El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (19 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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Ambos hombres avanzaron el uno hacia el otro.

—¿De modo que eres Adafi, el enemigo jurado de Egipto, el conspirador, el fomentador de disturbios?

—¿Y tú fuiste el que mató a mi amigo, el general Asher?

—Tuve ese honor, aunque la muerte de aquel traidor resultara demasiado dulce.

—Un oficial egipcio a la cabeza de una pandilla de nómadas nubios… ¿no serás tú también un traidor?

—Has robado mi oro.

—Me pertenecía; era el precio convenido con el general para un apacible retiro en mi territorio.

—El tesoro me pertenece.

—¿Por qué razón?

—Botín de guerra.

—No te falta aplomo, jovencito.

—Reclamo lo mío.

—¿Qué sabes tú de mis tratos con los mineros?

—Tu pandilla ha sido aniquilada y no tienes apoyo alguno en Egipto. Desaparece en seguida y refúgiate en lo más profundo de tu bárbaro país. Tal vez allí no te alcance el furor del faraón.

—Si quieres tu oro, tendrás que ganártelo.

—¿Está aquí?

—En mi tienda. Puesto que venciste al general Asher, cuyos huesos yo enterré, ¿por qué no vamos a ser amigos? A guisa de pacto, te ofrezco la mitad del oro.

—Lo exijo todo.

—Eres demasiado ambicioso.

—Has perdido ya muchos hombres; mis guerreros son superiores a los tuyos.

—Sin duda es cierto, pero conozco tus trampas y somos más numerosos.

—Mis nubios combatirán hasta el último hombre.

—¿Quién es la mujer rubia?

—Su diosa de oro; gracias a ella ignoran el miedo.

—Mi espada decapitará esa superstición.

—Si sobrevives.

—Si te niegas a colaborar, te eliminaré.

—No podrás huir, Adafi, acabarás siendo el más notable de mis trofeos.

—El orgullo te ha sorbido el seso.

—Si quieres salvar la vida a tus tropas, desafíame.

El libio miró a Suti de arriba abajo.

—Contra mí no tienes ninguna posibilidad.

—Yo lo decido.

—Eres muy joven para morir.

—Si gano, recuperaré mi oro.

—¿Y si pierdes?

—Te apoderas del mío.

—¿Del tuyo…? ¿Qué quieres decir?

—Mis nubios transportan una buena cantidad de metal precioso.

—De modo que ahora haces tú el tráfico, en vez del general.

Suti permaneció silencioso.

—Perecerás —profetizó Adafi, cuya amplia frente se frunció.

—¿Qué armas utilizamos?

—Cada uno las suyas.

—Exijo que se firme un tratado, apoyado por ambos bandos.

—Los dioses serán testigos.

La ceremonia se organizó sin tardanza; tres libios y tres nubios, entre ellos el viejo guerrero, participaron en ella. Invocaron los genios del fuego, del aire, del agua y de la tierra, encargados de destruir al eventual perjuro, luego acordaron una noche de descanso antes del duelo.

Junto a la gruta, los nubios formaron un círculo alrededor de la diosa de oro; imploraron su protección y le suplicaron que concediera la victoria a su héroe. Con piedras quebradizas, que dejaban marcas rojas en la piel, decoraron el cuerpo de Suti con los signos de la guerra.

—No nos conviertas en esclavos.

El egipcio se sentó frente al sol, obteniendo de la luz del desierto la fuerza de los gigantes de antaño, capaces de mover bloques de granito para construir templos donde se encarnaba lo invisible. Había rechazado la vida de los escribas y los sacerdotes, pero Suti sentía la presencia de una energía oculta en el cielo al igual que en el suelo; la absorbía respirando, la canalizaba concentrándose en el objetivo que quería alcanzar.

Pantera se arrodilló junto a él.

—Es una locura; Adafi nunca fue vencido en singular combate.

—¿Qué arma prefiere?

—La jabalina.

—Mi flecha será más rápida.

—No quiero perderte.

—Como deseas ser rica, debo correr riesgos. Créeme, no hay otra solución; me repugnaba que mataran a esos nubios.

—¿Y verme viuda te deja indiferente?

—Como diosa de oro, me protegerás.

—Cuando Adafi te haya matado, le hendiré un puñal en el vientre.

—Tus compatriotas te destrozarán.

—Los nubios me defenderán… ¡Y se producirá la matanza que tanto temes!

—Salvo si venzo.

—Te enterraré en el desierto e iré a quemar viva a la señora Tapeni.

—¿Me permitirás encender la pira?

—Te amo cuando sueñas; te amo porque sueñas.

La bruma cubría de nuevo el desierto, apagando la claridad del alba. Suti avanzó; la arena crujió bajo sus pies desnudos. En su mano diestra llevaba un arco de alcance medio, el mejor que tenía; en la izquierda, una sola flecha. No tendría tiempo de disparar otra; Adafi tenía fama de ser un invencible combatiente, y ningún adversario había logrado ponerlo en peligro. Inhallable, escapaba siempre de las expediciones policiales que debían interceptarlo; su actividad preferida era armar a rebeldes y bandoleros para mantener la inseguridad en las provincias occidentales del delta. ¿No pensaría Adafi en reinar en el norte de Egipto?

Los rayos del sol desgarraron la grisalla. Muy digno en su túnica roja y verde, con los cabellos ocultos por un turbante negro, se mantenía a unos cincuenta metros de su adversario.

Suti supo que había perdido.

Adafi no manejaba una jabalina, sino el arco preferido del egipcio, que había encontrado en la gruta. Un arma de excepcional calidad, de madera de acacia, capaz de mandar una flecha a más de sesenta metros en tiro directo. El que Suti utilizaría parecía casi irrisorio; de precisión aleatoria, simplemente le permitiría herir al libio. Si intentaba acercarse, Adafi sería el primero en disparar sin concederle siquiera la posibilidad de réplica.

El rostro del libio había cambiado: duro, hosco, no mostraba la menor huella de humanidad. Adafi quería matar, todo su ser estaba preñado de muerte. Con la mirada fría, esperaba que su presa temblase.

El ex teniente de carros comprendió por qué el libio vencía siempre en sus duelos. Agazapado tras un montículo, a la izquierda, otro arquero libio protegía a Adafi. ¿Actuaría antes que su señor, coordinarían sus gestos?

Suti se reprochó su estupidez. Un combate franco y leal, el respeto a la palabra dada… Adafi no había pensado en ello ni un solo instante. Y, sin embargo, el primer instructor del joven egipcio le había enseñado que beduinos y libios solían herir por la espalda. Aquel olvido iba a costarle la vida.

Adafi, Suti y el libio emboscado tensaron su arco al mismo tiempo; el egipcio aplicó un esfuerzo progresivo, aumentando poco a poco la tensión. Su actitud divirtió a Adafi; éste había supuesto que Suti intentaría eliminar primero al hombre colocado a su izquierda y, luego, dispararía otra flecha en su dirección.

Pero había tomado un solo proyectil.

Con el rabillo del ojo, el joven asistió a una escena tan violenta como rápida. Pantera, que se había acercado arrastrándose a la espalda del libio agazapado, lo degolló. Adafi advirtió el drama y apuntó con su flecha a la mujer rubia, que se arrojó a la arena. Suti aprovechó aquel error, tensó al máximo la cuerda, se identificó con la flecha y proyectó su espíritu hacia el blanco.

Consciente de su error, Adafi se precipitó.

Su flecha rozó la mejilla derecha de Suti; la del egipcio se clavó en el ojo derecho del libio. Fulminado, Adafi cayó boca abajo.

Mientras los nubios clamaban su júbilo, Suti cortó la mano derecha del vencido y blandió su arco hacia el cielo.

Los merodeadores de las arenas y los libios soltaron sus armas y se postraron ante la pareja abrazada que formaban Suti y Pantera.

El rostro de la diosa de oro resplandecía de felicidad; rica, feliz, con un ejército a sus pies y soldados libios obligados a obedecerla, asistía a la materialización de sus más enloquecidos sueños.

—Sois libres de partir o de obedecerme —dijo Suti—; si me seguís, tendréis oro. A la menor desobediencia, os ejecutaré con mis propias manos.

Nadie se movió; la recompensa prometida habría seducido a los más desconfiados mercenarios. Suti examinó los carros y los caballos; los unos y los otros le parecieron satisfactorios. Con algunos conductores bien entrenados y arqueros nubios, superiores a cualquier rival, el ex teniente disponía de un ejército eficaz y coherente.

—Eres el dueño del oro —dijo Pantera, radiante.

—Has vuelto a salvarme la vida.

—Ya te lo dije: sin mí no harías nada grande.

Suti distribuyó una primera paga, que disipó cualquier animosidad. Los libios ofrecieron vino de palma a los nubios y su confraternización se convirtió en una borrachera salpicada de cantos y risas. Su nuevo jefe se había aislado, prefiriendo el silencio del desierto. Pantera se le reunió.

—¿Me has olvidado en tus sueños?

—¿Acaso no eres tú quien los inspira?

—Le has hecho a Egipto un inmenso favor; matando a Adafi has eliminado a uno de sus más tenaces adversarios.

—¿Qué hacer con esta victoria?

CAPÍTULO 26

V
estido con un modesto paño y unas viejas sandalias, mal afeitado, el visir Pazair paseó por el gran mercado de Menfis, mezclándose con los ociosos. ¿Era éste el mejor modo de saber lo que pensaba la población? Comprobó, con satisfacción, que se ofrecía a la clientela productos muy variados. La circulación de los barcos se llevaba a cabo sin interrupción por el Nilo, la entrega de géneros alimenticios disfrutaba de apreciable regularidad. Una reciente comprobación de las instalaciones portuarias y las dársenas donde se revisaban los barcos, dos veces por año, había demostrado el excelente estado de la flota mercante.

Pazair advirtió que el trueque era abundante y que se pactaban numerosos intercambios en las condiciones normales; la inflación, dominada, no penalizaba ya a los más modestos. Entre los comerciantes, un gran número de mujeres ocupaban lugares ventajosos y ambicionados. Cuando las discusiones se prolongaban, el aguador calmaba la sed de los litigantes. «¡Mi corazón está contento!», exclamó un campesino, satisfecho por haber adquirido una jarra a cambio de unos hermosos higos. Algunos curiosos rodeaban una magnífica pieza de lino que desplegaban dos mercaderes de telas.

—¡Un paño divino! —comentó una señora acomodada.

—Por eso es caro —indicó el fabricante.

—Desde el nombramiento del nuevo visir, los precios intempestivos no están bien vistos.

—¡Mejor así! Se venderá más y se comprará mejor. Si adquirís este paño, añadiré un echarpe.

Mientras se cerraba el trato, Pazair se interesó por un vendedor de sandalias, colgadas con cordeles de una pequeña viga de madera sostenida por dos columnitas.

—Harías bien cambiando tu calzado, muchacho —comentó el especialista—. Has caminado demasiado con las sandalias que llevas; la suela te fallará dentro de poco.

—No tengo medios.

—Tu cara me gusta; te fiaré.

—Va contra mis principios.

—¡Quien no contrae deudas, se enriquece! De acuerdo, repararé las tuyas a buen precio.

Goloso, Pazair compró un pastelillo de miel, apartándose de las conversaciones que trataban de la preparación de la próxima comida. No había inquietud en las palabras, nadie discutía la acción del visir. Sin embargo, éste no quedó muy tranquilo; casi nunca se pronunciaba el nombre de Ramsés.

Pazair se aproximó a una vendedora de ungüentos y regateó por una pequeña redoma.

—Es algo caro —dijo.

—¿Eres de la ciudad?

—No, del campo. Me atraía la fama de Menfis; Ramsés el Grande la ha convertido en la más hermosa ciudad del mundo. ¡Me gustaría tanto verlo! ¿Cuándo saldrá de su palacio?

—Nadie lo sabe; dicen que está enfermo y que reside en Pi-Ramsés, en el delta.

—¿Él, el hombre más robusto del país?

—Se murmura que su poder mágico se ha agotado.

—¡Pues bien, que lo regeneren!

—¿Pero es posible todavía?

—Pues entonces, un nuevo soberano…

La vendedora inclinó la cabeza.

—¿Quién sucederá a Ramsés?

—¿Quién puede saberlo?

Se alzaron unos gritos. La muchedumbre se dislocó, dando paso a
Matón
; en unos pocos saltos estuvo a los pies de Pazair.

Creyendo que se las veía con un ladrón y que el babuino policía iba a detenerlo, la vendedora echó rápidamente una cuerda al cuello del delincuente para inmovilizarlo. Pese a su costumbre, el simio no mordió la pantorrilla de su víctima sino que permaneció plantado ante ella hasta la llegada de Kem.

—¡Yo misma lo he detenido! —presumió la vendedora—; ¿tengo derecho a una prima?

—Ya veremos —repuso el nubio llevándose a Pazair.

—Parecéis furioso —advirtió el visir.

—¿Por qué no me habéis avisado? ¡Habéis cometido una gran imprudencia!

—Nadie podía reconocerme.

—Pues
Matón
os ha encontrado.

—Necesitaba escuchar a la gente.

—¿Sabéis algo más?

—La situación no es brillante; Bel-Tran está preparando las conciencias para la caída de Ramsés.

Neferet llegaba con retraso, pese a la importancia de la comisión administrativa que debía presidir. Algunos puntillosos la acusarían de coquetería, pero había curado de urgencia a
Traviesa
, la pequeña mona, que sufría una indigestión; a
Bravo
, el perro, que tenía una tos espasmódica, y a
Viento del Norte
, el asno, que se había herido en una pata.

Cuidar a los tres genios buenos de la casa le parecía prioritario.

La asamblea de notables se levantó al entrar la médico en jefe del reino y se inclinó ante ella. La belleza de Neferet disipó cualquier veleidad crítica; cuando ella hablaba, su voz actuaba como un bálsamo y los viejos facultativos no se cansaban de aquel remedio.

La presencia de Bel-Tran sorprendió a Neferet.

—La administración me delega como interlocutor financiero —explicó—. Hoy deben adoptarse medidas referentes a la salud pública; debo asegurarme de que no comprometan el equilibrio presupuestario del Estado, cuya responsabilidad asumo ante el visir.

De ordinario, la Doble Casa blanca se limitaba a enviar un delegado; la intervención del director anunciaba un combate para el que Neferet no estaba preparada.

—Estoy insatisfecha del número de hospitales en las capitales de provincia y las pequeñas aglomeraciones; os propongo crear una decena de establecimientos, siguiendo el modelo de Menfis.

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