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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (23 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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Precedida por algunos de sus hombres, uno de los cuales sostenía un farol, Leonor entró en el laberinto, sin dejar de reír. Los hombres a caballo la siguieron. Detrás de ellos, Schwyz dio otra orden y una antorcha encendida describió una curva en el aire, en dirección a la pila de leña colocada en el puesto de guardia.

El abad estaba en lo cierto: el camino que atravesaba el laberinto seguía una línea recta.

Los cercos resultaron ser puertas enmascaradas.

Ya no había misterio. El viento despojó al laberinto de su silencio. Las ramas de los cercos se curvaron y se estremecieron, como ocurre en cualquier sendero cuando arrecia la tormenta. La insidiosa esencia del lugar había desaparecido y Adelia no lo lamentaba. No obstante, si el peculiar abad que se declaraba fiel servidor de la reina era digno de crédito, le parecía extraordinario que la propia Rosamunda le hubiera mostrado el camino secreto.

—¿Conocéis a ese hombre? —preguntó a Dakers. Se estremeció al sentir que el pecho del ama de llaves subía y bajaba contra su espalda, y nuevamente la oyó cacarear.

—No es el más listo —dijo Dakers al fin. Parecía hablar consigo misma—. Cree que ha derrotado a la serpiente, pero ella aún tiene sus colmillos.

En su voz no se percibía animosidad hacia el hombre que, tal como él mismo había confesado, había visitado a Rosamunda en su torre para descubrir sus secretos a la reina. Adelia pensó que tal vez se debiera a la locura.

Atravesaron el laberinto en unos minutos.

Diciendo obscenidades, Cross obligó a la mula a trotar. Adelia y Dakers subieron la colina rebotando contra su lomo sin montura.

El viento era más intenso y arrojaba ráfagas de nieve que ensombrecían esporádicamente la luna. Al llegar a la cima los jinetes lo oyeron ulular mientras les azotaba el rostro.

Adelia miró hacia atrás. Allí estaban Rowley, Jacques y Walt. Los hombres que los custodiaban les clavaban sus lanzas en la espalda para que avanzaran.

Dakers giró la cabeza hacia la torre —una silueta negra, erecta e imperturbable, cuyo perfil se dibujaba en la luna— y se oyó un aullido triunfal.

—Bien, muy bien. Nuestro Señor Satán me ha oído, querida. Regresaré para recogeros, esperadme.

La torre no se había incendiado. A pesar de los muebles rotos, el combustible y el viento, no se había transformado en un horno. Algo había apagado el fuego.

Adelia dedujo que, dado que el viento soplaba en dirección a la puerta, las ráfagas de nieve habían extinguido las llamas.

La imagen de Rosamunda, por el contrario, era inextinguible. Diabólicamente preservada, en su gélida cámara esperaba que su sirviente regresara.

En el río se veía una triste flotilla: botes impulsados con remos o pértigas y una vieja barca a vela se hallaban amarrados en las riberas, comandadas por los soldados de Schwyz. La única embarcación sólida era aquella que Mansur, Oswald y los hombres de Godstow habían llevado río arriba para recoger el cuerpo de Rosamunda. Adelia buscó a Mansur. No lo encontró, y temió que los soldados lo hubieran matado. Eran hombres brutales, le recordaban a los cruzados que pasaban por Salerno, preparados para destrozar a cualquier persona que tuviera una apariencia distinta de la suya.

En la proa del barco se veía una figura alta, cubierta, como cualquier otra, por una capa y su capucha. La nieve impedía distinguir si era Mansur o un soldado.

Adelia intentó tranquilizarse: Schwyz y sus hombres eran mercenarios; su objetivo no era matar sarracenos. Seguramente comprendían que era necesario mantener con vida a todos los navegantes diestros para realizar el viaje a Oxford.

El caos que había reinado en la explanada de Wormhold se duplicó cuando el séquito de Leonor comenzó a pelear por el privilegio de acompañar a la reina en la barca de Godstow, la única que disponía de una cabina cubierta. Si alguien comandaba la embarcación, la muchedumbre lo había ignorado.

El mercenario Cross, a cargo de Adelia y Dakers, esperó órdenes durante largo rato. Cuando comprendió que no las recibiría, los sirvientes y el equipaje ya habían sobrecargado peligrosamente la barca. Él y las dos mujeres no fueron admitidos a bordo. Entre insultos, las arrastró hacia la siguiente embarcación y prácticamente las arrojó a la popa. De un salto, Guardián se reunió con ellas. Era un bote de remos descubierto, sujeto a la embarcación de Godstow por medio de una maroma.

—No podéis dejarnos aquí, nos congelaremos —le gritó Adelia al soldado.

Expuestas al viento inclemente, mucho antes de llegar a Oxford se habrían convertido en dos cadáveres tan rígidos como el de Rosamunda.

El bote se balanceó cuando un guardián lo abordó torpemente, después de obligar a otras tres personas a entrar en él.

El viento propagó una voz más profunda que la de Adelia, y más habituada a la persuasión.

—En el nombre de Dios, ¿queréis matarnos? Llevadnos a un lugar cubierto. Podéis hablar con la reina, esta mujer le salvó la vida.

El obispo de Saint Albans estaba junto a ella, y se sumaba a su protesta. Aun amarrado a Jacques y a Walt, y amenazado con una lanza, su voz transmitía autoridad.

—Yo mismo viajaré aquí, como podéis ver. Sentaos frente a las mujeres y dejad de gritar.

Una vez que todos se ubicaron en los lugares indicados, Cross tomó un gran bulto, que resultó ser una antigua vela, y pidió ayuda a su compañero —a quien llamó Giorgio— para desplegarla.

Más allá de sus modales, ambos eran hombres eficientes. Previendo que el viento podía arrebatarles el lienzo, indicaron a Adelia y Dakers que se sentaran en uno de los extremos antes de plegarlo de modo tal que alcanzara a cubrir a las mujeres y a los prisioneros y, finalmente, a los dos soldados, que tomaron asiento en la proa. Su esfuerzo tenía por objetivo la propia preservación, dado que ellos también irían a bordo de ese bote. Con gesto deliberadamente ampuloso, Giorgio colocó una daga entre sus rodillas.

La vela estaba sucia y maloliente, y caía pesadamente sobre la cabeza de los viajeros. No era lo suficientemente amplia, por lo cual, cuando trataban de proteger del viento inclemente el lado izquierdo de su cuerpo, dejaban al descubierto el derecho. De inmediato se formó sobre ella una capa de hielo, que si bien la tornó rígida, creó una capa protectora. En alguna medida, les permitía protegerse del frío.

El río comenzó a agitarse furiosamente. Pequeñas olas heladas empezaron a entrar por la borda. Adelia levantó a Guardián, lo colocó sobre su regazo y lo cubrió con su capa. Luego, para no mojarse los pies, los apoyó en la espalda de Rowley, que viajaba en el asiento situado delante de ella, a estribor, adonde no llegaba el lienzo. Jacques estaba sentado entre él y Walt.

—¿Cómo os sentís? —gritó Adelia, esforzándose porque el viento no apagara su voz.

—¿Cómo os sentís vos?

—Espléndidamente.

El mensajero también trataba de ser valiente.

—Un viaje en barco —le oyó decir Adelia—: es bueno hacer algo diferente.

—Se descontará de vuestra paga —dijo el obispo.

Walt gruñó.

Los soldados comenzaron a gritar y a repartir recipientes. Era necesario achicar con urgencia para evitar que el bote se hundiera. Los tres prisioneros recibieron utensilios diseñados para ese fin, mientras que las mujeres se contentaron con sendas jarras y una recomendación:

—Hacedlo con entusiasmo.

Adelia comenzó a achicar. Si el bote se hundía, morirían antes de que pudieran alcanzar la orilla del río. Arrojaba el agua helada tan rápido como podía y el río la devolvía con la misma velocidad. A través de la abertura de la vela, vio que la nieve arrastrada por el viento estaba levemente iluminada por las lámparas colocadas en la popa de la barca que los precedía y en la proa de la embarcación que los seguía. De allí provenía la escasa luz que le permitía distinguir la jarra lamentable que utilizaba para achicar. Era de plata, y poco antes había ocupado un lugar en la bandeja en la cual un sirviente había llevado la cena de Leonor hasta la alcoba de Rosamunda. La gente de Aquitania tenía razón: los mercenarios —al menos los dos que tripulaban ese bote— eran unos ladrones.

Adelia se sintió súbitamente furiosa. Si bien lo adjudicó al robo de la jarra, en realidad era producto del frío, el cansancio, la humedad, una angustia extrema y el miedo a morir en esas circunstancias. Miró a Dakers, que permanecía inmóvil.

—Maldición, a vos también os dieron orden de achicar.

La mujer no reaccionó. Su cabeza se movía con indolencia. Adelia consideró la posibilidad de que hubiera muerto.

También Rowley era presa de la ira. Gritaba al hombre que lo mantenía cautivo junto a sus compañeros, pidiendo que les desataran las manos para achicar con más rapidez. Los torpes movimientos que eran capaces de realizar al unísono no podían ser veloces.

Por toda respuesta, le gritaron que cerrara la boca. Un instante después Adelia sintió que el bote se balanceaba más enérgicamente y a continuación oyó los insultos de los tres hombres sentados delante. Dedujo que, si bien los habían separado, las cuerdas que les sujetaban las muñecas seguían amarradas. No obstante, podían achicar con más rapidez, y así lo hicieron. Adelia descargó su furia en Dakers, por empeñarse en morir después de todo lo que ella había hecho para salvarla.

—Eres una ingrata —dijo, y agarró con ira la muñeca del ama de llaves. Por segunda vez sintió su pulso débil.

Adelia se inclinó hacia delante —al hacerlo estuvo a punto de aplastar a Guardián, que yacía en su regazo— y levantó los pies de Dakers. Colocó uno de ellos entre los cuerpos de Rowley y Jacques y el otro entre Jacques y Walt.

—¿Cuánto tiempo pasaremos sentados en este lugar? —gritó, tratando de que la oyeran los soldados—. Por el amor de Dios, ¿cuándo vamos a movernos de aquí?

Pero el ruido del viento era más poderoso que su voz. Los hombres no la oyeron. Rowley, en cambio, inclinó la cabeza en dirección a la abertura de la vela. Ella observó la nieve que se arremolinaba formando una cortina. El bote había comenzado a moverse poco antes y había llegado a una curva del río donde la pendiente de la ribera, o tal vez los árboles, les brindaba cierta protección.

La barca que los precedía, a la que estaban amarrados, era impulsada por hombres que remaban o por un caballo desde la orilla; no podía saberlo, pero, para cualquiera de ellos, el esfuerzo debía ser horroroso. Probablemente la movían con pértigas, a juzgar por el ritmo al que avanzaba. El viento soplaba a sus espaldas y el flujo de la corriente los favorecía, aunque a veces la proa de su bote chocaba con la popa de la barca y los soldados se turnaban para aparecer por debajo de la vela protectora y separar las embarcaciones con un remo.

Tampoco sabía a qué distancia se encontraba Oxford, pero calculó que, a esa velocidad, en una hora llegarían a Godstow. Debía encontrar la manera de desembarcar allí. Esa decisión la tranquilizó. Volvió a ser una médica, una mujer enferma estaba en sus manos. Parte de su irritación extrema se había debido a que estaba hambrienta. Tal vez Dakers estuviera aún más hambrienta, desfalleciente a causa del hambre. Recordó que en su recorrido por la cocina de Wormhold no había encontrado alimentos. Y si bien reprobaba a los mercenarios ladrones, Adelia no había salido de la alcoba de Rosamunda con las manos vacías. En la bandeja de la reina había sobras de comida y los tiempos difíciles le habían enseñado la importancia de aprovisionarse. De todos modos, Rosamunda no iba a comerlas. Hurgó en su bolsa, de donde sacó una gruesa servilleta. La desplegó, tomó una porción generosa del pastel de ternera de Leonor y lo agitó debajo de la nariz de Dakers. El aroma actuó como un tónico. El ama de llaves le arrebató el pastel.

Asegurándose de que los soldados no pudieran verla —apenas podía distinguirlos en la oscuridad que reinaba debajo de la vela—, se inclinó hacia delante otra vez y deslizó el queso que también había hurtado entre Jacques y Rowley. Lo sostuvo allí hasta que sintió que una de las manos atadas lo tanteaba, lo tomaba y apretaba su mano en señal de agradecimiento. Los hombres dejaron de achicar durante unos instantes, seguramente para partir el queso, lo que motivó que los soldados gritaran otra vez. Luego Adelia compartió con Guardián los restos del pastel de ternera. Solo quedaba esperar y achicar. El peso de la nieve hacía que la vela cayera frecuentemente sobre ellos, por lo cual alguno de los hombres tenía que golpearla desde abajo para quitarla.

El nivel del agua acumulada debajo de las piernas de Adelia se negaba a bajar, sin importar cuál fuese el volumen que ella arrojaba fuera del bote. A cada exhalación su aliento mojaba la capa que le cubría la boca y se congelaba de inmediato. Pronto sus labios se agrietaron. El lienzo de la vela le raspaba la cabeza cuando se incorporaba después de inclinarse, pero si se detenía, el frío congelaría la sangre de sus venas.

«Sigue achicando, debes mantenerte con vida, debes vivir para volver a ver a Allie», se dijo.

El codo de Rowley le tocó las rodillas. Ella no alteró la secuencia de sus movimientos: inclinarse, sumergir la jarra, arrojar el agua, una y otra vez. Habría continuado así para siempre. Rowley tuvo que tocarla nuevamente para que comprendiera que podía detenerse. Ya no entraba agua.

El viento se había aquietado, el ruido había disminuido y una especie de luminosidad —¿ya había amanecido?— entraba por la abertura de la vela. A través de ella, Adelia pudo ver que la nieve caía copiosamente. El bote parecía avanzar por el aire, entre plumones de cisne.

El frío que penetraba por la abertura había adormecido el lado derecho de su cuerpo. Para que ambos conservaran un poco de calor, se inclinó hacia delante y se apretó contra la espalda de Rowley, llevando consigo a Dakers para que se apoyara en Jacques. Rowley giró ligeramente la cabeza. Ella sintió su aliento en la frente.

—¿Mejor?

Adelia se estiró para mirar por encima de su hombro. A pesar de que el viento era más calmo, el caudal del río fluía con más rapidez. El bote de remos corría peligro de estrellarse contra la barca o de encallar en la ribera. Uno de los soldados —probablemente Cross, el más joven— trataba de separar las embarcaciones, para lo cual había abandonado el refugio que le proporcionaba la vela, dejándola caer sobre su compañero, acurrucado en el banco de proa, exhausto, o dormido tal vez a causa del cansancio. Walt y Jacques tampoco se movían. Dakers seguía apoyada en la espalda del mensajero. Adelia apartó la capucha y acercó sus labios a la oreja de Rowley.

BOOK: El laberinto de la muerte
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