El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (30 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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—¿Qué sospechas?

—Nada.

—¡Quiero la verdad, juez Pazair!

—En la última sesión del tribunal, Denes habló de una posible traición de Suti.

—¿Y tú has caído en esa trampa?

—Que Suti me perdone.

—Dos en la galería de la derecha, los demás en la de la izquierda —ordenó Efraim—. Suti y yo nos encargaremos de la del centro.

Los mineros hicieron una mueca.

—Están en muy mal estado. Las vigas están medio podridas; si se derrumban, no saldremos vivos.

—Os he traído a este infierno porque la policía del desierto lo cree estéril. No hay agua y las minas están agotadas, ¡eso es lo que se afirma en Coptos! Os he descubierto el antiguo pozo; vosotros tenéis que descubrir el tesoro de estas galerías.

—Demasiado peligroso —decidió uno de los mineros—. Yo no entro.

Efraim se acercó al miedoso.

—Nosotros dentro y tú solo fuera… Eso no me gusta.

—Peor para ti.

El puño de Efraim cayó con inaudita violencia sobre el cráneo del recalcitrante. Su víctima se derrumbó. Uno de sus colegas, con ojos despavoridos, se inclinó sobre él.

—¿Lo has matado?

—Un sospechoso menos. Entremos en la galería.

Suti precedió a Efraim.

—Avanza poco a poco, pequeño… Tantea las vigas sobre tu cabeza.

Suti se arrastró por una tierra roja y pedregosa. La pendiente era suave, pero el techo muy bajo. Efraim llevaba la antorcha.

Brotando de las tinieblas, Suti descubrió un brillo blanco.

Tendió la mano; el metal era suave y fresco.

—¡Plata… plata aurífera!

Efraim le pasó las herramientas.

—Todo un filón, pequeño. Despréndelo sin estropearlo.

Bajo el blanco de la plata brillaba el oro; el soberbio metal servía para revestir el enlosado de algunas salas de los templos y objetos sagrados en contacto con el suelo, con el fin de preservar su pureza. ¿No se componía el alba de piedras de plata que transmitían la luz de los orígenes?

—¿Hay oro más abajo?

—Aquí no, pequeño. Esta mina es sólo una primera etapa.

El gigante acarició los perros mientras sus colegas excavaban las fosas para los cadáveres. La primera parte de la expedición era un éxito; habían exterminado a la mayoría de los fugitivos y recuperado una buena cantidad de plata. Tres ladrones seguían huidos.

Los policías se pusieron de acuerdo. El gigante decidió proseguir solo, con el perro más fuerte, agua y víveres; sus dos colegas llevarían el precioso metal a Coptos. Los fugitivos no tenían posibilidad alguna de sobrevivir; sabiéndose perseguidos, bajo la amenaza de las flechas y un dogo, tendrían que apresurar el paso. No había agua en tres días de camino, por lo menos. Dirigiéndose hacia el sur, darían forzosamente con una patrulla de vigilancia.

El gigante y su perro no correrían riesgo alguno y se limitarían a levantar la pieza, cortándole cualquier posibilidad de retirada. Una vez más, «los de la vista penetrante» habrían vencido al hampa.

En la mañana del segundo día, los tres fugitivos lamieron el rocío que cubría las piedras de la pista. El minero escapado llevaba al cuello la bolsa de cuero donde había metido fragmentos de plata. Con las manos crispadas sobre su tesoro, fue el primero en ceder. Sus piernas se doblaron, cayó de rodillas en el pedregal.

—No me abandonéis —suplicó.

Suti volvió hacia atrás.

—Si intentas ayudarlo —avisó Efraim—, moriréis los dos. Sígueme, pequeño.

Llevando el minero a hombros, Suti quedaría pronto atrás. Se perderían en aquel tórrido desierto donde sólo Efraim era capaz de encontrar el camino.

Con el pecho ardiente y los labios agrietados, el joven siguió a Efraim.

La cola del dogo se movía cadenciosamente. El policía se felicitó por su descubrimiento: el cadáver de un minero, al que el gigante dio la vuelta con el pie. No hacía mucho tiempo que el fugitivo había muerto. Sus manos apretaban con tanta fuerza la bolsa de cuero que el gigante se vio obligado a cortarlas para recuperar los fragmentos de plata.

Se sentó, apreció el valor del botín, alimentó a su perro, le dio de beber y bebió y comió él también. Acostumbrados a interminables marchas, ni el uno ni el otro sentían los mordiscos del sol. Respetaban los tiempos de descanso necesarios y no malgastaban ni una pizca de energía.

Ahora eran dos contra dos, y la distancia entre policías y ladrones no dejaba de disminuir.

El gigante se volvió. Había tenido varias veces la sensación de que lo seguían; el perro, orientado hacia la presa, no señalaba nada.

Limpió su puñal en la arena, se humedeció los labios y reanudó la persecución.

—Un esfuerzo más, pequeño. Junto a la mina de oro hay un pozo.

—¿Con agua?

Efraim no respondió. Tantos sufrimientos no podían ser en vano.

Un círculo de piedras señalaba la presencia del manantial. Efraim excavó con las manos, ayudado pronto por Suti. Primero, arena y guijarros; luego una tierra más blanda, casi húmeda; por fin, una especie de barro que les mojó los dedos, y el agua, que ascendía del Nilo subterráneo.

El policía y su perro asistieron al espectáculo. Hacía una hora que habían alcanzado a los fugitivos y se mantenían a distancia. Los oyeron cantar, los vieron beber a pequeños tragos, alegrarse y, luego, dirigirse a la mina de oro abandonada que no figuraba en ningún mapa.

Efraim había jugado bien sus cartas. No había confiado en nadie, guardando para sí el secreto que había arrancado a un viejo minero.

El policía verificó su arco y sus flechas, bebió un trago de agua fresca y se preparó para su última intervención.

—El oro está aquí, pequeño. El último filón de una galería olvidada. El oro suficiente para permitir que dos buenos amigos vivan días felices en Asia.

—¿Hay otros lugares como éste?

—Algunos.

—¿Por qué no explotarlos?

—Ha pasado el tiempo. Debemos huir, nosotros y nuestro patrón.

—¿Quién es?

—El hombre que nos espera en la mina. Los tres sacaremos el oro y lo transportaremos en narrias hasta el mar. Un barco nos llevará a la zona desierta, donde se ocultan unos carros.

—¿Has robado mucho oro para tu patrón?

—No le gustarían tus preguntas. Mira, ahí viene.

Un personaje de corta talla, gruesos muslos y cara de comadreja avanzó hacia los dos supervivientes. Pese al ardiente sol, la sangre de Suti se heló.

—Tenemos a la policía pisándonos los talones —declaró Efraim—. Saquemos el oro y marchémonos.

—Extraño compañero me traes —se asombró el general Asher.

Apelando a sus últimos recursos, Suti huyó hacia el desierto. No tenía posibilidad alguna de vencer a Efraim y Asher, armado con una espada. Primero, escapar; luego, reflexionar.

Un policía y su perro le cerraron el camino. Suti reconoció al gigante que vigilaba la contratación de los mineros.

Tensó el arco; el perro sólo esperaba una palabra para saltar.

—No sigas, muchacho.

—¡Sois mi salvador!

—Invoca a los dioses antes de morir.

—No os equivoquéis de blanco. Cumplo una misión.

—¿Por orden de quién?

—Del juez Pazair. Debo demostrar la participación del general Asher en un tráfico de metales preciosos… ¡Y ya tengo la prueba! Siendo dos, podremos detenerlo.

—No te falta valor, muchacho, pero la suerte te ha abandonado. Trabajo para el general Asher.

CAPÍTULO 30

N
eferet levantó la doble tapa de su cofre de tocador, subdividido en compartimentos decorados con flores rojas.

Contenía redomas de ungüentos, cosméticos, maquillaje para los ojos, piedra pómez y perfume. Mientras los demás seguían durmiendo, incluida la mona verde y el perro, le gustaba acicalarse y, luego, caminar con los pies desnudos entre el rocío, escuchando el primer canto de los paros y las abubillas. El alba era su hora, vida renaciente, despertar de una naturaleza cuyos sonidos transmitían la palabra divina. El sol acababa de vencer a las tinieblas, tras un largo y peligroso combate; su triunfo alimentaba la creación, su luz se transformaba en júbilo, animaba a los pájaros en el cielo y a los peces en el río.

Neferet saboreaba el gozo que los dioses le habían ofrecido y que ella debía ofrecerles en correspondencia. No le pertenecía, pero pasaba a través de ella como un flujo de energía que brotaba de la fuente para regresar de nuevo a ella. Quien intentara apropiarse de los presentes del más allá se condenaba a la sequedad de la rama muerta.

Arrodillada ante el altar erigido junto al lago, la joven depositó en él una flor de loto. En ella se encarnaba el nuevo día, en el que la eternidad se cumpliría en el instante. Todo el jardín se recogió, las hojas de los árboles se inclinaron bajo la brisa matinal.

Cuando la lengua de
Bravo
le lamió la mano, Neferet supo que el rito había concluido. El perro tenía hambre.

—Gracias por recibirme antes de marcharos al hospital —dijo Silkis—. El dolor es intolerable. Esta noche me ha impedido dormir.

—Echad la cabeza hacia atrás —pidió Neferet, que examinó el ojo izquierdo de la esposa de Bel-Tran.

Silkis, ansiosa, no podía dominarse.

—Se trata de una enfermedad que conozco y que curaré. Vuestras pestañas se inclinan de modo anormal, tocan el ojo y lo irritan.

—¿Es grave?

—Molesto, a lo sumo. ¿Deseáis que me encargue ahora mismo?

—Si no es muy doloroso…

—La operación es benigna.

—Nebamon me hizo sufrir mucho al modificar mi cuerpo.

—Mi intervención será mucho más leve.

—Confío en vos.

—Permaneced sentada y relajaos.

Las enfermedades oculares eran tan frecuentes que Neferet disponía permanentemente en su farmacia privada de muchos productos, aunque fueran raros, como la sangre de murciélago, que mezcló con olíbano para obtener una pomada viscosa que extendió sobre las molestas pestañas, tras haberlas estirado. Mientras se secaban, las mantuvo rígidas y extirpó sin dificultad los bulbos de los pelos. Para impedir que crecieran de nuevo, aplicó una segunda pomada compuesta de crisocola y galena.

—Ya estáis salvada, Silkis.

La esposa de Bel-Tran sonrió aliviada.

—Tenéis unas manos maravillosas… ¡No he notado nada!

—Lo celebro.

—¿Es indispensable un tratamiento complementario?

—No, os habéis librado de esa pequeña anomalía.

—¡Me gustaría tanto que cuidarais a mi marido! Su enfermedad de la piel me preocupa mucho. Tiene tanto trabajo que no piensa en su bienestar… Casi no lo veo. Se va muy pronto por la mañana y vuelve tarde al anochecer, cargado de papiros que examina por la noche.

—Tal vez el exceso de trabajo sólo dure algún tiempo.

—Mucho me temo que no. En palacio aprecian su competencia, y en el Tesoro no pueden prescindir de él.

—Eso son buenas noticias.

—Aparentemente, sí; pero para la familia, que tanto nos importa a él y a mí… El porvenir me da miedo. ¡Se habla de Bel-Tran como futuro director de la Doble Casa blanca! ¡Las finanzas de Egipto en sus manos, qué abrumadora responsabilidad!

—¿No os sentís orgullosa?

—Bel-Tran se alejará más de mí. Pero ¿qué puedo hacer? ¡Lo admiro tanto!

Los pescadores extendieron sus capturas ante Mentmosé, el antiguo jefe de policía revocado por el visir y relegado al rango de superintendente de pesca del delta en una pequeña ciudad de la costa. Gordo, pesado, lento, Mentmosé seguía engordando en un tedio cada vez mayor. Detestaba su miserable casa oficial, no soportaba el contacto con los pescadores y pescaderos, y montaba en violentas cóleras ante el más anodino detalle. ¿Cómo salir de aquel agujero perdido? Ya no trataba con ningún cortesano.

Cuando vio aparecer a Denes por un extremo del muelle, se creyó víctima de una alucinación. Olvidando a sus interlocutores, clavó los ojos en la maciza silueta del transportista, su rostro cuadrado, su fina barba blanca. Efectivamente, era él, uno de los hombres más ricos e influyentes de Menfis.

—Largaos —ordenó Mentmosé a un patrón pesquero que solicitaba una autorización.

Denes observaba la escena con aire socarrón.

—Estáis muy lejos de las operaciones de policía, querido amigo.

—¿Ironizáis sobre mi desgracia?

—Me gustaría aliviar vuestra carga.

Mentmosé, durante su carrera, había mentido mucho. Se consideraba un experto en materia de astucia, disimulo y añagazas, pero admitía de buena gana que Denes era un serio competidor.

—¿Quién os envía?

—Iniciativa personal. ¿Deseáis vengaros?

—Vengarme…

La voz de Mentmosé se hizo gangosa.

—¿No tenemos un enemigo común?

—Pazair, el juez Pazair…

—Molesto personaje —juzgó Denes—. Su posición de decano del porche no ha apagado sus ardores.

Rabioso, el antiguo jefe de policía apretó los puños.

—¡Me sustituyó por ese mediocre nubio, más salvaje que su mono!

—Es injusto y estúpido, ciertamente. Reparemos ese error, ¿os parece?

—¿Cuáles son vuestros proyectos?

—Manchar la reputación del juez Pazair.

—¿No es irreprochable?

—¡Sólo en apariencia, querido amigo! Todo hombre tiene sus debilidades. Y, si no, inventémoslas. ¿Conocéis esto?

Denes abrió su mano derecha, contenía un anillo con sello.

—Le sirve para sellar sus actas.

—¿Se lo habéis robado?

—Lo he reproducido a partir del modelo que me ha proporcionado uno de los escribas de su administración. Lo pondremos en algún documento comprometedor para poner fin a la carrera del juez Pazair y rehabilitaros.

El aire marino, aunque cargado de fuertes olores, pareció muy suave al olfato de Mentmosé.

Pazair puso la caja de madera de ébano entre él y Neferet. Abrió el cajón deslizante, sacó unos peones de terracota barnizada y los colocó en las treinta casillas de hueso. Neferet fue la primera en jugar; la regla consistía en hacer avanzar un peón de las tinieblas hacia la luz, evitando que cayera en una de las trampas dispuestas a su paso y cruzando numerosas puertas.

Pazair cometió un error en su tercera jugada.

—No prestas atención.

—No tengo noticias de Suti.

—¿Realmente es anormal?

—Eso me temo.

—¿Cómo podría comunicarse contigo en pleno desierto?

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