Jonathan movió la cabeza en sentido negativo.
—No tengo valor para hacerlo. ¡Por el amor de Dios! ¿En un tren? No.
—Eche un vistazo a esto —dijo Reeves, sacando la mano izquierda del bolsillo de los pantalones.
Le enseñó algo que parecía un cordón delgado, blancuzco. En un extremo terminaba en forma de lazo que no se cerraba del todo porque se lo impedía un nudo pequeño que formaba el mismo cordón. Reeves lo arrojó sobre el poste de la cama y tiró violentamente del cordón hacia un lado.
—¿Lo ve? Es lo que los mafiosos llaman
«garrotte»
. Nilón. Casi tan fuerte como el alambre. Nadie consigue gruñir más de una vez cuando… —se interrumpió. Jonathan sentía asco. Habría que tocar a la víctima con la otra mano. Y, cuando menos, se necesitarían tres minutos. Reeves pareció desistir de su empeño. Se acercó a la ventana y dio media vuelta.
—Piénselo. Llámeme dentro de un par de días. O ya le llamaré yo. Marcangelo suele abandonar Munich alrededor del mediodía, todos los viernes. Sería ideal que pudiese hacerlo el próximo fin de semana.
Jonathan se dirigió hacia la puerta. Apagó el cigarro en el cenicero de la mesita de noche.
Reeves le miraba con expresión astuta, aunque quizá miraba más allá, pensando ya en otro hombre para el trabajo. Su larga cicatriz, como sucedía cuando estaba debajo de ciertos tipos de luz parecía más gruesa de lo que era en realidad. Probablemente la cicatriz le daba un complejo de inferioridad ante las mujeres. Aunque, ¿cuánto hacía que se la habían hecho? Quizá sólo dos años; no había forma de saberlo a ciencia cierta.
—¿Bajamos a tomar una copa?
—No, gracias —dijo Jonathan.
—Por cierto, ¡quiero enseñarle un libro! — Reeves volvió a buscar en su maleta y extrajo de ella un libro cuya sobrecubierta era de un rojo brillante—. Échele un vistazo. No hace falta que me lo devuelva. Es una maravilla como trabajo de periodismo. Documental. Verá la clase de gente con la que estamos tratando. Pero son hombres de carne y hueso como todo el mundo. Quiero decir que son vulnerables.
El libro se titulaba
Cosecha siniestra: la anatomía del crimen organizado en América
.
—Le telefonearé el miércoles —dijo Reeves—. Si acepta, irá a Munich el jueves y pasará la noche allí. Yo también estaré en Munich, en algún hotel. Luego regresará a París el viernes por la noche en tren.
Jonathan ya tenía la mano en el tirador de la puerta y la abrió.
—Lo siento, Reeves, pero me temo que no hay nada que hacer. Adiós.
Jonathan salió del hotel y cruzó directamente la calle hacia la estación del metro. En el andén, mientras esperaba, se entretuvo leyendo la sobrecubierta del libro. En el dorso había fotografías de frente y perfil de seis o siete hombres malcarados, de ojos negros y duros, expresión siniestra y despreocupada a la vez. Resultaba curioso el parecido de todas las expresiones, tanto si el sujeto tenía la cara gruesa como si ésta era delgada. En el libro había unas cinco o seis páginas de fotografías. Los capítulos llevaban por título el nombre de diversas ciudades norteamericanas: Detroit, Nueva York, Nueva Orleans, Chicago… y en la parte final del libro, además de un índice, había una sección dedicada a mostrar el árbol genealógico de las familias de la Mafia, sólo que toda aquella gente era contemporánea: jefes, subjefes, lugartenientes, sicarios… De éstos había unos cincuenta o sesenta en la familia Genovese, de la que Jonathan había oído hablar. Los hombres eran auténticos y en muchos casos se indicaban direcciones de Nueva York o Nueva Jersey. Jonathan hojeó el libro durante el viaje en tren a Fontainebleau. Leyó algo sobre Willie Alderman alias «Punzón», que mataba a sus víctimas inclinándose hacia ellas, como si fuera a decirles algo al oído, y clavándoles un punzón en el tímpano, uno de esos punzones que se utilizan para cortar hielo. Willie el «Punzón» aparecía fotografiado, sonriente, entre la cofradía del juego de Las Vegas, media docena de hombres con nombre italiano y un cardenal, un obispo y un monseñor (los nombres de éstos también aparecían al pie de la foto), después de que el clero recibiera «un donativo de siete mil quinientos dólares distribuidos a lo largo de cinco años». Sintiéndose un poco deprimido, Jonathan cerró el libro, luego, tras pasar varios minutos mirando por la ventanilla, volvió a abrirlo. El libro contenía hechos auténticos, al fin y al cabo, y los hechos auténticos resultaban fascinantes.
Jonathan cogió el autobús enfrente de la estación de Fontainebleau-Avon y se apeó en la place que había cerca del chateau; luego echó a andar hacia la Rue de France. Llevaba consigo la llave de la tienda y entró en ella para dejar el libro sobre la Mafia en el mismo cajón donde escondía los francos. Luego salió y se fue a su casa en la Rue Saint Merry.
Cierto martes del mes de abril, al ver el cartelito que rezaba «FERMETURE PROVISOIRE POUR RAISONS DE FAMILLE» en el escaparate del establecimiento de Jonathan Trevanny, Tom Ripley se había dicho que tal vez Trevanny estaba en Hamburgo. De hecho, Tom sentía mucha curiosidad por saber si Trevanny se había ido a Hamburgo, aunque no la suficiente como para telefonear a Reeves y preguntárselo. Luego, un jueves por la mañana, alrededor de las diez, Reeves le había llamado desde. Hamburgo y con voz tensa a causa del júbilo reprimido le habla dicho:
—¡Ya está hecho, Tom! Todo… todo ha salido bien. ¡Te lo agradezco Tom!
De momento Tom se había quedado sin habla. ¿De veras se habría encargo Trevanny de hacer el trabajo? Heloise estaba en la sala de estar, de modo que Tom no había podido hablar con libertad, limitándose a decir que se alegraba de la noticia.
—No hizo falta utilizar el informe del falso doctor. ¡Todo salió a la perfección! Anoche.
—Así que… ¿ya está camino de casa otra vez?
—Sí. Llegará esta noche.
Tom no había querido prolongar la conversación. Había pensado en Reeves dándole el cambiazo al informe médico de Jonathan y colocando en su lugar otro que dijese que su estado era peor de lo que realmente era. Él mismo se lo había sugerido en broma, aunque Reeves era capaz de tomárselo en serio. Tom se dijo que era una broma sucia, sin gracia. Y ni siquiera había hecho falta. Sonrió, asombrado. Por el tono alegre de Reeves adivinó que la presunta víctima realmente había muerto. A manos de Trevanny. La sorpresa de Tom era auténtica. El pobre Reeves esperaba que Tom dedicase alguna palabra de elogio a la habilidad con que había organizado el golpe, pero Tom no había podido decir nada. Heloise entendía bastante el inglés y Tom no deseaba correr riesgos. De pronto, Tom decidió echar un vistazo a
Le Parisien Liberé
, el periódico que
madame
Annette compraba todas las mañanas, pero la buena mujer aún no había vuelto de la compra.
—¿Quién era? — preguntó Heloise, sin dejar de hojear las revistas sobre la mesita de café, con el propósito de tirar las más atrasadas.
—Reeves —dijo Tom—. Nada importante.
Reeves aburría a Heloise. No tenía ningún talento para la conversación superficial y daba la impresión de no disfrutar de la vida.
Tom oyó los pasos de
madame
Annette sobre la grava del jardín y se fue a la cocina para recibirla.
Madame
Annette entró por la puerta lateral y sonrió al verle.
¡Le apetecería un poco más de café,
monsieur
Tome? — preguntó el ama de llaves, dejando la cesta sobre la mesa de madera. Una alcachofa asomaba por la parte superior de la cesta.
—No, gracias,
madame
Annette. Quería echar una ojeada a su Parisien, si me lo permite. Es por las carreras de…
Tom encontró lo que buscaba en la segunda página. No había ninguna foto. Un italiano llamado Salvatore Bianca, de cuarenta y ocho años, había resultado muerto de un balazo en una estación del metro de Hamburgo. Se desconocía la identidad del asesino. El revolver encontrado en el escenario del crimen era de fabricación italiana. Se sabía que la víctima pertenecía a la familia Di Stefano de la Mafia milanesa. El artículo apenas ocupaba ocho centímetros de largo. Pero Tom pensó que podía ser un principio interesante. Quizá llevaría a cosas más grandes. Jonathan Trevanny, aquel hombre de aspecto inocente y decididamente anticuado, había sucumbido ante la tentación del dinero (¿qué otra cosa podía ser, si no?) y perpetrado un asesinato. En cierta ocasión también Tom había sucumbido, en el caso de Dickie Greenleaf.
«¿Será Trevanny uno de los nuestros?», pensó Tom.
Aunque para él, «nosotros» significaba Tom Ripley y nadie más, Sonrió.
El domingo anterior Reeves le había telefoneado desde Orly, abatido, para decirle que de momento Trevanny se negaba a aceptar el encargo y para preguntarle si sabía de otra persona. Tom le había contestado negativamente. Reeves dijo que había escrito una carta a Trevanny, invitándole a ir a Hamburgo para someterse a un reconocimiento médico. La carta llegaría a su destino el lunes por la mañana. Fue entonces cuando Tom le había dicho:
—Si va a Hamburgo, podrías procurar que el informe resulte algo peor.
Tom hubiese podido ir a Fontainebleau el viernes o el sábado para satisfacer su curiosidad y ver fugazmente a Trevanny en su tienda, tal vez llevarle un dibujo para que lo enmarcase (a no ser que Trevanny se hubiese tomado libre e! resto de la semana para recuperarse). De hecho, Tom había pensado en ir a Fontainebleau el viernes para comprar unos bastidores en el comercio de Gauthier. Pero aquel fin de semana iban a tener a los padres de Heloise en casa —habían pasado allí las noches del viernes y el sábado— y todos andaban de cabeza preparando las cosas.
Madame
Annette estaba preocupada, innecesariamente, por el menú, la calidad de los moules frescos para la cena de! viernes, y después de que
madame
Annette hubiese preparado e! cuarto de los huéspedes a la perfección, Heloise le había ordenado que cambiase las sábanas y las toallas del cuarto de baño porque todas llevaban las iniciales de Tom, TPR en vez de las de la familia Plissot. Los Plissot habían regalado a los Ripley dos docenas de sábanas de lino, unas magníficas sábanas gruesas, pertenecientes a los Plissot, como regalo de boda. Y a Heloise le parecía cortés, además de diplomático, utilizarlas cuando los Plissot se hospedaban en casa.
Madame
Annette había sufrido un leve descuido en tal sentido, aunque ni Tom ni Heloise la habían reñido por ello. Tom sabía que el cambio de las sábanas se debía también a que Heloise no quería que las iniciales de Tom recordasen a sus padres, al meterse éstos en cama, que estaba casada con Tom. Los Plissot eran gente criticona y estirada, lo cual resultaba aún peor debido al hecho de que Arlene Plissot, una mujer de cincuenta años, esbelta y todavía atractiva, se esforzaba de veras por parecer poco amiga de protocolos, tolerante con los jóvenes y todo lo de: más. Sencillamente no le iba aquel papel. El fin de semana había sido un auténtico calvario, a juicio de Tom, y, ¡santo cielo!, si Belle Ombre no era una casa bien llevada, ¿dónde habría una? El servicio de plata para el té (otro regalo de boda de los Plissot) estaba siempre reluciente gracias a los cuidados de
madame
Annette. Incluso la pajarera del jardín era barrida a diario, como si se tratase de un cuarto de los huéspedes en miniatura. Toda la madera de la casa brillaba y olía agradablemente debido a la cera perfumada con lavanda que Tom traía de Inglaterra. A pesar de todo ello, Adene, tumbada sobre la piel de oso delante de la chimenea, con su traje pantalón color malva, había dicho, mientras calentaba sus pies desnudos, que «la cera no basta para estos suelos, Heloise. De vez en cuando necesitan un tratamiento a base de aceite de linaza Y alcohol blanco… caliente, ¿sabes?, para que empape bien la madera».
Cuando los Plissot se marcharon el domingo por la tarde, después del té, Heloise se había quitado la chaqueta y la había arrojado con furia contra la puer-ta—ventana, que había hecho un ruido espantoso, debido al pesado broche que adornaba la chaqueta, auque el cristal no se había roto.
—¡Champán! — gritó Heloise. Y Tom bajó corriendo a la bodega en busca de una botella.
Habían bebido champán, aunque el servicio de té seguía en la mesita (por una vez,
madame
Annette se estaba tomando las cosas con calma) y entonces había sonado el teléfono.
Era la voz de Reeves Minot y parecía desanimado.
—Estoy en Orly. A punto de salir para Hamburgo. Hoy he visto a nuestro común amigo en París y se ha negado a realizar el nuevo en cargo… tú ya sabes. Tiene que haber uno más. Así se lo he explicado.
—¿Le has pagado algo?
Tom miraba de reojo a Heloise, que bailaba unos pasos de vals con la copa de champán en la mano y tarareaba el vals de
El caballero de la rosa
.
—Sí, alrededor de la tercera parte y creo que eso no está mal. Se lo he ingresado en Suiza.
A Tom le pareció recordar que la suma prometida ascendía a casi quinientos mil francos. Un tercio de la misma no era suficiente, pero resultaba razonable.
—¿Te refieres a pegar unos cuantos tiros más? — preguntó Tom.
Heloise seguía tarareando y danzando.
—La-da—da-la—di-di…
—No —a Reeves se le quebró la voz—. Tiene que ser con un
«garrotte»
—añadió en voz baja—. En un tren. Me parece que ésa es la pega.
Tom quedó horrorizado. No era extraño que Trevanny se negase a hacerla.
—¿Tiene que ser en un tren?
—Tengo un plan…
Reeves siempre tenía un plan. Tom le escuchó cortésmente. Pero la idea Re Reeves se le antojó peligrosa y poco segura. Tom le interrumpió.
—Puede que nuestro amigo ya tenga suficiente por ahora.
—No. Creo que le interesa, pero no accede a ir a Munich y necesitamos que el trabajo se haga el próximo fin de semana.
—Ya has estado releyendo
El padrino
, Reeves. Podrías optar por la pistola en vez del
«garrotte»
.
—Las pistolas son ruidosas —dijo Reeves sin el menor asomo de humor—. El caso es que… o encuentro a otra persona, Tom, o… habrá que persuadir a Jonathan.
Tom pensó que persuadirle sería imposible, y con cierta impaciencia dijo:
—No hay mejor persuasión que el dinero. Si eso no resulta, no puedo ayudarte.
Tom recordó con desagrado la visita de los Plissot. De no ser porque necesitaban los veinticinco mil francos que Plissot daba a su hija cada año, ¿acaso él y Heloise se habrían pasado casi tres días desviviéndose por atender a los padres de ella?