El jugador (17 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El jugador
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Todo el mundo conocía historias (reales) de personas que se habían caído por un acantilado y cuyo grito había sido transmitido por la terminal con la rapidez suficiente para que una unidad del Cubo se conectara a la cámara de esa terminal, comprendiera lo que estaba ocurriendo y enviara un robot que había interrumpido la caída con sus campos. También había historias sobre terminales que registraron el accidente que separó la cabeza de su propietario o propietaria del cuerpo y avisaron a una unidad médica que llegó justo a tiempo para salvar al cerebro, con lo que la persona tan bruscamente desprovista de cuerpo sólo tenía el problema de encontrar formas de distraerse durante los meses que el nuevo cuerpo tardaría en estar totalmente desarrollado.

Una terminal significaba la seguridad.

Y ésa era la razón de que Gurgeh se la llevara consigo durante sus paseos más largos.

Dos días después de la visita de Worthil, Gurgeh estaba sentado en un pequeño banco de piedra cerca de donde empezaba la arboleda a unos cuantos kilómetros de Ikroh. La ascensión por el sendero le había hecho jadear. Hacía un día muy soleado y la tierra desprendía un olor muy agradable. Gurgeh usó su terminal para tomar unas cuantas fotos del panorama que se divisaba desde el pequeño claro. Junto al banco había una masa metálica cubierta de óxido, un regalo de una antigua amante a la que ya casi había olvidado. Gurgeh acababa de tomarle unas cuantas fotos cuando la terminal emitió un zumbido.

–Aquí la casa, Gurgeh. Dijiste que te avisara cuando hubiese llamadas de Yay para que pudieras decidir si las aceptabas o no. Yay dice que es moderadamente urgente.

No había estado aceptando las llamadas de Yay, y la joven había intentado ponerse en contacto con él varias veces durante los últimos días. Gurgeh se encogió de hombros.

–Adelante –dijo.

Alzó la mano y dejó a la terminal flotando en el aire delante de su cara.

La pantalla se desplegó para revelar el rostro sonriente de Yay.

–Ah, el recluso... ¿Qué tal estás, Gurgeh?

–Bien.

Yay se inclinó hacia adelante acercando la cabeza unos centímetros más a su pantalla.

–¿Qué es esa cosa al lado de la que estás sentado?

Gurgeh contempló el objeto metálico que había junto al banco.

–Es un cañón –dijo.

–Eso es lo que me había parecido.

–Fue un regalo de una amiga –explicó Gurgeh–. Estaba muy interesada en la metalurgia. Las forjas y los moldes, ya sabes... Acabó pasando de los atizadores y los morillos de chimenea a los cañones. Pensó que disparar esferas metálicas de gran tamaño a las aguas del fiordo podía parecerme divertido.

–Comprendo.

–Pero necesitas un tipo de pólvora de ignición muy rápida para hacerlo funcionar, y nunca encontré el momento de encargarla.

–Me alegro. Lo más probable es que ese trasto hubiera estallado en mil pedazos llevándose tus sesos con él.

–Sí, confieso que también pensé en esa posibilidad...

–Hombre precavido, ¿eh? –La sonrisa de Yay se hizo un poco más ancha–. Bueno, ¿a que no lo adivinas?

–¿El qué?

–Me voy de crucero. Convencí a Shuro de que necesita ampliar un poco sus horizontes. Te acuerdas de Shuro, ¿no? Le conociste en la práctica de tiro.

–Oh. Sí, me acuerdo de él. ¿Cuándo os vais?

–Ya me he ido. Acabamos de salir del puerto de Tronze. Viajamos en el clíper
Tornillo flojo
. Es la última ocasión que tengo de llamarte en tiempo real y he decidido aprovecharla. El retraso significará que en el futuro tendré que conformarme con mandarte cartas.

–Ah. –Gurgeh empezó a desear no haber aceptado la llamada–. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

–Un mes, puede que dos. –Los rasgos de Yay se fruncieron en un mohín que no borró la sonrisa–. Ya veremos... Puede que Shuro se canse de mí antes. Parece que al niño le interesan más los hombres, pero estoy intentando convencerle para que cambie de campo. Siento no haberme despedido antes de partir, pero no estaré mucho tiempo fuera y...

La imagen se desvaneció. La pantalla desapareció dentro de la terminal y ésta cayó al suelo y se quedó inmóvil y silenciosa sobre las agujas de pino que cubrían el suelo del claro. Gurgeh la contempló sin moverse durante unos momentos, se inclinó y la cogió. El proceso de enrollado de la pantalla había hecho que unas cuantas agujas de pino y tallos de hierba quedaran atrapados en la ranura. Gurgeh los sacó. La terminal había dejado de funcionar. La lucecita incrustada en la base estaba apagada.

–¿Y bien, Jernau Gurgeh? –preguntó Mawhrin-Skel.

La unidad apareció en un extremo del claro y flotó hacia él.

Gurgeh aferró la terminal con las dos manos. Se puso en pie y siguió con los ojos a la unidad mientras avanzaba hendiendo el aire. Los rayos de sol arrancaban destellos a sus placas. Gurgeh se obligó a relajarse, guardó la terminal en un bolsillo de su chaqueta, se sentó sobre el banco y cruzó las piernas.

–¿Y bien qué, Mawhrin-Skel?

–Quiero saber si has tomado una decisión. –La máquina se detuvo delante de su rostro. Sus campos brillaban con un leve resplandor azulado–. ¿Hablarás en favor mío?

–Supón que lo hago y que todo sigue igual.

–Tendrás que esforzarte un poco más. Si eres lo bastante persuasivo acabarán accediendo.

–Pero... ¿Y si estás equivocado y no se dejan convencer?

–Entonces tendré que pensar en si hago pública esa pequeña charada tuya o no. Sería divertido, desde luego... Pero quizá decida guardármela por si puedes serme útil de alguna otra forma. Nunca se sabe, ¿verdad?

–No, desde luego.

–Me he enterado de que el otro día tuviste una visita.

–Pensé que quizá te hubieras dado cuenta.

–Parecía una máquina de Contacto.

–Y lo era.

–Me encantaría fingir que sé lo que te dijo, pero tuve que dejar de escuchar cuando entraste en la casa. Creí oírte decir algo sobre un viaje...

–Una especie de crucero.

–¿Y eso es todo?

–No.

–Hmmm. Voy a decirte lo que creo. Creo que querían que trabajaras para Contacto, que te convirtieras en Arbitrador o que entraras a formar parte de su departamento de planificación..., algo así. ¿Me equivoco?

Gurgeh meneó la cabeza. La unidad osciló levemente de un lado a otro, un gesto cuyo significado Gurgeh no estaba muy seguro de entender.

–Ya veo. Y... ¿Aún no les has hablado de mí?

–No.

–Creo que deberías hacerlo. ¿No te parece?

–Aún no sé si accederé a hacer lo que me han pedido. Todavía no he tomado una decisión.

–¿Por qué no? ¿Qué quieren que hagas? ¿Puede compararse a la vergüenza que...?

–Haré lo que quiera hacer –dijo Gurgeh y se puso en pie–. Después de todo quizá sea el mejor curso de acción. Supongamos que consigo persuadir a Contacto de que vuelvan a aceptarte... Tú y tu amiga de la
Cañonera diplomática
seguiríais teniendo esa grabación. ¿Qué te impediría repetir el truquito del chantaje?

–Ah, así que sabes cómo se llama... Me preguntaba qué estabais tramando tú y el Cubo de Chiark. Bueno, Gurgeh, hazte esta pregunta: ¿qué otra cosa puedo querer de ti? Esto es lo único que quiero. Quiero que se me permita ser aquello para lo que fui creado. Cuando se me devuelva a mi estado original tendré todo lo que puedo desear. No existe ninguna otra cosa que me afecte sobre la que puedas tener el más mínimo control. Quiero luchar, Gurgeh. Me diseñaron para eso, ¿comprendes? Me concibieron para usar la habilidad, la astucia y la fuerza con el fin de ganar batallas en nombre de nuestra vieja y querida Cultura. En cuanto a ejercer control sobre los demás o tomar decisiones estratégicas... Ese tipo de poder no me interesa. El único destino que quiero controlar es el mío.

–Hermosas palabras –dijo Gurgeh.

Sacó la terminal de su bolsillo y la hizo girar entre los dedos. Mawhrin-Skel se la arrancó desde un par de metros de distancia, la dejó suspendida debajo de su estructura y la fue doblando lentamente por la mitad. Después volvió a doblarla hasta una cuarta parte de su tamaño original. La terminal en forma de pluma se rompió. Mawhrin-Skel estrujó los restos hasta convertirlos en una bolita de la que asomaban pequeñas aristas metálicas.

–Me estoy impacientando, Jernau Gurgeh. Cuanto más deprisa piensas más despacio transcurre el tiempo, y te aseguro que pienso muy deprisa. Digamos... Cuatro días más, ¿te parece bien? Dispones de ciento veintiocho horas antes de que
Cañonera
reciba un mensaje mío diciéndole que te haga todavía más famoso de lo que ya eres.

Mawhrin-Skel le arrojó la terminal destrozada a la cara y Gurgeh la cogió al vuelo.

La pequeña unidad se alejó flotando hacia el extremo del claro.

–Estaré esperando tu llamada –dijo–. Aunque necesitarás otra terminal, claro... Y ten cuidado durante el trayecto de vuelta a Ikroh. Andar por estos lugares sin ningún medio de pedir ayuda puede resultar peligroso.

–¿Cinco años? –dijo Chamlis con voz pensativa–. Bueno, estoy de acuerdo en que parece un juego muy interesante, pero... Es mucho tiempo. ¿No te hará perder el contacto con lo que ocurra durante ese período? Gurgeh, ¿estás seguro de que lo has pensado bien? No permitas que te presionen para hacer algo de lo que luego podrías arrepentirte.

Estaban en el último sótano de Ikroh. Gurgeh había llevado a Chamlis hasta aquellas profundidades para hablarle del Azad, y antes de contarle nada le había hecho prometer que guardaría el secreto. Dejaron al robot antivigilancia que el Cubo había apostado en la casa montando guardia junto a la entrada del sótano, y Chamlis hizo cuanto estaba a su alcance para asegurarse de que no había nada ni nadie escuchándoles, y también produjo una imitación bastante buena de un campo de silencio a su alrededor. Su conversación se desarrolló con el telón de fondo sonoro de las cañerías y conductos de mantenimiento que gruñían y siseaban en la oscuridad. Las oscuras paredes de roca estaban cubiertas de gotitas de agua que las hacían relucir.

Gurgeh meneó la cabeza. No había ningún sitio donde sentarse, y el techo era tan bajo que no le permitía ponerse recto. Se quedó inmóvil con la cabeza inclinada.

–Creo que voy a aceptar –dijo sin mirar a Chamlis–. Si lo encuentro demasiado difícil o si cambio de parecer siempre me queda el recurso de volver.

–¿Demasiado difícil? –repitió Chamlis. La vieja unidad parecía sorprendida–. Me extraña oírte decir eso. Estoy de acuerdo en que parece un juego muy complicado, pero...

–Bueno, lo importante es que siempre puedo volver –dijo Gurgeh.

Chamlis guardó silencio durante unos momentos.

–Sí. Sí, claro. Siempre puedes volver.

Gurgeh seguía sin estar demasiado seguro de haber tomado la decisión correcta. Había intentado pensar cuidadosamente en todo aquel embrollo aplicándole el mismo tipo de análisis frío y lógico que estaba acostumbrado a emplear en los momentos más difíciles de una partida, pero parecía incapaz de hacerlo. Era como si aquella habilidad suya sólo sirviera para los problemas lejanos y abstractos, y Gurgeh había acabado llegando a la conclusión de que no podía aplicarla a algo que estaba tan complejamente entremezclado con su propio estado emocional.

Quería alejarse de Mawhrin-Skel, pero –y no le quedaba más remedio que admitirlo– también se sentía muy atraído por el Azad, y no sólo por el juego. El juego seguía pareciéndole ligeramente irreal y excesivamente complicado para tomárselo en serio. No, lo que le interesaba era el imperio.

Y, naturalmente, también quería quedarse. Hasta aquella noche en Tronze su vida había sido muy agradable. Nunca se había sentido totalmente satisfecho, pero... Bueno, ¿había alguien que estuviera totalmente satisfecho de su existencia? Cuando pensaba en ella su vida le parecía casi idílica. Había perdido algunas partidas, había tenido la sensación ocasional de que otro jugador recibía una cantidad inmerecida de elogios, había deseado a Yay Meristinoux y le había molestado que Yay prefiriera la compañía de otros a la suya... Pero comparado con la amenaza que Mawhrin-Skel mantenía suspendida sobre su cabeza y con el exilio de cinco años al que se enfrentaba todo aquello parecía pequeñas molestias sin importancia.

–No –dijo. Meneó la cabeza sin apartar los ojos del suelo–. Creo que iré.

–Muy bien... Pero te repito que este comportamiento no me parece propio de ti, Gurgeh. Siempre has sido tan..., tan mesurado. Siempre has controlado la situación.

–Oyéndote cualquiera pensaría que soy una máquina –dijo Gurgeh con voz cansada.

–No, pero eres..., eras más predecible. Eras más fácil de comprender.

Gurgeh se encogió de hombros y contempló la superficie irregular del suelo de piedra.

–Chamlis –dijo–, soy un simple ser humano.

–Mi querido amigo, eso nunca ha sido una excusa válida.

Tomó asiento en el vehículo subterráneo. Había ido a la universidad para visitar a la profesora Boruelal y había llevado consigo una carta lacrada escrita a mano para entregársela diciéndole que sólo debía abrirla si moría. La carta explicaba todo lo ocurrido, pedía disculpas a Olz Hap e intentaba dejar claro lo que sentía en aquellos momentos y lo que le había impulsado a cometer un acto tan terrible y estúpido..., pero al final se había marchado sin entregarle la carta. La idea de que Boruelal podía abrirla aunque sólo fuera por accidente y leerla mientras Gurgeh seguía con vida le resultaba tan aterradora que le hizo volverse atrás.

El vehículo subterráneo estaba cruzando la base de la Placa llevándole a toda velocidad hacia Ikroh. Gurgeh usó su nueva terminal para llamar a Worthil. La unidad había abandonado el Orbital después de su última visita para explorar uno de los gigantes de gas del sistema estelar, pero en cuanto recibió la llamada de Gurgeh hizo que el Cubo de Chiark la trasladara a la base subterránea. Worthil apareció de repente por la escotilla del vehículo.

–Jernau Gurgeh... –dijo. La condensación empezó a formar escarcha sobre sus placas y su presencia se abrió paso por el cálido interior del vehículo como si fuese una ráfaga de aire frío–. ¿Ha tomado una decisión?

–Sí –dijo Gurgeh–. Iré.

–¡Magnífico! –exclamó la unidad. Colocó un pequeño recipiente que tendría la mitad de su tamaño sobre uno de los asientos acolchados del vehículo–. Flora del gigante gaseoso –explicó.

–Espero que mi llamada no le obligara a interrumpir su expedición antes de lo que había planeado.

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