Simone salió de la habitación.
Y el almuerzo fue como una especie de obligación. Apenas hablaron. Jonathan pudo ver que Georges estaba desconcertado, y se imaginó cómo serían los días siguientes. Tal vez Simone no volvería a hacerle preguntas y se limitaba a mostrarse fría, a esperar que él contase la verdad o le diese explicaciones. Largos silencios en la casa sin volver a hacer e] amor, sin más afecto, sin más risas. Tenía que inventar otra justificación, algo mejor. Aunque dijese que corría el riesgo de morir bajo el tratamiento de los médicos alemanes, ¿era lógico que le hubiesen pagado tanto? En realidad no. Jonathan se dio cuenta de que su vida no valía tanto como las vidas de dos mafiosos.
La mañana del viernes resultó preciosa, con una lluvia fina alternándose con el sol cada media hora o así. Justo lo que le hacía falta al jardín. Heloise se había ido a París porque en una de las boutiques de modas del Faubourg St-Honoré había rebajas, y Tom estaba seguro de que volvería también con un pañuelo o algo más importante de Hermès. Tom se sentó ante el clavicémbalo y tocó la base de una de las variaciones Goldberg, procurando pulsar las teclas correctamente. Había comprado unas cuantas partituras en París, el mismo día en que adquiriera el instrumento. Sabía cómo debía sonar la variación, ya que tenía el disco de la Landowska. Mientras la tocaba por tercera o cuarta vez, diciéndose que empezaba a progresar, sonó el teléfono.
—¿Diga? — dijo Tom.
—Hola… esto… ¿con quién hablo, por favor? — preguntó en francés una voz de hombre.
Tom, más lentamente que de costumbre, sintió cierta inquietud.
—¡Con quién deseaba hablar? — preguntó con idéntica cortesía.
—¡
Monsieur
Anquetin?
—No, no es aquí —dijo Tom, colgando el aparato.
El acento del hombre era perfecto. Aunque la verdad era que los italianos podían encargarle la llamada a un francés o a un italiano que hablase el francés con acento perfecto. ¿O sería cosa de sus nervios? Tom volvió a sentarse ante el clavicémbalo, de cara a las ventanas, y hundió las manos en los bolsillos posteriores. ¿Y si la familia Genotti había localizado a Reeves en su hotel y estaba comprobando todos los números de teléfono a los que Reeves había llamado. Si así era, el hombre que acababa de llamar no se daría por satisfecho con su respuesta. Una persona corriente hubiese dicho «Se equivoca usted. Esta es la residencia de fulano de tal». La luz del sol entro lentamente por las ventanas, como un líquido que atravesara las cortinas rojas y cayera sobre la alfombra. La luz del sol era como un arpegio que Tom casi podía oír, esta vez de Chopin quizás. Se dio cuenta de que le daba miedo llamar a Reeves en Ámsterdam y preguntarle qué ocurría. La llamada no le había parecido una conferencia, aunque no siempre era posible distinguir si lo era. Tal vez venía de París. O de Ámsterdam. O de Milán. El número de Tom no constaba en la guía. La telefonista se negaría a dar su nombre o su dirección, pero conociendo la centralita, la 424, al que tuviese el número le resultaría fácil encontrar el distrito, si era eso lo que buscaba. Formaba parte de la región de Fontainebleau. Tom sabía que para la Mafia no era imposible averiguar que Tom Ripley vivía en aquella región, en Villeperce incluso, ya que del asunto Derwatt habían hablado los periódicos seis meses antes, publicando incluso su foto. Desde luego, muchas cosas dependían del segundo guardaespaldas, que estaba vivo y no había sufrido herida alguna, el mismo que había recorrido el tren buscando a su capo y a su colega. Puede que el sujeto recordase la cara de Tom por haberla visto en el vagón restaurante.
Tom volvía a practicar la base de la variación Goldberg cuando el teléfono sonó por segunda vez. Habían transcurrido diez minutos desde la primera llamada. Esta vez iba a decir que era la casa de Robert Wilson. No había manera de disimular su acento americano.
—Oui —dijo Tom con tono de aburrimiento.
—Oiga…
—Sí. Diga —dijo Tom, reconociendo la voz de Jonathan Trevanny.
—Quisiera verle —dijo Jonathan—, si dispone de tiempo.
—Sí, por supuesto… ¿Hoy?
—Si es posible, sí. No puedo… no quiero que nos veamos a la hora de comer, si no le importa. ¿Más tarde?
—¿Digamos alrededor de las siete?
—Aunque sean las seis y media. ¿Puede venir a Fontainebleau?
Tom quedó en reunirse, con Jonathan en el Bar Salamandre. Adivinó qué ocurría: Jonathan no sabía cómo explicarle a su mujer lo del dinero. Parecía preocupado, aunque no desesperado.
A las seis de la tarde, Tom cogió el Renault porque Heolise aún no había vuelto con el Alfa. Heloise le había telefoneado para decirle que se iba a tomar unos cócteles con Noëlle y que posiblemente cenaría con ella también. Y había comprado una maleta muy bonita en Hermès, aprovechando las rebajas. Heloise creía que, cuanto más compraba en las rebajas, más ahorraba y más virtuosa era.
Al llegar Tom; Jonathan ya estaba en el Salamandre, de pie ante el mostrador, tomándose una cerveza negra, probablemente una Whitbread. En el bar había más ajetreo y ruido que de costumbre y Tom supuso que podrían hablar sin miedo en el mostrador. Tom saludó con la cabeza, sonrió y pidió lo mismo para él.
Jonathan le contó lo que había ocurrido, Simone había visto la libreta del banco suizo. Jonathan le había dicho que se trataba de de un adelanto de los médicos alemanes, que el corría el riesgo de tomar sus drogas y que el dinero era una especie de compensación por arriesgar la vida.
—Pero en realidad no me cree —Jonathan sonrió—. Incluso ha insinuado que me hice pasar por alguien en Alemania, para apoderarme de una herencia por cuenta de una banda de delincuentes o algo parecido. Y dice que el dinero es la tajada que me corresponde. O cree que he hecho de falso testigo en algún asunto —Jonathan salto una carcajada.
Tenía que gritar para hacerse oír, pero estaba seguro de que nadie les estaba escuchando o, en el caso de hacerla, no entendería lo que decían. Tres camareros trabajaban frenéticamente detrás del mostrador, sirviendo Pernods, vino tinto y cerveza de barril.
—Me hago cargo —dijo Tom, echando una ojeada al ruidoso local. Seguía preocupándole la llamada de aquella mañana, que no se había repetido por la tarde. Al salir camino del bar, incluso había echado un vistazo a los alrededores de Belle Ombre y también a Villeperce, por si veía algún desconocido por las calles. Era curioso cómo uno acababa por conocer a todos los habitantes del pueblo, a simple vista, incluso desde lejos, hasta el punto de que un desconocido llamaba en seguida la atención. Tom incluso había sentido un poco de miedo al poner en marcha el Renault. Colocar dinamita en el encendido era uno de los procedimientos favoritos de la Mafia—.
—¡Tendremos que pensar algo! — dijo Tom a voz en grito.
Jonathan asintió con la cabeza y bebió su cerveza.
—Es curioso. Excluyendo cometer un asesinato, iba sugerido toda clase de cosas!
Tom puso el pie en la barra de apoyo y trató de pensar en medio del ruido. Miró el bolsillo de la chaqueta de pana que llevaba Jonathan, una chaqueta vieja, con el bolsillo zurcido, sin duda por Simone.
—¿Qué pasaría si le dijese la verdad? — dijo Tom, preso de súbita desesperación—. Después de todo, estos mafiosos, estos morpions…
Jonathan meneó la cabeza.
—Ya he pensado en ello. Simone… es católica. Eso…
Tomar la píldora regularmente era una concesión que Simone hacía. Jonathan había podido comprobar que la retirada de los católicos era lenta: no querían que les viesen derrotados, aunque cedieran de vez en cuando. A Georges le estaban educando en el catolicismo, cosa inevitable en aquel país, pero Jonathan procuraba que el pequeño viese que aquélla no era la única religión del mundo; trataba de hacerle comprender que gozaría de libertad para elegir cuando fuese un poco mayor, y por el momento Simone no se había opuesto a sus esfuerzos.
—¡Para ella es tan diferente! — gritó Jonathan, que empezaba a acostumbrarse al ruido y casi le gustaba la muralla protectora que el mismo les brindaba—. Sería un verdadero golpe para ella, algo que jamás podría perdonar, ¿sabe? La vida humana y todo eso.
—¡Humana! ¡Ja, ja!
—Lo malo —dijo Jonathan, volviendo a ponerse serio— es que es casi como todo mi matrimonio. Quiero decir que es como si mi matrimonio estuviera en juego —miró a Tom, que trataba de seguirle—. ¡Qué lugar para hablar de cosas serias! — Jonathan volvió a empezar con decisión—. Hablando en plata, las cosas ya no son iguales entre ella y yo. Y no veo de qué manera podrían mejorar. Sencillamente esperaba que usted tuviese alguna idea… sobre lo que debería decir o hacer. Por otro lado, no sé por qué debería tenerla. Se trata de mi problema.
Tom pensaba que podían buscar un lugar más tranquilo o hablar en el coche. ¿Pero conseguiría pensar mejor en un sitio donde hubiera menos ruido?
—¡Miraré si se me ocurre algo! — chilló Tom.
¿Por qué todo el mundo, incluyendo Jonathan, suponía que él podía darles alguna idea? Con frecuencia Tom pensaba que ya tenía suficientes problemas tratando de encontrar su propio rumbo. A menudo su propio bienestar requería ideas, aquellas inspiraciones que a veces acudían a él cuando estaba bajo la ducha, o trabajando en el jardín, aquellos regalos de los dioses que sólo se presentaban después de reflexionar angustiadamente. Pensó que una persona sola no disponía del equipo mental necesario para ocuparse de los problemas ajenos y conservar el mismo grado de excelencia. Luego se dijo que su propio bienestar iba ligado al de Jonathan, después de todo, y si Jonathan se venía abajo… pero no se imaginaba a Jonathan diciéndole a alguien que él también iba en el tren, ayudándole. No habría necesidad de decirlo y Jonathan, por cuestión de principios, no lo diría.
¿Cómo adquiere uno noventa y dos mil dólares repentinamente?
Ese era el problema. Era la pregunta que Simone le estaba haciendo a Jonathan.
—Si pudiéramos convertirlo en un asunto doble —dijo finalmente Tom.
—¿Qué quiere decir?,
—Añadir algo a la suma que los doctores pudieran haberle pagado… ¿Qué le parece una apuesta? Uno de los médicos ha hecho una apuesta con otro en Alemania y ambos le han hecho a usted depositario de la suma, una especie de fideicomisario… Quiero decir que el dinero lo tiene usted en fideicomiso. Eso podría justificar… digamos cincuenta mil dólares, más de la mitad. ¿O piensa usted en francos? ¡Hum!… más de doscientos cincuenta mil francos, tal vez.
Jonathan sonrió. La idea resultaba divertida, pero algo descabellada.
—¿Otra cerveza?
—Sí —dijo Tom, encendiendo un Gauloise—. Mire. Podría decide a Simone que… que debido a que la apuesta parecía tan frívola a cruel o lo que sea, usted no quería hablarle de ella, pero que han apostado por su vida. Un médico ha apostado que usted vivirá… toda una vida, por ejemplo. Eso les dejaría a usted y Simone algo más de doscientos mil francos para ustedes… ¡Por cierto, espero que haya empezado a disfrutarlos!
¡Toc! ¡Toc! Un camarero colocó sobre el mostrador el vaso y la botella de Tom. Jonathan ya estaba tomando la segunda cerveza.
—Hemos comprado un sofá… que nos hacía mucha falta —dijo Jonathan—. También podríamos permitimos el lujo de un televisor. Desde luego, su idea es mejor que nada. Gracias.
Un hombre rechoncho de unos sesenta años, saludó a Jonathan con un breve apretón de manos y siguió su camino hacia la trastienda del bar sin dirigir una sola mirada a Tom. Tom miraba fijamente a dos muchachas rubias, sentadas a una mesa, y al trío de chicos con pantalones acampanados que se las estaban camelando. Un perro viejo y gordinflón, de patas delgadas, miró tristemente a Tom mientras esperaba que su dueño apurase su petit rouge.
—¡Ha tenido noticias de Reeves últimamente? — preguntó Tom.
—Últimamente… no desde hace como un mes, me parece.
Así, pues, Jonathan no sabía lo de la bomba en el piso de Reeves y Tom no vio razón para decírselo. Sólo conseguiría hacer que su moral se tambalease.
—¿Y usted las ha tenido? ¿Está bien?
—En realidad no lo sé —dijo Tom con acento despreocupado, como si Reeves no acostumbrase a escribir ni a telefonear. De pronto Tom se sintió incómodo, como si le estuvieran vigilando—. Salgamos de aquí, ¿eh? — hizo una señal al barman para que cogiera sus dos billetes de diez francos, aunque Jonathan también había echado mano de su billetero—. Tengo el coche ahí fuera, a la derecha.
Ya en la acera, Jonathan, con cierto embarazo, dijo: ¿Usted sigue bien? ¿No tiene nada de qué preocuparse?
Llegaron junto al coche.
—Yo soy de los que siempre se preocupan. Nadie lo diría, ¿verdad? Trato de pensar en lo peor antes de que ocurra. No es exactamente lo mismo que ser pesimista —Tom sonrió—. ¿Va a su casa? Le llevaré.
Jonathan subió al coche.
Al subir al coche y cerrar la portezuela, Tom inmediatamente notó una sensación de intimidad, como si estuviesen en una habitación de su propia casa. ¿Y cuánto tiempo seguiría su casa siendo segura? Tuvo una visión desagradable de los ubicuos mafiosos, como cucarachas negras corriendo por todas partes. Si huía de su casa, llevándose consigo a Heloise y a
madame
Annette o haciendo que se fueran, antes que él, la Mafia sencillamente podía pegar fuego a Belle Ombre. Tom pensó en el fuego devorando el clavicémbalo o en este saltando en mil pedazos como una bomba. Reconoció que la casa y el hogar le inspiraban un amor que normalmente sólo se encontraba en las mujeres.
—Corro más peligro que usted, si aquel guardaespaldas, el segundo, puede identificar mi cara. Mi foto ha salido varias veces en los periódicos. Eso es lo malo —dijo Tom.
Jonathan lo sabía.
—Le pido perdón por haberle rogado que nos viéramos hoy. Me temo que estoy preocupadísimo por mi mujer. Es porque, para mí mis relaciones con ella son lo más importante de mi vida. Es la primera vez que intento engañarla de alguna manera, ¿sabe? Y me ha salido bastante mal, lo cual me ha hecho pedazos. Pero usted… ha sido una ayuda. Se lo agradezco.
—Sí. Esta vez no ha tenido importancia —dijo amablemente Tom refiriéndose a haberse visto aquella tarde. Pero pienso que…
—Tom abrió la guantera y sacó la pistola italiana—. Pienso que debería tener esto a mano. En la tienda, por ejemplo.
—¿De veras? Si quiere que le diga la verdad, me temo que lo haría muy mal en un tiroteo.
—Es mejor que nada. Si en la tienda se le presenta algún tipo sospechoso… ¿No tiene un cajón detrás del mostrador?