Simone salió de la
charcuterie
portando torpemente una serie de paquetes, puesto que no llevaba la cesta de la compra. Jonathan cogió un par de ellos. Siguieron caminando.
Santidad. Jonathan le había devuelto a Reeves el libro sobre la Mafia. Si alguna vez le remordía la conciencia por lo que había hecho, lo único que necesitaba hacer era recordar algunos de los asesinos de los que hablaba el libro.
A pesar de todo, Jonathan sintió cierta aprensión cuando subió los escalones de su casa detrás de Simone. Se debía a la hostilidad que Simone mostraba ahora hacia Ripley. A Simone no le importaba demasiado Pierre Gauthier, no tanto como para sentirse tan afectada por su muerte. Su actitud se componía de un sexto sentido, de moralidad convencional y de los impulsos protectores propios de una esposa. Creía que Ripley era la fuente de los rumores sobre la próxima muerte de Jonathan, y éste comprendió que no habría forma de quitarle aquella idea de la cabeza, porque ninguna otra persona podía sustituir fácilmente a Ripley como tal fuente, especialmente ahora que Gauthier estaba muerto y no podía respaldar a Jonathan si éste trataba de inventarse otra persona.
Tom se quitó la bufanda negra en el coche y condujo hacia el sur, camino de Moret y de casa. Era una lástima que Simone albergase hostilidad hacia él, que sospechase que él hubiera maquinado la muerte de Gauthier. Encendió un cigarrillo con el encendedor del tablero. Iba en el Alfa-Romeo rojo y sintió la tentación de apretar el acelerador a fondo, pero se contuvo y siguió circulando a una velocidad prudencial.
Estaba seguro de que la muerte de Gauthier había sido accidental, un accidente horrible, desgraciado, pero accidente y nada más, a menos que Gauthier anduviera mezclado en asuntos más extraños, de los que Tom no supiera nada.
Una enorme urraca cruzó volando la carretera, recortándose hermosamente sobre el fondo verde pálido de un sauce llorón. El sol empezaba a asomar entre las nubes. Tom pensó en detenerse en Moret para comprar algo —siempre parecía haber algo que
madame
Annette necesitase o que le gustara—, pero no recordaba que aquella mañana le hubiese pedido nada, y en realidad tampoco tenía ganas de detenerse. Era el hombre de Moret que solía enmarcarle los cuadros quien le había llamado el día antes para comunicarle lo de la muerte de Gauthier. Seguramente Tom le habría dicho alguna vez que compraba las pinturas en la tienda que Gauthier poseía en Fontainebleau. Tom pisó el acelerador y adelantó a un camión, luego a dos Citroëns que circulaban a gran velocidad, y pronto llegó al desvío correspondiente a Villeperce.
—Ah, Tom, te han puesto una conferencia por teléfono —dijo Heloise al verle entrar en la sala.
—¿Desde dónde? — preguntó Tom, aunque ya lo suponía. Probablemente era Reeves.
—Alemania, me parece.
Heloise volvió a sentarse ante el clavicémbalo, que ahora ocupaba un lugar de honor cerca de las puertas-ventanas.
Tom reconoció una
chaconne
de Bach en lo que Heloise interpretaba en aquel instante.
—¿Volverán a llamar? — preguntó.
Heloise volvió la cabeza, haciendo ondear su pelo rubio y largo.
— No lo sé,
chéri
. Sólo hablé con la telefonista, porque la llamada era de persona a persona.
—¡Ahí la tienes! — agregó al oír que el teléfono volvía a sonar.
Tom subió corriendo a su cuarto.
La telefonista se aseguró de que él fuera
monsieur
Ripley y luego la voz de Reeves dijo:
—Hola, Tom. ¿Puedes hablar con libertad?
Reeves parecía más tranquilo que la vez anterior.
—Sí. ¿Estás en Ámsterdam?
—Ajá. Y tengo que darte una noticia que no encontrarás en el periódico y que me parece que te va a gustar. El guardaespaldas ha muerto. Ya sabes, el que se llevaron a Milán.
—¿Quién te ha dicho que ha muerto?
—Pues me lo dijo uno de mis amigos de Hamburgo. Uno del que normalmente me puedo fiar. Tom pensó que aquello parecía uno de los rumores que la Mafia podía poner en circulación. Lo creería cuando viera el cadáver.
—¿Algo más?
—Pensé que la noticia podía animar a nuestro mutuo amigo, la de que ese tipo ha muerto. Ya sabes. — Desde luego. Me hago cargo, Reeves. ¿Y cómo estás tú? — Todavía vivo —Reeves se rió forzadamente—. También estoy dando instrucciones para que envíen mis cosas a Ámsterdam. Me gusta esta ciudad. Me siento mucho más seguro que en Hamburgo.
Te lo puedo asegurar. Ah, se me olvidaba una cosa. Mi amigo Fritz. Me llamó por teléfono. Gaby le dio el número. Ahora está con su primo en una población pequeña cerca de Hamburgo. Pero le dieron una paliza y perdió un par de dientes, el pobre. Esos cerdos le dieron una paliza para ver si le sacaban algo…
Tom pensó que la paliza había dado cerca del blanco y sintió pena por aquel Fritz desconocido… el chófer de Reeves o su recadero.
—Fritz sólo sabe que nuestro amigo se llama «Paul» —prosiguió Reeves—. Además, Fritz les hizo una descripción falsa: pelo negro, estatura baja y regordete, aunque me temo que no lo creyeran. Fritz salió bastante bien librado, teniendo en cuenta lo que le hicieron. Dijo que se había mantenido en sus trece, dándoles una falsa descripción de nuestro amigo y diciéndoles que no sabía nada más sobre él. Me parece que soy yo el que está en apuros.
Tom pensó que, desde luego, eso era cierto, toda vez que los italianos sabían cómo era Reeves.
—La noticia me parece muy interesante. Pero no creo que debamos pasarnos todo el día hablando, amigo mío. ¿Qué es en realidad lo que te preocupa?
Tom oyó claramente el suspiro de Reeves.
—Hacer que me envíen mis cosas aquí. Aunque le di algo de dinero a Gaby y ella se encargará de mandármelas. Ya he escrito a mi banco y todo lo demás. Incluso me estoy dejando la barba. Y, por supuesto, utilizo un… otro nombre.
Tom ya había supuesto que Reeves utilizaría otro nombre, así como uno de sus pasaportes falsos.
—¿y qué nombre es ese?
—Andrew Lucas… de Virginia —dijo Reeves con una risita nerviosa—. Por cierto, ¿has visto a nuestro mutuo amigo?
—No. ¿Por qué iba a verle?… Bueno, Andy, tenme al corriente de cómo van las cosas.
Tom estaba seguro de que Reeves le llamaría si tenía problemas, si eran problemas del tipo que no le impedirían llamarle, porque Reeves pensaba que Tom Ripley podía sacarle de cualquier apuro. Pero, sobre todo por el bien de Trevanny, Tom quería saber si Reeves estaba en algún brete.
—Lo haré, Tom. ¡Ah, una cosa más! ¡Uno de los hombres de Di Stefano fue muerto a tiros en Hamburgo! El sábado por la noche. Puede que venga en los periódicos y puede que no. Pero seguro que los que se lo cargaron eran de la familia Genotti. Eso es justamente lo que pretendíamos…
Reeves colgó por fin.
Tom se puso a pensar. Si la Mafia daba con Reeves en Ámsterdam, le arrancarían información a fuerza de torturarle. Tom dudaba que Reeves fuese capaz de aguantar las torturas tan bien como las aguantara Fritz. Se preguntó cuál de las dos familias le había echado el guante a Fritz: ¿la Di Stefano o la Genotti? Probablemente, Fritz sólo estaba enterado de la primera operación, el asesinato en el metro de Hamburgo. La víctima había sido un simple sicario. Los Genotti estarían mucho más furiosos, ya que ellos habían perdido un capo y, según Reeves acababa de comunicarle, un sicario o guardaespaldas. ¿No se habrían enterado ya las dos familias que los instigadores de los asesinatos eran Reeves y los chicos de los casinos de Hamburgo; que no se trataba de una guerra entre familias mafiosas? ¿Se habrían desentendido ya de Reeves? Tom se sentía totalmente incapaz de proteger a Reeves si éste lo necesitaba. ¡Qué fácil le habría resultado si se tratara de un solo hombre! Pero los mafiosos eran incontables.
Antes de colgar el aparato, Reeves le había dicho que llamaba desde una estafeta de correos. Al menos eso era menos peligroso que llamar desde su hotel. Tom pensó en la primera llamada de Reeves. ¿No le había llamado desde un hotel que se llamaba Zuyder Zee? A Tom le parecía que sí.
Las notas puras del clavicémbalo le llegaron desde abajo, como un mensaje de otro siglo. Tom se dispuso a bajar. Heloise le preguntaría cosas sobre el entierro, le pediría que le hablase del mismo, aunque, al preguntarle él si quería acompañarle, Heloise había dicho que los oficios de difuntos la deprimían.
Jonathan se encontraba en pie en la sala de estar, mirando por la ventana que daba a la calle. Pasaban unos minutos de las doce del mediodía. Tenía conectada la radio portátil para oír las noticias de mediodía, y ahora daban música «pop». Simone estaba en el jardín con Georges, que se había quedado solo en casa mientras él y Simone asistían al entierro. En la radio, una voz de hombre cantaba «corriendo sin parar… corriendo sin parar» y Jonathan siguió contemplando cómo un cachorro de perro, al parecer alsaciano, corría y brincaba a la zaga de dos mozalbetes, en la acera de enfrente.
Jonathan era consciente de la temporalidad de todas las cosas, de todas las clases de vida, no sólo la del perro y los dos mozalbetes, sino también de las casas que había más allá; era la sensación de que todo perecería, de que todo acabaría por desmoronarse, de que las formas serían destruidas, olvidadas incluso. Jonathan pensó en Gauthier metido, en su ataúd y se dijo que tal vez en aquel preciso instante estaban bajándolo hasta el fondo de la tumba, pero luego borró a Gauthier de su mente y se puso a pensar en sí mismo. No tenía la energía del perro que acababa de pasar por la calle. En el caso de que la hubiera tenido, sus mejores años ya eran cosa del pasado. Era demasiado tarde y Jonathan sentía que le faltaba la energía necesaria para disfrutar de lo que le quedaba de vida, ahora que tenía los recursos para ello. Debería cerrar la tienda, venderla o regalarla. ¿Qué más daba? Sin embargo, pensándolo bien, no podía despilfarrar el dinero con Simone, porque, de hacerlo, ¿que tendrían ella y Georges cuando él muriese? Cuarenta mil libras no eran una fortuna. Los oídos le zumbaban.
Jonathan empezó a aspirar hondo, poco a poco. Trató de levantar la ventana que tenía delante y se dio cuenta de que no tenía fuerza suficiente para ello. Dio media vuelta y se quedó mirando hacia el centro de la habitación, las piernas pesadas, casi incontrolables. El zumbido de sus oídos ahogaba completamente la música de la radio.
Recobró el conocimiento en el suelo de la sala de estar, sudando y sintiendo frío, Simone estaba arrodillada El su lado, pasándole suavemente una toalla mojada por la frente y la cara.
—¡Cariño, acabo de encontrarte! ¿Cómo te sientes?… No pasa nada, Georges. ¡Papá está bien!
Pero la voz de Simone parecía asustada.
Jonathan volvió a apoyar la cabeza en la alfombra.
—¿Un poco de agua?
Jonathan consiguió beber unos sorbos del vaso que Simone le ofrecía. Volvió a echarse.
—¡Me parece que tendré que pasarme toda la tarde aquí!
La voz de Jonathan luchaba contra el zumbido en sus oídos.
—Deja que te arregle esto.
Simone tiró de la chaqueta de Jonathan y algo salió de un bolsillo y cayó al suelo. Jonathan vio que Simone recogía algo, luego le miraba otra vez con expresión preocupada. Procuró mantener los ojos abiertos, clavados en el techo, porque las cosas resultaban peores si los cenaba. Pasaron minutos, minutos de silencio. Jonathan no estaba preocupado, porque sabía que seguiría viviendo, que aquello no era la muerte, sólo un desvanecimiento. Puede que fuese un primo hermano de la muerte, pero ésta no llegaría así. Probablemente la muerte le arrastraría más dulcemente de una forma seductora como una ola al deslizarse sobre la arena para volver al mar, tirando con fuerza de las piernas de un nadador que se hubiese aventurado demasiado lejos y que, misteriosamente, hubiese perdido la voluntad de seguir luchando. Simone salió de la habitación, llevándose a Georges consigo, y al cabo de unos minutos regresó con una taza de té caliente.
—Le he echado mucho azúcar. Te sentará bien. ¿Quieres que avise al doctor Perrier?
—No, cariño. Gracias.
Tras beber unos sorbos de té, Jonathan consiguió levantarse y se sentó en el sofá.
—¿Qué es esto, Jon? — preguntó Simone, mostrándole la libretita azul del banco suizo.
—Ah… eso…
Jonathan sacudió la cabeza tratando de despejarse un poco más.
—Es una libreta de banco, ¿no?
—Pues… sí.
La suma era de seis cifras, más de cuatrocientos mil francos, que iban indicados por medio de una «f» detrás de los números. Jonathan sabía también que Simone había echado un vistazo a la libreta con toda inocencia, creyendo que servía para anotar la compra de algo para la casa, una especie de registro que tenían en común. — Dice francos. ¿Francos franceses?… ¿De dónde los sacaste? ¿Se puede saber qué es esto, Jon?
La suma estaba en francos franceses.
—Es una especie de anticipo, querida… de los médicos alemanes.
—Pero… —Simone parecía perpleja—. Son francos franceses, ¿no es así? ¡Y esta suma! — se rió un poco, nerviosamente.
De pronto Jonathan sintió calor en el rostro.
—Ya te he dicho de dónde proceden, Simone. Naturalmente… sé que es una suma bastante elevada. No quise decírtelo de una vez. Pensé que…
Con mucho cuidado, Simone dejó la libreta azul sobre el billetero de Jonathan, en la mesa baja que había enfrente del sofá. Luego cogió la silla del escritorio y se sentó en ella, de lado, sujetando el respaldo con una mano.
—Jon…
En aquel momento apareció Georges en la puerta y Simone, muy decidida, fue hasta él, le cogió por los hombros y le obligó a dar media vuelta.
—
Chou-chou
, papá y yo estamos hablando. Déjanos solos unos minutos —volvió a la silla y se sentó sin decir nada—. Jon, no te creo.
Jonathan advirtió un temblor en la voz de Simone. No se trataba solamente de la suma de dinero, por mucho que ésta la hubiese sorprendido, sino también del aire de secreto que últimamente envolvía su conducta… los viajes a Alemania.
—Pues… tienes que creerme —dijo Jonathan, que había recuperado parte de sus fuerzas. Se levantó—. Es un adelanto. No creen que pueda utilizarlo. No tendré tiempo de gastarlo. Pero tú sí podrás emplearlo.
Simone no respondió a su carcajada.
—Está a tu nombre… Jon, sea lo que sea lo que estás haciendo, no me dices la verdad.
Simone se quedó esperando una respuesta, y durante unos segundos Jonathan hubiera podido decirle la verdad, pero no dijo nada.