero el golpe fue bastante fuerte debido al nerviosismo de Tom.
—¡Basta! — chilló Lippo, tambaleándose y protegiéndose la cabeza con la mano—. ¿Pegarle a un tipo que sólo tiene un brazo? — dijo con voz chillona, hablando el italiano callejero de Nápoles, aunque Tom, que no era un experto, pensó que también podía ser el de Milán.
—
¡Sissi!
¡y dos contra uno además! — replicó Tom—. No jugamos limpio, ¿eh? ¿De eso te quejas? — Tom le llamó algo inmencionable y giró sobre sus talones para coger un cigarrillo—. ¿Por qué no le rezas a la Virgen María? — dijo Tom por encima del hombro—. Y otra cosa —agregó en inglés—. ¡Basta ya de gritos o te doy con esto en la cabeza! — se acercó a Lippo enarbolando el leño y dejándolo caer con fuerza, para demostrarle lo que quería decir—. Con esto he matado a Angy.
Lippo parpadeó. Tenía la boca ligeramente abierta y respiraba con dificultad, ruidosamente.
Jonathan había terminado con su copa. Encañonaba a Lippo con la pistola, empuñándola con ambas manos porque el arma le resultaba pesada. No estaba completamente seguro de darle a Lippo si se veía obligado a disparar; además, cada dos por tres Tom se interponía entre él y el italiano. En aquel momento Tom asió con una mano el cinturón de Lippo y se puso a zarandearlo. Jonathan no entendía todo lo que Tom estaba diciendo, ya que hablaba a ratos en italiano, a ratos en francés y también en inglés, aunque más que hablar mascullaba palabras. Finalmente Tom, encolerizado, alzó la voz, dio un empujón al italiano y se volvió. Lippo apenas había dicho nada.
Tom se acercó a la radio, pulsó un par de mandos y se oyeron algunos compases de un concierto para violoncelo. Tom puso el aparato a medio volumen. Luego se aseguró de que las cortinas estuvieran totalmente echadas.
—¿No le parece horrible? — dijo Tom con tono de disculpa, dirigiéndose a Jonathan—. Es sórdido. No quiere decirme dónde está su jefe, de manera que tendré que sacudirle un.poco. Como es natural, le tiene tanto miedo a su jefe como a mí.
Tom dirigió una breve sonrisa a Jonathan, se acercó a la radio y cambió de emisora. Encontró una que transmitía música «pop». Luego con gesto decidido, volvió a coger el leño.
Lippo esquivó el primer golpe, pero Tom le descargó un revés en la sien. Lippo soltó un gemido.
—
¡No! ¡Lasciame!
—gritó el italiano.
—¡El número de tu jefe! — chilló Tom.
¡Crac! Un golpe en el abdomen de Lippo, que dio en la mano con que trataba de protegerse. Cayeron al suelo unas partículas de cristal. Lippo llevaba el reloj en la muñeca derecha y el golpe debía de haberlo roto en pedazos. Con gesto de dolor, Lippo se apretó el estómago con la mano al mismo tiempo que miraba los cristales que acababan de caer al suelo. Abrió espasmódicamente la boca para tomar aire.
Tom se quedó esperando, con el leño preparado.
—
¡Milano!
— exclamó Lippo.
—De acuerdo. Pues ahora vas a…
A Jonathan se le escapó el resto.
Tom señaló el teléfono. Luego se acercó a la mesa próxima a las ventanas, donde estaba el teléfono, y cogió papel y lápiz. Preguntó al italiano por el número de Milán.
Lippo se lo dijo y Tom lo anotó.
Después Tom soltó un discurso más largo, tras el cual se volvió hacia Jonathan y dijo:
—Le he dicho a este tipo que le estrangularemos si no llama a su jefe y le dice lo que yo le indicaré.
Tom ajustó el
«garrotte»
para utilizarlo, y en el momento en que se volvía hacia Lippo se oyó un coche en la carretera, el ruido de un coche que se detenía ante la verja.
Jonathan se levantó, pensando que eran refuerzos italianos o Simone en el coche de Gérard, Jonathan no estaba seguro de cuál de las dos cosas era peor, ya que ambas venían a significar la muerte en aquel momento.
Tom no quiso apartar las cortinas para asomarse. El motor del automóvil siguió ronroneando. En el rostro de Lippo no se advertía ningún cambio, ninguna muestra de alivio.
Luego el coche siguió su camino, hacia la derecha. Tom atisbó por entre las cortinas. El coche se alejaba, decididamente, y todo estaba bien, a no ser que de él se hubiesen apeado algunos hombres que ahora "estuviesen escondidos entre los arbustos, dispuestos a disparar a través de las ventanas. Escuchó durante varios segundos, y pensó que tal vez en el coche iban los Grais, que eran ellos quienes había telefoneado hacía unos minutos, y que, al ver el coche desconocido que estaba aparcado sobre la grava, dentro del jardín, habían decidido seguir su camino, creyendo que los Ripley tenían visita.
—Bueno, Lippo —dijo Tom con calma—. Ahora vas a telefonear a tu jefe y yo te escucharé por este chisme — Tom cogió el auricular redondo que iba unido a la parte posterior del teléfono y que los franceses utilizaban para oír mejor—. Y si algo no me suena perfecto —prosiguió Tom, hablando ahora en francés, al ver que el italiano lo entendía—, no vacilaré en tirar de esto con fuerza, ¿ves? — Tom le hizo una demostración apretando el lazo alrededor de su puño, luego se acercó a Lippo y le pasó el
«garrotte»
por encima de la cabeza.
Lippo retrocedió bruscamente, sorprendido, luego Tom tiró de él hacia adelante, como si llevara un perro atado con una correa, y le obligó a acercarse al teléfono. Después le hizo sentarse en una silla, para poder tirar del cordón con más fuerza.
—Ahora diré que te pongan con tu jefe. Me temo que la llamada la tendrá que pagar él. Y tú le dirás que estás en Francia y que tú y Angy creéis que os están siguiendo. Le dirás que habéis visto a Tom Ripley y que Angy dice que no es el hombre que andabais buscando. ¿De acuerdo? ¿Entendido? A la menor palabra extraña, a la menor contraseña o algo por el estilo… —Tom tiró del cordón, pero no fuertemente como para que se hundiera en el cuello de Lippo.