Un coche apareció por la izquierda y se dirigió hacia la casa con aire decidido. Eran los queridos e inofensivos Clegg. El coche cruzó la entrada de Belle Ombre. Tom bajó a darles la bienvenida.
Los Clegg —Howard, de unos cincuenta años, inglés, y su esposa, Rosemary, también inglesa— se quedaron a tomar un par de copas, y luego los Grais se unieron a ellos. Clegg, un abogado que se había retirado a causa de una dolencia cardiaca, era, a pesar de ello, más animado que nadie. Su pelo gris, pulcramente cortado, su americana de
tweed
, ya algo madura, y sus pantalones de franela gris irradiaban la sensación de estabilidad que Tom necesitaba. Clegg de espaldas a la ventana, con un vaso de whisky en la mano y contando una anécdota divertida… ¿Qué podía ocurrir aquella noche para destruir aquel aire de compañerismo rural? Tom había dejado encendida la luz de su habitación y también había encendido la luz de la mesita de noche de Heloise. Los dos coches estaban aparcados descuidadamente sobre la grava. Tom quería dar la impresión de que en su casa se estaba celebrando una fiesta mayor de la que en realidad celebraban. Sabía que ello no iba a detener a los chicos de la Mafia, si se proponían arrojar una bomba y que; por consiguiente ponía en peligro a sus amigos. Pero tenía la impresión de que la Mafia prefería asesinarle silenciosamente: atraparle cuando estuviera solo y entonces atacarle, puede que sin arma de fuego, sólo una paliza súbita que resultaría fatal. Los de la Mafia podían hacerlo en las calles de Villeperce y largarse antes de que la gente de la ciudad se diera cuenta de lo que pasaba.
Rosemary Clegg, esbelta y hermosa a su mediana edad, le estaba prometiendo a Heloise una planta que ella y su marido acababan de traer de Inglaterra.
—¿Tienes intención de provocar algún incendio este verano? — preguntó Antoine Grais.
—En realidad los incendios no son mi fuerte —dijo Tom, sonriendo—. Sal y echa un vistazo a las obras del invernadero.
Tom y Antoine salieron por la puerta-ventana y bajarán los escalones hasta el césped. Tom llevaba una linterna. Los cimientos ya estaban puestos y las piezas del armazón de acero se hallaban depositadas sobre el césped, al que no hacían ningún bien, y hacía una semana que los albañiles no asomaban por allí. Uno de los habitantes del pueblo ya había advertido a Tom que aquella gente tenía tanto trabajo en verano que saltaba de un encargo a otro, tratando de complacer a todo el mundo o, al menos, de tener a mucha gente colgada.
—Me parece que eso va progresando —dijo Antoine.
Tom había consultado con Antoine sobre el mejor tipo de invernadero y le había pagado sus servicios. Así mismo, Antoine le había conseguido los materiales con un descuento de profesionalidad o, al menos, más baratos de lo que le hubieran salido a un albañil. Tom miró más allá de donde se encontraba Antoine, hacia el sendero que se internaba en el bosque, donde no se veía ninguna luz, mucho menos luces de automóviles.
Pero a las once de la noche, después de cenar, cuando los cuatro tomaban café y Bénédictine, Tom decidió que al día siguiente sacaría a Heloise y a
madame
Annette de la casa. Sacar a Heloise le resultaría más fácil. La persuadiría de que pasara unos días con Noëlle —Noëlle y su marido tenían un piso muy grande en Neuilly— o en casa de sus padres.
Madame
Annette tenía una hermana en Lyon y, por suerte, la hermana tenía teléfono, de modo que podría avisarla con tiempo. ¿Y qué explicación les daría? A Tom no le seducía la idea de decirles que «necesitaba estar solo unos días» o algo por el estilo. Por otra parte, si reconocía que había algún peligro, Heloise y
madame
Annette se alarmarían. Insistirían en llamar a la policía.
Tom abordó a Heloise aquella noche, cuando los dos se estaban preparando para acostarse.
—Querida —dijo en inglés—, tengo la impresión de que va a ocurrir algo espantoso y no quiero que estés aquí. Es por tu seguridad.
También me gustaría que
madame
Annette se marchase mañana, así que espero que puedas ayudarme a persuadirla a que se vaya a visitar a su hermana.
Heloise, que tenía la espalda apoyada en dos cojines de color azul claro, frunció un poco el entrecejo y dejó sobre la mesita el yogur que se estaba comiendo.
—¿Qué sucede que te parezca tan espantoso? Tienes que decírmelo, Tome.
—No —Tom meneó la cabeza, luego se echó a reír—. Puede que sólo se trate de mis nervios, que simplemente no sea nada. Pero no está de más curarse en salud, ¿verdad?
—No quiero grandes explicaciones, Tome. ¿Qué ha pasado? ¡Se trata de Reeves! Es eso, ¿no?
—En cierto modo.
Era mucho mejor que decirle que se trataba de la Mafia.
—¿Dónde está?
—En Ámsterdam, me parece.
—¿No vivía en Alemania?
—Sí, pero está haciendo un trabajo en Ámsterdam.
—Dime, ¿quién más está mezclado? ¿Por qué estás preocupado? ¿Qué has hecho, Tome?
—¡Caramba! ¡Pero si no he hecho nada, cariño!
Era la respuesta que Tom solía dar en aquellas circunstancias. Ni siquiera le daba vergüenza.
—En tal caso, ¿acaso tratas de proteger a Reeves?
—Me ha hecho algunos favores. Pero a quien quiero proteger ahora es a ti… a nosotros y a Belle Ombre. No a Reeves. Así que tienes que dejarme intentarlo, cariño.
—¿A Belle Ombre?
Tom sonrió y, sin alterarse, dijo:
—No quiero ningún contratiempo en Belle Ombre. No quiero nada roto, ni un solo vidrio. Tienes que confiar en mí. ¡Trato de evitar cualquier cosa violenta… o peligrosa!
Heloise parpadeó y con tono algo picado dijo:
—De acuerdo, Tome.
Tom sabía que Heloise no le haría más preguntas, a menos que la policía formulase una acusación o que él tuviera que darle explicaciones sobre el cadáver de algún mafioso. Minutos después los dos sonreían, y aquella noche Tom durmió en la cama de Heloise. Tom pensó que a Jonathan Trevanny debía de resultarle mucho más difícil. No era que Simone pareciese una mujer difícil, fisgona o neurótica, pero Jonathan no estaba acostumbrado a hacer nada que se saliera de lo normal, ni siquiera a contar mentirijillas. Como el propio Jonathan había dicho, debía de ser horrible que Simone empezase a desconfiar de él. Y, debido al dinero, era natural que Simone sospechase algún crimen, algo vergonzoso que Jonathan no se sentía capaz de admitir.
A la mañana siguiente, Heloise y Tom hablaron con
madame
Annette. Heloise se había hecho subir el té a su habitación y Tom estaba tomándose su segundo café en la sala de estar.
—
Monsieur
Tome dice que quiere estar solo unos días, para pensar y pintar —dijo Heloise.
Habían decidido que, después de todo, aquella era la mejor excusa.
—Y unas vacaciones cortas no le harían ningún daño,
madame
Annette. Unas cortas vacaciones antes de las largas de agosto —añadió Tom, aunque
madame
Annette, recia y activa como siempre, parecía estar en gran forma.
—Si
madame et m’sieur
así lo desean, desde luego. Eso es lo importante, ¿no?
Madame
Annette sonrió y, aunque sus ojos azules no reflejaban mucho entusiasmo, en seguida se mostró de acuerdo y dijo que llamaría a su hermana Marie-Odile, la que vivía en Lyon.
El correo llegó a las nueve y media. Entre otras cosas había un sobre cuadrado y blanco, con un sello suizo y la dirección en letras de molde, sin remitente. Tom sospechó que las letras eran de Reeves. Quería abrirlo en la sala de estar, pero Heloise estaba allí, diciéndole a
madame
Annette que la llevaría en coche a París, para que tomase el tren de Lyon, así que Tom subió a su cuarto. La carta decía:
«11 de mayo
Querido Tom:
Estoy en Ascona. Tuve que irme de Ámsterdam porque estuvo a punto de pasarme algo en el hotel, pero he conseguido dejar mis pertenencias en un almacén de Ámsterdam. ¡Dios mío! ¡Ojalá lo dejasen correr! Estoy en esta bonita población, haciéndome pasar por un tal Ralph Platt, hospedado en una posada de la montaña que se llama Die Drei Baeren. ¿Acogedora? Al menos está alejada y es una pensión de tipo familiar. Deseándoos lo mejor a ti y a Heloise,
Atentamente,
R»
Tom arrugó la carta, luego la rompió en pedacitos y los tiró a la papelera. La cosa se estaba poniendo tan fea como Tom se había imaginado: la Mafia había localizado a Reeves en Ámsterdam y sin duda ahora conocía cuál era el número de teléfono de Tom, ya que habría comprobado todos los números a los que Reeves había llamado. Tom se preguntó qué querría decir Reeves al afirmar que había estado a punto de pasarle «algo» en el hotel. Se juró ante sí mismo, no por primera vez, que jamás volvería a tener nada que ver con Reeves Minot En el caso que ahora le preocupaba, lo único que había hecho él era proporcionarle una idea a Reeves. Eso debería haber resultado inofensivo y en realidad lo era. Tom comprendió que su equivocación había sido el intento de ayudar a Jonathan Trevanny y, desde luego, Reeves no estaba enterado de ello, ya que, de haberlo estado, no habría cometido la estupidez de telefonear a Belle Ombre.
Tom quería que Jonathan Trevanny acudiera a Belle Ombre aquella misma noche, incluso a primera hora de la tarde, aunque sabía que Jonathan trabajaba los sábados. Si ocurría algo, dos hombres podrían afrontar la situación mejor que uno solo, vigilando la casa por delante y por detrás, por ejemplo, toda vez que una persona sola no podía estar en todas partes. ¿Y a quién podía recurrir si no a Jonathan? Jonathan no prometía mucho como luchador, pero tal vez en una crisis sabría comportarse adecuadamente, como hiciera en el tren. Allí no lo había hecho nada mal, y Tom recordó que también le había salvado la vida al impedir que cayera bajo las ruedas. Quería que Jonathan se quedase a pasar la noche en Belle Ombre y se dijo que tendría que ir a buscarle, ya que a aquellas horas no había autobuses y Tom no quería que cogiese un taxi. En vista de lo que podía ocurrir aquella noche, no quería que algún taxista pudiese recordar haber llevado a un hombre de Fontainebleau a Villeperce, un recorrido poco frecuente.
¿Me telefonearás esta noche, Tome? — preguntó Heloise mientras llenaba una maleta grande en su habitación. En primer lugar iría a casa de sus padres.
—Sí, amor mío. ¿Te parece bien sobre las siete y media? — Tom sabía que los padres de Heloise cenaban temprano, a las ocho de la tarde—. Te llamaré, y lo más probable es que te diga que todo va bien.
—¿Sólo te preocupa esta noche?
No era así, pero Tom no quiso decírselo.
—Eso creo.
Alrededor de las once de la mañana, cuando Heloise y
madame
Annette estuvieron listas para partir, Tom se las arregló para ser el primero en entrar en el garaje, antes incluso de ayudarles a bajar el equipaje, aunque el ama de llaves, fiel a la vieja idea de la escuela francesa, opinaba que era ella quien debía bajar el equipaje de las dos, puesto que era la sirvienta. Tom miró debajo de la capota del Alfa. El motor presentaba el habitual cuadro de metal y alambres. Lo puso en marcha. No hubo ninguna explosión. La noche anterior, antes de cenar, Tom había salido a cerrar la puerta del garaje con un candado, aunque, tratándose de la Mafia, a Tom nada le hubiese sorprendido: eran capaces de abrir un candado y volverlo a cerrar como si nada.
—Estaremos en contacto,
madame
Annette —dijo Tom, besándole la mejilla—. ¡Que se divierta!
—¡Adiós, Tome! ¡Llámame esta noche! ¡Y ten cuidado! — gritó Heloise.
Tom sonrió mientras agitaba una mano en señal de despedida. Se notaba que Heloise no se sentía demasiado preocupada. Mejor así.
Luego Tom entró en la casa para telefonear a Jonathan.
Jonathan había tenido una mañana dificililla. Simone, aunque con tono bastante amable, porque en aquel momento estaba ayudando a Georges a ponerse un jersey de cuello de cisne, le había dicho:
—Pienso que no podemos seguir así, Jon. ¿Y tú? Simone y Georges tenían que salir de casa en un par de minutos, puesto que el pequeño debía ir a la escuela y ya eran las ocho y cuarto.
—Pienso lo mismo. Y sobre esa suma en el banco suizo… —Jonathan estaba decidido a echarse de cabeza. Hablaba de prisa, con la esperanza de que Georges no entendiese todo lo que decía—. Si quieres saber la verdad, se trata de una apuesta y me encargaron que guardase el dinero. Así que…
—¿Quiénes?
Simone parecía tan perpleja y enfadada como siempre.
—Los médicos —dijo Jonathan—. Están probando un tratamiento nuevo… uno de ellos… y otro apuesta contra él. Otro médico. Me dije que lo encontrarías demasiado macabro, así que decidí no decirte nada del asunto. Pero eso quiere decir que a nosotros nos pertenecen solamente unos doscientos mil, menos ahora. Es lo que me pagan, los de Hamburgo, por probar sus píldoras.
Jonathan se dio cuenta de que Simone se esforzaba por creerle, pero sin conseguirlo. — ¡Es absurdo! — dijo ella—. ¿Tanto dinero por una apuesta, Jon? Georges alzó los ojos hacia ella.
Jonathan miró a su hijo y se humedeció los labios.
¿Sabes lo que pienso? ¡Y me da igual que Georges me oiga! Pienso que le estás guardando un dinero sucio a ese canalla de Tom Ripley. ¡Y él, por supuesto, te paga un poquito a cambio del favor! Jonathan advirtió que le temblaban las manos y dejó el tazón de
café au lait
sobre la mesa de la cocina. Los dos, Jonathan y Simone, estaban de pie.
—¿No podría encargarse él mismo de ocultar su dinero en Suiza?
Jonathan sintió deseos de cogerla por los hombros y decirle que tenía que creerle. Pero sabía que ella le rechazaría de un empujón. De modo que se limitó a erguir el cuerpo y dijo: —¿Qué puedo hacer yo si tú no me crees? Lo que te he dicho es la verdad pura y simple.
A Jonathan le habían hecho una transfusión el lunes pasado, el día del desmayo. Simone le había acompañado al hospital y luego Jonathan se había ido solo a ver al doctor Perrier, al que había tenido que telefonear antes para que lo dispusiese todo para la transfusión. La visita al doctor Perrier había sido pura rutina, pero Jonathan le había dicho a Simone que el doctor le había dado más medicamentos enviados por el doctor de Hamburgo. El doctor de Hamburgo, Wentzel, no había enviado las píldoras que le recetara, pero éstas se encontraban a la venta en Francia y Jonathan tenía una provisión de las mismas en casa. Jonathan había decidido que el médico de Hamburgo era el que apostaba a favor del tratamiento y que el de Munich era el que apostaba en contra, aunque todavía no se lo había dicho a Simone.