Tom se acercó un poco más a Jonathan para dejarles pasar.
Los tres hombres hablaban en alemán y entraron en el vagón restaurante.
Tom, hablando por encima del hombro, se dirigió a Jonathan:
—El cordón. Vamos a probado, ¿de acuerdo?
Jonathan comprendió, al menos en parte. Ripley era amigo de Reeves. Conocía el plan de Reeves. Con los dedos de la mano izquierda Jonathan hizo un ovillo con el cordón en el bolsillo de los pantalones. Sacó la mano del bolsillo y entregó el
«garrotte»
a Tom. Luego miró hacia otro lado y se sintió aliviado.
Tom se metió el
«garrotte»
en el bolsillo derecho de la americana.
—Quédese aquí; puede que le necesite.
Tom se acercó al retrete, comprobó que estaba libre y entró. Luego cerró la puerta. El
«garrotte»
ni siquiera tenía el lazo preparado.
Tom lo dispuso para utilizarlo y lo volvió a guardar cuidadosamente en el bolsillo derecho de la americana. Sonrió levemente. ¡Jonathan se había puesto pálido como una sábana! Dos días antes, al telefonear a Reeves, éste le había dicho que Jonathan vendría pero que probablemente pediría una pistola. Tom pensó que seguramente la llevaba encima en aquel momento, pero se dijo que utilizarla era imposible en tales condiciones.
Pisó el pedal del agua y se mojó las manos, las sacudió y. se pasó las palmas por la cara. También él se sentía algo nervioso.!Su primera acción contra la Mafia!
Tom se había dicho que probablemente Jonathan haría una chapuza y, como él le había metido en el asunto, pensó que le correspondía a él ayudarle a salir del apuro. Así que el día antes había cogido el avión para Salzburgo, con la intención de tomar el tren al día siguiente, es decir, hoy. Le había pedido a Reeves que le describiese a Marcangelo, pero se lo había pedido como sin darle importancia, por lo que no creía que Reeves sospechase que él también iría en el Mozart-Express. Al contrarío, Tom le había dicho a Reeves que su plan era descabellado y que lo mejor sería que dejara en paz a Jonathan con la mitad del dinero y que buscase a otro para el segundo trabajo, si realmente deseaba que saliera bien. Pero había sido inútil. Reeves era igual que un chiquillo disfrutando con un juego inventado por él mismo, un juego bastante obsesivo, con reglas severas… para los demás. Tom quería ayudar a Trevanny. Además, ¡qué causa más buena la suya! ¡Cargarse a un pez gordo de la Mafia! ¡Tal vez a dos mafiosos!
Tom odiaba a la Mafia, odiaba sus sucios negocios de préstamos, sus chantajes, su condenada iglesia, su cobardía al delegar siempre los trabajos sucios en los subordinados, para que la ley no pudiera echarles el guante a los mandamases, no pudiera meterlos entre rejas salvo por evasión de impuestos o alguna trivialidad por el estilo. Comparado con los mafiosos, Tom casi se sentía virtuoso. Al pensarlo, soltó una sonora carcajada, una carcajada que resonó en el diminuto compartimento de metal y azulejos en que se encontraba. (También se dio cuenta de que tal vez Marcangelo estaba ante la puerta, esperando que el retrete quedase libre.) Sí, había gente menos honrada, más corrompida, decididamente más despiadada que él mismo, y esta gente eran los mafiosos, aquella encantadora y pendenciera colección de familias que, según la Liga Ítaloamericana, no existía, era producto de la imaginación de los novelistas. ¡La misma Iglesia, con sus obispos haciendo que la sangre se licuase en la festividad de San Genaro, con sus niñitas viendo visiones de la Virgen María, todo esto era más real que la Mafia! ¡Vaya si lo era! Tom se enjuagó la boca con agua, escupió, limpió el lavabo con agua y dejó que ésta se fuera por el desagüe. Luego salió.
En la plataforma no había nadie más que Jonathan Trevanny. Fumaba un cigarrillo, pero lo tiró en seguida, como un soldado con ganas de parecer más eficiente a ojos de un oficial superior. Tom le sonrió tranquilizadoramente y se situó ante la ventanilla lateral, junto a Jonathan.
—¿Han pasado por aquí, por casualidad?
Tom no quería mirar a través de las dos puertas que les separaban del vagón restaurante.
—No.
—Puede que tengamos que esperar hasta después de Estrasburgo, pero confío que no.
Una mujer salió del restaurante y trató de abrir la puerta sin conseguirlo. Tom se apresuró a abrírsela.
—Dankeschon —dijo la mujer.
—Bitte —replicó Tom.
Tom se colocó al otro lado de la plataforma y extrajo un ejemplar del
Herald-Tribune
del bolsillo de la chaqueta. Eran las cinco y once minutos. Debían llegar a Estrasburgo a las seis y treinta y tres minutos. Tom supuso que os italianos habrían almorzado copiosamente y no pensaban ir al vagón restaurante.
Un hombre entró en el lavabo.
Jonathan tenía los ojos puestos en su libro, pero los levanto al notar que Tom le miraba y éste sonrió una vez más. Cuando el hombre salió del lavabo, Tom se acercó a Jonathan. En el pasillo del vagón, a varios metros de donde ellos estaban, había dos hombres de pie, uno fumándose un puro y los dos mirando por la ventanilla, sin prestar atención a Tom y Jonathan.
—Trataré de acabar con él dentro del retrete —dijo Tom. Después tendremos que arrojarlo por la puerta —Tom indicó con la cabeza la puerta contigua al retrete—. Si estoy en el retrete con él, dé un par de golpes en la puerta para indicar que no hay moros en la costa. Después lo arrojaremos con tanta fuerza como podamos.
Con aire muy despreocupado, Tom encendió un Gauloise, luego bostezó lentamente, deliberadamente.
El pánico de Jonathan, que había alcanzado un punto culminante al entrar Tom en el retrete, empezaba a aminorar un poco. Tom quería llevar a cabo el trabajo. El porqué era algo que escapaba al poder de imaginación de Jonathan. También tenía la impresión de que tal vez Tom se propusiera hacer una chapuza y dejarle a él en la estacada. Pero, ¿por qué? Lo más probable era que Tom Ripley desease una parte del dinero, quizá todo el resto. En aquel momento a Jonathan sencillamente le daba lo mismo. No le importaba nada. Le pareció que el propio Tom estaba preocupado. Se encontraba apoyado en la pared de enfrente del retrete, con el periódico en las manos, pero no leía.
Entonces Jonathan vio que se acercaban dos hombres. El segundo era Marcangelo. El primero no era uno de los italianos. Jonathan miró a Tom, que inmediatamente le devolvió la mirada, y movió la cabeza una vez.
Al llegar a la plataforma, el primer hombre miró a su alrededor, vio el retrete y entró en él. Marcangelo pasó por delante de Jonathan, vio que el retrete estaba ocupado, dio media vuelta y volvió al pasillo. Jonathan vio que Tom sonreía y hacía un gesto con la mano como diciendo «¡Maldita sea, el pez se nos ha escapado!».
Jonathan podía ver perfectamente a Marcangelo: estaba en el pasillo, a unos pasos de la puerta, mirando por la ventanilla y esperando. Se le ocurrió que los guardaespaldas de Marcangelo, que estaban en el centro del vagón, al no saber que su jefe había tenido que esperar, tardarían menos tiempo en inquietarse si Marcangelo no volvía al compartimento. Hizo un leve movimiento con la cabeza, esperando que Tom entendiera que con él le indicaba que Marcangelo aguardaba cerca de allí.
El hombre del retrete salió y entró de nuevo en el pasillo. Marcangelo echó a andar hacia la plataforma. Jonathan miró rápidamente a Tom, pero éste estaba enfrascado en el periódico.
Tom se dio cuenta de que la figura rechoncha que entraba en la plataforma era Marcangelo otra vez, pero no apartó los ojos del periódico. Justo enfrente de Tom, Marcangelo abrió la puerta del retrete y Tom dio un salto hacia adelante como si quisiera entrar en él antes que el italiano, pero al mismo tiempo echó el lazo al cuello de Marcangelo con la esperanza de ahogar su grito al arrastrarle, dando un fuerte tirón al
«garrotte»
, como un boxeador descargando un golpe cruzado con la derecha, hacia el interior del retrete. Cerró la puerta y tiró brutalmente del
«garrotte»
, al mismo tiempo que pensaba que era la misma arma que Marcangelo habría utilizado en sus buenos tiempos. Tom vio que el nilón se hundía en la carne del cuello de Marcangelo. Lo retorció otra vez por detrás de la nuca y siguió tirando con fuerza. Con la mano izquierda Tom movió el pestillo de la puerta. Cesó el gorgoteo del italiano, la lengua asomó por entre sus labios horribles, mojados, los ojos se cerraron, luego volvieron a abrirse con horror y en ellos apareció la mirada perdida y fija, atónita, de los moribundos. La dentadura postiza cayó al suelo ruidosamente al chocar contra los azulejos. Tom casi se estaba cortando el pulgar y el lado del índice debido a la fuerza con que tiraba del cordón, pero se dijo que era un dolor que valía la pena soportar. Marcangelo se había desplomado, pero el
«garrotte»
, mejor dicho, Tom, lo sujetaba más o menos en posición de sentarse. Tom pensó que Marcangelo ya había perdido el conocimiento; era imposible que siguiese respirando. Tom recogió la dentadura y la tiró al retrete y luego consiguió apretar el pedal para que el agua se llevase lo que había en la taza. Con gesto de asco se limpió los dedos en el hombro acolchado de Marcangelo.
Jonathan había observado que en la cerradura del retrete aparecía la señal roja indicando que estaba ocupado. El silencio le tenía alarmado. ¿Cuánto tiempo duraría? ¿Qué estaba pasando dentro? ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Jonathan no dejaba de mirar hacia el interior del vagón.
Jonathan pensaba que los amigos de Marcangelo iban a aparecer de un momento a otro si su jefe tardaba en regresar al compartimento. Ya no había moros en la costa. ¿Había llegado el momento de llamar? Marcangelo ya tenía que estar muerto. Jonathan se acercó al retrete y dio dos golpecitos en la puerta.
Tom salió tranquilamente, cerró la puerta y examinó la situación. Y en aquel preciso momento entró en la plataforma una mujer vestida con un traje de
tweed
rojizo, una mujer más bien bajita de mediana edad, que evidentemente se proponía entrar en el retrete, cuyo indicador volvía a ser verde.
—Lo siento —le dijo Tom—. Alguien… un amigo mío está vomitando ahí dentro, me temo.
—
¿Bitte?
—
Mein Freund ist da drinnen ziemlich krank
—dijo Tom con una sonrisa de disculpa—.
Entschuldigen Sie, gnädige Frau. Er kommt sofort heraus.
La mujer asintió con la cabeza y sonrió. Luego volvió al pasillo.
—¡Vamos, échame una mano! — susurró Tom, dirigiéndose al retrete.
—Viene alguien mas —dijo Jonathan—. Uno de los italianos.
—¡Diablos!
Tom pensó que a lo mejor el italiano se quedaría esperando en la plataforma si le veía entrar en el retrete y cerrar la puerta.
El italiano, un tipo cetrino, miro a Jonathan y a Tom, vio que el retrete decía libre y siguió su camino hacia el vagón restaurante, sin duda para ver si Marcangelo estaba allí.
—¿Podrá atizarle con la pistola cuando yo le haya dado un puñetazo? — le preguntó Tom a Jonathan.
Jonathan movió la cabeza afirmativamente. La pistola era pequeña, pero la adrenalina de Jonathan empezaba a moverse por fin.
—Como si en ello le fuera la vida —añadió Tom—. Puede que así sea.
El guardaespaldas volvió a salir del restaurante, ahora moviéndose más deprisa. Tom se encontraba a la izquierda del italiano y de repente le asió la pechera de la camisa, lo apartó para que no pudieran verle desde la puerta por la que acababa de salir y le propinó un puñetazo en la mandíbula, seguido de un puñetazo en el estómago con la izquierda. Casi en el mismo instante Jonathan golpeó la nuca de! italiano con la culata de la pistola.
—¡La puerta! — exclamó Tom, sacudiendo la cabeza y tratando de impedir que e! italiano cayese de bruces.
El italiano no estaba inconsciente y agitaba los brazos débilmente, pero Jonathan ya había abierto la puerta lateral y el instinto le decía a Tom que no debía malgastar un solo segundo asestando otro golpe al italiano. De pronto llegó hasta ellos el estruendo de las ruedas del tren. A empujones y patadas sacaron al italiano del lavabo y lo arrojaron del tren. Tom perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer al vacío, pero Jonathan le sujetó por los faldones de la chaqueta. La puerta volvió a cerrarse con estrépito.
Jonathan se pasó los dedos por el pelo despeinado.
Con un gesto, Tom le indicó que se colocase en el otro extremo de la plataforma, desde donde podía ver todo el pasillo. Jonathan obedeció y Tom advirtió que estaba haciendo un esfuerzo por serenarse y volver a aparentar que era un viajero como cualquier otro.
Tom arqueó las cejas con expresión interrogativa y Jonathan asintió. Tom volvió a meterse en el lavabo y cerró la puerta, confiando en que Jonathan conservase la suficiente presencia de ánimo para llamar otra vez cuando no hubiera moros en la costa. Marcangelo yacía hecho un ovillo en el suelo, con la cabeza junto al pedestal del lavabo, el rostro pálido y un tanto azulado. Tom apartó la mirada y oyó que una puerta se abría en el exterior, la puerta del vagón restaurante, y luego sonaron dos golpes en la puerta del lavabo, dos golpes que le sonaron a música. Esta vez la abrió sólo un poquito.
—Parece que no hay peligro —dijo Jonathan.
De un puntapié, Tom abrió la puerta, apartando los pies de Marcangelo y por medio de señas indicó a Jonathan que abriese la puerta lateral de la plataforma. Pero, de hecho, el trabajo lo hicieron entre los dos, ya que Jonathan tuvo que ayudar a Tom a sostener el peso de Marcangelo hasta que la puerta lateral quedó totalmente abierta. La puerta tendía a cerrarse de nuevo a causa de la marcha del tren. Arrojaron a Marcangelo de cabeza y Tom le atizó un último puntapié, pero no logró tocarlo porque el cuerpo del italiano ya había caído en un vertedero de ceniza, tan cerca de Tom, que éste pudo ver claramente la ceniza y las briznas de hierba. Tom sujetó el brazo derecho de Jonathan mientras éste alargaba la mano hacia la palanca de la puerta y la asía.
Tom cerró la puerta del lavabo, jadeando, tratando de aparentar tranquilidad.
—Vuelva a su asiento y apéese en Strasburgo —dijo—. Interrogarán a todos los que viajan en este tren —nerviosamente dio un golpecito en el brazo de Jonathan—. Buena suerte, amigo mío.
Tom contempló cómo Jonathan abría la puerta que daba al pasillo. Luego se dispuso a entrar en el vagón restaurante, pero en aquel momento salía de él un grupo de cuatro personas y Tom se echó a un lado mientras cruzaban las dos puertas, charlando y riendo. Tom entró por fin en el restaurante y se sentó ante la primera mesa libre que encontró. Se colocó de cara a la puerta por la que acababa de entrar. Esperaba ver aparecer al segundo guardaespaldas de un momento a otro. Cogió el menú y se puso a estudiarlo con aire despreocupado. Ensalada de col picada. Ensalada de lengua. Gulaschsuppe… El menú venía en francés, inglés y alemán.