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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (19 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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Montignard dudaba. Inclinó la cabeza señalando a Adelia.

—Majestad, no os dejaré a solas con esta sierva insolente. Podría intentar haceros daño.

—Milord —comenzó a explicar Leonor, suspirando con cierta impaciencia—, quienquiera que sea, me salvó la vida, algo que vuestra lentitud os impidió hacer. Ahora, debéis encargaros de aquel adefesio. También para nosotras sería beneficioso un poco de calor. Haced las diligencias necesarias. Y traed aquí al obispo de Saint Albans.

El instinto de conservación hizo saltar a Adelia.

—Y un poco de brandy —se atrevió a susurrar. Acababa de observar debidamente la herida de su mano. Era profunda. Maldijo a todos los asesinos: necesitaba su mano derecha.

La reina dio su autorización. Nada indicaba que se dispusiera a abandonar la habitación. Aun cuando Adelia lo consideró una perversidad, e incluso una profanación —el infortunado cadáver seguía allí—, agradeció que le ahorraran el esfuerzo de bajar la escalera. Furtivamente, se acercó a la cama y se sentó en el suelo, sin ser vista por la reina.

La gente iba de un lado a otro, cumpliendo con los encargos de Leonor. Los sirvientes quitaron las sábanas y los cobertores de la cama y bajaron con ellos las escaleras para quemarlos: la reina insistió en que debían hacerlo.

Entró una hermosa joven, probablemente una de las doncellas de Leonor. Al ver a Rosamunda, tuvo un vahído y se desmayó, de modo que fue necesario llevarla a otra habitación.

Los sirvientes, hombres y mujeres —¿cuántos había traído consigo la reina?—, llegaban con braseros, velas en cantidad suficiente para alumbrar el Vaticano, incienso, quemadores de aceite, lámparas, antorchas.

Adelia había llegado a pensar que nunca volvería a sentirse abrigada. A causa del frío la había invadido un apacible sopor. Cerró los ojos…

—¿Qué demonios hacéis aquí? Si él llega, vendrá directamente a esta torre.

Era la voz de Rowley, muy alta, muy enfadada.

Adelia despertó. Seguía en el suelo, junto a la cama. Hasta entonces, la alcoba nunca había estado tan cálida; se veía más gente. El cuerpo de Rosamunda, ignorado por todos, aún se encontraba sentado frente al escritorio. Sin embargo, un alma misericordiosa le había cubierto el rostro y los hombros con una capa.

—¿Os atrevéis a hablar de esa manera a mi gloriosa señora? Ella va a donde le place —terció Montignard.

—Estoy hablando con la reina, cabrón. Cierra el pico…

La última palabra que Rowley pronunció sonó entrecortada. Alguien lo había golpeado.

Espiando por debajo de la cama Adelia pudo ver la parte inferior del cuerpo de la reina, y a Rowley, arrodillado frente a ella, con las manos atadas. Detrás de él, un par de piernas cubiertas por cota de malla: las de Schwyz; y a un lado, las finas botas de cuero de Montignard, una de ellas levantada para dar otro puntapié.

—Dejadlo, milord —dijo fríamente Leonor—, este es el lenguaje que puede esperarse del obispo de Saint Albans.

—A este lenguaje le llaman verdad, señora —respondió Rowley—. ¿Acaso me habéis oído decir otra cosa?

—Si así fuera, no deberíamos preguntarnos qué hago yo aquí, sino qué hacéis vos.

Adelia pensó que la explicación no sería breve. La desagradable coincidencia que había provocado esa reunión debía parecer siniestra a una reina que acababa de ser atacada.

Con cautela, comenzó a desatar los cordones de la bolsa que pendía de su cinto para sacar un pequeño rollo de terciopelo; allí se encontraba el instrumental quirúrgico que siempre llevaba consigo cuando viajaba.

—Tal como os dije, estoy de vuestro lado —afirmó Rowley. Luego, inclinando la cabeza hacia el escritorio, agregó—: Mi señora, ya se rumorea que sois la culpable de la muerte de Rosamunda…

—¿Yo? Nuestro Dios Todopoderoso la mató.

—Alguien lo ayudó. Permitid que descubra quién fue. Para eso he venido.

—¿En la oscuridad? ¿En medio de las tinieblas? —lo interrumpió otra vez Montignard—. Ya estabais aquí cuando un demonio surgió de la nada e intentó apuñalar a la reina.

La mano de Adelia había encontrado finalmente el pequeño cuchillo, letalmente afilado. Aflojó el rollo para poder asir el mango. No sabía con certeza qué haría con él. Si hacían daño a Rowley…

—¿Un demonio? —preguntó Rowley.

Leonor asintió.

—El ama de llaves. ¿Le habéis encargado que me mate?

—Le-o-nor. —Aquel gruñido de Rowley era la protesta de un viejo amigo. Todas las personas presentes en aquella habitación perdieron importancia mientras el obispo le recordaba a la reina cientos de experiencias compartidas. Leonor interrumpió el interrogatorio.

—Bien —dijo, con más amabilidad—, supongo que debo absolveros debido a que fue vuestra amante quien desvió el puñal.

La mano de Adelia se aflojó.

—¿Mi amante?

—Se me olvida que tienes muchas. Me refiero a la que tiene nombre extranjero y malos modales.

—Ah —dijo el obispo—, esa amante. ¿Dónde está?

Adelia se puso de pie, apoyándose con su mano sana en el borde de la cama. Se sintió estúpida y asustada, allí, a la vista de todos.

Rowley giró torpemente la cabeza hacia ella —tenía sangre en la boca— y la miró.

—Me regocija saber que ella ha servido a un fin tan encomiable, señora —dijo lentamente el obispo de Saint Albans. Luego miró nuevamente a la reina—. Podéis conservarla a vuestro lado, yo no la necesito. Como dijisteis, no tiene modales.

Leonor movió la cabeza en dirección a Adelia.

—Ya veis con qué facilidad os desecha. Todos los hombres, sean reyes u obispos, son unos bribones.

Adelia comenzó a sentir pánico. Rowley la dejaba en manos de la reina. Ella debía regresar a Godstow, junto a Allie.

Entretanto, Rowley respondía a otra pregunta.

—… Sí, dos veces. Vine por primera vez cuando ella enfermó. Wormhold es parte de mi diócesis, era mi deber. Y esta noche, cuando supe que había muerto. Pero eso no tiene importancia. —Aun maniatado y de rodillas, el obispo no dejaba de sermonear a la reina—. En el nombre de Dios, Leonor, ¿por qué no os marchasteis a Aquitania? Es demencial que sigáis aquí. Debéis partir. Os lo ruego.

«Eso no tiene importancia», fueron las únicas palabras que Leonor oyó, las que tenían importancia para ella. Su capa crujió contra el suelo cuando levantó la carta de Rosamunda.

—Esto es lo importante, esta carta: he recibido diez, todas iguales —dijo, alisando el pergamino para entregárselo a Rowley—. Os habíais aliado con Enrique para convertir a esa golfa en reina.

La habitación quedó en silencio unos instantes, mientras Rowley leía la carta.

—Por Dios, no sabía nada sobre esto —dijo al cabo de unos instantes. Adelia pensó que incluso Leonor podía advertir su desconcierto—. Tampoco el rey, os lo juro. Esa mujer era una demente.

—Era malvada. Arderá en este mundo y en el otro. Ella y todos sus aliados. Aquí se encenderá la hoguera. Será un final adecuado para una meretriz. No habrá para ella cristiana sepultura.

Adelia vio que Rowley palidecía. De pronto se recuperó y comenzó a hablar con un tono de voz distinto, dolorosamente familiar para ella: así la había seducido.

—Leonor —dijo con suavidad—, sois la más grande de las reinas, habéis traído belleza, cortesía, música y refinamiento a un reino de salvajes, nos habéis civilizado.

—¿Lo hice? —preguntó la reina en voz baja, casi infantil.

—Bien sabéis que sí. ¿Quién nos enseñó a ser caballerosos con las mujeres? ¿Quién me enseñó a decir «por favor»? —La reina rio y Rowley continuó, aprovechando la situación—. Os lo ruego, no cometáis un acto de vandalismo cuyas consecuencias serán penosas para vos. No es necesario incendiar esta torre, permitid que esta obscenidad se conserve. Debéis recluiros en Aquitania, solo por una temporada. Dadme tiempo para descubrir al verdadero asesino de Rosamunda. De esa manera podré calmar al rey. Por el amor de Cristo, señora, hasta entonces, no debéis encontraros con él.

La última recomendación había sido desacertada.

—¿Encontrarme con él? —preguntó dulcemente Leonor—. Me encarceló en Chinon. Y no oí vuestra voz, obispo, entre las de aquellos que se opusieron.

La reina hizo una seña a los hombres que estaban detrás de Rowley, que comenzaron a arrastrarlo hacia fuera. Al llegar a la puerta, Leonor dijo con claridad:

—Sois un hombre de Enrique Plantagenet. Siempre lo habéis sido y siempre lo seréis.

—Y vuestro, señora —gritó Rowley—, y de Dios.

Luego se oyeron los insultos que el obispo dedicaba a sus captores mientras bajaba la escalera a empujones. Los sonidos se desvanecieron poco a poco, hasta que se hizo un silencio similar al que sigue a un derrumbe, cuando solo queda que el polvo se deposite en el suelo.

—El
schweinhund
tiene razón, señora. Deberíamos partir —dijo Schwyz, que se había rezagado.

La reina lo ignoró. Daba vueltas por la habitación, agitada, hablando consigo misma.

Schwyz se encogió de hombros con resignación y se marchó.

—Él nunca os ha hecho daño, señora —dijo Adelia—, no lo lastiméis.

—No deberíais amarlo —le espetó la reina.

Aun cuando Adelia pensaba que no lo amaba y no volvería a amarlo, rogó silenciosamente que la reina no le hiciera daño.

—Permitid que le saque los ojos, mi señora —pidió Montignard, jadeante—. Os habría asesinado utilizando a ese demonio.

—No lo habría hecho, por supuesto —respondió la reina. Adelia suspiró aliviada—. Rowley dijo la verdad. Esa mujer, Dampers o como se llame… He encargado algunas pesquisas y es sabido que adoraba a su ama. Puf… Incluso ahora sería capaz de matarme diez veces.

—¿Eran amantes? —preguntó Montignard, intrigado.

La reina continuó caminando en círculos.

—Monty, ¿soy una asesina de prostitutas? ¿Qué nueva acusación caerá sobre mí?

—Sois el bendito Ángel de la Paz que ha regresado a Belén.

La respuesta de Montignard dibujó una sonrisa en el rostro de la reina.

—En fin, nada podemos hacer hasta que el joven rey y el abad estén aquí —afirmó Leonor. Desde abajo llegaron ruidos de muebles que se volcaban y puertas que se cerraban—. ¿Qué está haciendo Schwyz?

—Está apostando arqueros en todas las ventanas, para defendernos. Teme que el rey venga hacia aquí.

La reina movió la cabeza con indulgencia, como si tuviera delante a un niño entusiasmado.

—Ni siquiera Enrique puede viajar tan rápido con este tiempo. Dios me libró de la nieve; ahora hace que caiga para obstaculizar el camino del rey. Permaneceré en esta alcoba hasta que llegue mi hijo —dijo, y miró a Adelia—. También vos, ¿verdad?

—Señora, con vuestro permiso, regresaré junto a…

—No, no, Dios os ha enviado a mí como talismán —la interrumpió Leonor, con una hermosa sonrisa. Luego caminó hacia el cadáver y le quitó bruscamente la capa que lo cubría—. Os quedaréis aquí, conmigo, y… juntas veremos cómo se pudre la bella Rosamunda.

Así lo hicieron.

• • •

De aquella noche, Adelia conservó el recuerdo de largas horas en silencio, a solas con la reina —Montignard se había dormido—, durante las cuales Leonor de Aquitania permaneció infatigablemente sentada, con la espalda recta como una plomada y los ojos fijos en el cuerpo de la mujer a la que su esposo había amado.

Recordó también —aunque con incredulidad— que en algún momento un joven cortesano había entrado en la habitación con un laúd para deambular por ella cantando bellamente en la lengua de Aquitania, y que se había retirado sin recibir respuesta de su reina, y menos aún del cadáver.

Y el calor. Adelia recordó el calor que se desprendía de los braseros y las numerosas velas encendidas. En cierto momento rogó incluso que abrieran la ventana, porque la alcoba comenzaba a parecer un horno de alfarero. Pero la reina se había negado.

En consecuencia, la encantadora y afortunada Adelia, privilegiada por su condición de enviada de Dios para salvar a la realeza, se acurrucó en el suelo, sobre su capa, mientras la reina, envuelta en pieles, observaba el cadáver desde su silla.

Los ojos de Leonor solo se desviaron cuando sus sirvientes llegaron con el brandy, porque, en lugar de beberlo, Adelia lo dejó caer sobre la herida de su mano y luego sacó de su bolsa con instrumental una aguja y un hilo de seda.

—¿Quién os enseñó a limpiar heridas con brandy? —preguntó Leonor—. Yo uso coñac de Burdeos. —Al ver que Adelia intentaba coser la herida con la mano izquierda, la reina chasqueó la lengua en señal de desaprobación—. Oh, yo lo haré. —Sin pensarlo un momento tomó la aguja y el hilo y dio ocho puntos de sutura. Adelia consideraba que cinco habrían sido suficientes. El trabajo de la reina fue más prolijo de lo necesario, y también más doloroso—. Quienes fuimos a las Cruzadas aprendimos a curar a los heridos, que eran muchos —explicó animadamente.

De acuerdo con el relato de Rowley —que había llegado a Tierra Santa mucho tiempo después—, la mayoría de esos heridos habían sido consecuencia de la ineptitud del rey de Francia, al mando de la Cruzada.

La Iglesia no lo había condenado. En cambio, había preferido escandalizarse porque Leonor, por entonces esposa de Luis, había insistido en ir con él, acompañada por un séquito de mujeres tan aventureras como ella.

«Esa dama será indómita mientras viva —había dicho Rowley, con cierta admiración—. Al igual que sus amazonas. Y cuando llegó a Antioquía, tuvo una aventura con su tío, Raymond de Toulouse. Qué mujer».

Leonor conservaba una parte de aquella osadía. Adelia pensó que su presencia en aquel lugar constituía, por sí misma, una prueba de ello. Sin embargo, el paso del tiempo la había llevado a la desesperación.

—¿Fue allí donde…? ¡Ay! —Adelia quería ser valiente, pero si bien la reina manejaba la aguja con destreza, no lo hacía con suavidad—. ¿Allí habéis aprendido a recorrer un laberinto? ¿En…, ¡ay!, Oriente?

Nada indicaba que Leonor hubiera tropezado con los cercos de Wormhold durante tanto tiempo como la propia Adelia y sus compañeros.

—Llamadme Majestad —dijo la reina.

—Sí, Majestad…

—Sí. Allí lo aprendí. Los sarracenos son diestros para esas cosas, al igual que para muchas otras. Sin duda vuestro obispo también aprendió el truco en Oriente. Por entonces Rowley estaba a mis órdenes… Fue hace mucho tiempo. —La voz de Leonor se había suavizado—. Él llevó la espada de mi hijito muerto a Jerusalén y la depositó sobre el altar de Cristo.

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