No, no había nada nuevo para Jonathan. Ni siquiera el mensaje de que los resultados del reconocimiento estarían listos para que los recogiese al día siguiente.
Eran cerca de las once de la mañana cuando Jonathan y Reeves salieron del hospital. Pasearon por la orilla del Isar, donde había cochecitos de niño, casas de pisos, una farmacia, una tienda de comestibles, todos los accesorios de una vida de la que Jonathan no se sentía parte aquella mañana. Incluso tenía que acordarse de respirar. Pensó que aquél iba a ser un día de fracasos. Le dieron ganas de arrojarse de cabeza al río Y posiblemente ahogarse o convertirse en pez. La presencia de Reeves y su conversación esporádica le irritaban. Finalmente se las arregló para no oír a Reeves. Tenía la sensación de que no iba a matar a nadie aquel día, no con el cordón que llevaba en el bolsillo y tampoco con la pistola.
—¿No va siendo hora de que vaya a buscar la maleta —dijo Jonathan, interrumpiendo a Reeves—, si el tren sale a las dos y algo?
Pararon un taxi.
Casi al mismo lado del hotel había un escaparate lleno de objetos relucientes que despedían destellos de oro y plata, como un árbol de Navidad alemán. Jonathan se acercó al escaparate. La mayoría de los objetos consistía en chucherías para los turistas, y Jonathan se sintió decepcionado, pero luego se fijó en un giroscopio colocado oblicuamente sobre su estuche cuadrado.
—Quiero comprar algo para mi hijo —dijo Jonathan y entró en el comercio.
Señaló el giroscopio, dijo "Bitte» y lo adquirió sin reparar en el precio. Aquella mañana había cambiado doscientos francos en el hotel.
La maleta ya estaba hecha, de modo que sólo tuvo que cerrarla. La bajó él mismo al vestíbulo. Reeves le puso un billete de cien marcos en la mano y le dijo que fuera a pagar la cuenta del hotel, ya que parecería raro que de ello se encargase Reeves. El dinero ya no tenía importancia para Jonathan.
Llegaron a la estación con tiempo de sobra. En la cantina Jonathan no quiso comer nada, sólo café. Así, pues, Reeves pidió café.
—Me hago cargo de que tendrá que buscar la oportunidad usted mismo, Jon. Puede que no salga bien, lo sé, pero a este hombre lo queremos… Colóquese cerca del vagón restaurante. Fúmese un cigarrillo, de pie en el extremo del vagón contiguo al restaurante, por ejemplo…
Jonathan se tomó un segundo café. Reeves compró el
Daily Telegraph
y un libro de bolsillo para que Jonathan se los llevase.
Luego el tren entró en la estación, haciendo sonar delicadamente los raíles, gris y azul, brillante: el Mozart-Express. Reeves buscaba a Marcangelo con la mirada, porque se suponía que iba a subir al tren en aquellos momentos, en compañía de dos guardaespaldas por lo menos. Habría unas sesenta personas abordando el tren por distintos puntos, y otras tantas apeándose de él. Reeves sujetó el brazo de Jonathan y señaló. Jonathan se encontraba de pie con la maleta en la mano junto al vagón que, según el billete, era el suyo.
Vio o creyó ver el grupo de tres hombres que Reeves le señalaba, tres hombres bajitos y tocados con sombreros, que subían al tren dos vagones más allá de donde ellos se encontraban y que luego se dirigían hacia la parte delantera del convoy.
—Es él. Incluso he visto sus sienes plateadas —dijo Reeves—. Veamos, ¿dónde estará el vagón-restaurante? — retrocedió un poco para ver mejor, se dirigió con paso vivo hacia la cabecera del tren y luego regresó junto a Jonathan—. Es el que está delante del de Marcangelo.
En aquel momento, los altavoces anunciaban en francés la salida del tren.
—¿Tiene la pistola en el bolsillo? — preguntó Reeves.
Jonathan asintió. Al subir a recoger la maleta de la habitación del hotel, Reeves le había recordado que se guardase la pistola en el bolsillo.
—Me ocurra lo que me ocurra, encárguese de que mi esposa reciba el dinero.
—Se lo prometo —dijo Reeves, dándole unas palmaditas en el brazo.
El silbato sonó por segunda vez y las puertas se cerraron de golpe. Jonathan subió al tren sin volverse para mirar a Reeves, que seguramente le estaría siguiendo con los ojos. Jonathan encontró su asiento. En el compartimento sólo había otras dos personas, aunque tenía cabida para ocho pasajeros. Los asientos estaban tapizados con felpa granate. Jonathan colocó la maleta en el portaequipajes, luego dobló el abrigo nuevo con el forro hacia afuera y lo colocó junto a la maleta. Un joven entró en el compartimento y se asomó por la ventanilla para hablar en alemán con alguien que estaba en el andén. Los demás ocupantes del compartimento eran un hombre de mediana edad que estaba absorto con unos papeles que parecían de oficina y una señora pequeñita, de aspecto pulcro, que llevaba un sombrerito y leía una novela. Jonathan tomó asiento al lado del hombre de negocios, que se hallaba sentado junto a la ventanilla, de cara a la máquina. Jonathan abrió su
Telegraph
Eran las dos y once minutos.
Jonathan contempló la periferia de Munich deslizándose al otro lado de la ventanilla, edificios comerciales, cúpulas en forma de cebolla. En la pared de enfrente había tres fotos enmarcadas: un
château
, un lago en el que nadaban un par de cisnes, y una vista de los Alpes nevados. El tren ronroneaba sobre los lisos raíles y se balanceaba ligeramente. Jonathan entornó los ojos. Cerrando los dedos y colocando los codos sobre los apoyabrazos, casi consiguió dormirse. Había tiempo, tiempo para decidirse, tiempo para cambiar de parecer, tiempo para volver a cambiarlo. Marcangelo iba a Paris igual que él, y el tren no llegaría hasta las once y siete de la noche. Recordó que Reeves le había dicho que el tren se detendría en Estrasburgo a las seis y media. Jonathan despertó al cabo de unos minutos y observó un ir y venir de gente por el pasillo lateral, al otro lado de los cristales del compartimento. Al poco apareció un hombre empujando un carrito cargado con emparedados y botellas de cerveza y vino. El joven compró una cerveza. En el pasillo había un sujeto robusto que fumaba en pipa y de vez en cuando se apretaba contra la ventanilla para dejar paso a alguien.
Jonathan se dijo que no perdería nada pasando por delante del compartimento de Marcangelo, como si se dirigiese al vagón restaurante, sólo para hacerse una idea de la situación. Pero necesitó varios minutos para decidirse, y durante ellos se fumó un Gitane. Arrojó las cenizas en un receptáculo de metal debajo de la ventana, procurando no ensuciar las rodillas del hombre que leía unos papeles de oficina.
Al fin se levantó y se encaminó hacia la parte delantera del convoy. Le costó un poco abrir la puerta del extremo del vagón. Tuvo que cruzar otro par de puertas antes de llegar al vagón donde se encontraba Marcangelo. Jonathan caminaba lentamente, apoyándose para que el vaivén suave pero irregular del tren no le hiciera caer, mirando hacia el interior de cada uno de los compartimentos. Reconoció al instante el de Marcangelo, ya que éste se encontraba de cara a Jonathan, en un asiento central, dormido con las manos cruzadas sobre el abdomen, la barbilla apretada contra el cuello de la camisa, balanceando la cabeza con las sienes plateadas. Jonathan vio fugazmente a otros dos tipos italianos que permanecían inclinados hacia adelante, hablando y gesticulando. Le pareció que no había nadie más en el compartimento. Siguió andando hasta el extremo del vagón y salió a la plataforma, donde encendió otro cigarrillo y se quedó mirando por la ventanilla. En aquel extremo del vagón había un retrete, en cuya cerradura circular aparecía una señal roja indicando que estaba ocupado, un hombre calvo y delgado se encontraba ante la otra ventanilla, quizás esperando que el retrete quedara libre. Era absurdo pensar en matar a alguien allí: por fuerza habría testigos. Incluso suponiendo que en la plataforma sólo estuviesen el asesino y la víctima, ¿acaso no podía aparecer alguien de un momento a otro? El tren no era nada ruidoso y si un hombre empezaba a gritar, aunque tuviera el
«garrotte»
alrededor del cuello, lo más seguro era que le oyesen los pasajeros del primer compartimento.
Un hombre y una mujer salieron del vagón restaurante y echaron a andar por el pasillo, sin antes cerrar la puerta, aunque un camarero de chaqueta blanca se encargó de cerrarla en seguida.
Jonathan emprendió el regreso a su propio vagón y una vez más echó un vistazo, aunque breve, al interior del compartimiento de Marcangelo. Marcangelo fumaba un cigarrillo y estaba inclinado hacia adelante, charlando.
Jonathan decidió que, si lo hacía, tendría que ser antes de llegar a Estrasburgo. Seguramente allí subiría mucha gente con destino a París. Aunque tal vez se equivocara en esto. Pensó que dentro de una media hora tendría que ponerse el abrigo y apostarse en la plataforma del extremo del vagón de Marcangelo y permanecer esperando allí. ¿Y si Marcangelo utilizaba el lavabo del otro extremo? Había un retrete en ambos extremos del vagón. ¿Y si ni siquiera iba al lavabo? Era posible, aunque no probable. ¿Y si a los italianos sencillamente no les daba la gana de ira comer en el vagón restaurante? No, lo lógico era que fuesen al vagón restaurante, pero irían los tres juntos. Si no conseguía hacer nada, Reeves tendría que tramar otro plan mejor. Pero él, Jonathan, tendría que matar a Marcangelo, o a algún tipo comparable, si quería cobrar más dinero.
Segundos antes de las cuatro, Jonathan se obligó a sí mismo a levantarse y recoger cuidadosamente el abrigo del portaequipajes. Ya en el pasillo, se puso el abrigo, cuyo bolsillo derecho pesaba mucho, y se dirigió, llevando en la mano el libro de bolsillo, hacia la plataforma delantera del vagón de Marcangelo.
Cuando Jonathan pasó junto al compartimento de los italianos, esta vez sin mirar hacia el interior, por el rabillo del ojo vio una confusión de figuras, hombres que bajaban una maleta o que tal vez forcejeaban en plan de broma, y oyó risas.
Al cabo de un minuto Jonathan se encontraba con la espalda apoyada contra un mapa de la Europa Central con marco metálico, de cara a la puerta del pasillo, cuya mitad superior era de cristal. A través del cristal vio que un hombre se acercaba a la puerta y la abría bruscamente. Le pareció que era uno de los guardaespaldas de Marcangelo, un sujeto de pelo negro y unos treinta años y pico, con la expresión adusta y la complexión fornida que algún día le darían aspecto de sapo malhumorado. Jonathan recordó las fotografías de la sobrecubierta de
Cosecha siniestra
. El hombre se dirigió directamente al retrete, lo abrió y entró en él. Jonathan siguió fingiendo que estaba enfrascado en su novela. Al cabo de unos pocos instantes, el hombre salió del retrete y volvió a entrar en el pasillo.
Jonathan se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. ¿Y si el sujeto hubiese sido el propio Marcangelo? ¿No habría tenido una oportunidad perfecta al no pasar nadie camino del vagón restaurante? Se dio cuenta de que, de haberse tratado del mismísimo Marcangelo, él, Jonathan, no se habría movido de donde estaba y habría seguido fingiendo que leía. Con la mano derecha hundida en el bolsillo, se entretuvo quitando el seguro de la pistola y volviéndolo a poner. Después de todo, ¿qué arriesgaba? ¿Qué podía perder? Solamente su propia vida.
Marcangelo podía aparecer en cualquier momento, abrir la puerta y entonces… Podía ocurrir como la vez anterior, en el metro de Hamburgo. Luego una bala para sí mismo. Pero Jonathan se vio haciendo fuego contra Marcangelo, arrojando inmediatamente el arma por la puerta contigua al retrete o por la ventanilla de la puerta, que parecía de las que podían abrirse, entrando luego en el restaurante, con aire despreocupado, sentándose y encargando algo de comer.
Era totalmente imposible.
«Encargaré algo ahora mismo», pensó Jonathan y entró en el restaurante, donde muchas de las mesas estaban libres. Las mesas de un lado eran para cuatro personas; las del otro lado, para dos. Se sentó ante una de estas últimas. Se le acercó un camarero y Jonathan pidió una cerveza, pero al instante cambió de parecer y pidió vino.
—
Weisswein, bitte
—dijo Jonathan.
El camarero le trajo un cuarto de botella de Riesling frío. El traqueteo del tren sonaba más apagado y lujoso en el restaurante. La ventanilla era más grande y, al mismo tiempo, parecía más privada, haciendo que el bosque —¿Sería la Selva Negra?— cobrase un aspecto espectacularmente rico y verde. Se divisaba una serie interminable de pinos muy altos, como si Alemania tuviera tantos que no necesitara talar ninguno para lo que fuese. No se veía ni un desperdicio, ni un papel, y tampoco se divisaba ninguna figura humana cuidando del bosque, lo cual resultaba igualmente sorprendente para Jonathan. ¿A qué hora harían la limpieza los alemanes? Jonathan trató de darse valor con el vino. En algún punto del viaje había perdido sus ímpetus y ahora tenía que recuperarlos. Apuró el resto de la botella como si se tratase de un brindis obligatorio, pagó la cuenta y se puso el abrigo tras recogerlo del asiento de enfrente. Se quedaría en la plataforma hasta que apareciese Marcangelo, y entonces haría fuego contra él, tanto si venía solo como si le acompañaban sus dos guardaespaldas.
Jonathan abrió la puerta del vagón. Volvía a estar encarcelado en la plataforma, de nuevo con la espalda apoyada contra el mapa, los ojos clavados en la estúpida novela…
David se preguntó si Elaine sospechaba algo. Desesperado, pasó revista a los acontecimientos de…
Los ojos de Jonathan pasaban por encima de la letra impresa como si fueran los ojos de un analfabeto. Recordó algo que se le había ocurrido antes, hacía unos días. Simone rechazaría el dinero si sabía cómo lo había conseguido y, desde luego, lo sabría si él se pegaba un tiro en el tren. Se preguntó si Reeves o alguien más lograría persuadirla, convencerla, de que lo que Jonathan había hecho no era exactamente cometer un asesinato. Estuvo en un tris de soltar una carcajada. No había la menor esperanza. ¿Y qué estaba haciendo allí de pie? ¿Por qué no echaba a andar y regresaba a su asiento?
Alguien se acercaba y Jonathan alzó la vista. Entonces parpadeó.
El hombre que se le acercaba era Tom Ripley.
Ripley abrió la puerta, sonriendo ligeramente.
—Jonathan —dijo en voz baja—. Déme aquello, ¿quiere? El
«garrotte»
.
Se colocó al lado de Jonathan y se puso a mirar por la ventanilla.
De pronto Jonathan se sintió completamente aturdido. ¿De qué lado estaría Tom Ripley? ¿Del de Marcangelo? Luego se sobresaltó al ver que tres hombres se aproximaban por el pasillo.